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Capítulo 7

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Lauren se sentó en el borde de la cama, sola en su noche de bodas. O en lo poco que quedaba de esa noche. Cuando aterrizaron y llegaron a casa de Jason, el sol empezaba a asomar sobre el horizonte. A Lauren le habría gustado contemplar el amanecer con él, pero Jason ya se estaba duchando para irse a la oficina. Según él, tenía que asistir a una reunión muy importante pero volvería temprano a casa. Ella le había asegurado que también tenía mucho trabajo pendiente.

Una noche de bodas muy peculiar. Tanto como la luna de miel. Pero ninguno de los dos podía perder tiempo. Ambos luchaban por ascender en sus respectivas carreras, y sería absurdo pretender otra cosa.

Estaba demasiado nerviosa para dormir, de modo que se quitó los zapatos y salió al pasillo. No se atrevió a acercarse al cuarto de baño donde Jason se estaba duchando, pues no estaba segura de poder resistir la tentación de deslizarse bajo el agua con él.

Todo lo que había visto de aquella casa era de primera calidad, desde la cocina a los tres cuartos de baño, pasando por el dormitorio principal provisto de su propio salón. Aún no había visto las otras habitaciones, pero sin duda serían igualmente lujosas.

Abrió la puerta de la habitación contigua al dormitorio principal. Estaba completamente vacía, salvo por algunas cajas en el suelo de parqué, y sus preciosas vistas la convertirían en una estupenda habitación de invitados.

La siguiente también estaba vacía, pero su techo abovedado llamaba a sus dedos a crear una pequeña Capilla Sixtina para niños. Tragó saliva y cerró la puerta tras ella.

Sólo quedaba una habitación por ver. Abrió la puerta y se encontró con algunos muebles. No muchos. Tan sólo una mesa de cerezo con un ordenador, una impresora y un fax. Una maraña de cables conectaba los aparatos a una regleta en el suelo.

En la pantalla del ordenador aparecía una imagen marítima. Jason le había comentado sus preferencias por vivir cerca de los lugares de ocio, pero lo único que se veía en aquella casa eran trajes de negocios y material de trabajo. Lauren entendía la satisfacción que podía reportar el trabajo, pero una parte de ella ansiaba llenar la casa y la vida de Jason con algo más. Con muebles, con flores, con mañanas compartidas viendo amanecer desde la cama.

Los rayos de sol entraban a través de las cortinas. Necesitaba dormir, si no por ella al menos por el bebé. Se giró sobre sus talones… y se detuvo en seco al ver un cuadro en la pared. Parpadeó un par de veces y se acercó a la imagen enmarcada, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. No podía ser…

Era el dibujo a tinta de un velero que ella había creado para la campaña publicitaria de una colonia.

Recorrió los trazos de la imagen con una mano temblorosa y recordó cómo Jason se había marchado de su despacho en Nueva York, sin discutir, sin insistir, sin volver a llamarla en cuatro meses… Sí, ella le había dicho que se fuera. Lo había echado de su vida. Y sin embargo…

¿Sería posible que hubiera seguido pensando en ella, igual que ella no había dejado de soñar con él?

Horas después, en la sala de juntas de Maddox Communications, Jason seguía pensando en una manera para mantener a Lauren en San Francisco. Girándose de un lado para otro en el sillón rojo, hacía rodar el bolígrafo sobre la mesa oval.

Su compañero Gavin Spencer miró el bolígrafo y arqueó una ceja.

Jason se detuvo de inmediato y se reprendió a sí mismo. Se sentía como un crío impaciente por salir del colegio. Sólo quería regresar a casa con su nueva esposa, y en vez de eso tenía que soportar una interminable reunión en la enorme sala de juntas, cuyas paredes acristaladas se oscurecían al pulsar un botón. Una pared hacía las veces de inmensa pantalla para la presentación en Power-Point.

Brock mostró la última imagen y se giró hacia la mesa.

–Eso es todo por ahora –concluyó, antes de dirigirse a su ayudante, Elle Linton–. ¿Te ocuparás de facilitarles a todos los detalles de la presentación?

–Por supuesto, señor Maddox –respondió la eficiente secretaria.

