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Capítulo 2

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COMO ella? Deanna se levantó de la silla de un salto.

—Bueno, definitivamente te has vuelto loco. Drew seguía sentado en su silla con un gesto impasible. De repente agarró la gorra y volvió a ponérsela. Del revés. La pequeña cicatriz que tenía justo al borde del nacimiento del pelo le daba un aire peligroso y gamberro.

—Es perfecto —dijo. El hoyuelo de su mejilla apareció de repente.

—Estás loco —le dijo ella, conteniendo el aliento.

Él abrió las manos, con las palmas hacia arriba.

—Piénsalo, Dee. Si nombran a otro director general, alguien de fuera, es muy probable que os eche a todos de aquí, ¿no? Si la cúpula cambia, es muy probable que todo lo demás cambie. Así funcionan las cosas.

Una ola de pánico se apoderó de Deanna.

—Acabas de decirme que aunque trajeran a un nuevo director, no cerrarían las oficinas.

—Cerrarlas es una cosa, pero… Supongo que al nuevo director le gustaría meter a su propia gente de confianza —se encogió de hombros—. Si yo fuera a entrar en un sitio nuevo, me gustaría tener a mi gente conmigo. Para entonces mi padre ya estará retirado de forma oficial. Se quedará en Texas. Y es él el que está empeñado en darle un nuevo aire a la empresa. ¿Crees que no sabe lo que eso supondrá para la gente que ha trabajado para él durante tantos años?

—No me puedo creer que tu padre no lo haya previsto. Yo lo conozco. ¡Es una persona muy cuidadosa!

—Es un hombre que acaba de dejar bien claro que está listo para empezar una nueva vida, sin importar las consecuencias para los demás, y eso incluye a su propia familia —dijo Drew con contundencia. Su hoyuelo había desaparecido.

De repente, Deanna sintió que le temblaban las rodillas. Asió con fuerza el respaldo de la silla donde estaba sentada un momento antes. Necesitaba aquel trabajo. Más que nunca. Y aunque estuviera segura de poder encontrar otro empleo en caso de ser necesario, también sabía que no podría aspirar al salario que tanto le había costado conseguir en Fortune Forecasting. No ganaba lo suficiente como para hacerse rica de la noche a la mañana, pero sacaba lo bastante como para mantenerse a flote… hasta que llegaba el último arrebato derrochador de Gigi…

—Nadie se creería que tú y yo… Que nosotros…

—¿Podríamos estar enamorados?

Deanna casi podía ver el engranaje que acababa de ponerse en marcha dentro de su cabeza… Drew agarró un bolígrafo y empezó a golpear la punta contra la mesa.

—¿Por qué no? —le preguntó—. Creo que nadie se sorprendería. Toda mi familia sabe que eres la única mujer que ha durado más de doce meses en mi vida.

—Claro. Porque me pagas bien y ¡normalmente me dejas hacer mi trabajo tranquila! —sacudió la cabeza—. Pero si ni siquiera soy tu tipo.

Él esbozó una sonrisa burlona. El hoyuelo había vuelto.

—¿Y qué tipo es ése?

—Un metro ochenta, rubia, pechugona.

—A mí me ha parecido que estabas describiendo al tipo que lleva el quiosco de prensa que está en la entrada.

Ella hizo una mueca.

—Qué gracioso. Ya sabes a qué tipo de mujer me refiero. La única clase de mujer con la que sales más de dos veces.

Le bastaban los dedos de una mano para contar a las mujeres que sí estaban más interesadas en él que en su cuenta bancaria, o en el beneficio que podrían sacar dejándose ver colgadas del brazo de Drew Fortune. Sin embargo, ninguna de ellas había pasado de la primera cita. Él se había asegurado de ello.

El bolígrafo seguía golpeando la mesa.

—Sé lo que quieres decir. Y tienes razón. Tú no eres una cazafortunas —le dijo suavemente—. Nadie podría cometer jamás el error de pensar eso. Llevas cuatro años trabajando conmigo. Eres todo un ejemplo de discreción. Eres sosegada, sensible… Vaya. Si te soy sincero, seguro que mi padre piensa que eres demasiado buena para mí.

