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1. EL CONCEPTO HEGEMÓNICO DE TERRITORIO Y DE ORDENAMIENTO TERRITORIAL

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Desde los primeros vestigios de las civilizaciones, la relación entre ser humano y espacio ha tenido una especial importancia. Sin necesidad de ir más atrás, para las civilizaciones antiguas la tierra ocupó un papel decisivo en cuanto a la expansión del pensamiento, de su influencia y de su poderío. Ejemplo de ello es la forma en que las diferentes variaciones de la fórmula imperial se convirtieron en la regla general, lo que condujo a que las guerras se hicieran, esencialmente, por el territorio.

Este vínculo de dependencia del ser humano con respecto al espacio se mantuvo constante e inquebrantable con el paso de los siglos. Durante el medioevo, la apropiación del territorio conservó también una relación con el poder y con la subsistencia humana que posteriormente daría lugar a la proliferación de ciudades-estado5.

Sin embargo, es con la celebración de los tratados de Osnabrück y de Münster6 que se fijaría un verdadero paradigma de la relación entre los Estados y el territorio. La Paz de Westfalia constituyó un punto de inflexión en cuanto a la relación de la sociedad con el territorio. Este tratado no solo puso fin a las principales guerras que asolaban la Europa del siglo XVII, sino que impuso un nuevo paradigma para la comunidad internacional al constituir el mito fundacional del derecho internacional (moderno)7. En concreto, los cánones derivados del mismo establecieron, por un lado, como regla general, el concepto de soberanía nacional, y por el otro, el principio de integridad territorial8.

Ahora bien, el “aporte” de Westfalia no fue la simple fijación de estos dos estándares para efectos de la consolidación del régimen internacional moderno, sino que además surtió efecto en la concepción y organización interna de los Estados. Fue a partir de este momento que se empezó a reconocer (tanto en la doctrina como en la práctica) que para la consolidación y el reconocimiento de un Estado por la comunidad internacional era necesaria la concurrencia de tres elementos: territorio, población y soberanía nacional9.

A partir de ese momento, los Estados que existían y los que aparecieron tras las diferentes guerras de secesión e independencia que ocurrieron en los años siguientes tomaron, en gran medida, el paradigma westfaliano como punto de partida para su organización y funcionamiento internos10.

Es así como, por parte de la doctrina clásica, la primera aproximación al territorio es la que se hace desde los elementos del Estado. Bajo esta rúbrica, se trata de un presupuesto necesario para la existencia de un Estado, lo que además supone que es de su propiedad. De allí que se explique normalmente por medio de la teoría de la apropiación, en la que el Estado es propietario del territorio; de la teoría de la atribución, en virtud de la cual el territorio es entendido como un atributo de la personalidad jurídica estatal, y de la teoría de las competencias, en donde el territorio determina el alcance (espacial) de las competencias del Estado11.

Independientemente de la teoría que se acoja para entender al territorio como un elemento constitutivo del Estado, las consecuencias jurídicas tienden a ser las mismas. En esa medida, esta noción de territorio requiere que desde el derecho se responda, como mínimo, a las siguientes preguntas: ¿qué espacios abarca el territorio de un Estado?, ¿cuáles son las relaciones a las que hay lugar entre Estado y territorio? Las respuestas a estas preguntas pueden variar de acuerdo a lo que prevea cada Estado en su Constitución y su ordenamiento jurídico; sin embargo, las respuestas que ofrecemos a continuación son las que la doctrina tradicional (acogida por la mayoría de los países) ha dado desde la disciplina jurídica.

Para empezar, el territorio es entendido como el espacio físico sobre el que se extiende un Estado; sin embargo, ese espacio no responde únicamente al trazo de unas líneas divisorias territoriales sobre la superficie. Por el contrario, abarca, como mínimo, tres dimensiones espaciales: la terrestre, la marítima y la aérea. El espacio terrestre corresponde tanto al suelo como al subsuelo y, por tanto, abarca el territorio continental, el territorio insular (cuando lo hay) y la tierra y los recursos que se encuentran desde el suelo hasta el centro de la tierra12. El espacio marítimo abarca las aguas interiores, el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva y la plataforma continental. Y la dimensión aérea reúne al espacio aéreo propiamente dicho, el espacio electromagnético y la órbita geoestacionaria.