Brock pulsó el botón para que las paredes opacas volvieran a ser transparentes.

–¿Jason?

Jason se obligó a prestarle atención y rezó para que no le preguntara nada sobre la última diapositiva.

–¿Sí?

–Permíteme que sea el primero en felicitarte por tu boda. En nombre de todos los que formamos Maddox Communications, te deseamos a ti y a Lauren una vida larga y dichosa en común –empezó a aplaudir y todos los demás lo imitaron.

Flynn se levantó al cesar la ovación.

–Todos estamos deseando conocer mejor a tu novia en la cena de la empresa.

–Por supuesto. Allí estaremos.

Sería una fiesta más formal que las reuniones en el Rosa Lounge a la que asistirían las esposas de los empleados. Se rumoreaba que la esposa de Flynn lo había abandonado por la obsesiva dedicación de su marido al trabajo.

Jason movió el cuello de un lado a otro. No sabía cómo se podía compaginar la vida laboral con la personal, especialmente en el mercado actual, tan despiadado y competitivo. El éxito cobraba un nuevo significado para él ahora que tenía una esposa y un hijo en camino.

Gavin le dio una palmada en el hombro.

–¿Qué haces todavía aquí? ¿No deberías estar con tu mujer?

–No vayas a mirar mis informes mientras estoy fuera –respondió Jason, medio en broma, medio en serio.

–Jamás se me ocurriría –le aseguró Gavin, aunque su expresión decía todo lo contrario. Al fin y al cabo, era ese carácter competitivo lo que mantenía a Maddox Communications en la cresta de la ola.

Jason se giró en el sillón para apartarse de la mesa, impaciente por ponerse en marcha. Normalmente ni se le pasaría por la cabeza ausentarse del trabajo, pero tomarse la tarde libre el día después de su boda tampoco le parecía tan descabellado. En realidad, lo extraño sería no hacerlo. No en vano, su objetivo era conseguir que Lauren y el bebé se quedaran en San Francisco y, para ello, tenía que hacer algunos cambios en su vida.

–Hoy me marcho antes –anunció–. Lauren y yo estamos planeando la luna de miel para más adelante. Ella entiende que lo primero es culminar la operación con Prentice, y de hecho está deseando conocerlo en la fiesta.

Brock lo miró con ojos entornados.

–Quizá tengamos ocasión de conocer a tu mujer en un ambiente más informal… en el Rosa Lounge, tal vez, para tomar una copa después del trabajo cualquier día de esta semana.

–Hablaré con Lauren y te lo haré saber.

Brock asintió brevemente.

–Parece que has conseguido una buena joya… y encima es una mujer de negocios.

–Gracias. Lauren es una mujer muy especial, y le estoy muy agradecido por haber venido conmigo a California. No podemos olvidar que tiene su propia empresa en la Costa Este.

Le había prometido a Lauren que podría volver a su vida en Nueva York en dos semanas, pero no estaba dispuesto a renunciar a ella tan fácilmente.

¿A ella?

No se trataba de ella, sino de su hijo. De ser un padre de verdad, algo que su propio padre jamás fue para él ni para su hermana. De… Se sacudió mentalmente. No podía seguir engañándose a sí mismo. Quería que Lauren se quedara en San Francisco. Quería compartir con ella no sólo su cama, sino también su vida. Le parecía la compañía perfecta, y ya habían demostrado que podían ser amigos y compañeros de trabajo.

Y también amantes.

El lugar de Lauren estaba en California. Él podía ayudarla con su trabajo, con su familia y con todo lo que se pusiera por delante. En San Francisco podían tenerlo todo. Lo único que debía hacer era convencerla.

Bien pensado, tampoco debería ser tan difícil. Ella también sentía que había química entre los dos. De manera que él emplearía todos sus esfuerzos en seducirla y en hacerle ver que podían vivir los tres juntos como una familia, en vez de pensar únicamente en acostarse con ella. La pasión tendría que esperar. El sexo debía dejar su lugar al romanticismo.

Lauren se anudó fuertemente la bata mientras salía al pasillo. La cena con Jason la había dejado con los nervios a flor de piel. Habían encargado comida latina, exquisita, y sus piernas se habían rozado junto a la isla de la cocina. Se había dado una ducha con la esperanza de aliviar la tensión, pero no le había servido de mucho. Ella tenía la culpa, por pasarse todo el rato que estuvo bajo el agua imaginándose que Jason se sentaba frente a ella y la invitaba a sentarse en su regazo.

