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Capítulo 4

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SUPONGO que has encontrado lo que estabas buscando.

La voz de J.R. sonó tranquila y sosegada a sus espaldas. Drew estaba sentado en el mirador que daba al jardín exterior del frente de la casa.

—Siempre tienes del bueno —agarró la botella y se sirvió otro dedo de whisky en el vaso—. Por lo menos Texas no te ha cambiado en eso.

—No sé qué tienes en contra de Texas —J.R. se sentó en una silla de cuero—. Te gustaba mucho venir a Red Rock cuando eras niño.

En verano solían ir al Double Crown Ranch, donde vivía el primo de su padre, Ryan, con su esposa Lily.

—Montar a caballo, pescar y jugar a los vaqueros era divertido cuando tenía diez años —dijo Drew, bebiendo otro sorbo de aquel whisky tan bueno—. Todavía no me puedo creer que lo hayas dejado todo en Los Ángeles para venirte aquí.

Si su hermano no hubiera renunciado a su puesto en Fortune Forecasting, hubiera sido él quien dirigiera la empresa. Drew no podía evitar preguntarse si su padre le hubiera puesto la misma condición a su primogénito antes de darle las riendas de la empresa. Pero J.R. había renunciado. Se había ido sin más, así que aquello no tenía ningún sentido.

—Aquí encontré todo lo que de verdad me importaba —dijo J.R.

—Querrás decir que encontraste a Isabella. Pero apenas la conocías cuando viniste aquí.

Su hermano se encogió de hombros.

—Isabella. El rancho. California estuvo bien durante un tiempo, pero éste es mi hogar ahora. No me puedo imaginar la vida en otra parte.

—Empiezas a sonar como papá —murmuró Drew y giró el vaso en la mano. El líquido dorado resplandeció a la luz de la pequeña lámpara de mesa que había junto a su silla—. También se comporta como si no hubiera empezado a vivir hasta dejar California.

J.R. suspiró.

—No se trata de eso.

—¿Y entonces de qué se trata? —Drew miró a su hermano a los ojos.

J.R. tenía cuarenta y dos años y estaba casado con una mujer diez años más joven. Su padre, todavía fuerte como un roble, tenía setenta y cinco, y también tenía planeado casarse con una mujer diez años más joven.

—Tenía una vida en California, pero ahora se comporta como si nada de eso importara.

—Se comporta de la única forma que puede comportarse alguien que está dispuesto a pasar página y vivir el resto de su vida —le dijo J.R.—. Afróntalo, Drew. Es feliz. Y que se quiera casar con Lily no significa que haya olvidado a mamá.

Drew se puso tenso. No quería hablar del tema de su madre, pero, sobre todo, no quería pensar en la forma en que su padre se la había recordado cuando habían discutido acerca de su futuro en la empresa esa mañana. O la mañana del día anterior. Ya era más de medianoche. Oficialmente ya era el día de Año Nuevo. Y también el día de la boda.

Se frotó la cara con la mano y se bebió de un sorbo la bebida que le quedaba.

—Bueno, para un hombre que ha sido alérgico al matrimonio toda su vida, desde que las cosas no le salieron bien la anterior vez, ¿cómo es que te has prometido con tu secretaria?

Drew debería haber sabido que su hermano no aceptaría aquello así como así sin esperar una explicación. Además, así podría practicar un poco antes de tener que enfrentarse al resto de la familia.

—Cuando conoces a la persona adecuada, da igual lo que pensaras antes.

En realidad sus palabras eran ciertas de alguna forma. Eso era lo que su madre le había dicho en más de una ocasión después de su único fracaso matrimonial.

Podía sentir la mirada de su hermano sobre la piel.

—¿Cuándo supiste que Isabella era la persona adecuada?

—Casi enseguida.

—Entonces parece que yo no soy tan rápido como tú.

—Mm.

Aquel tono especulativo de J.R. ponía nervioso a Drew. Se echó hacia delante y se levantó de la silla.

—Será mejor que duerma un poco antes del desayuno —levantó su vaso de whisky—. Gracias por la leche caliente.

Por el rabillo del ojo vio que su hermano sonreía. Se dirigió hacia el dormitorio y sólo se detuvo un instante en la cocina para dejar el vaso. Desafortunadamente, no obstante, los efectos anestésicos del caro whisky de J.R. se esfumaron nada más llegar a la puerta del dormitorio.