Aquella descripción era más bien la de un perrito faldero. Deanna apretó los labios y sacudió la cabeza.

—No me puedo creer que esté aquí parada, discutiendo esto contigo. Es una locura. Y mis amigas me siguen esperando, así que, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Quieres que mande el artículo o esto sólo ha sido otra demostración de poder por tu parte antes de irte?

Él le hizo caso omiso.

—Dame un año de tu vida, Deanna. Es un trato muy sencillo. Un matrimonio de conveniencia. Sin derecho a roce, ¿de acuerdo? ¿Cuánto te parece que vale eso? ¿Una subida de sueldo? ¿Un ascenso? ¿Un nuevo cargo?

—¡No! ¡No quiero nada de eso! ¡Ese acuerdo sencillo del que hablas implica casarse contigo, aunque tú lo describas de otra manera, y también implica mentirle a tu padre!

—¿Y crees que lo que él pide es razonable?

Ella apretó los labios. Si todo lo que le había dicho era cierto, entonces evidentemente aquella exigencia distaba mucho de ser razonable.

Sí. Drew jugaba duro. Pero trabajaba aún más duro. Y ella llevaba tiempo suficiente trabajando a su lado como para saber que lo más importante para él era la empresa que su padre había fundado. Se mesó el cabello y empezó a caminar por el despacho. Las rodillas seguían temblándole, pero eso no era nada comparado con el revoloteo que tenía en el estómago.

¿Casarse con Drew Fortune? Una nueva oleada de temblores la sacudió de arriba abajo.

Dio un paso atrás.

—¿Pero cómo sé yo que no estás exagerando?

—¿Por qué iba a exagerar? —le dijo él, mirándola fijamente—. ¿Para conseguir una esposa? Vamos, Dee.

Ella se sonrojó. Él tenía razón. Aquello era más que improbable dada su opinión sobre el matrimonio. Si no hubiera sido prácticamente alérgico al compromiso, sin duda hubiera encontrado esposa sin dificultad en la larga lista de mujeres con las que había salido. Que a ella le parecieran todas unas gatitas sin cerebro no significaba que él tuviera que pensar lo mismo.

Drew se puso en pie y rodeó el escritorio. De repente el corazón de Deanna dio un vuelco al sentir su mano sobre el hombro. El calor que despedía su cuerpo le llegó hasta la piel a través del traje de lana fina que llevaba puesto.

—Tú siempre juegas limpio, Deanna —le dijo él en un tono persuasivo y dulzón—. Piensa en toda la gente que se va a ver afectada por esto.

—No trates de chantajearme, Drew Fortune. No te va a funcionar conmigo.

Deanna encogió los hombros y le hizo retirar ese brazo amigable, poniendo algo de distancia entre ellos.

—He visto los trucos que utilizas montones de veces.

—Muy bien —él soltó el aliento y se sentó al borde del escritorio—. Te necesito, Deanna. Confía en mí. Podemos hacer que esto funcione.

Sus palabras sonaban tan sinceras que casi parecía que realmente trataba de convencerla para que se casara con él.

El nudo que Deanna tenía en la garganta se convirtió en una piedra de repente.

—Un año —le dijo en un tono de advertencia.

Él asintió con la cabeza.

—No tiene por qué sonar tan terrible. La gente lleva siglos casándose por conveniencia.

—Jamás pensé que te oiría pronunciar esas palabras —ella casi se rió.

Él hizo una mueca.

—Cierto. Pero lo que quiero decir es que mucha gente se casa por motivos que nada tienen que ver con el amor.

—Bueno, disculpa, ¡pero nunca pensé que me convertiría en uno de esos motivos!

—Y yo nunca pensé que me vería obligado a luchar por la empresa cuya dirección me he ganado con creces, esgrimiendo un certificado de matrimonio. A veces pasan cosas… inesperadas.

Deanna tenía más que aprendida esa lección. Sólo tenía que pensar en su madre para repasarla un poco. Drew se quitó la gorra y la arrojó sobre el perchero de hierro forjado. Deanna recordaba haberle oído decir que había sido un regalo de su madre.

