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INTRODUCCIÓN

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La decisión del constituyente de 1991 de estatuir un Estado social y democrático de derecho, organizado en forma de república unitaria, descentralizada y con autonomía de sus entidades territoriales (art. 1.º), a las cuales reconoce, además, en su artículo 287, “autonomía para la gestión de sus intereses” y un conjunto de “derechos” (entre los que se destacan los de “[g]obernarse por sus propias autoridades” y “[e]jercer las competencias que les correspondan”), no solo supone la opción por un modelo territorial alejado del desgastado esquema centralista de la Constitución de 1886. Si bien desde un punto de vista político ello resulta coherente con la apuesta por la descentralización territorial efectuada en la reforma constitucional de 1986[1], desde un punto de vista jurídico-administrativo resulta harto audaz: supone abandonar la lógica de las relaciones de subordinación y el principio jerárquico como principales claves articuladoras de las relaciones entre la Nación y las autoridades territoriales2.

Más aún, analizado desde la óptica de las garantías, atribuciones y competencias que les reconoce la Constitución a los entes territoriales (arts. 287 ss.), refleja un paso hacia una complejidad inédita en nuestro sistema. Ciertamente, implica convenir que3: (i) la norma constitucional los configura como sujetos titulares de intereses particulares específicos4, esto es, como portadores de intereses propios, no derivados ni subordinados a los de la Nación, por lo cual pueden o no (es decir, no tienen que) resultar coincidentes con ellos; (ii) tales intereses están amparados por una garantía constitucional que impide su desconocimiento, vulneración o afectación desproporcionada; (iii) aunque la Constitución no establece de manera expresa los ámbitos en los cuales figuran dichos intereses, sí adopta un catálogo de competencias (constitucionalmente reconocidas) de las autoridades territoriales, que posibilitan identificar la presencia de tales intereses (aunque no se trate de un listado cerrado y taxativo5); (iv) al proceder de este modo, el constituyente definió espacios mínimos, cualificados y constitucionalmente garantizados en los que debe resultar posible el ejercicio de la autonomía reconocida a las entidades territoriales para la gestión de sus propios intereses. Todo esto se traduce en que (v) las decisiones legislativas relacionadas con la configuración del régimen legal de los entes territoriales no son libres: deben sujetarse a ese marco constitucional. La prohibición constitucional de ignorar, vulnerar o desfigurar este régimen supone que cuandoquiera que el legislador regule alguno de los ámbitos en los que se encuentran intereses locales debe hacerlo de una manera respetuosa de la autonomía territorial. Por ende, (vi) cuandoquiera que el legislador o alguna otra autoridad nacional se introduzca en alguno de los asuntos donde está en juego la autonomía en el ejercicio de los intereses territoriales por medio de una regulación o actuación restrictiva de sus competencias constitucionalmente asignadas, procede enjuiciar la legitimidad de dicha restricción. Esto requiere examinar el caso concreto y ponderar qué intereses deben prevalecer en él. En últimas, como ha sido destacado por la Corte Constitucional, en virtud del cambio sustancial en las relaciones centro-periferia operado gracias a la introducción del principio de autonomía en el orden constitucional, “[n]o es posible establecer relaciones de precedencia definitivas entre los intereses constitucionales referidos”6. Tampoco “bastará con que se alegue la existencia de un interés nacional para que una disposición legal que limita el ejercicio de competencias a entidades territoriales se entienda acorde con los preceptos constitucionales”7. Es preciso, entonces, ponderar en cada caso concreto.

Desde una perspectiva jurídico-administrativa mecánica u operativa el resultado no es menos complejo: dada la cantidad y trascendencia de las competencias reconocidas por la Constitución a las entidades territoriales, el modelo definido abre la posibilidad de que distintas organizaciones, pertenecientes a diversos órdenes o niveles administrativos autónomos (rectius, no sujetos a relaciones de subordinación), titulares de competencias propias, confluyan en un mismo territorio en cumplimiento de sus específicas responsabilidades. A las dificultades propias de la delimitación de competencias en esta clase de entornos se suma el que, por obra del carácter concurrencial de muchas de estas tareas, la definición de criterios y canales de coordinación, que posibiliten su ejercicio armónico, resulta imperiosa. Si a ello se añade el creciente número de planes, programas y proyectos emprendidos por buena parte de esas autoridades, siempre entreverados y necesitados de coordinación, la complejidad no hace más que escalar. Con ser cierto que la multitud de instrumentos administrativos puestos en marcha por las autoridades sectoriales en cumplimiento de sus deberes deben alinearse correctamente de cara a prevenir resultados adversos en la práctica8 y a asegurar la unidad en la acción del conjunto de órganos que conforma al Estado9, no lo es menos que ello termina por engendrar una muy compleja maraña administrativa, no pocas veces abstrusa y problemática en la realidad del terreno.