Entró silenciosamente. La tenue luz que se colaba por debajo de la puerta del cuarto de baño arrojaba un halo resplandeciente sobre la cama, pero apenas podía ver a Deanna. Estaba en el borde de la cama, en el lado más próximo al cuarto de baño. Lo único que podía ver era su copiosa melena extendida sobre la almohada, pero fue suficiente para revivir las imágenes que lo habían hecho salir huyendo de la habitación un rato antes. Se quedó inmóvil en el umbral durante unos segundos, esperando a que ella se levantara o a que hiciera algún ruido que le indicara que estaba despierta. Pero no oyó nada y pensó que era mejor meterse en la cama antes de que empezaran a preparar el desayuno, así que cerró la puerta con sumo cuidado y entró en la habitación. Nunca se había molestado tanto por no despertar a una mujer. Nunca había llevado a una mujer a su casa de San Diego. Siempre era más sencillo ir a la casa de ella, porque así era más fácil marcharse.

Al ver la sombra de su petate sobre una silla del rincón, se dio cuenta de que no había metido ningún pijama ni albornoz al hacer la maleta. Normalmente no tenía por costumbre llevar ninguna de las dos cosas y, al meterlo todo en la bolsa esa misma mañana, sin duda no había pensado en la posibilidad de ir acompañado.

Se mesó los cabellos y quiso maldecir una vez más a su padre por la situación que había generado. Se desabrochó la camisa, la arrojó sobre la silla y entonces se quitó los zapatos, intentando hacer el menor ruido posible. Después se desabrochó el cinturón y se deshizo de los pantalones. Al terminar miró hacia la cama. Todo seguía igual. No estaba seguro de cuál podría ser su reacción si se despertaba y se lo encontraba junto a la cama como un pasmarote, en calzoncillos, los cuales poco podían hacer para esconder la erección que tenía en ese momento. Soltó el aliento, retiró un poco el edredón y se sentó en el borde de la cama. Ella seguía inmóvil. Puso los ojos en blanco y trató de sosegarse un poco. Si lo hubieran visto en ese momento… Moviéndose muy lentamente, logró estirarse sobre la cama, se tapó todo lo que pudo y se quedó mirando al techo de vigas. Pensaba que nada más llegar a Red Rock ya no sería capaz de pensar en otra cosa que no fuera el matrimonio de su padre, pero la cálida presencia de la mujer que tenía a su lado lo cambiaba todo. Por muy cómoda que fuera la cama, probablemente no conseguiría pegar ojo esa noche.

Suspiró y se estiró un poco más, pasándose un brazo por debajo de la cabeza. Sin querer, sus dedos chocaron contra el cabecero. La ropa de cama hizo un ruido de fricción y…

—¿Drew?

Una letanía de juramentos desfiló por su mente.

—Lo siento. No quería despertarte.

Ella se volvió hacia él y ahuecó la almohada debajo de la mejilla. Él podía sentir su intensa mirada.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien —le dijo él, mintiendo—. Vuelve a dormirte.

Pero ella no le hizo caso y sus agudos ojos siguieron taladrándolo sin cesar. Podía terminar con ello. Sólo tenía que rodar sobre sí mismo y estrecharla entre sus brazos, pero así sólo conseguiría que ella saliera huyendo hacia el borde de la cama.

—La gente se levanta pronto aquí —le advirtió finalmente.

—Yo me levanto pronto cuando estoy en casa —le dijo ella en un tono ecuánime—. Y por mucho que quisiera volver a dormirme, resulta un poco difícil teniéndote a un metro de distancia, ardiendo como si tuvieras fiebre.

No estaban ni a un metro de distancia. Estaban a mucho menos. De haber estado a un metro de ella, sin duda no se hubiera sentido tan mal. Incluso estaba barajando la posibilidad de dormir en el suelo, pero no tenía ganas de moverse de nuevo. A lo mejor ella se lo tomaba todavía peor.

—No tengo fiebre —murmuró él.

Deanna resopló con escepticismo, cambiando de nuevo de postura, acostándose boca arriba. Alisó el edredón, y sacó los brazos desnudos por encima de él. Drew podía ver el brillo cremoso de su piel, desde la punta de sus dedos hasta la curva de los hombros.

Cerró los ojos.

—Tu hermano tiene una casa muy bonita.

—Sí.

El silencio se prolongó dolorosamente durante unos segundos.

—¿Te lleva muchos años?

—Ocho.

—¿Y tus otros hermanos?

Él suspiró.

—No vas a dormirte, ¿verdad?

Sin duda, los motivos por los que ambos estaban en vela distaban mucho de ser los mismos.

—Nick tiene treinta y nueve. Charlene y él tienen un bebé. Matthew.

Las fotos que Nick le había enviado eran muy bonitas, pero a Drew todavía le costaba mucho imaginarse a su hermano como un hombre de familia. Nick siempre había sido un soltero empedernido, de pura cepa.