—No obstante, tampoco espero que salgas de todo esto con las manos vacías —le dijo en un tono muy serio.

Deanna se puso todavía más nerviosa. Tenía armas que usar contra el Drew adulador, encantador… Podía aguijonearle con ironías y jugar a su juego superficial hasta el fin de los días, pero cuando él le hablaba de esa manera, clara y sincera, estaba totalmente indefensa.

—Ya te lo dije. No quiero nada.

Él volvió a ponerse en pie y fue hacia ella. Deanna quiso retroceder, pero hizo un esfuerzo por mantenerse firme. De repente, él le tendió una mano. Ella quiso que la tierra se abriera a sus pies y se la tragara de golpe. Pero él no hizo más que meterle la mano en el bolsillo y sacar el teléfono móvil que no había dejado de sonar durante toda la conversación. Lo levantó en el aire y le mostró la pantalla. Gigi.

—¿Ni siquiera quieres mandar de vacaciones a tu madre?

Ella le arrebató el móvil de la mano y esa vez sí que lo apagó. Su madre podía llamar a la oficina todo lo que quisiera. En esos momentos, ése no era el mayor de sus problemas.

—Creo que hará falta algo más que unas vacaciones para resolver el problema de Gigi.

—¿Qué haría falta?

Ella resopló y gesticuló con los brazos.

—Harían falta cincuenta de los grandes.

Bien podían haber sido cincuenta millones; cualquiera de las dos cifras era igualmente inalcanzable para ella. De repente se dio cuenta de que aquella inesperada y singular proposición la había hecho hablar más de la cuenta. Dio un paso atrás. Y después otro.

—Bueno, todavía necesito que me des una respuesta sobre el artículo —le recordó, ansiosa por volver a los temas de trabajo.

Él arrugó los párpados.

—Si está listo para ser enviado, entonces envíalo —le dijo un momento después.

La sorpresa la hacía sentir incómoda. Estaba deseando salir de allí. Asintió con la cabeza y regresó a su escritorio. Unos minutos más tarde ya le había enviado el artículo al editor que iba a publicarlo. Satisfecha con el trabajo hecho, cerró el ordenador, sacó el bolso del último cajón y cerró con llave el escritorio. Drew no había salido de su despacho. Podía verle sentado frente a su escritorio, de cara a las ventanas. No quería formar parte de aquella farsa, pero tampoco podía marcharse como si nada hubiera pasado. Siempre había sido un buen jefe, por muy exigente que resultara en ocasiones.

Suspiró, dejó el bolso junto al bate de béisbol, encima de la silla, y se dirigió hacia su despacho. Podía ver su reflejo en aquellos cristales enormes.

—¿Qué vas a hacer?

Él miraba a la ventana como si fuera un espejo, mirándola a los ojos en el cristal.

—¿Qué vas a hacer tú? —giró la silla y se puso de frente a ella. Dejó su propio móvil sobre la mesa del escritorio.

—Tu madre ha perdido su trabajo de nuevo.

Ella miró el teléfono y después le miró a la cara. Su expresión era de pánico y furia.

—¿Qué has hecho? ¿La has llamado?

—He llamado a Joe Winston. Es el director de Recursos Humanos de Blake & Philips, ¿recuerdas?

Deanna contuvo el aliento. Blake & Philips era el bufete de abogados en el que su madre había trabajado hasta unos meses antes, hasta que la habían echado. Y la única razón por la que Drew sabía que su madre había trabajado allí era porque él mismo le había dado el contacto. Cerca de un año antes le había dicho que Joe, un amigo de la universidad, estaba buscando secretarias para el bufete. Por aquel entonces, su madre también estaba sin trabajo, a punto de perder la casa, y él lo sabía. Pero más bien había sido Deanna la que se había preocupado por no perder la casa. Ella era la que había hecho lo indecible para pagar la hipoteca de Gigi al tiempo que pagaba su propio alquiler.

—Eso no es asunto tuyo —le dijo a Drew en un tono tenso.

—Vamos a jugar al golf la semana que viene. Piensa que lo llamé para hablar de eso.

