Читать книгу E-Pack Se anuncia un romance abril 2021 - Varias Autoras - Страница 8

Capítulo 2

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Jason esperaba la respuesta de Lauren con el estuche de terciopelo en la mano. Le había costado encontrar una joyería donde lo atendieran después de cerrar, pero había conseguido el anillo a tiempo de tomar el vuelo nocturno.

La expresión de Lauren no invitaba a ser optimista, pero él estaba acostumbrado a superar todo tipo de dificultades. El viento agitaba las hojas secas a sus pies, ofreciendo una imagen muy distinta de la noche veraniega que habían pasado en la oficina de Lauren.

Alargó la mano con el anillo de compromiso. Sabía que estaba siendo impaciente, pero no había tiempo que perder.

–¿Y bien? ¿Cuál es tu respuesta?

–Espera un momento… –Lauren se apartó el pelo de la cara y respiró profundamente–. ¿Primero esperas de mí que me vaya a vivir a California y ahora me propones matrimonio?

–¿Te parece que esté bromeando? –preguntó él, levantando el estuche. El sol de la mañana se reflejaba en el diamante de tres quilates.

La bolsa de Lauren se deslizó por su hombro y cayó al suelo con un ruido sordo.

–¿De verdad piensas que voy a casarme contigo sólo porque estoy embarazada? ¿Pero en qué época vives tú?

La intención de Jason no era casarse, sino establecer un compromiso que acallara cualquier rumor y que también resultaría beneficioso para Lauren. Pero no creía que a ella le hiciera mucha gracia oírlo.

–Si el matrimonio te parece muy precipitado, podríamos conformarnos con un compromiso de prueba.

–¿Un compromiso de prueba? Me parece que has perdido el juicio, y yo me estoy helando –se giró hacia la puerta–. En una cosa sí tienes razón, y es que deberíamos continuar esta conversación en mi apartamento.

Jason recogió la bolsa que ella había dejado caer, el único gesto que delataba su nerviosismo, y la siguió por las escaleras hasta la tercera planta. El edificio parecía seguro para estar en Nueva York, pero Jason no estaba tan convencido. ¿Dónde podría jugar allí un niño pequeño?

Había tenido mucho tiempo para pensar en el avión, y una cosa de la que estaba seguro era que no quería estar a miles de kilómetros de su hijo. Quería ser una parte activa e importante de su vida. Cierto era que trabajaba muy duro, pero bajo ningún concepto se convertiría en alguien como su padre, obsesionado porque su hijo fuera como él pero sin molestarse en pasar tiempo con él para conocerlo.

Tenía que convencer a Lauren para que se trasladara a California, y no sólo por salvar el contrato con Prentice. Se guardó el estuche en el bolsillo y esperó a que Lauren abriese la puerta de su casa.

El apartamento era pequeño, pero tan vivo y vibrante como ella. Estaba atestado de flores y cuadros, como un oasis de color en medio del invierno. El salón estaba pintado de amarillo, la cocina de verde, y por la puerta entreabierta del dormitorio se atisbaba una pared rosa. No era la primera vez que Jason visitaba el apartamento, pues en ocasiones había acompañado a sus ex colegas a tomar una copa en casa de Lauren. Pero nunca había visto el dormitorio de cerca.

Dejó la bolsa de Lauren en la mesa del vestíbulo y se limpió los zapatos en un felpudo antes de seguirla.

–Éramos buenos amigos y nos sentíamos atraídos el uno por el otro –le recordó él, señalándole el vientre–. ¿Puedes afirmar con toda sinceridad que nunca imaginaste un futuro en común?

–Nunca –respondió ella. Colgó el abrigo en un viejo perchero de madera y miró a Jason por encima del hombro–. ¿Podemos dejar el asunto del bebé para más tarde? Ahora tengo que irme a trabajar.

–Vaya... eres única para inflar el ego de un hombre –no parecía el momento más adecuado para recordarle cómo lo había echado a patadas de su oficina cuatro meses antes. Además, Lauren parecía estar muy cansada–. ¿De verdad estás bien?

Ella dudó un momento, antes de dirigirse hacia la cocina.

–Sí.

Jason observó sus movimientos mientras se servía un vaso de leche. Su melena rojiza le caía por la espalda, invitando a acariciarle los cabellos y comprobar si seguían siendo tan suaves como recordaba.

–Me estás ocultando algo.

–Te prometo que el bebé y yo estamos bien –levantó el vaso en un brindis, de espaldas a él.