Un hilillo de agua le resbalaba entre los pechos, pesados y doloridos por el deseo. Se detuvo bajo el arco del salón y vio un fuego crepitando alegremente en la chimenea. Jason estaba arrodillado frente a las llamas, avivando el fuego con un atizador. Los vaqueros se ceñían a sus esbeltas caderas y poderosos muslos, acuciando a explorar con los dedos su fuerza viril. El fuego que ardía en la chimenea y entre las piernas de Lauren la hizo avanzar, sintiendo el frío del parqué bajo sus pies descalzos.

Jason se levantó, manteniéndose de espaldas a ella, y sacó un edredón a rayas de una caja. Acto seguido, lo extendió en el suelo frente a la chimenea.

–¿Finalmente has optado por dormir en el suelo en vez de hacerlo en el sillón?

Él le sonrió por encima del hombro.

–Parecías estar muy despejada durante la cena, y pensé que a lo mejor te apetecería charlar un poco.

–¿Charlar? ¿Quieres charlar?

–Claro. ¿Por qué no?

El recuerdo del dibujo del velero que Jason tenía en su despacho le dio el valor necesario para adentrarse en el ambiente romántico que él había preparado. En un rincón estaba la misma bandeja negra en la que le había llevado el desayuno a la cama, pero esa vez contenía algunos utensilios de cocina y vasos de…

–Zumo de uva –dijo él–. No quería que renunciaras a las uvas, ya que aún habrá que esperar unos meses para disfrutar del exquisito vino de California.

Lauren se envolvió las rodillas con la bata y se sentó en el edredón.

–¿Cómo ha ido el trabajo? ¿Te acosaron a preguntas sobre la boda en Las Vegas?

–Es lógico que sintieran curiosidad. Y también he recibido muchas felicitaciones –centró de nuevo su atención en la chimenea–. Todo el mundo quiere conocerte, como es natural. Este fin de semana hay una fiesta para celebrar el acuerdo con Prentice.

–Y yo estaré allí, por supuesto. Para eso nos hemos casado, ¿no?

Jason atizó un poco más el fuego y guardó un largo silencio.

–La gente de la oficina también va de vez en cuando a tomar una copa después del trabajo. No tenemos por qué ir esta semana si no quieres. Sé que te pasas todo el día trabajando y que quizá no te apetezca.

–Lo único que puedo tomar es agua con lima, pero no tengo ningún problema en relacionarme con la gente de Maddox Communications –salvo con Celia. Si lo pensaba bien, podría ser una situación muy incómoda. De repente, se le quitaron todas las ganas de hablar del trabajo–. Parece que te sientes muy cómodo en una casa vacía… Lo único que está amueblado es tu despacho –lo miró por el rabillo del ojo en busca de alguna reacción.

–Me traje algunas cosas de Nueva York –hizo un gesto con la barbilla hacia las cajas–. Mantas, cosas de cocina, ropa y algunos libros.

–¿Y la mesa del ordenador? –preguntó, pensando en el dibujo enmarcado.

–También –hundió una mano en el edredón–. Y éste es el mismo edredón que usaba en Nueva York.

–Y supongo que hasta ahora no lo habías sacado de la caja gracias al suave clima de San Francisco.

–Exacto. Aquí no hace tanto frío como en Nueva York.

–Pero sí lo bastante para encender un fuego esta noche –se giró para aspirar el olor a auténtica leña quemada, muy distinto del de las chimeneas de gas.

–No tanto como para no poder salir al jardín –se arremangó la camisa mientras la habitación se caldeaba–. Me preguntaba si querrías echarles un vistazo a los parterres y dar alguna sugerencia.

Una imagen empezó a formarse rápidamente en su cabeza. Parras colgando de una pérgola que conducía a un jacuzzi al aire libre… Pero aquélla no era su casa. No se quedaría allí, y sería muy doloroso dejarlo todo atrás cuando volviera a Nueva York.

–¿No sería mejor contratar a un jardinero?

