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3. EL CASO COLOMBIANO: ENTRE UNA CONCEPCIÓN CLÁSICA Y UNA DINÁMICA

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Habiendo puesto de presente las diferentes críticas formuladas a los conceptos tradicionales de territorio y de ordenamiento territorial, las cuales tienen por objeto superar el fetichismo estatal, etnocentrista y hegemónico con el que fue construido el concepto, colmándolo de realismo75, conviene ahora sustentarlas a partir del estudio de un caso en concreto. Para tales efectos, en esta última parte del escrito nos ocupamos de analizar el concepto de territorio y de ordenación del territorio en el ordenamiento jurídico colombiano para identificar y evidenciar cómo estas cinco críticas aplican también para la definición colombiana. Empezaremos por trazar algunas líneas generales para delimitar el concepto de territorio y caracterizar el ordenamiento territorial en Colombia, para después materializar las críticas en el caso colombiano.

La Constitución Política de 1991 es el producto de un ejercicio deliberativo dentro del cual, gracias a las presiones de algunos sectores, se abrieron las discusiones en torno a la importancia de incluir dentro de los pilares constitucionales al ordenamiento territorial. Fue así como, en el seno de las comisiones Primera y Segunda de la Asamblea Nacional Constituyente, se definió a Colombia como un Estado social de derecho, organizado como una república unitaria descentralizada y con autonomía de sus entidades territoriales76.

A partir de esta definición del modelo de Estado, el constituyente colombiano delimitó el territorio en los términos del artículo 101 y estructuró una compleja organización territorial para el país. Para dar forma a dicha ordenación estableció la concurrencia de cuatro tipos de entidades territoriales: los departamentos, los distritos, los municipios y los territorios indígenas77, y determinó que ellas gozarían de autonomía para la gestión de sus intereses, previendo una estructura para el gobierno de los departamentos, los municipios y los distritos, y reconociendo las estructuras tradicionales de gobierno de las comunidades indígenas. Además, la Constitución contempló que el legislador podría darle carácter de entidades territoriales a las regiones y provincias.

En razón de lo anterior, el texto constitucional estableció una serie de reglas para la distribución de competencias entre las entidades territoriales y determinó, como principios rectores para su ejercicio, los de coordinación, concurrencia y subsidiariedad. Sin embargo, la verdadera distribución de competencias la dejó en manos de la Ley Orgánica del Ordenamiento Territorial que sería responsabilidad del legislador78.

Junto con las reglas generales de distribución de competencias, el constituyente fijó reglas especiales para los regímenes departamental, municipal, “distrital” y, en menor medida, de las entidades territoriales indígenas. A grandes rasgos, estos regímenes son similares, en el entendido de que establecen una autoridad administrativa (el gobernador o el alcalde), un órgano colegiado (la asamblea departamental o el concejo municipal o distrital), la asignación de una serie de competencias constitucionales y la posibilidad de participar en esquemas asociativos territoriales.

En el caso de las entidades territoriales indígenas, el constituyente se limitó a reconocer su existencia, declarar la naturaleza jurídica de los resguardos indígenas, admitir el autogobierno según los usos y costumbres de cada comunidad, y atribuir una serie de competencias específicas para ser ejecutadas por dichos territorios79. La verdadera regulación de estos territorios fue delegada también al legislador para que la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial definiera los requisitos para su creación y su funcionamiento, dejando abierta la posibilidad de que el Gobierno expidiera una regulación temporal mientras que dicha ley fuese aprobada80.

En principio, la visión que el constituyente adoptó respecto al territorio y al ordenamiento territorial parecería no coincidir con la aproximación tradicional que hemos criticado en este trabajo. Los debates que se dieron en la Comisión Segunda de la Asamblea Nacional Constituyente y el texto definitivo de la Constitución Política demuestran que en realidad existía una intención de reconocer los diferentes fenómenos que afectaban y se relacionaban con el territorio. Cuestiones como el reconocimiento de las entidades territoriales indígenas como entidades territoriales, la inclusión de un examen periódico de los límites territoriales y la valoración de factores históricos, culturales y geográficos para la constitución de determinadas entidades territoriales son prueba de ello. No obstante lo anterior y considerando que el constituyente no podía anticiparse a lo que ocurriría en el futuro del país, decidió dejar el desarrollo del ordenamiento territorial en manos del legislador, lo que conduciría a que, en la práctica, Colombia adoptara una visión restringida del territorio.