Jason sabía que no estaba siendo del todo sincera con él, pero también sabía que no conseguiría sacarle nada por el momento. Lo mejor sería retirarse temporalmente y volver a la carga al cabo de unas horas. Como especialista en publicidad sabía esperar a que la oportunidad se presentara por sí sola.

Sacó el estuche del bolsillo y lo dejó sobre la pequeña encimera de la cocina.

–De momento quédatelo. No tenemos por qué tomar una decisión hoy mismo.

Ella miró el estuche como si contuviera una serpiente venenosa.

–No vamos a comprometernos, y mucho menos a casarnos.

–Muy bien –dijo él, empujando el estuche hasta dejarlo junto a un tarro de galletas con forma de manzana–. Guárdalo para nuestro hijo. Quizá algún día necesite un anillo para comprometerse con una chica.

Lauren se volvió hacia él y se apoyó en la encimera. Su camiseta con manchas de pintura le ceñía la protuberante barriga y los abultados pechos. Jason miró la prueba palpable de su embarazo. A unos centímetros de él estaba gestándose una vida que llevaría sus mismos genes. Apenas había tenido tiempo para asimilar la idea de ser padre, pero ahora se moría por tocar a Lauren, por explorar los cambios que había experimentado su cuerpo, por… sentir las pataditas del bebé.

–¿Quieres que sea niño? Parece que todos los hombres quieren que su primer hijo sea varón.

–¿Eso quería tu padre? –le preguntó Jason, pensando en los deseos de su propio padre por tener un hijo que copiara todos sus movimientos y opiniones.

El rostro de Lauren se ensombreció.

–Esto no tiene nada que ver con mi padre.

–De acuerdo –no pudo resistir la tentación y le acarició brevemente los cabellos, retirando la mano antes de que protestara–. Sigues tan bonita como siempre, pero pareces cansada, y me has dicho que tenías que irte a trabajar… –le dio un rápido beso en la frente y se dirigió hacia la puerta–. Adiós, Lauren. Hablaremos más tarde.

Salió al rellano con la cara de Lauren grabada en su memoria. Su expresión confusa alimentaba la decisión de retirarse por el momento. Lauren tenía dudas, y él podía aprovecharlas.

Su primera reacción había sido negarse, pero Jason estaba convencido de que acabaría convenciéndola. El domingo por la noche, cuando se subiera al avión de regreso a California, ella y su hijo irían con él.

Lauren empujó la puerta acristalada de las oficinas del cuarto piso que albergaban su empresa de diseño gráfico. El local constaba tan sólo de una sala común con varias mesas, un mostrador de recepción junto a la puerta y su propio despacho al fondo, donde ella y Jason habían concebido al bebé.

Pero las náuseas que sentía en aquellos momentos nada tenían que ver con el embarazo. El estómago no dejaba de darle vueltas, como un torbellino pictórico de Jackson Pollock. El estuche de terciopelo le pesaba como una tonelada en el bolso… hecho a partir de un viejo jersey que encontró en una tienda de segunda mano. Había llevado el anillo a la oficina con intención de llamar a Jason, quedar para comer y devolverle la joya. Un anillo de compromiso… ¿Podía haber algo más absurdo? Ella ya tenía bastantes problemas, intentando salvar su empresa de la bancarrota.

Franco, su secretario, le entregó un montón de papeles.

–Sus mensajes, señorita Presley.

–Gracias, Franco –respondió ella con una sonrisa forzada mientras hojeaba los mensajes. Las llamadas de clientes potenciales se mezclaban con los números de teléfono de los acreedores.

Franco se levantó y se alisó la corbata de los New York Giants.

–Antes de que entre en su despacho…

–¿Sí? –preguntó ella al tiempo que abría la puerta. Un olor a flores salió del despacho.

Franco se encogió de hombros y se echó hacia atrás.

–Las han traído antes de que usted llegara. Y…

Lauren no oyó el resto, porque al girarse de nuevo hacia el despacho se encontró con cinco jarrones de flores blancas con cintas rosas y azules. Y en la esquina de su mesa había una garrafa de zumo y una cesta con magdalenas.

Se volvió hacia Franco para escuchar lo que le estaba diciendo, y entonces vio a Jason junto al mostrador, observándola con sus sensuales ojos oscuros. ¿Cómo no se había percatado de su presencia al entrar? ¿Y por qué Franco no la había avisado de…? Bueno, en realidad sí había intentado avisarla, pero ella no había prestado atención.