Pocos ámbitos de la Administración Pública permiten apreciar esta situación de manera tan nítida como la ordenación del territorio. Por el permanente, intenso y útil entrecruzamiento de competencias, planes, proyectos y decisiones de un sinfín de autoridades, este sector es modélico al respecto. Ciertamente, la preocupación por la demarcación precisa de los ámbitos competenciales de cada una, así como por la fluida interacción de las distintas competencias que concurren a ella y el alud de instrumentos administrativos de planificación que le son anejos, constituye una preocupación recurrente. De un lado, el régimen legal de esta función administrativa, contenido en las leyes 388 de 1997 (Ley de Desarrollo Urbano o LDU) y 1454 de 2011 (Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial o LOOT), con base en razones técnicas y jurídico-constitucionales válidas, ha hecho de esta una materia altamente concurrencial; en la cual, aunque con roles muy distintos, toman parte autoridades pertenecientes a los distintos órdenes o niveles político-administrativos que operan en Colombia (arts. 115, 286 y 288 CP). Así, en materia de ordenación del territorio, conforme a lo dispuesto por el artículo 29 de la LOOT, la Nación, los departamentos, los distritos y los municipios intervienen de algún modo en el complejo proceso de ordenación del territorio. Fruto de esta regulación, todos tienen interés y parte en la construcción y definición de lo que, en últimas, constituya la ordenación del territorio respectivo. El reparto vertical o intrasectorial de la competencia en este campo es, pues, fundamental, ya que permite estructurar un sistema que asigna claros roles institucionales a las autoridades de los distintos órdenes político-administrativos reconocidos por la Constitución. Con todo, dadas las ambigüedades del lenguaje y las limitaciones técnicas del legislador (señaladamente en la LOOT), su puesta en obra no ha estado exenta de controversias y dificultades10.

De otro lado, también resulta crucial, a la vez que problemático, el análisis de la interrelación entre autoridades que ejercen sus competencias sectoriales en el territorio y con incidencia directa en él. La confluencia en el terreno de un cúmulo de actores públicos de distinto rango, llamados a ejercer de forma independiente tareas de la más diversa naturaleza, cuyo principal punto en común consiste en desplegar su actividad con incidencia o proyección territorial clara (v. gr., medio ambiente, urbanismo, minería, hidrocarburos, desarrollo rural, prevención de desastres, defensa y seguridad nacional, transporte, infraestructura de transporte, protección del patrimonio histórico cultural, turismo, servicios públicos domiciliarios, sustitución de cultivos ilícitos, recreación), resulta igualmente relevante para el estudio de la ordenación del territorio. Como se verá en detalle líneas abajo, el tratarse de asuntos con repercusiones territoriales directas determina una peculiaridad en la forma como se ejercen estas competencias. Además de al cambio de modelo territorial constitucional, ello obedece a las hondas transformaciones experimentadas por la idea de territorio. Lejos de implicar solamente una extensión determinada de terreno, que señala al Estado “el límite en que su soberanía actúa”11, el territorio designa hoy “un espacio con historia e identidad”12 y envuelve un conjunto de dimensiones (materiales, ambientales, sociales, sicológicas, culturales y políticas) que impiden tanto su reducción a la unidad jurídico-formal que resulta de la concepción estatal del territorio (“territorio westfaliano”) como su descomposición o fragmentación en meras unidades administrativas, parcelas o capas (v. gr., la separación entre suelo y subsuelo). Por tanto, a las dificultades decisionales inherentes al arreglo territorial fijado por la Constitución se suma la compleja realidad que rodea al territorio, que fuerza a su reconocimiento y a que se le brinde un tratamiento singular. El resultado no es otro que la exigencia de tomar en consideración tanto las implicaciones que tiene sobre él el ejercicio de cada tarea desplegada in situ como las influencias recíprocas que terminan por existir entre todas ellas. El foco se pone aquí, entonces, sobre el reparto horizontal o intersectorial de las tareas públicas. Y precisa tener en cuenta, como observa Parejo Alfonso, que las competencias sectoriales asignadas no suponen “ni cortes limpios de ámbitos de la realidad social, ni cometidos públicos estancos y diferenciados claramente unos de otros en sus contenidos y objetos. Antes bien, todos ellos forman un continuum, que impide deslindarlos con nitidez”13.