Una oleada de vergüenza la recorrió por dentro.

—¿Y el tema de mi madre salió así como así?

—No fui yo quien lo sacó.

—Muy bien. ¿Entonces cómo te has enterado?

Él la atravesaba con la mirada.

—Llevas bastante tiempo trabajando para mí, Dee. Aunque no vayas por ahí aireando tu vida privada, sí que me entero de alguna cosa que otra. Y tu madre cambia de trabajo igual que yo cambio de…

—¿… mujer? —le dijo ella en un tono incisivo.

—Iba a decir «camisa» —se recostó contra el respaldo de la silla. Tenía el móvil en la mano y no dejaba de darle vueltas una y otra vez—. No hizo falta que Joe mencionara a tu madre. Sólo he tenido que sondearte un poco y verte la cara.

Deanna sintió que la cara le iba a estallar en llamas.

—Muy bien. Sí. Mi madre ha vuelto a perder su empleo. Otra vez. Es la vieja historia de siempre.

«Pero sólo es una parte de la historia», pensó para sí.

—Ya encontrará otro —añadió.

«Como siempre».

Otro trabajo. Otro hombre inalcanzable al que intentar seducir… Otra despedida trágica y otro despido… Y entonces, como de costumbre, ella tendría que acudir en su ayuda y sacarla del agujero antes de que lo perdiera todo.

—Ya te he enviado el artículo —miró su reloj de pulsera—. Y se supone que pronto debes estar en el aeropuerto. Intenta no poner esa cara mañana durante la boda de tu padre —dio media vuelta—. No querrás arruinar las fotos de boda.

—Te daré los cincuenta mil dólares —le dijo él de repente.

Deanna se detuvo bruscamente, pero no se dio la vuelta.

—No debería habértelo dicho.

Él guardaba silencio, pero Deanna sentía un cosquilleo en la nuca. Sabía que iba hacia ella, caminando lentamente.

—No me lo habrías dicho si no estuvieras preocupada por ello.

Ella cerró los ojos un instante. Por una parte, resultaba inquietante pensar que él pudiera conocerla tan bien, pero, por otra, tampoco era tan sorprendente. Si trabajaban tan bien juntos, era por una razón, y no era sólo por lo bien que ella le comprendía.

—No quiero tu dinero.

—Pero lo necesitas —le dijo él, agarrándola del brazo y rodeándola hasta ponerse delante de ella—. Oye —la agarró de la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos —su sonrisa era irónica y ligeramente burlona—. Yo no quiero casarme, pero tengo que hacerlo.

Deanna sintió un intenso escozor en los ojos y rezó para no derramar ni una lágrima. Lo último que deseaba era llorar delante de su jefe.

—Aunque yo… Aunque estuviera de acuerdo, ese dinero sólo sería un arreglo temporal para Gigi.

—¿Y cuál es su problema entonces?

Ella levantó la vista hacia él y sintió que sus ojos la atrapaban sin remedio.

—Es adicta a las compras.

Él arrugó el entrecejo.

—¿Qué?

Ella suspiró. Apartó el bate y el bolso y se dejó caer sobre la silla.

—Tiene una adicción a las compras. Y no es la clase de adicción de la que tantas veces se acusa a las mujeres. No sólo le gusta salir a comprar zapatos o… lo que sea —hizo un gesto con la mano—. Cuando está… sin trabajo… Se deprime… Y cuando se deprime, se va de compras. Por Internet o por la ciudad. No importa dónde ni cómo. Compra cosas que no necesita y que no se puede permitir. Y no importa lo que yo le diga o lo que haga. No para y no quiere pedir ayuda.

Juntó las palmas de las manos y se miró los dedos.

—Ya debe la hipoteca de nuevo. Ha conseguido que le den nuevas tarjetas de crédito de las que yo no tenía ni idea y ahora quiere que yo le resuelva todo el lío.

—¿Por qué tú?

—Porque llevo pagándole todo desde que conseguí mi primer trabajo cuando tenía quince años.

Ese año su padre se había marchado y su madre había empezado a culparla de todo.