Al respecto debemos reconocer que el legislador ha avanzado en cierta medida en el desarrollo del ordenamiento territorial y la distribución de competencias entre las entidades territoriales. Así por ejemplo, expidió en el año 2011 la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial por medio de la cual definió los principios rectores del ordenamiento territorial, creó comisiones de ordenamiento territorial en los diferentes niveles territoriales, desarrolló la figura de los esquemas asociativos territoriales y realizó la distribución de algunas competencias en materia de ordenación del territorio entre las entidades territoriales existentes. No obstante, esta ley orgánica omitió algunos asuntos asignados por el constituyente, dentro de los que resalta la regulación de las entidades territoriales indígenas81.

Además de esta ley orgánica, el Congreso ha expedido otras normas importantes en materia de régimen municipal82, de los distritos especiales83, de las áreas metropolitanas84 y de las regiones85. También ha proferido normas especiales en donde hace una distribución de competencias86, asigna recursos públicos87 y prevé mecanismos para la planeación y la ordenación del territorio, como los planes de desarrollo y los planes de ordenamiento territorial88.

Sin embargo, estos desarrollos normativos se han caracterizado, en esencia, por dos elementos. El primero de ellos, la omisión legislativa respecto a temas particularmente importantes que, como la regulación de las entidades territoriales indígenas, constituyen una cuestión prioritaria para ampliar nuestro concepto de territorio. El segundo, la visión limitada y sesgada en relación con el territorio, que, en contravía de los objetivos del constituyente, se limita a regular y reconocer aspectos que se relacionan esencialmente con el poder político-administrativo del territorio.

Debido al espacio limitado con el que contamos en esta oportunidad, nos limitamos a estudiar cómo en el ámbito local, y más concretamente en el municipal, se puede evidenciar que la aproximación del legislador al territorio está imbuida de una concepción tradicional que omite el reconocimiento de los diferentes fenómenos que ocurren en el territorio y con el territorio. En ese sentido, a partir de un estudio del régimen municipal es posible materializar para el caso colombiano las cinco críticas que hemos expuesto en la segunda parte del documento.

En la Constitución de 1991, el nivel local se encuentra conformado por los municipios, los distritos y las entidades territoriales indígenas, siendo los primeros la pieza fundamental del rompecabezas territorial. La Corte Constitucional ha reconocido a los municipios como las células esenciales de la organización político-administrativa y por ello ha blindado jurídicamente sus competencias frente a la injerencia del poder central, garantizando tradicionalmente su autonomía administrativa, política, patrimonial y fiscal; sin embargo, debido a la estructura escalonada del ordenamiento territorial, también ha reconocido que en algunos temas el orden municipal está supeditado al departamental.

En términos generales, el poder municipal es bicéfalo puesto que se encuentra distribuido entre el concejo municipal (quien ejerce el control político sobre determinados funcionarios locales) y el alcalde (quien se desempeña como jefe de la administración y representante legal del municipio)89. Tanto los miembros del concejo como los alcaldes son elegidos democráticamente por los habitantes del municipio; y en ese mismo sentido, estos últimos cuentan con herramientas para el control de la gestión de los funcionarios elegidos popularmente a través de los mecanismos de participación ciudadana, dentro de los que se encuentran la iniciativa popular normativa, el referendo, la consulta popular, la revocatoria del mandato y el cabildo abierto.

Sumado a ello, todos los municipios cuentan con una estructura administrativa propia y con órganos de control territoriales como las contralorías municipales y las personerías locales, que se encargan de la promoción de la protección de los derechos humanos. Finalmente, la ley también previó la creación de las juntas administradoras locales como mecanismo de apoyo para el Gobierno local para los fines de planeación, vigilancia y control del municipio.

Habiendo puesto de presente las principales notas definitorias del régimen municipal, pasamos ahora a analizarlo en clave de las cinco críticas presentadas con anterioridad, comenzando por la crítica decolonial del ordenamiento territorial en el ámbito local.

