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Media hora más tarde ya estaba en casa, dando cuenta a la señorita Halcombe de todo lo sucedido.

Me escuchó del principio al fin con atención, tensa y silenciosa, lo cual, en una mujer de su temperamento, era la prueba más convincente de que mi relato tenía gran importancia.

—Tengo tristes pensamientos —fue todo lo que dijo cuando terminé—, muy tristes presentimientos acerca del futuro.

—El futuro puede depender —sugerí— del uso que hagamos del presente. No sería improbable que Anne Catherick hablase con más libertad y con más gusto con una mujer que conmigo. Si la señorita Fairlie...

—Ahora ni pensarlo— interrumpió la señorita Halcombe con mayor resolución aún que de costumbre.

—Entonces permítame que le sugiera —continué— que se entreviste usted con Anne Catherick y que haga todo lo posible por ganar su confianza. Por mi parte tiemblo ante la idea de asustar por segunda vez a esa infeliz criatura como desgraciadamente acabo de hacer. ¿Ve usted algún inconveniente en acompañarme mañana hasta la granja?

—En absoluto. Iré a cualquier sitio y haré lo que sea para ayudar a Laura. ¿Cómo dijo usted que se llamaba la granja?

—Tiene usted que conocerla. Se llama Todd’s Corner.

—En efecto. Todd’s Corner es una de las posesiones del Señor Fairlie. Nuestra vaquera es la segunda hija del granjero. Constantemente está yendo y viniendo de aquí a su casa y tiene que haber oído o visto algo que pueda ser conveniente que nosotros sepamos. ¿Le parece a usted que averigüe enseguida si está abajo la muchacha?

Tocó la campanilla y dio el encargo al criado. Este regresó para anunciar que la vaquera estaba en la granja. No había estado allí durante tres días, y el ama de llaves le permitió ir a su casa aquella tarde por una o dos horas.

—Hablaré con ella mañana —dijo la señorita Halcombe cuando el criado salió—. Mientras tanto explíqueme, con toda exactitud, qué propósito debo conseguir en mi entrevista con Anne Catherick. ¿Usted no tiene ninguna duda de que la persona que la ha recluido en el sanatorio es Sir Percival Glyde?

—Ni sombra de duda. El único misterio que nos queda por aclarar es el motivo de esa orden. Considerando la enorme diferencia entre la posición social de ambos, que parece excluir toda idea del parentesco más remoto, es de máxima importancia, aun dando por hecho que en Anne haya motivos para que se la vigile, saber por qué es él la persona que hubo de asumir la grave responsabilidad de encerrarla...

—En un sanatorio privado. ¿No me dijo usted eso?

—Sí, en un sanatorio privado donde hay que pagar, por la estancia de una paciente, una cantidad de dinero que está fuera del alcance de una persona pobre.

—Ya veo el motivo de sus sospechas, señor Hartright, y le prometo que todo se aclarará, tanto si mañana Anne Catherick nos ayuda como si no... Sir Percival Glyde no permanecerá mucho tiempo en esta casa si no nos da explicaciones satisfactorias al señor Gilmore y a mí. El porvenir de mi hermana es mi mayor preocupación en la vida, y tengo bastante influencia sobre ella como para que me conceda cierta libertad en lo que concierne a su matrimonio.

Y nos despedimos hasta el día siguiente.

Por la mañana, después del desayuno, se presentó un impedimento que los acontecimientos de la víspera ni me permitieron prever, por el que fue imposible salir inmediatamente hacia la granja. Era mi último día en Limmeridge y necesitaba, en cuanto llegase el correo, y siguiendo el consejo de la señorita Halcombe, pedir autorización al señor Fairlie para rescindir mi contrato y regresar a Londres un mes antes de lo establecido, obligado por mandato de imprevistas necesidades.

Afortunadamente, y como para dar más visos de verdad a esta disculpa, aquella mañana el correo me trajo dos cartas de amigos de Londres. Fui a mi cuarto con ellas y envié recado al señor Fairlie, preguntándole si podría recibirme para tratar un asunto de importancia.

