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LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN-FAMILIA

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El comienzo del siglo XX trajo profundas transformaciones para Egipto, que se encontraba ocupado desde 1882 por Inglaterra. Como consecuencia de la ocupación, así como de la influencia de los movimientos europeos, las élites locales comenzaron a promover sus propias narrativas nacionales y nacionalistas fuertemente centradas en una retórica paternalista, imaginando a la nación como una familia y a las mujeres como las madres de la nación. Allí se inscribe la prominencia de figuras femeninas en la alegorización de la nación vinculada al honor. Así, la noción del honor nacional emergió de la nación imaginada como mujer (Baron, 2005).

Si bien la retórica familiar no fue una novedad de esta vanguardia local, sino un legado de los sucesivos gobernantes del Imperio otomano, esta la ligó a la reconfiguración de la familia en el ideal burgués moderno (europeo) promoviendo el culto a la domesticidad. La manera en que la nación fue imaginada debe pensarse en el contexto particular del comienzo de siglo, donde el culto a la modernidad y la implantación del modo de producción capitalista en las colonias inglesas estaba en marcha, en constante negociación con las burguesías locales. La construcción del espacio doméstico como “naturalmente” femenino, y la identificación de la nación con una mujer que debía ser defendida y rescatada, se erigieron así como dos cuestiones que transitaron de la mano el siglo XX.

Cimentada sobre este imaginario, la construcción de la nación trajo consigo nuevos ideales femeninos y nuevas formas de sometimiento de género, aunque también nuevas experiencias y posibilidades para las egipcias. Ello se dio en el contexto de la edificación del Estado nación capitalista con su exigencia de controlar y crear poblaciones productivas, y con el surgimiento de nuevas identidades de clase. En esta nueva configuración social se promocionó el modelo de la “nueva mujer” –tendencia mundial entre 1850 y 1950– focalizado en el discurso de la maternidad para el progreso de la nación (Russell, 2004). Se configuró para ello el espacio doméstico, entendido como la esfera privada centralizada en la figura de la madre como educadora de los niños. La necesidad de una maternidad moderna, en el contexto del colonialismo, fue fundamental para la constitución de la identidad nacional derivada de una serie de prácticas discursivas que señalaban a las mujeres como síntoma del atraso del país que, por tanto, debían ser modernizadas (Sharky, 1998).

En la experiencia histórica de la “vieja mujer” la clase era el más significativo de los factores. En el siglo XVIII las mujeres egipcias de élite, a pesar de su reclusión, eran muy activas en la vida social, cultural y económica. Visitaban familiares y amigos, iban a los hammams, tenían derecho a la herencia y a la propiedad, y a través de estos derechos ejercían influencia en los asuntos públicos. Las campesinas y las mujeres de las clases más bajas urbanas eran activas en el campo y en el comercio. Con la expansión del Estado, el ingreso del modo de producción capitalista y la creación del espacio doméstico, la vida de unas y otras cambió drásticamente, lo que obstaculizó su acceso a los asuntos públicos.

El crecimiento de una prensa escrita en árabe hizo que emergiera una élite modernizante que ganó el control de los centros culturales y comenzó a crear productos culturales para transmitir así sus valores y normas de comportamiento a las nuevas clases. La rápida urbanización y su educación crearon al consumidor de estos productos y todo el sistema simbólico “moderno” que se postulaba como superior a la cultura tradicional.

Ya en los primeros años del siglo XX, propagandas y libros de texto difundían la imagen de una nueva mujer que representaba los valores tradicionales a la vez que reemplazaba a su abuela en su capacidad de llevar adelante la casa, educar a los hijos y servir al marido. Todo ello constituía, a su vez, un deber nacional exaltado por los medios, que definían este rol y sus responsabilidades en la creación de la nación. Esta nueva mujer era necesariamente urbana, de El Cairo y Alejandría, ambas ciudades centro de la vida cultural de la región en la época. No era una imitación de la europea sino que se proyectaba como una combinación de las dos; tomaría lo mejor de ambos mundos y sería la contraparte del nuevo hombre. La nueva pareja era la materialización de la proyectada identidad nacional: el hombre trabajaba fuera de la casa para el progreso nacional y era ayudado por la madre-educadora. De esta manera, se creía que avanzando en el nivel moral y material de la casa, los egipcios podrían avanzar en la construcción de la nación.

En el mundo de las ideas masculinas es iluminador rescatar las experiencias de pensadores de la tradición islámica como Rifa´a al-Tahtawi, Abd al-Rahman al-Kawakibi y Muhammad Abduh. Estos habían teorizado ya a finales del siglo XIX sobre la nación, el nacionalismo y las relaciones de género desde el reformismo islámico ante los desafíos de la modernidad. De la siguiente generación se destacó Qasim Amin, influenciado por el discurso orientalista que representa al islam como la principal causa de atraso del país y condenando el uso del velo y la reclusión femenina como síntomas de dicho atraso. En pos de progresar y modernizar la sociedad tomando el modelo europeo, bregaba por la expansión de la educación femenina junto con una agenda más general que alentaba el progreso de la sociedad y la compatibilidad del islam con la modernidad, o modernizar el islam. Sus obras La liberación de la mujer (1889) y La nueva mujer (1900) representaban el pensamiento de la élite modernizante, reproduciendo el colonialismo interno. Mientras la reclusión y el uso del velo habían sido en una etapa anterior símbolos de estatus (Ahmed, 1992), el “ama de casa moderna y educada” comenzó a ser de allí en adelante el ideal de mujer promovido por las élites modernizantes. Con este impulso de los miembros masculinos de la élite nacionalista se amplió definitivamente la brecha entre las mujeres de clase baja y alta en detrimento de las primeras.

Así, entonces, la esencia de la cultura nacional era un esfuerzo continuo para descubrir y dar forma a la identidad colectiva para el pueblo y el territorio egipcio, así como para adaptarlo a la recepción rápida y efectiva –o controlada y selectiva– del moderno sistema de valores. El nacionalismo se convirtió en el lenguaje común de la época, el principal agente de cambio sociocultural, creador de una identidad común que introducía elementos occidentales sustituyendo o transformando los valores tradicionales e “imaginando” una identidad unificada y colectiva: la nación-familia.

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