Le hizo un gesto con la cabeza a Jason para que entrara en su despacho.

–Pasa. A lo mejor te apetece comer conmigo.

Él se apartó de la pared, muy despacio, como un depredador avanzando hacia su presa. Franco, el nuevo contable y las dos becarias de la Universidad de Nueva York observaban la escena sin disimular la curiosidad.

Jason le rodeó la cintura con un brazo.

–Quería asegurarme de que la madre de mi hijo estuviera contenta y bien alimentada.

Ella se puso rígida al recibir su tacto. ¿Cómo se podía ser tan pretencioso para anunciar su relación al mundo? Bueno, tal vez al mundo no, pero sí a sus empleados y a tres clientes que esperaban a ser atendidos.

–Tanto el bebé como yo estamos bien, gracias –le puso una mano en la espalda y lo empujó con fuerza–. ¿Podemos hablar en mi despacho, por favor?

–Por supuesto, cariño –respondió él con una sonrisa tan encantadora que a las dos becarias se les escapó una risita.

Lauren cerró la puerta para encerrarse con Jason en el despacho, a solas con el sofá turquesa y los recuerdos.

Rápidamente subió las persianas metálicas, pero ni siquiera la luz del sol consiguió calmarla.

–¿Te importaría decirme a qué demonios viene todo esto?

–Sólo quiero que la gente sepa que me preocupo por ti y por nuestro hijo –agarró una gran magdalena de arándanos–. ¿No tienes hambre?

–Ya he desayunado. ¿No crees que deberías haberte molestado en comprobar si mis trabajadores sabían lo del bebé?

–Claro que lo saben. Has estado de baja…

–Cierto, pero los clientes que esperan ahí fuera no tenían ni idea, y ahora se enterará todo el mundo.

–Tienes razón, y lo siento –le acercó la suculenta magdalena, tentándola con su aroma–. Están recién hechas… He visto como las sacaban del horno.

Con gusto Lauren le habría dicho dónde podía meterse las magdalenas, pero la apetitosa imagen de los arándanos y de la capa crujiente de azúcar le estaba haciendo la boca agua. Por mucho que quisiera a su bebé, a veces lamentaba el control que ejercían las hormonas sobre su cuerpo. No sólo le abrían el apetito, sino que también le llenaban los ojos de lágrimas por el bonito detalle que había tenido Jason con la comida y las flores. Era la clase de atenciones que unos padres primerizos tenían entre ellos, algo de lo que ella había carecido en los primeros meses de su embarazado. Y de lo que seguramente carecería en los meses, y años, siguientes.

Pero por ahora, sólo quería comerse una magdalena.

Se acercó a Jason hasta que sus pies se rozaron. Se sorbió las lágrimas y se deleitó con el olor de la magdalena, de las flores y de Jason. Él desgajó un trozo y se lo puso en los labios, y ella abrió la boca antes de pensar en lo que estaba haciendo, igual que había hecho en el sofá cuatro meses atrás.

¿Qué tenía aquel hombre que la hacía actuar sin pensar? Ella no era una mujer alocada e impulsiva como su madre. Todo lo contrario. Siempre ejercía un férreo control sobre sus emociones… salvo el lapsus que había tenido con Jason.

Aceptó el bocado y todos sus sentidos explotaron de placer cuando el bizcocho se derritió en su lengua. Jason le acarició el labio inferior con el pulgar, liberando una oleada de deseo que le endureció los pezones bajo el vestido marrón. Lauren se puso de puntillas sobre sus zapatos naranjas hasta quedar a un suspiro de la boca de Jason…

Y entonces alguien llamó a la puerta del despacho.

–¿Qué pasa? –preguntó ella con voz jadeante e impaciente. Ninguno de los dos se movió. Los ojos marrones de Jason despedían llamas abrasadoras.

Los golpes continuaron, más insistentes. Lauren carraspeó y volvió a hablar.

–¿Sí? –preguntó al tiempo que daba un paso hacia atrás, no del todo segura de a quién se estaba dirigiendo–. ¿Qué ocurre?

Jason sonrió maliciosamente mientras Lauren le abría la puerta a la contable que había contratado para intentar resolver la caótica situación financiera de la empresa. Tenía que hablar urgentemente con ella, pero no quería que Jason se enterara.

–Enseguida estoy contigo –le dijo en voz baja.

La contable, una mujer de avanzada edad pero muy despierta y dinámica, apretaba los informes contra el pecho, y su mirada sagaz dejaba muy claro que advertía todo cuanto sucediera a su alrededor.