Esperé el regreso del criado, sin la menor preocupación por la actitud que su señor adoptase ante mi solicitud. Con su venia o sin ella tenía que irme. La conciencia de haber dado el primer paso para emprender el penoso camino que iba a separar para siempre mi vida de la de la señorita Fairlie parecía haber embotado mi sensibilidad en todo lo que a mí mismo se refiere. Había dejado a un lado mi pobre y quisquilloso orgullo de hombre, había olvidado mi vanidad de artista, y ni siquiera la insolencia del señor Fairlie, si tenía a bien ser insolente, conseguiría herirme.

Volvió el criado con una respuesta que no me pilló de sorpresa. El señor Fairlie lamentaba que el estado de su salud, especialmente precario aquella mañana, le hiciera descartar cualquier esperanza de tener el placer de recibirme. Me rogaba, por consiguiente, que aceptase sus disculpas y que tuviese la amabilidad de exponerle lo que deseaba en una carta. Ya había recibido varios mensajes como éste durante los tres meses que había vivido en Limmeridge. En dicho tiempo el señor Fairlie se había felicitado de contar conmigo pero nunca se encontró suficientemente bien como para verme en persona por segunda vez. El criado llevaba a su señor los dibujos y aguafuertes ordenados, restaurados y acompañados de todos mis respetos; y volvía con las manos vacías, trayéndome «efusivas gracias», «afectuosas felicitaciones» y «sinceros pesares» del señor Fairlie, a quien su estado de salud le obligaba a permanecer prisionero, solitario en su propio cuarto. No podíamos haber llegado a un arreglo más satisfactorio para ambas partes. Sería difícil decir cuál de nosotros dos sentía mayor agradecimiento hacia los serviciales nervios del señor Fairlie.

Me senté para escribir inmediatamente la carta con toda la cortesía, claridad y brevedad posibles. El señor Fairlie no se dio prisa en contestar. Transcurrió cerca de una hora antes de que su respuesta fuese depositada en mis manos. Estaba escrita con correcta letra clara y hermosa, con tinta de color violeta y sobre un papel pulido como el marfil, del grueso de la cartulina, y me hablaba en los siguientes términos:

El Señor Fairlie saluda al señor Hartright. El señor Fairlie está tan sorprendido y contrariado con la solicitud del señor Hartright, que no puede expresarlo tal como debiera dado el estado actual de su salud. El señor Fairlie no es hombre de negocios, pero ha consultado el caso con su administrador, cuya opinión ha confirmado la del señor Fairlie de que la petición que hace el señor Hartright para romper su compromiso no puede ser satisfecha cualesquiera que sean las necesidades alegadas, salvo, tal vez, el caso de tratarse de una cuestión de vida o muerte. Si algo pudiera entibiar el altísimo respeto y veneración que el señor Fairlie siente por todo lo que sea Arte y sus maestros que constituyen el consuelo y alegría para su existencia de enfermo, la conducta seguida por el señor Hartright lo hubiese conseguido. Pero no ha sido así, sino que este sentimiento tan sólo ha alcanzado a la persona del señor Hartright.

Habiendo expuesto su opinión hasta donde se lo permiten los agudos sufrimientos por los que atraviesa debido a sus nervios, el señor Fairlie no tiene nada que añadir, salvo expresar la decisión adoptada ante la incorrecta solicitud que se le ha presentado. Siendo de máxima importancia en este caso el perfecto reposo moral y físico del señor Fairlie, no podría sufrir la permanencia en su casa del señor Hartright, que alteraría este reposo dadas los circunstancias tan esencialmente violentas para las dos partes. Por tanto, el señor Fairlie renuncia a su derecho de declinar la petición con el solo objeto de no alterar su tranquilidad, e informa al señor Hartright que puede marcharse.

Doblé la carta y la puse con los demás papeles. En otro tiempo la hubiera considerado un insulto, pero ahora la aceptaba tal y como era, considerándola simplemente como la autorización para romper mi contrato. Casi se me había borrado de la memoria cuando bajé al comedor para decirle a la señorita Halcombe que estaba dispuesto a acompañarla hasta la granja.

—¿Le ha dado el señor Fairlie una respuesta positiva? —me preguntó cuando salíamos.

—Me da permiso para marcharme, señorita Halcombe.