La construcción de un esquema territorial que tomase al municipio como la pieza fundamental de la organización político-administrativa no fue una originalidad propia de la Constitución de 1991. En realidad, años antes, la reforma constitucional adoptada en el Acto Legislativo 01 de 1986 ya reconocía dicha fundamentalidad al definirlo como la entidad territorial más cercana a la población y otorgarle herramientas importantes para su autonomía, y como herramienta para la distribución del poder del Estado en el territorio90. Sin embargo, también hay que reconocer que la figura del municipio ha existido en Colombia desde antes de la independencia nacional, siendo una pieza que, pese a no tener en un comienzo las garantías y los derechos con los que cuenta hoy, siempre ha jugado un papel determinante en la organización político-administrativa del territorio.

A decir verdad, la noción de municipio tiene origen remoto en el Imperio romano, en donde fue utilizada como un mecanismo para la expansión del control territorial. Posteriormente y para lo que a nosotros nos interesa, fue una institución utilizada por la Corona española para fundamentar jurídicamente la conquista del territorio de América Latina. También llamada ayuntamiento o cabildo en época colonial, se convirtió en un elemento esencial para la representación del poder público de la Corona ante el pueblo91. De igual manera, y como lo señala Zavala, desempeñó un importante papel para la petición y la defensa de los derechos de los vecinos de cada municipio o ayuntamiento92.

Como parte del desarrollo colonial de la figura del municipio se resalta la forma en que la Corona vio la necesidad de dictar normas que regularan desde las calidades del territorio hasta la orientación de los edificios y las nuevas poblaciones. Así por ejemplo, la Corona atribuyó a los cabildos diferentes funciones de administración, como las relacionadas con la policía, los orfanatos, la provisión de subsistencias, la moralidad, la autorización para edificaciones, la ejecución de obras públicas, la distribución de tierras, la educación y la administración de bienes comunales, entre otras93. También estableció reglas concretas respecto a quiénes podrían participar del cabildo, dentro de las que resalta el requisito de vecindad, y fijó reglas relacionadas con los recursos municipales a partir de una fórmula binaria de recursos propios (relacionados con las rentas de las tierras del municipio) y arbitrarios (refiriéndose a los generados por impuestos, tasas y multas)94.

Ahora bien, estos rasgos propios del municipio colonial no distan mucho de las características actuales del régimen municipal. En concreto, podemos destacar bastantes similitudes al ver que en realidad el municipio sigue desempeñando un papel fundamental para el ejercicio del poder público en el territorio. En ese mismo sentido, el municipio opera como un puente entre el individuo y el Estado. De esa manera, las ideas del centralismo y del híper presidencialismo, características de Colombia y América Latina, son rasgos derivados de nuestra herencia colonial de la tradición católica hispánica95. Después de todo, el ejercicio del poder virreinal en la Colonia se realizaba de manera análoga a como se ejerce el poder ejecutivo en la Colombia contemporánea. El Virrey representaba el poder y lo ejercía por medio de las reales audiencias, las gobernaciones y los cabildos96, así como el Presidente de la República ejerce hoy el poder ejecutivo en el nivel nacional y cuenta con el apoyo y la colaboración de gobernadores y alcaldes para el ejercicio del poder territorial. De igual manera, la delimitación territorial interna del país tiene en buena parte su origen en la división territorial del Nuevo Reino de España97.

Con relación a las competencias municipales, debemos reconocer asimismo que, como ocurría en el periodo colonial, gran parte de las competencias que fueron atribuidas por la Corona a los cabildos se mantiene aún en cabeza de los municipios. Así por ejemplo, las leyes 30 de 1992, 115 de 1994, 715 de 2001, 1098 de 2006 y 1804 de 2016 otorgan a los municipios un amplio marco de competencias en materia de educación, las leyes 397 de 1997 y 715 de 2001 en materia de vivienda, las leyes 62 de 1993, 136 de 1994 y 715 de 2001 en materia de orden público, la Ley 1454 de 2011 en materia de ordenamiento territorial y la Ley 715 de 2001 y el Decreto 1852 de 2015 en cuanto a alimentación escolar; cuestiones que desde la Colonia ya eran del resorte del cabildo.