—Es analista en la fundación Fortune.

Deanna volvió a moverse y le miró nuevamente, con la cabeza apoyada en una mano.

El edredón se le bajó un poco y Drew pudo ver lo que llevaba debajo. Era una especie de camiseta ceñida del color de su piel que no escondía nada, a diferencia de aquellos trajes horrorosos que llevaba en la oficina. Por suerte, la luz que manaba del cuarto de baño era muy tenue, y una parte de él deseó que fuera más fuerte.

—Es una organización benéfica, ¿no?

¿Cómo iba a saber que era tan conversadora de madrugada? Normalmente en el trabajo era muy callada y reservada.

De repente, Drew sintió un calor tremendo y echó atrás el edredón, teniendo cuidado de no llevarse la sábana por delante. Apenas había luz, pero no quería arriesgarse. Cada vez que creía que podría sofocar el fuego que ardía en su interior, bastaba con una sola mirada a ese top ceñido para disparar la chispa de nuevo.

—La fundación fue creada como homenaje a Ryan Fortune, el primo de mi padre.

«El difunto marido de la prometida de su padre», pensó para sí, pero no lo dijo.

De repente sintió que se le agarrotaba el estómago. ¿Cómo se había atrevido su padre a mencionar a su madre?

—¿Lo conocías bien?

—Bastante bien, supongo. Ryan era un buen tipo. Creía en el bien. Siempre intentó ayudar a los demás, compartiendo lo que él consideraba su buena fortuna. A lo mejor está por ahí, en algún sitio, mirando lo que hacen en la fundación.

Hizo una pausa. Si Ryan hubiera sabido que su propio primo acabaría casándose con su mujer…

—La organización ha crecido muchísimo más de lo esperado. Al principio no era más que un pequeño local de barrio, pero ahora tienen un enorme edificio junto a la carretera, a las afueras de Red Rock.

—¿Y qué me dices de tus hermanos mayores?

Por suerte, ése era un tema mucho más fácil.

—Jeremy tiene tres años más que yo. Lo conocerás en el desayuno, pero no creo que se quede más de esta noche. Ése apenas sale de Sacramento. Es cirujano ortopédico.

Su hermano Jeremy opinaba lo mismo respecto al matrimonio de su padre.

—Tampoco está casado, ¿no?

—No.

No le faltaban candidatas. Las mujeres encontraban irresistibles aquellos ojos azules y todas querían casarse con un médico, pero Jeremy no parecía estar interesado.

—Y después estás tú —Deanna bajó la barbilla y le miró por debajo de las pestañas.

Aquel sutil aroma a manzana verde era de lo más tentador.

—Y después Darr, el benjamín —añadió.

—El bombero.

—Sí.

—Bethany y él tienen una niña que se llama Randi.

La pequeña era una preciosidad de ojos azules y rizos de oro, igual que su madre. A él siempre le habían gustado mucho los niños, siempre que no fueran los suyos propios. Además, el papel de tío le iba muy bien.

—¿A quién más debería conocer en la boda?

—¿Importa mucho?

—Sí, si quieres que todos piensen que realmente estamos… juntos.

Pronunció aquella palabra como si fuera peligroso decirla.

—¿Qué pasa con Lily? ¿La novia? Estaba casada con Ryan Fortune y me has dicho que él era un buen hombre. ¿Cómo es ella?

A Drew siempre le había caído bien, hasta que su padre se había encaprichado de ella.

—Creo que lo pasó muy mal cuando murió Ryan.

—¿Y cuánto hace de eso?

—Hace seis años —le dijo. Lo recordaba perfectamente porque había sido dos años antes de la muerte de su madre.

Sin embargo, no mucho después, tanto su padre como Lily parecían haberse olvidado completamente de aquellos seres queridos con los que habían compartido buena parte de sus vidas. Empezaron a salir juntos y, según le había dicho su padre, se hubiera casado con ella un año antes de no haber sido por la insistencia de Lily. Al parecer, le había dicho que quería darles algo de tiempo a sus hijos para adaptarse a la nueva situación.

Como si eso fuera a ocurrir alguna vez…

—¿Será una boda por todo lo alto?

—Supongo que habrá un montón de invitados.

—¿No lo sabes seguro?

—No tengo que acompañarlos, ni nada parecido. J.R. será el padrino.

—Muy bien —Deanna bajó la cabeza y la apoyó en el brazo, sobre la almohada—. Parece que, eh, te llevas muy bien con J.R.

—Sí.

—¿Y con tus otros hermanos?

—Igual —le contestó Drew, sin saber adónde quería llegar.