—Si sigo sacándola del hoyo como siempre he hecho, jamás conseguirá ayuda.

—Por lo menos te das cuenta de ello.

—Darse cuenta de ello y llevarlo a la práctica son dos cosas muy distintas —se tragó el nudo que tenía en la garganta—. No es fácil decirle que no a tu propia madre.

—Y tampoco es fácil decirle que no a tu padre —Drew se agachó delante de ella y le tomó las manos—. Podemos ayudarnos el uno al otro.

Sus manos eran cálidas y tranquilas. A Deanna las suyas propias le parecían diminutas en comparación.

—No es… Una buena idea. Nunca es buena idea tener un lío en el trabajo —le dijo ella, deseando retirar las manos. El tacto de su piel la quemaba cada vez más—. Eso es lo que hace mi madre. Y siempre termina en un desastre.

—La gente lleva siglos casándose con el jefe. No tiene por qué ser malo.

—Cierto. Pero es así cuando los dos están enamorados.

De repente, Deanna se dio cuenta de que había deslizado los dedos entre los de él hasta entrelazarlos. Se soltó bruscamente y se agarró de los reposabrazos de la silla.

—Y, como te he dicho antes, el dinero no resolvería el problema de base.

—Entonces le buscaremos a tu madre la ayuda que necesita, el tiempo que haga falta, incluso aunque nuestro acuerdo haya llegado a su fin.

Ella hundió las uñas en la tapicería de la silla para que no le temblaran las manos.

—No va a querer. Siempre hace lo mismo.

—La convenceremos. Encontraremos una forma.

—¿Encontraremos?

Él puso su mano sobre la de ella.

—Sí, nosotros la encontraremos.

Deanna sentía que el corazón se le quería salir del pecho. La cabeza le daba vueltas y creía que se iba a desmayar en cualquier momento. Nunca había tenido a quien acudir. Siempre había estado sola, desde la marcha de su padre. Drew la observaba con esa mirada firme que tan bien le salía. Sus palabras, claras y seguras, retumbaban dentro de su cabeza.

«La convenceremos. Encontraremos una forma…».

Que hablara en plural resultaba tan… tentador…

—Muy bien —susurró y entonces sintió un escalofrío.

Él la miró fijamente.

—¿Te casarás conmigo?

Ella tragó en seco y se aclaró la garganta.

—Sí.

Él esbozó una sonrisa radiante.

—¡Siempre he dicho que eras las secretaria perfecta! —se incorporó, se inclinó sobre ella y le dio un beso rápido en la frente—. Esto va a salir fenomenal —dijo, volviendo a su despacho—. Vendrás conmigo a Red Rock. Allí lo anunciaremos.

Deanna le oía hablar solo, entusiasmado. Y entendía todo lo que decía. Pero no podía hacer más que contemplar el escritorio que tenía delante. Todavía sentía el tacto de sus labios sobre la frente, como si aún estuviera ocurriendo.

—Dee, ¿cuánto tiempo necesitas para hacer la maleta?

Ella se frotó las mejillas y trató de volver a la realidad.

—¿No… No podrías decírselo tú a tu padre? No sé si será buena idea que te acompañe a Texas. No quiero ser una molestia.

Él apareció de nuevo en el umbral. Se había vuelto a poner la gorra de béisbol, del revés. Y el hoyuelo volvía a asomar en su mejilla. También tenía una botella de champán que un cliente le había enviado esa misma tarde.

—Estoy seguro de que mi prometida será bienvenida en cualquier reunión familiar —le dijo con sequedad—. Bueno, en realidad la estarán esperando —agitó la botella delante de ella—. Llama al piloto de nuevo. Dile que llegaremos una hora más tarde de lo planeado.

Deanna sintió unas ganas absurdas de echarse a reír. A lo mejor estaba al borde de la histeria.

¿De verdad había accedido a casarse con él?

—Ya le di una hora de margen la última vez que cambié la hora del vuelo —le dijo.

Él levantó las cejas.

—Vaya, qué bien me conoces —sonrió de oreja a oreja—. Bien hecho.

Ella se las arregló para sonreír.