Finalmente, cabe resaltar que la organización territorial colonial dejó como legado para el ordenamiento jurídico colombiano, y en concreto para el ámbito municipal, la fórmula binaria de ingresos del municipio. Esto se evidencia si se considera que actualmente el régimen presupuestal del municipio se integra por los recursos propios obtenidos a través de impuestos, tasas y contribuciones recaudados por él mismo, así como por los recursos percibidos del Sistema General de Participaciones y del Sistema General de Regalías.

Sumado a lo anterior, es de destacar que desde la perspectiva urbanística el legado colonial es fácilmente apreciable al analizar la estructura de los espacios del poder de cada asentamiento urbano, que incluso a la fecha mantienen la estructura de una ciudad colonial española. Con esto nos referimos a la forma en que la Iglesia católica tiene un lugar simbólico privilegiado al encontrarse ubicada en la plaza central de cada municipio (o ciudad) junto a las casas de gobierno y el Banco de la República.

Es importante señalar que con esto no estamos afirmando que el régimen municipal no haya tenido importantes desarrollos –como lo es, por ejemplo, el robustecimiento de la autonomía territorial–, sino que es preciso tener conciencia de que gran parte del diseño institucional y del marco normativo actual tiene origen en el derecho indiano que rigió en el territorio de la actual Colombia durante la Colonia.

Como lo hemos visto ya, el origen de nuestro régimen municipal se remonta en gran medida a la época colonial, al emplear como base varias de las instituciones que existían para ese momento, siendo una de las consecuencias más graves de este legado la forma en que históricamente las comunidades indígenas han sido ignoradas por parte del ordenamiento jurídico y también del territorial; lo que además nos permite apreciar cómo encajan en nuestra realidad las críticas historicista y social del concepto de territorio.

Antes de que la Constitución de 1991 entrara en vigencia, solo cuatro normas habían establecido, en alguna medida, un reconocimiento al pluralismo étnico y cultural y la importancia de protegerlo. Abogaban por tal protección las siguientes normas del orden nacional: la Ley 25 de 1824, que protegía la propiedad indígena, el Decreto 1828 de 1848, que eximía a los miembros de las comunidades indígenas del servicio militar obligatorio, y las leyes 153 de 1887 y 89 de 1890, que crearon la figura de los resguardos indígenas y reconocieron parcialmente el derecho propio indígena98.

Con la proclamación de la Constitución de 1991 se gestó un importante cambio en la materia, en la medida en que se reconoció como principio constitucional el pluralismo étnico y cultural, y ello supuso también el reconocimiento de la libertad de culto, del derecho propio indígena y de las entidades territoriales indígenas. Tal como lo resaltamos al principio de este apartado, el constituyente reconoció la existencia de los pueblos originarios y para previó la creación de los territorios indígenas como entidades territoriales que tendrían las mismas garantías jurídicas que las demás formas de entidad territorial; sin embargo, dejó la cuestión en manos del legislador a través de la Ley Orgánica del Ordenamiento Territorial.

El Congreso colombiano tardó más de veinte años en expedir dicha norma y, por tanto, durante ese tiempo dejó en gran medida sin materializar la garantía que la noción de entidades territoriales indígenas suponía para esta parte de la población. Además, en el año 2011, cuando la norma finalmente fue expedida, el desarrollo de estas entidades territoriales fue omitido por el legislador, manteniendo en vilo los derechos y la protección jurídica que el constituyente había prometido en términos territoriales para los pueblos originarios del país.

Como desagravio, el Gobierno Nacional profirió en el año 2014 el Decreto 1953, a través del cual, de manera provisional, reguló el tema de las entidades territoriales indígenas. En términos generales este decreto estableció reglas concretas para el reconocimiento y funcionamiento de estos territorios como entidades territoriales, desarrollando específicamente sus competencias generales y las de sus autoridades propias, la asignación especial de recursos, el Sistema Educativo Indígena Propio y el Sistema Indígena de Salud Propio Intercultural, entre otros.

Pese a que este decreto supuso un importante desarrollo en materia territorial para los pueblos indígenas, en él se pueden apreciar también sesgos colonialistas que reproducen la rúbrica heredada del nuestro pasado colonial.