Ella emitió un sonido parecido a una pequeña carcajada. Drew sintió un escalofrío.

—Siempre he pensado que sería maravilloso tener una gran familia.

—Todo tiene sus momentos, sobre todo cuando éramos niños —admitió él.

Todos habían seguido caminos distintos al hacerse adultos, pero seguían muy unidos, aunque no pudieran verse con tanta frecuencia como antes. J.R., Nick y Darr vivían en Red Rock, mientras que Jeremy y él seguían en California, pero siempre intentaban mantener el contacto.

—También habrá un montón de primos —añadió—. El hermano de mi padre, Patrick, su esposa y sus hijos. Pero no creo que tengas oportunidad de conocer a mi tía Cindy. Sólo es cinco años más joven que mi padre, pero seguramente seguirá por ahí, viviendo la vida. Es todo un personaje.

Siempre había sido muy divertido tenerla como tía, pero Drew sabía que la historia debía de haber sido muy diferente para sus cuatro hijos. De repente se acordó de la madre de Deanna.

—¿Qué le vas a decir a tu madre?

Ella volvió a ponerse boca arriba y se tapó hasta la barbilla.

—Nada hasta que no tenga más remedio. Le diré lo justo y necesario.

Drew estuvo a punto de preguntarle por su padre, pero entonces ella bostezó y le dio la espalda de nuevo, dejándolo con la curiosidad. Por lo que podía recordar, jamás la había oído mencionarle. No sabía si su padre estaba vivo o muerto. Ni siquiera sabía si ella lo conocía.

En realidad, ella sabía mucho más de él que él de ella. Hasta ese momento no le había importado mucho, pero de repente tenía unas ganas locas de averiguarlo todo. Sin embargo, decidió dejar el tema de momento. Deanna y él no estaban juntos de verdad, pero él era lo bastante listo como para saber que cuando una mujer le daba la espalda de esa manera, la conversación había terminado.

Se dedicó a escudriñar las sombras hasta que oyó cómo cambiaba la cadencia de su respiración, haciéndose más larga y lenta. Y entonces pudo cerrar los ojos por fin y dejar descansar sus atormentados pensamientos. No obstante, un rato más tarde, en cuanto volvió a sentir el suave cuerpo de su peculiar compañera de cama, volvió a despertarse de nuevo.

Y su cuerpo no parecía dispuesto a darle una tregua.

Deanna se estaba asando de calor. Se quitó el edredón de una patada y, al sentir la textura sedosa de las sábanas de algodón, se dio cuenta de que aquélla no era su propia cama.

Se quedó quieta y miró hacia la ventana que tenía delante. Las persianas estaban cerradas, pero la luz del sol se colaba entre las secciones de madera. No obstante, no era la luz del sol lo que más llamaba su atención, sino el brazo musculoso que tenía alrededor de la cintura, oprimiéndola. La mano de aquel brazo fibroso le caía justamente sobre el pecho. Se mordió el labio inferior. Hubiera querido contener la respiración, pero el corazón le latía tan rápido que ni siquiera hubiera podido hacerlo. Se dio cuenta de que tenía los pezones endurecidos y que Drew se los acariciaba inconscientemente con las yemas de los dedos. Rápidamente le agarró la mano y trató de apartarla. Él murmuró algo y la agarró de la cintura con más fuerza, tirando de ella hasta apretarla contra su propio cuerpo. Por lo menos ya no tenía la mano sobre su pecho, sino sobre el vientre. La había metido por debajo de las sábanas y estaban piel contra piel.

Deanna se tragó un pequeño grito y trató de apartar su pesado brazo de nuevo.

—Suéltame.

Él volvió a murmurar algo y entonces se dio la vuelta, liberándola por fin.

—Vaya, Dee. ¿Por qué no me dejas dormir?

Ella se levantó de la cama, sujetándose la camisola con una mano y echándose el pelo atrás con la otra. El anillo de diamantes que tenía en el anular parecía más pesado que nunca, habiéndosele enredado en el cabello.

—A mí no te me quejes. ¿Pero qué pasa contigo? —le dijo, tirando del brazo con brusquedad y arrancándose el anillo del pelo.

Drew tenía casi todo el pelo sobre la frente y apenas se le veían los ojos. Sobre aquellas sábanas blancas, parecía más oscuro y peligroso que nunca, y muy seductor.

De repente la miró con los párpados casi cerrados y una sonrisa endiablada asomó en sus labios.

—Por lo visto, nada.

Deanna sintió un terrible ardor en las mejillas. No era tan ingenua como para pensar que tuviera algo que ver con… con lo que había sentido contra la espalda.