Cada una de estas figuras ha sido desarrollada jurídicamente tanto por el derecho nacional de los países como por el derecho internacional. Sin que nuestro propósito sea definir cada una de ellas ni entrar en el detalle de las respectivas regulaciones, conviene señalar, al menos de manera general, cuáles son los supuestos fácticos y las consecuencias jurídicas que algunas de ellas suponen. En concreto, esto nos permitirá evidenciar cuáles han sido las preocupaciones que tradicionalmente han sido atendidas por el derecho en lo que tiene que ver con el territorio.

La dimensión terrestre del territorio es tal vez la mayor preocupación que los Estados han tenido en la historia. Tal y como lo anticipamos, la tierra siempre ha sido un factor determinante del poder, en particular en el derecho internacional clásico13. Así por ejemplo, tratados internacionales como los de Osnabrück y Münster incluían disposiciones territoriales en las que se modificaba el paradigma fronterizo europeo14. Esto condujo a que fuera la dimensión más decantada en la práctica y a que, por tanto, la gran mayoría de la tierra del planeta esté hoy repartida entre los Estados existentes.

No obstante lo anterior y reconociendo las diferentes dinámicas territoriales que se dieron desde la época de la Colonia hasta la consolidación del derecho internacional contemporáneo, la comunidad internacional se encargó de regular los diferentes supuestos en los que podría haber algún tipo de variación en los límites establecidos por los tratados internacionales específicos. Así entonces, encontramos diferentes figuras para la adquisición territorial por parte del Estado, a saber: la ocupación, el consentimiento, la sucesión, la accesión y la prescripción adquisitiva. Paralelamente, están también aquellas fórmulas jurídicas para adquirir nuevos territorios que son avaladas por el derecho constitucional de los Estados pero que resultan contrarias al derecho internacional15. Este es el caso de las conquistas armadas y de la contigüidad territorial.

Sumado a lo anterior, la costumbre y la jurisprudencia internacionales han previsto fórmulas para llevar a cabo la delimitación territorial de los nuevos Estados. Ejemplo de ello es el concepto de uti possidetis iuris que parte de los títulos jurídicos de las colonias para renovar los límites que existían en aquella época. No obstante, tal como lo veremos más adelante, este es uno de los elementos que demuestran el legado colonial del concepto de territorio que ha imperado hasta el momento en regiones como América Latina.

Con relación a la dimensión marítima, el derecho internacional también se ha encargado de imponer reglas y estándares relativos a la delimitación y destinación de esta parte del territorio. En ese sentido, encontramos diversos tratados internacionales (dentro de los que resaltan la Convención de las Naciones Unidas sobe el Derecho del Mar) en los que se establecen reglas específicas para calcular las dimensiones de cada uno de los componentes de la dimensión marítima (es decir, el mar territorial, la zona contigua, la zona económica exclusiva, etc.), así como también el alcance de la soberanía territorial de los Estados en cada uno de ellos. De esa manera, se fija un sistema escalonado para el ejercicio de la soberanía nacional según el cual, mientras más próximo se encuentre el componente del territorio al territorio terrestre, mayor será el alcance de la soberanía. Así pues, en el mar territorial el Estado tiene el pleno ejercicio de la soberanía, mientras que en la zona económica exclusiva solo puede ejercer soberanía respecto a los recursos biológicos y no biológicos, la creación de islas artificiales, la investigación científica y la protección medioambiental16.

Por último, la dimensión aérea es la que ha tenido un desarrollo más tardío, en la medida en que únicamente a partir de la Primera Guerra Mundial empezó a cobrar relevancia para los Estados, por lo que su regulación sigue en proceso de construcción. No obstante, se cuenta con acuerdos internacionales y costumbres que permiten concluir que el espacio aéreo y el espectro electromagnético se extienden al espacio atmosférico bajo el que se encuentran el espacio terrestre, las aguas interiores y el mar territorial de los Estados. Así mismo, se ha establecido, en virtud del Tratado del Espacio de 1967, que la órbita geoestacionaria es parte del patrimonio común de la humanidad y, por tanto, al ser inapropiable, ningún Estado tiene soberanía exclusiva sobre ella17.