–Claro, claro… Quería repasar contigo las cuentas y la lista de los acreedores más apremiantes.

–Sí, por supuesto –miró a Jason, hecha un manojo de nervios. Necesitaba que se largara de allí cuanto antes–. Jason, hablaremos esta noche, después del trabajo.

–¿Acreedores? –preguntó él con el ceño fruncido.

–No es asunto tuyo –declaró ella, evitando la pregunta.

El pecho de Jason se infló en un gesto posesivo.

–Eres la madre de mi hijo. Eso significa que tus problemas son también los míos.

Lauren se volvió hacia la contable.

–Estaré contigo en cinco minutos –le dijo, antes de cerrar y apoyarse de espaldas contra la puerta.

La preocupación que reflejaban los ojos de Jason parecía tan sincera que la pilló desprevenida.

Llevaba tanto tiempo a la defensiva que había olvidado lo atento que podía ser. En los años que habían sido amigos lo había visto prestar su apoyo a hombres despedidos injustificadamente, a mujeres acosadas por ex novios celosos, incluso al dueño de una empresa que tenía que hacer frente a unas facturas exorbitantes para que su hijo recibiera atención médica.

Jason Reagert podía ser arrogante y autoritario, pero tenía buen corazón.

–Pronto será de dominio público, así que más te vale saberlo ahora. Mi anterior contable malversó medio millón de dólares a la empresa.

Jason arqueó las cejas.

–¿Cuándo?

–Mientras yo trabajaba desde casa –se apartó de la puerta y se dejó caer en el sofá. De repente volvía a sentirse agotada–. Tenía algunas sospechas sobre Dave y pensaba despedirlo, pero entonces caí enferma y pasé una semana en el hospital por deshidratación. Me sentí muy aliviada cuando él mismo presentó su dimisión, e incluso le pagué dos semanas de vacaciones. Tres días después contraté a la nueva contable. Debería haberla contratado mucho tiempo antes, pero intentaba ahorrar el máximo de dinero posible –se encogió de hombros–. Supongo que yo misma me lo busqué.

Él se sentó a su lado, sin tocarla.

–Lo siento mucho.

–Yo también.

–No me extraña que estuvieras tan disgustada esta mañana –juntó las manos entre las rodillas y su Rolex destelló a la luz que entraba por la ventana–. No necesitas este tipo de preocupaciones, y menos estando embarazada. Déjame que te ayude.

–Espera, espera… Puede que tenga problemas, pero puedo arreglármelas yo sola.

–No hay nada malo en aceptar ayuda –insistió él. Alargó el brazo sobre el respaldo del sofá y la envolvió con su olor–. De hecho, por eso he venido. Necesito tu ayuda.

–¿Para qué? –preguntó ella con cautela. ¿Aquél era el mismo Jason que ofrecía su ayuda altruista a todo el mundo?

¿O era el tiburón de la publicidad que conseguía acuerdos millonarios haciendo creer a la gente todo lo que decía?

–Soy nuevo en Maddox Communications y corren tiempos difíciles… Ningún empleo está garantizado al cien por cien –sus ojos marrones brillaban de sinceridad.

–Entiendo.

–No sé cuánto sabes de Maddox…

–Sé que es una empresa familiar –nunca había trabajado para ellos, pero había oído que tenían clientes muy importantes–. La llevan dos hermanos, ¿verdad?

–Así es. Brock Maddox es el director general y Flynn, el vicepresidente. Lo único que se interpone entre ellos y la hegemonía empresarial en la Costa Oeste es Golden Gate Promotions.

–También es una empresa publicitaria familiar –dijo ella, relajándose en el sofá. Se sentía más cómoda hablando de trabajo–. La dirige Athos Koteas. No he trabajado con él, pero tengo entendido que es un empresario temible y despiadado.

–Y terriblemente próspero –añadió él. El brazo que reposaba en el sofá emitía un calor tan intenso que a Lauren le provocaba un hormigueo en la nuca–. Es un inmigrante griego que se valió de sus muchos contactos en Europa para darle un impulso a su empresa en estos tiempos de crisis. Ahora intenta robarnos nuestra clientela –frunció el ceño con irritación–. Ha difundido falsos rumores sobre Maddox Communications para minar la confianza de los clientes, y les está provocando serios disgustos a mis jefes.

–¿Te arrepientes de haberte ido a California?