–Prefiero que sea mi mujer la que trace el plan con su talento artístico y que un jardinero lo lleve a cabo. Pero sólo si tienes tiempo, claro –se movió para colocarse en su ángulo de visión–. Te lo digo en serio. Que no parezca que te estoy imponiendo nada.

Tal vez Lauren se arrepentiría de ello más tarde, pero…

–Está bien. Echaré un vistazo y haré algunos bocetos –se miró los anillos de boda–. Será divertido pensar en cosas con las que el bebé pueda disfrutar cuando vengamos de visita.

–Genial –dijo él con una sonrisa. Su sonrisa sería otra cosa que echaría terriblemente de menos, pensó ella–. Y hablando del bebé, también he traído algo de comer para acompañar al zumo de uva, por si tienes hambre –le mostró una bolsa de la compra.

–Siempre tengo hambre a estas horas –el bebé se movió en su interior, como si se estuviera anticipando al contenido de la bolsa.

–Me alegro de que te sientas mejor –dijo él, y empezó a sacar galletas Graham, malvaviscos…

Y bombones Godiva.

A Lauren se le hizo la boca agua.

–¿Vamos a hacer sándwiches de chocolate?

–A menos que seas una remilgada… –se apretó la caja de color dorado contra el pecho–. Me los puedo comer yo todos.

–Atrévete y será lo último que hagas –Lauren le arrebató la caja, cortó la cinta y se llevó una trufa a la boca–. Mmm…

Jason sonrió con picardía.

–Voy a suponer que sí quieres un sándwich…

–O tres –dijo ella, encantada con aquella especie de picnic improvisado. Nunca había tenido la suerte de tomar bombones Godiva cuando iba de acampada siendo una Girl Scout.

Se sentó con las piernas cruzadas en el edredón y se apoyó contra una caja. El fuego la calentaba tanto como el ambiente sensual y romántico. Jason preparó el sándwich y lo colocó en una pala para tostarlo al fuego. Parecía saber en todo momento lo que ella necesitaba, y eso le tocaba la fibra más sensible de su ser. Siempre se había enorgullecido de ser una mujer independiente, pero con sus recursos no podía permitirse un lujo como los bombones Godiva.

Por mucho que creyera conocer a Jason, él no dejaba de sorprenderla.

–Gracias otra vez… por todo.

Él la miró por encima del hombro.

–Espera a probarlo para darme las gracias.

–No me refería solamente al sándwich, sino también a todo lo demás. Y especialmente a lo comprensivo que te mostraste con el problema de mi madre.

–Lamento que su llamada te afectara tanto –el fuego iluminaba la preocupación en sus ojos marrones–. Ojalá pudiera hacer algo.

–No te preocupes. Ya no necesito su aprobación para nada.

–Pero aún tiene la capacidad de hacerte daño –observó él.

–Supongo que una parte de nosotros siempre querrá ver nuestros dibujos pegados al frigorífico de mamá. El problema es que mi madre sólo quiere que yo pinte sus sueños –soltó una amarga carcajada–. Aunque sus sueños pueden ser muy ambiciosos.

–Es bueno tener ambiciones –sirvió el sándwich caliente en un plato y se lo ofreció. El chocolate y los malvaviscos se derretían tentadoramente por los lados.

–Lo de mi madre es más que ambición –replicó ella, aceptando el plato con una sonrisa–. Son fantasías. A los dos días de meterme en clases de baile ya estaba haciendo planes para Broadway. Un simple chapuzón en la piscina y ya estaba hablando de los Juegos Olímpicos.

–Eso es mucha presión para una niña.

–No sólo era así conmigo, sino también consigo misma –mojó el dedo en la suculenta sustancia dulce que chorreaba por los bordes–. Según ella, su matrimonio y yo le impedimos que pudiera llevar su arte a París.

–¿Tu madre es artista?

Ella asintió.

–Tiene un talento asombroso, pero es tan arrogante que, para ella, yo no soy más que una fracasada.

Se llevó el dedo a la boca y lamió la mezcla de chocolate y malvavisco mientras veía cómo Jason se desabrochaba el cuello de la camisa. Después del sufrimiento que había supuesto ducharse en solitario, se sentía invadida por una oleada de placer y esperanza. La mirada de Jason la hacía sentirse muy sexy y deseada. ¿Y a qué mujer embarazada no le gustaría sentirse así?