Me dirigió una mirada rápida, y por vez primera desde que la había conocido tomó la iniciativa de apoyarse en mi brazo. De ninguna otra forma hubiese demostrado con mayor delicadeza hasta qué punto comprendía la forma en que se me había concedido este permiso, y me demostraba su simpatía, no desde una posición superior, sino como una amiga. No me había hecho efecto la insolente carta del hombre, pero me llegó al alma la dulce comprensión de la mujer.

Mientras caminábamos hacia la granja decidimos que la señorita Halcombe entraría sola, y que yo la esperaría fuera, dispuesto a acudir cuando me necesitase. Adoptamos este procedimiento por miedo a que mi presencia, después de lo sucedido la noche anterior en el cementerio, pudiera renovar el choque emocional de Anne Catherick y aumentara el recelo causado al ver a una señora extraña para ella. La señorita Halcombe me dejó, con la intención de hablar antes que nada con la mujer del granjero, de cuyo afán por complacerla estaba segura, y yo esperé paseando por las inmediaciones.

Creí que habría de estar solo bastante tiempo. Sin embargo, ante mi sorpresa al pasar poco más de cinco minutos, la señorita Halcombe regresó.

—¿Es que Anne Catherick se niega a verla? —pregunté con asombro.

—Anne Catherick se ha marchado —contestó.

—¡Se ha marchado!

—Sí, se ha marchado con la señora Clements. Salieron de la granja esta mañana a las ocho.

Me quedé sin habla. Sólo pude darme cuenta de que con ellas se había desvanecido nuestra última probabilidad de descubrir lo que queríamos.

—Todo lo que la señora Todd sabe sobre sus huéspedes lo sé también yo ahora —continuó la señorita Halcombe—, y me deja tan desconcertada como a ella. Ambas regresaron anoche sin problemas, después de que usted las dejó, pasaron la primera parte de la velada con la familia Todd, como siempre. Pero justamente un poco antes de cenar Anne Catherick los sobresaltó a todos con un largo desmayo. Había tenido un ataque similar la noche que llegaron, aunque fue menos alarmante; la señora Todd lo achacó en aquella ocasión a alguna noticia que acababa de leer en el periódico local que se hallaba sobre la mesa y que había recogido unos minutos antes.

—¿Sabe la señora Todd qué noticia del periódico fue la que la afectó de tal manera? —pregunté.

—No —replicó la señorita Halcombe—. Lo miró y remiró y no vio nada que pudiese alarmar a nadie. Pero yo se lo pedí para hojearlo a mi vez, y al abrir la primera plana vi que el editor, para enriquecer su escaso acopio de noticias, se interesó por los asuntos de nuestra familia y entre otras notas de sociedad, copiadas de los periódicos de Londres, publicó el compromiso de mi hermana. Inmediatamente deduje que ésta era la causa del extraño ataque de Anne Catherick y que era también el motivo que la impulsó a escribir la carta que envió al día siguiente a casa.

—No hay duda de ambas cosas. Pero ¿qué le dijeron acerca del segundo ataque de anoche?

—Nada. Es un misterio absoluto. No había nadie extraño en el cuarto. La única visita era nuestra vaquera, que como le dije es una hija de los Todd, y no se habló más que de cotilleos habituales del pueblo. De repente dio un grito y se puso pálida como una muerta sin la menor causa aparente que lo justificara. La señora Todd y la señora Clements la subieron a su cuarto, y esta última se quedó con ella. Las oyeron hablar mucho, hasta bastante tiempo después de la hora a la que acostumbraban irse a la cama, y esta mañana temprano, la señora Clements llamó aparte a la señora Todd y la dejó estupefacta cuando le dijo que tenían que marcharse. La única razón que pudo sonsacarle para explicar esta fuga era que había sucedido algo que no tenía nada que ver con nadie de la granja, pero que era suficientemente grave para obligar a Anne Catherick a dejar enseguida Limmeridge. Fue inútil pretender que la señora Clements fuese más explícita. Movió la cabeza y suplicó que por el bien de Anne no le preguntasen más detalles. Repitió con insistencia, y con todo el aspecto de estar muy seriamente preocupada ella también, que Anne tenía que irse, que ella debía acompañarla y que tenían que guardar el mayor secreto sobre el lugar a donde se dirigían. No voy a cansarle con todas las protestas hospitalarias de la señora Todd para que se quedasen. Terminó llevándolas en su carro a la estación más próxima, hace más de tres horas. Durante el camino hizo todo lo posible para hacerlas hablar con más claridad, pero sin éxito. Las dejó en la estación, ofendida y molesta por la falta de consideración que mostraban marchándose de forma tan inesperada y por su actitud tan poco amistosa negándole toda confianza, y volvió muy enfadada, sin esperar a despedirlas. Esto es exactamente lo acontecido. Rebusque en su memoria, señor Hartright y dígame si en el cementerio no sucedió algo que pudo originar la extraordinaria fuga de las dos mujeres.