–En absoluto. Las cosas están mejorando, afortunadamente. He conseguido algunos clientes nuevos, entre ellos alguien muy importante. El problema es que se trata de un hombre muy conservador. Seguramente hayas oído hablar de él… Walter Prentice.

Lauren lo miró boquiabierta.

–Enhorabuena, Jason… Eso sí que ha sido una proeza.

–El lema de Prentice es «la familia lo es todo». Hace poco despidió a su publicista por ir a una playa nudista –sacudió la cabeza y retiró el brazo–. Y a su nieta la desheredó por no casarse con el padre de su hijo.

Lauren volvió a mirarlo con suspicacia. ¿Le estaba insinuando que…?

–No creerás que van a despedirte porque dejaste embarazada a tu ex novia, ¿verdad? –en realidad nunca había sido su novia, pero aun así le parecía una idea disparatada–. ¿Me estás tomando el pelo o qué?

–Te estoy hablando completamente en serio. Prentice nos ha contratado para una campaña publicitaria millonaria. Es quien paga y puede elegir a quien le dé la gana.

Lauren observó el estuche que contenía el anillo. No había sido una proposición muy romántica, la verdad. Él quería conservar su trabajo y por eso le proponía matrimonio. Nada más.

–Eres muy ambicioso…

–¿Acaso tú no? –se inclinó hacia ella, mirándola fijamente–. Tú y yo somos muy parecidos. Los dos queremos demostrarles a nuestras familias que podemos salir adelante sin su ayuda. Por eso te propongo que trabajemos juntos por el bien de nuestro hijo.

–¡No metas a mis padres en esto! –exclamó ella, dolida a su pesar. Con Jason nunca había hablado de sentimientos personales, pero a veces le gustaría ser menos sensible. Menos parecida a su madre.

–De acuerdo –concedió él–. Olvidémonos de nuestros padres y centrémonos en nuestro hijo. Para asegurar su futuro necesito que te comprometas temporalmente conmigo, al menos hasta que haya rematado el acuerdo con Prentice. Te daré el dinero necesario para mantener tu empresa hasta que puedas volver a trabajar.

Lauren se puso en pie de un salto y comenzó a caminar de un lado para otro.

–No necesito tu dinero. Lo único que necesito es tiempo.

–Puedes considerarlo un préstamo, si eso hace que te sientas mejor. Medio millón de dólares, ¿no?

Lauren enganchó los dedos en la correa del bolso. El peso del estuche en el interior y la oferta económica de Jason la hacían sentirse terriblemente incómoda.

–¿Sabes lo que de verdad me haría sentir mejor?

–Dímelo y lo tendrás –le prometió él, acercándose sigilosamente por detrás.

Ella se giró para mirarlo.

–Que agarraras tu dinero y…

–Está bien, está bien. Me hago una idea. Es evidente que no quieres salvar tu empresa.

Lauren metió la mano en el bolso y sacó el estuche.

–No quiero tus limosnas.

Jason juntó las manos a la espalda.

–Te estoy ofreciendo un trato.

–¿Cómo estás tan seguro de que tu cliente sabrá que el niño es tuyo? –le preguntó ella, tendiéndole el anillo–. No tenemos por qué decírselo a nadie.

–No pienso negar la existencia de mi hijo –declaró él–. Puede que sea ambicioso, pero incluso yo tengo mis límites.

Ella apretó el dorso de la muñeca contra la frente, sin soltar el estuche.

–Todo esto es demasiado. No sé si…

Jason le puso las manos en los hombros y se los masajeó suavemente.

–Tranquila… De momento nos ocuparemos de lo más apremiante, que es hacer planes para el bebé. Te recogeré después del trabajo.

Lauren intentó no perder la cabeza con sus caricias. Había estado tan tensa y asustada que tenía todo el cuerpo agarrotado.

–¿Crees que por una vez podrías preguntar en vez de ordenar?

Él bajó las manos por sus brazos, le quitó el estuche y lo dejó en la mesa. A continuación, entrelazó los dedos con los suyos. Era el primer contacto que compartían desde que hicieron el amor en aquella misma oficina.

–¿Te gustaría cenar conmigo después del trabajo?

–Para hablar del bebé.

Él asintió. Seguía agarrándola por los brazos, pero su tacto no era intimidatorio ni agresivo.

Lauren sabía que no debería aceptar la invitación, pero realmente tenían que hablar del bebé.

–Recógeme en mi casa a las siete.

Mientras lo veía salir de la oficina, se preguntó si había cometido un error mayor que el diamante engarzado en el anillo.

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