Ahora bien, estas reglas que hemos mencionado de manera somera son propias del derecho internacional y se reflejan, en gran medida, en los ordenamientos jurídicos nacionales. De ahí que gran parte de los Estados se valga de los tratados internacionales que fijan límites territoriales y establecen reglas en torno a ellos para definir su territorio internamente en sus constituciones y/o leyes fundamentales. Por ejemplo, en el caso colombiano, el artículo 101 de la Constitución Política no solo afirma la titularidad del Estado sobre los mismos elementos territoriales que hemos descrito, sino que además remite al derecho internacional para complementar la delimitación reconocida por el constituyente de 1991[18]:

Los límites de Colombia son los establecidos en los tratados internacionales aprobados por el Congreso, debidamente ratificados por el Presidente de la República, y los definidos por los laudos arbitrales en que sea parte la Nación. Los límites señalados en la forma prevista por esta Constitución, sólo podrán modificarse en virtud de tratados aprobados por el Congreso, debidamente ratificados por el Presidente de la República.

Forman parte de Colombia, además del territorio continental, el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina y la Isla de Malpelo, y demás islas, islotes, cayos, morros y bancos que le pertenecen.

También son parte de Colombia, el subsuelo, el mar territorial, la zona contigua, la plataforma continental, la zona económica exclusiva, el espacio aéreo, el segmento de la órbita geoestacionaria, el espectro electromagnético y el espacio donde actúa, de conformidad con el Derecho Internacional o con las leyes colombianas a falta de normas internacionales19.

A partir de una lectura complementaria entre el derecho internacional y el derecho constitucional de los Estados con relación al concepto de territorio (propiamente dicho) es posible comprender el alcance espacial y jurídico del mismo. Como hemos visto, tanto el derecho internacional como el derecho nacional establecen criterios para determinar cuáles son los límites que dibujan el tamaño y extensión del territorio de los Estados y cuáles son las consecuencias jurídicas que se derivan de su titularidad y/o propiedad.

Sin embargo, la noción de territorio clásica o, más bien, sus consecuencias jurídicas internas van más allá de un elemento esencial del Estado. En realidad, dicha comprensión constituye un presupuesto necesario para entender y articular el principio de soberanía nacional, que en pocas palabras supone ejercer con exclusividad al interior de dichas fronteras la autoridad pública20.

Pese a que podríamos detenernos a analizar in extenso el concepto de soberanía nacional, para los efectos de este artículo nos interesa concentrarnos en la relación que supone dicho principio con el territorio propiamente dicho; y con ello nos referimos a la figura del ordenamiento territorial, mediante la cual los Estados articulan el ejercicio de su autoridad a lo largo y ancho del territorio nacional. Así, desde la teoría, el ordenamiento territorial ha sido definido como una herramienta para la ordenación de la autoridad y poder del Estado, es decir, como una acción estatal21. En ese sentido, se trata de una figura eminentemente político-administrativa por medio de la cual los Estados establecen diferentes órbitas del poder público, con alcances diferenciales y que, en todo caso, pertenecen a un esquema complejo en donde existen varios centros de poder que operan en virtud de los principios de coordinación, concurrencia y subordinación, dependiendo de cada forma de Estado22.

Esta concepción del ordenamiento territorial supone, como mínimo, dos elementos que se pueden evidenciar en el caso colombiano: por un lado, la definición de un modelo de Estado en el que se adopta una posición entre el abanico de posibilidades que hay entre federalismo y centralismo23; y por el otro, la edificación de un sistema que, acorde con el modelo de Estado elegido, distribuya y afiance el poder público estatal en el territorio. Esta última parte es especialmente importante si se tiene en cuenta que es solo por medio de ese complejo andamiaje del poder que el Estado podrá establecer relaciones directas y cercanas con la ciudadanía, lo cual cimienta la soberanía que se ejerce sobre el territorio.

No obstante lo anterior, y en virtud de la estructura de ordenamientos jurídicos como el colombiano, el ordenamiento territorial está limitado en gran medida por la regulación que disponga el legislador. Esto se pueden comprender en la medida en que la Constitución es el pilar para el ordenamiento territorial y la ley es la encargada de desarrollarlo. Esto, supone que en realidad, el desarrollo de la figura queda en manos del legislador, el cual es una figura que pese a ser representativa de la ciudadanía, cuenta con serios problemas técnicos e interdisciplinares que dificultan la verdadera comprensión de las dinámicas territoriales que se viven en el país.

Ordenación del territorio, ciudad y derecho urbano: competencias, instrumentos de planificación y desafíos

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