—Ante todo me gustaría saber, señorita Halcombe, si hubo alguna causa que produjese aquel cambio repentino en Anne Catherick que tanto alarmó a los granjeros, horas después de que ella y yo nos separamos y cuando había pasado el tiempo suficiente para que se restableciese del horrible choque que desgraciadamente le causé. ¿Preguntó usted qué rumor estaban comentando cuando se desmayó?

—Sí, pero los quehaceres domésticos de la señora Todd parecen haber distraído su atención de la conversación de su salón. Todo lo que ha podido decirme es que hablaban simplemente de cosas», y supongo que eso quiere decir que hablarían de todos los demás, como siempre.

—Quizá la lechera tenga mejor memoria que su madre —dije—. Convendría que en cuanto lleguemos a casa hable usted con esa muchacha, señorita Halcombe.

En cuanto llegamos, la señorita Halcombe siguió mis consejos. Nos dirigimos a la parte de las dependencias donde estaba la lechería y encontramos a la vaquera muy ocupada en fregar un gran ordeñadero, con las mangas recogidas y acompañando su trabajo con una alegre canción.

—He traído a este señor a ver su lechería, Hannah —dijo la señorita Halcombe—. Es una de las cosas dignas de ver en esta casa, gracias a usted.

La muchacha se sonrojó, hizo una inclinación y tímidamente dijo que trataba de tener siempre las cosas limpias y en orden.

—Acabamos de venir de casa de sus padres —continuó la señorita Halcombe—. Me dijeron que estuvo usted allí anoche. ¿Encontró huéspedes, verdad?

—Sí, señorita.

—Una de ellas se desmayó y estuvo mal, según decían. Me figuro que no harían ni dirían nada que pudiese asustarla. ¿No estarían hablando de nada terrorífico?

—¡Oh, no señorita! —dijo riendo la lechera—. Estábamos hablando de las cosas que pasan.

—Sus hermanos le contarían las cosas de Todd’s Corner, supongo.

—Sí, señorita.

—Y usted les contaría las de Limmeridge.

—Sí, señorita. Estoy completamente segura de que no se dijo nada que pudiese asustarla ¡pobrecilla!, porque estaba yo hablando precisamente cuando se desmayó. ¡Qué susto me llevé, señorita, porque nunca me he desmayado!

Antes de que pudiese preguntarle otra cosa, la llamaron para que saliese a buscar una cesta de huevos a la puerta de la lechería.

Cuando quedamos solos murmuré al oído de la señorita Halcombe:

Pregúntele si por casualidad dijo anoche que se esperaban huéspedes en esta casa.

La señorita Halcombe me dio a entender con su mirada que me había entendido, e hizo la pregunta en cuanto la lechera regresó.

—Sí, señorita, lo dije —contestó con naturalidad—. Las únicas noticias que podía contar en la granja eran la venida de los huéspedes y el accidente ocurrido a la vaca roja.

—¿Dio usted nombres? ¿Dijo que se esperaba a Sir Percival el lunes?

—Sí, señorita. Les dije que venía Sir Percival. Espero que no haya en ello nada malo ni haya podido causar ningún perjuicio.

—¡Ningún perjuicio, por supuesto! Venga, señor Hartright. Hannah va a pensar que la estamos estorbando si seguimos más tiempo interrumpiendo su trabajo.

En cuanto estuvimos solos nos paramos, mirándonos el uno al otro.

—¿Le queda ahora a usted alguna duda, señorita Halcombe?

—O Sir Percival Glyde desvanece esta duda o Laura Fairlie no será nunca su mujer, señor Hartright.

La dama de blanco (con índice activo)

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