—Bueno, es evidente que tendremos que hacer algo con esto.

Él arqueó una ceja.

—¿Ah, sí?

Ella se sonrojó aún más.

—Eso no —le dijo, poniendo los ojos en blanco.

Esto, eso… Siempre se te han dado muy bien las descripciones, Dee, pero hoy te estás superando a ti misma.

Ella cruzó los brazos, aunque ya era demasiado tarde para esconder los pezones endurecidos que se transparentaban por debajo del fino tejido de la camisola.

—Me alegra ver lo mucho que te diviertes. Ya sabes a qué me refería.

Él sonrió con desparpajo y Deanna ya no pudo aguantar más. Dio media vuelta y se metió en el cuarto de baño, dando un portazo tras de sí. A través de la puerta le oyó reírse abiertamente.

—En qué lío te has metido, Deanna —se dijo, mirándose en el espejo.

—¿Has dicho algo?

Deanna casi dio un salto en el aire. La voz de Drew era tan clara como si estuviera justo al otro lado de la puerta.

—¡No!

—A mí me ha parecido que sí.

Buscó alrededor del picaporte con la esperanza de encontrar algún pestillo, pero no había ninguno. No sería capaz de entrar estando ella dentro…

—¿Deanna?

Ella tragó en seco, se mesó los cabellos.

—Yo, eh… —se aclaró la garganta y habló más alto—. Decía que necesito un café desesperadamente —añadió, haciendo una mueca. Aquella excusa era muy pobre. Ella ni siquiera bebía café.

—Muy bien.

Sin duda él no la creía, pero por lo menos dejó de insistir.

—Voy a ver si aún estamos a tiempo para desayunar.

—De acuerdo —abrió el grifo, dejó que corriera el agua y volvió junto a la puerta para escuchar.

Se sentía como una idiota, pero no consiguió relajarse hasta que sintió cerrarse la puerta del dormitorio.

En ese momento soltó el aliento de golpe y casi se desplomó allí mismo. Rápidamente abrió su bolso de viaje, sacó el champú y los cosméticos. Se duchó a toda velocidad y salió a la mullida alfombra de baño. Se puso la toalla alrededor y aseguró el borde todo lo que pudo. Se desenredó el cabello con el peine y se las arregló para maquillarse usando el único rincón del espejo que no estaba cubierto de vapor. Normalmente no usaba mucho maquillaje, pero, como ese día iba a asistir a una boda, se puso un poco más de sombra de ojos y colorete que de costumbre. Sólo podía esperar que fuera suficiente para esconder las oscuras ojeras que se le habían formado después de una noche sin dormir. Afortunadamente, Drew seguía sin aparecer, así que sacó el secador y se secó el pelo, peinándoselo al mismo tiempo. Lo tenía demasiado largo, pero no había tenido tiempo de ir a la peluquería. Volvió a meterlo todo en el bolso y colocó éste en un hueco vacío de una estantería, justo debajo de las toallas. Entonces regresó al dormitorio, apretándose la toalla alrededor del cuerpo. Y justo en ese momento, cuando estaba sacando unas braguitas limpias de un cajón, oyó cómo se abría la puerta, casi sigilosamente.

Deanna se dio la vuelta con brusquedad.

Drew, vestido con unos vaqueros y nada más, la miraba sorprendido.

—El café… —murmuró y extendió la mano. Con ella sostenía una reluciente taza roja.

Llevaba cuatro años trabajando para él. Le había servido muchos cafés a lo largo de ese tiempo, sabía que le gustaba más fuerte que a la mayoría de la gente, y que sólo quería azúcar cuando tenía resaca… Evidentemente, él nunca se había dado cuenta de que ella nunca tomaba café.

Pero le estaba bien empleado… por mentir… Si lo peor que iba a ocurrirle ese fin de semana era tener que tomarse una taza de café amargo, las mentiras tampoco le saldrían demasiado caras, sobre todo porque no podía dejar de mirar aquel abdomen musculoso, la tableta de chocolate, perfecta… Se las arregló para esbozar una sonrisa y fue a agarrar la taza que él le ofrecía.

Sin embargo, de pronto se dio cuenta de que todavía tenía las braguitas en la mano. Sonrojándose hasta la médula, volvió a meterlas torpemente en el cajón y tomó la taza en la mano.

—Gracias —le dijo.

Y entonces, desafortunadamente, la toalla que llevaba enroscada alrededor del cuerpo cedió un poco…

Deanna se quedó petrificada, inmóvil… mientras la toalla se deslizaba sobre su cuerpo hasta caer a sus pies…

E-Pack Los Fortune noviembre 2020

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