En concreto, y por razones de espacio, nos referimos acá tan solo a una característica general del decreto. Este reproduce el discurso hegemónico blanco que ha caracterizado históricamente al derecho colombiano, el cual fue legitimado temporalmente durante largo tiempo por la Constitución de 1886 y que establecía a Colombia como una sociedad “blanca, católica y cuya lengua natural es la hispana”99. La norma proferida por el Gobierno parte de una visión universalista blanca en la que se requiere reconocer la existencia de los territorios indígenas, permitir su funcionamiento e intentar imponer esquemas universalistas de la organización político-administrativa y ancestral de los pueblos indígenas.

El decreto utiliza un lenguaje sesgado por nuestro legado colonial, en el que se refuerza la idea de que la sociedad occidental de origen hispánico prevalece y que tiene la capacidad de regular de manera indiferente los cientos de pueblos indígenas del país. Adicionalmente, legitima prácticas coloniales y occidentales de delimitación del territorio a través del requisito de identificación de linderos bajo los parámetros del INCODER –actualmente Agencia Nacional de Tierras– que desconocen las diferentes formas en que los pueblos originarios se relacionan con la tierra. Por último, es de señalar que el decreto reconoce y legitima de manera expresa las prácticas que fueron utilizadas en la Colonia para el reconocimiento de los resguardos indígenas, incluyéndolo como uno de los supuestos para el reconocimiento de los territorios indígenas. En suma, el decreto reproduce varias herencias de nuestra historia colonial, manteniendo de manera inconsciente prácticas y dinámicas discriminatorias, universalistas y simbólicamente violentas en contra de los pueblos originarios.

Sumado a lo anterior, el decreto, pese a intentar suplir el vacío legal que dejó la Ley Orgánica del Ordenamiento Territorial, establece unas fórmulas para el reconocimiento de las entidades territoriales indígenas basadas en las dinámicas propias de la cosmovisión histórica centralista que ha primado en el país desde la Colonia. Se trata de las cuatro fórmulas de reconocimiento previstas en el decreto para resguardos coloniales, resguardos republicanos, resguardos determinados por el INCORA y reservas indígenas. De esta manera, el decreto restringe en gran medida el reconocimiento de los territorios de una buena porción de los pueblos indígenas colombianos.

Hay que agregar que la delimitación de resguardos indígenas que el INCORA ha realizado desde 1961 ha supuesto grandes problemas para la materialización de las entidades territoriales indígenas, entre los cuales se debe destacar que los procesos de demarcación han sido imprecisos; así mismo, se ha contado con la ocupación ilegal por parte de campesinos colonos, de actores armados y de personas dedicadas a cultivos ilícitos y extracción de recursos naturales, a la vez que se han generado dificultades para el saneamiento territorial tras la delimitación propuesta por el INCORA100.

El cúmulo de estos dos factores, es decir, la omisión legislativa por parte de la Ley Orgánica del Territorio y la regulación provisional del Decreto 1953, ha llevado a que en la práctica el ordenamiento territorial omita los derechos territoriales de las comunidades indígenas. En concreto porque, hasta la fecha, la puesta en funcionamiento de las entidades territoriales indígenas solo supone la atribución de funciones y competencias político-administrativas, pero sin reconocer necesariamente la propiedad colectiva indígena sobre la tierra101.

Estas características han llevado también a que, pese a que los resguardos indígenas funcionen provisionalmente como entidades territoriales indígenas, vivan a la sombra de los municipios, lo cual se explica sobre la base de tres factores. En primer lugar, no todos los pueblos indígenas cuentan con el reconocimiento de su resguardo, ya sea por no cumplir con los presupuestos fácticos establecidos para ello por el INCORA o por su ubicación periférica que les protege de cualquier contacto con la sociedad mayoritaria y el sistema estatal. De acuerdo con el Censo de Población del año 2001, solo el 86% de la población indígena (censada) pertenecía a un resguardo indígena delimitado territorialmente, mientras que el 13% no contaba con un resguardo indígena, existiendo para ese entonces más de 102.852 indígenas sin pertenencia a un resguardo legalmente constituido102.

Por otra parte, el diseño institucional del reparto de competencias y recursos para los territorios indígenas también supone una codependencia parcial de la población indígena de las finanzas municipales, esto en la medida que el Decreto 1953 establece una serie de reglas que limitan y dificultan el acceso de las comunidades indígenas a los recursos públicos que les corresponderían. Entre ellas se resaltan la necesidad de estar reconocidos y reportados por el Ministerio del Interior para ser beneficiarios de la asignación especial para los resguardos indígenas; la regla de proporcionalidad entre asignación de recursos y densidad poblacional, y la necesidad de adelantar un proceso de solicitud para la administración directa de recursos ante el Departamento Nacional de Planeación103.