—Vamos. Abramos la botella y celebrémoslo. Busca unos vasos, ¿quieres? —volvió a entrar en su despacho—. Y deberías decirles a tus amigas que no vas a poder ir al spa.

Deanna lo recordó de pronto. Se había olvidado de ellas por completo. Sacó el móvil y volvió a encenderlo. Haciendo caso omiso del indicador de mensajes pendientes, llamó a Susan, que era la que lo había preparado todo, y le dejó un mensaje en el buzón de voz. Y entonces pensó si debía o no llamar a su madre. Ella ya sabía que iba a pasar el fin de semana fuera. Eso no había cambiado, aunque el destino fuera distinto. ¿Y qué iba a decirle cuando la llamara? ¿Que iba a casarse con el jefe? Si le decía eso, Gigi seguramente pensaría que había muerto y que había ido al cielo. Ella no había podido conseguirlo, pero su hija sí… Deanna oyó el sonido del corcho al salir disparado de la botella y, a pesar del sentimiento de culpa, volvió a apagar el teléfono. El único daño que Gigi le haría ese fin de semana sería comprar más cosas; cosas que al final tendría que devolver. Se levantó y fue a toda prisa hacia la pequeña sala de descanso de los empleados. Sacó dos vasos de plástico de un armario y volvió al despacho de Drew.

Al entrar por la puerta casi se le cayeron los vasitos. Él se estaba quitando la camisa que llevaba puesta.

—¿Qué estás haciendo?

Él hizo una bola la camisa y la tiró a un lado. La camiseta blanca que llevaba debajo le marcaba todos los abdominales.

—Se me ha derramado el champán —le dijo él. Agarró la botella y Deanna pudo ver una mancha de líquido en el escritorio—. Aquí —le agarró una mano y le llenó el vaso en el aire.

—Es mucho —le dijo ella, viendo que se lo había llenado casi hasta arriba.

Tenía que hacer un gran esfuerzo por no mirar aquel pectoral bien torneado y fibroso. No era que nunca le hubiera visto descamisado, o incluso desnudo de cintura para arriba… Cuando jugaba al vóley playa en el picnic de la empresa todos los años… Una burbuja de histeria le subió por la garganta, pero consiguió tragársela antes de que explotara.

—Disfruta un poco —le dijo él, sonriente, quitándole el otro vaso de la mano—. Es Nochevieja.

Deanna le entregó el vasito con alivio. Así podría agarrar su propio vaso con ambas manos y controlar los temblores de quinceañera enamorada que la sacudían de pies a cabeza.

—Por el matrimonio —dijo él, alzando su vaso.

Ella sintió que el estómago le daba un vuelco, pero consiguió mirarle con un gesto impasible.

—No deberías bromear sobre ello.

—¿Y quién está bromeando? —empujó el vaso de ella con el suyo propio—. Por lo menos los dos sabemos exactamente el beneficio que vamos a sacar del trato. Nada de ilusiones ni sorpresas.

—Sí —dijo ella y bebió su primer sorbo de champán.

La bebida le supo tan amarga como los nervios que le atenazaban el estómago, pero se la tragó de todos modos.

—Un anillo —dijo él de repente.

—¿Disculpa? —ella levantó la vista de golpe.

—Necesitamos un anillo de compromiso — tomó su móvil del escritorio otra vez y consultó la guía.

—No vas a encontrar una joyería abierta en Nochevieja —le advirtió ella—. Ni siquiera Zondervan’s.

Él sonrió de oreja a oreja. Tecleó un número y se puso el aparato al oído.

—¿Con todo lo que les he comprado a lo largo de los años? ¿Apuestas algo?

—Eh… No, gracias —le dijo ella, por si acaso. No quería arriesgarse, sobre todo teniendo en cuenta todos los pedidos que había tenido que hacer a la joyería a lo largo de los años.

—Chica lista.

Presa de una extraña debilidad, Deanna se sentó y sacudió la cabeza. Su madre siempre le decía que las chicas listas eran las que cazaban al jefe. Y ella siempre le respondía que ella nunca, nunca sería de ésas…

E-Pack Los Fortune noviembre 2020

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