–Quizá no le falte algo de razón, después de que mi contable se fugara con mi dinero a una isla –añadió.

Le dio un bocado al sándwich y soltó un gemido de placer. ¿O tal vez era Jason quien había gemido?

–Esas cosas ocurren –dijo él–. Pero lo estás superando muy bien –se cambió de postura sobre el edredón, y a Lauren no se le pasó por alto el bulto de su entrepierna.

–A veces examino atentamente todos mis movimientos, en busca de los fallos que haya podido cometer –devolvió el sándwich al plato–. ¿Y tus padres? ¿Los has llamado ya?

–No hablo con mis padres –respondió él, preparando otro sándwich.

–Eso es muy triste.

–¿Por qué? ¿No te gustaría librarte de esas conversaciones con tu madre?

Por mucho daño que su madre le hiciera, Lauren no podía imaginarse echándola de su vida por completo. Y se preguntó cuál sería la causa de separación entre Jason y su familia.

–A pesar de todo, sigue siendo mi madre –dijo, aunque tenía que admitir que la distancia geográfica le quitaba un poco de presión.

–Eres una persona muy indulgente… salvo cuando se trata de mí.

Lauren recordó la escena en el despacho de Jason y puso una mueca.

–¿No me dijiste que no habías hecho nada con Celia?

–Me refiero a la forma que tuve de afrontar la situación hace cuatro meses –apartó los utensilios y se acercó a ella–. Tendría que haber perdido el maldito vuelo y haberme quedado a hablar contigo.

–Te dije que te marcharas.

Jason le acarició el pelo y la mejilla.

–Y yo tendría que haberte preguntado si lo decías en serio.

–En aquel momento, sí.

Había tenido tanto miedo por lo descontrolada que podía sentirse entre sus brazos que lo había echado lo más rápidamente posible, y había creído que él lo sentía de igual manera.

Sólo habían podido derribar las barreras que se interponían entre ellos cuando ambos tuvieron la certeza de que uno de los dos se marcharía.

–¿Y ahora, Lauren?

Ahora no podía volver a echarlo de su vida. Eso lo sabía.

–Estamos unidos para siempre a través del bebé.

De repente, todo le pareció demasiado intenso. El aire, el fuego, el olor de Jason, la conversación íntima… Necesitaba aire.

Se echó hacia atrás y sacó una copia de una ecografía del bolsillo de la bata.

–He traído algo para enseñarte.

Jason miró la ecografía con expresión sobrecogida.

–¿Es nuestro bebé?

Ella asintió, reprimiendo las lágrimas que le escocían en la garganta. Podía ganarles una batalla a las malditas hormonas.

–¿Sabes si es niño o niña? –le preguntó él, pasando el dedo por el borde de la imagen.

–No supieron decírmelo, pero el médico dijo que podrán saberlo en la próxima ecografía. ¿Estás impaciente por saberlo?

–Me da igual lo que sea –la miró a los ojos con una intensidad más embriagadora que cualquier afrodisíaco–. Lo único que necesito saber es que los dos estáis bien.

Deslizó la mano despacio desde su cintura y le frotó el trasero. Su tacto y suavidad le aliviaron el dolor muscular, pero le provocaron otra clase de dolor. Las llamas crepitaban en la chimenea, y en su interior se propagaba un fuego descontrolado. Todo lo que Jason había dicho y hecho aquella noche la hacía replantearse su decisión de volver a Nueva York. Una parte de ella empezaba a acariciar la idea de renunciar a todo lo que tanto le había costado conseguir a cambio de tener una oportunidad con él…

Volvió a apartarse e intentó recuperar los restos de su autocontrol.

–El bebé y yo estamos bien. No tienes que preocuparte por nada –agarró el sándwich y se levantó–. Gracias otra vez, pero tengo que irme a dormir.

Él la dejó marchar con una suave risa la acompañó mientras subía por la escalera. Maldito fuera por preparar una velada perfecta y provocarla con un atisbo de lo que podrían compartir si ella se quedaba en San Francisco.

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