El último factor tiene que ver con la especial intensidad con que el conflicto armado colombiano ha afectado al territorio rural y, con ello, a los territorios indígenas. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas, a 1.º de enero de 2020, 691.281 indígenas habían sido desplazados forzosamente de sus territorios, viéndose obligados a trasladarse a municipios y ciudades lejanos a su territorio104. Como lo hemos anticipado, la sumatoria de estos tres factores conduce a que los municipios se vean obligados a suplir en gran medida a las entidades territoriales indígenas.

A la vez, el conflicto armado colombiano y las luchas de poder territorial han hecho emerger otro de los serios problemas de nuestra concepción legal del territorio en lo que respecta al reconocimiento de las dinámicas sociales que tienen lugar en el territorio. El despojo y el latifundismo, reglas propias de las dinámicas territoriales colombianas, son resultado de la estructura económica y territorial que se consolidó en la época de la Colonia. El Imperio español acuñó y legitimó el uso de la violencia a través de la esclavización y el genocidio de las comunidades indígenas como mecanismo para la apropiación del territorio, hasta el punto de sembrar una semilla de violencia que se convertiría en un arraigo estructural de la sociedad colombiana105. Sumado a lo anterior, las dinámicas derivadas del conflicto armado también han contribuido a que la violencia se haya convertido en una estrategia para la lucha por el poder territorial. Uprimny y Sánchez han sintetizado las características de los conflictos en el país a partir de seis elementos: 1) La magnitud y la naturaleza sistemática del despojo y del abandono de la tierra; 2) La informalidad de la tenencia de la tierra; 3) La violencia continua en las zonas rurales; 4) La concentración de la tierra y el fracaso de las políticas redistributivas; 5) La especial situación que enfrentan las comunidades indígenas y afrocolombianas respecto de la protección de su territorio, y 6) El modelo de desarrollo rural implementado en el país106.

Pese a lo anterior, debemos señalar que el ordenamiento territorial ha sido diseñado y articulado sin reconocer características y fenómenos históricos del territorio, como las luchas de poder y la violencia arraigada territorialmente en determinadas zonas del país. Así, por ejemplo, aunque porciones del territorio como los departamentos de Antioquia, Santander y Norte de Santander han sido zonas que históricamente (inclusive antes de la aparición del conflicto armado colombiano propiamente dicho) han experimentado largos periodos de violencia, han sido tratados de manera indistinta por parte del ordenamiento territorial.

El conflicto armado y la lucha armada por el control territorial han sido una constante que ha perdurado durante más de sesenta años y que, en todo caso, ha determinado materialmente el grado de afectación social y económica de la violencia en Colombia. Esto ha supuesto que Colombia sea un país que en su historia reciente haya tenido una construcción inacabada, fragmentada y desarticulada en la medida en la que no ha habido, en el Estado, una voluntad constante por superar de manera cuidadosa esta problemática.

Así por ejemplo, zonas periféricas rurales como la cuenca del Pacífico colombiano se han convertido en escenarios en donde, pese a estar comprendidos dentro del ordenamiento territorial previsto en la Constitución, en la práctica no existe el Estado. Como consecuencia de esta ausencia estatal han surgido una serie de dinámicas territoriales que han propiciado la aparición de nuevos centros de poder paraestatales como los grupos armados al margen de la ley y los grandes latifundistas, dando lugar a nuevas formas de dominación territorial y poderes de facto que se imponen sobre la población local107.

Estos poderes de facto que no están reconocidos ni legitimados jurídicamente por la Constitución ni la ley se convierten en uno de aquellos espacios contrahegemónicos que la geografía social reconoce como resultado de una dinámica social propia de un territorio. Desde luego, con ello no queremos afirmar la corrección de este tipo de situaciones. Por el contrario, creemos que es importante que el ordenamiento territorial las tome en consideración, y que a partir de ello se gesten transformaciones positivas para que, a través del fortalecimiento de la función estatal, se propicie la participación ciudadana y la recuperación de la soberanía popular más allá de la imposición coactiva.

No obstante lo anterior y pese a que el ordenamiento territorial previsto en la Constitución de 1991 reconoció factores sociales y geográficos para la categorización de los municipios, el desarrollo llevado a cabo por el legislador los dejó de lado. De esa manera, en virtud de las leyes 136 de 1994 y 1551 de 2012, la ordenación del territorio en Colombia ha tendido a tener un carácter universalista al intentar definir las condiciones y las características de los territorios a partir de la categorización de municipios y departamentos en razón de factores eminentemente económicos y demográficos, como la cantidad de habitantes, los ingresos corrientes de libre destinación y la importancia económica de cada municipio108.

A su vez, la categorización propuesta por el legislador supone dos características adicionales que desconocen las realidades sociales de cada municipio. Por un lado, el legislador, al igual que ocurrió con la cuestión de las entidades territoriales indígenas, omitió prever un régimen diferencial de gobierno, administración y organización de acuerdo con la categoría de cada municipio, limitando los efectos de la categorización a lo relativo a sus competencias (aunque de forma muy leve) y a sus presupuestos. Por otra parte, esta clasificación que definió el Congreso también resultó desproporcionada en la medida en que 971 de los 1.101 municipios colombianos pertenecen a la sexta categoría, 27 a la primera y solo 5 a la especial, evidenciándose con ello una valoración sesgada del territorio con la que se favorece a unos pocos municipios que viven en condiciones excepcionales frente a las del resto del país109.

Esto quiere decir que al final la distribución de competencias y la asignación de recursos se realizan con base en una categorización de los municipios y de los departamentos dentro de una rúbrica fija que se construye a partir de la densidad demográfica y la capacidad económica de las entidades territoriales, sin tomar en consideración ninguna de las características y problemáticas sociales territoriales, lo que, sumado a la tendencia centralista del Estado, reduce al máximo la posibilidad de resolver dichas cuestiones.

De igual manera, vemos que el régimen de creación de los municipios responde principalmente a criterios económicos y demográficos, al establecer como requisitos la identidad social, cultural, natural y económica; requisitos que en principio parecerían permitir la valoración de las particularidades territoriales de cada territorio, si bien, en la práctica, son principalmente los factores económicos y políticos los que son utilizados para respaldar la creación de nuevos municipios110. En efecto, el procedimiento se limita a verificar la existencia de un mínimo de población de 25.000 habitantes, un mínimo de ingresos corrientes de libre destinación, y la conveniencia económica y social de acuerdo con el órgano departamental de planeación111.

Por último, con relación al desconocimiento de los factores sociales por parte del régimen municipal debemos mencionar el caso de las juntas administradoras locales. El constituyente de 1991 las estableció como un mecanismo para apoyar la descentralización territorial, al otorgar a los concejos municipales la posibilidad de dividir el territorio en comunas y corregimientos para mejorar la prestación de los servicios y propiciar la participación ciudadana en el manejo de los asuntos públicos112. Ahora bien, pese a ser corporaciones de elección popular, en la práctica y a través de las competencias otorgadas por la ley y los actos de creación, dichas juntas se han limitado a ejercer un papel de control y veeduría del gobierno local, con el agravante de ser cargos ad honorem, lo que conduce a que la función pública que desempeñan no sea de dedicación exclusiva.

Así las cosas, pese a que las juntas administradoras locales constituyen una herramienta que en abstracto parecería buscar garantizar la participación de los individuos en el gobierno local y la representación de sus intereses, en la práctica se han convertido en un mecanismo legitimador del poder público territorial. En otras palabras, las vicisitudes de esta institución llevan a que en términos formales se legitime el ejercicio del poder público en el territorio mediante la participación ciudadana, pese a que en realidad no se materialice dicha participación.

Con relación a la miopía del ordenamiento territorial frente a las realidades propiamente geográficas del territorio, basta con volver a mencionar la marcada ausencia estatal que se presenta en territorios periféricos como la Amazonia y el Pacífico colombianos. Al respecto hay que señalar que, como consecuencia de dicha ausencia y de la falta de articulación propia de nuestro esquema territorial, estas zonas del país han sido deliberadamente olvidadas por los gobiernos de turno, y que, en virtud del sistema de ordenación del territorio vigente en Colombia, tal miopía parecería estar lejos de ser corregida113.

El olvido de estos territorios suele explicarse por su posición periférica y por las dificultades de acceso físico a los mismos. No obstante, en lugar de que el ordenamiento territorial propicie una lectura social de estas condiciones ambientales y a partir de ella identifique problemáticas que requieren de atención inmediata por parte del Estado, a través del mismo discurso de la descentralización deja que sean las entidades territoriales las que lidien con ello.

Ahora bien, al igual que como señalábamos con el caso de las dinámicas territoriales del poder derivadas del conflicto armado, la periferia colombiana y el olvido estatal de estas zonas han conducido a otro tipo de dinámicas territoriales y al surgimiento de poderes de facto que tienen origen en otro factor: el económico. Nos referimos a que estas zonas, las cuales debido a su carácter periférico y a la falta de presencia del Estado cuentan con grandes reservas de recursos naturales, han empezado a ser penetradas por empresas multinacionales que pretenden la explotación de dichos recursos en razón de la apertura económica.

Ante la ausencia del poder estatal, estas empresas multinacionales que arriban al territorio periférico inexplorado por el Estado imponen nuevas dinámicas sociales y culturales mediante las cuales establecen su poderío económico. Como hemos visto, los municipios y los territorios indígenas que se encuentran en estos lugares suelen adolecer de una falta sustancial de recursos físicos y económicos para la garantía de los mínimos esenciales del ser humano (de acuerdo con el paradigma mayoritario de la población), los cuales pasan a ser suplidos por estos actores económicos. Jimena Sierra ha resaltado que en contextos campesinos y mineros como los de Marmato, las empresas multinacionales que desean explotar los recursos en el territorio utilizan diferentes estrategias económicas para moldear el consentimiento de las comunidades en su favor114. De manera similar ha ocurrido en el caso de Cosigo y Tobie Mining, en donde la multinacional “sobornó” a algunos miembros de la comunidad indígena para que desestimaran la consulta previa que se había realizado para la constitución del Parque Nacional Natural Yaigojé Apaporis115.

Al respecto conviene señalar que, si bien para Margarita Serje esto es producto de una estrategia consciente por parte del Estado, y es una manifestación de la apertura económica; a nuestro juicio se trata de una realidad que es desconocida e ignorada por el propio ordenamiento territorial previsto en el ordenamiento jurídico116.

Con relación a los fenómenos de la desterritorialización y la glocalización, es posible evidenciar que el ordenamiento territorial colombiano aún no se ha preparado para ellos, limitándose a reconocer algunas competencias mínimas en materia de relaciones internacionales y cooperación en los casos de los municipios fronterizos como Cúcuta117. No obstante, diferentes municipios y ciudades del país han empezado a insertarse dentro de las dinámicas globales, y con ello han empezado a desfigurar las fronteras territoriales internas y externas que el derecho les impone. Luis Eslava ha trabajado sobre la forma en que el derecho internacional opera cotidianamente en Bogotá, en particular en lo que respecta a los barrios constituidos ilegalmente en la periferia de la ciudad118.

Como hemos visto recurriendo a algunos ejemplos, el ordenamiento territorial colombiano desarrollado por el legislador presenta, en esencia, una estructura tradicionalista del territorio. En esa medida, lo aborda desde la perspectiva del poder y su ordenación, favoreciendo en esa medida principalmente criterios económicos, demográficos y políticos. A la vez que también incluye algunas disposiciones que intentan dinamizar dicho concepto por medio del reconocimiento de la necesidad de reevaluar, modificar o alterar el ordenamiento territorial.

Pese a lo anterior, como lo ha destacado Liliana Estupiñán, el desarrollo legislativo del ordenamiento territorial ha dejado de lado gran parte de los objetivos e ideales que los constituyentes diseñaron al aprobar la Constitución de 1991[119]. En ese sentido, y al haber quedado en manos del legislador el verdadero desarrollo del territorio y de las entidades territoriales, la realidad colombiana muestra que no se está ante una concepción holística e integradora del territorio como la que hemos propuesto en la segunda parte de este documento.

Ordenación del territorio, ciudad y derecho urbano: competencias, instrumentos de planificación y desafíos

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