Ahora bien, a pesar de este panorama, tumultuosamente cargado de competencias administrativas de distinta laya, solo la autoridad municipal tiene a su cargo “[f]ormular y adoptar los planes de ordenamiento del territorio” (POT). Así lo dispone el literal a) del numeral 4 del artículo 29 de la LOOT, como formalización legal de la encomienda efectuada por la Constitución al municipio en sus artículos 311 y 313.7, donde se le responsabiliza de “ordenar el desarrollo de su territorio” (art. 311) y se faculta al concejo local para “[r]eglamentar los usos del suelo” (art. 313.7)14.

Definido por el legislador como “el instrumento básico para desarrollar el proceso de ordenamiento del territorio municipal” (art. 9.º de la Ley 388 o Ley de Desarrollo Urbano, LDU), la competencia para adoptar el POT parecería determinante de qué se hace y qué no en un territorio específico. En últimas, como se desprende de lo previsto por el artículo 5.º LDU, supone el poder jurídico para “regular la utilización, transformación y ocupación del espacio, de acuerdo con las estrategias de desarrollo socioeconómico y en armonía con el medio ambiente y las tradiciones históricas y culturales”. Fruto de este desarrollo legal, pese al nebuloso reparto de competencias verticales y horizontales relevantes para la ordenación del territorio, solo los municipios están facultados para la adopción del POT.

Con todo, es claro que una comprensión aislada y asistemática de los preceptos de la LDU podrían llevar a un entendimiento equivocado de la forma como opera la competencia local para ordenar el territorio y de su relacionamiento con las competencias de las demás autoridades (nacionales, regionales, departamentales y metropolitanas) que ejercen sus responsabilidades en el espacio municipal (en un plano intra e intersectorial). Ello podría significar la injustificada negación del ámbito decisorio inherente a la atribución de dichas facultades a estas autoridades, así como el pernicioso desbordamiento de los poderes de las instancias locales. Ninguno de estos resultados parece conforme al orden previsto por la Constitución y la ley.

De aquí que resulte pertinente preguntarse por el alcance de la competencia local para ordenar el territorio y por la manera como esta se relaciona con el conglomerado de tareas con proyección o incidencia territorial en cabeza de las demás autoridades supramunicipales que, de uno u otro modo, son relevantes dentro del complejo proceso de ordenación territorial. ¿Tiene el municipio, en ejercicio de su facultad para ordenar el territorio, la capacidad de afectar o condicionar decisiones de otras instancias administrativas responsables de la gestión de asuntos sectoriales de interés supramunicipal como el medio ambiente, la infraestructura energética, la prevención de desastres o la implementación de la política de Reforma Rural Integral del posconflicto? Y si la tiene, ¿hasta dónde llega esta influencia? O, visto desde arriba, ¿cómo inciden, si lo hacen, las determinaciones de instancias administrativas supralocales en las decisiones de ordenación del territorio a cargo del municipio? En suma, ¿cómo entender esta confluencia de competencias de tal manera que el ejercicio de una no suponga la negación, la anulación o el vaciamiento de las demás?

Lo sucedido en Colombia con ocasión de los conflictos municipio-Nación surgidos a propósito del otorgamiento por el Estado central de títulos minero-energéticos resulta ilustrativo de lo crítico de estos interrogantes. La duda en torno a quién puede tomar qué determinaciones y cuál es el alcance de los poderes de cada instancia decisoria respecto de la otra no solo resulta frecuente en la práctica, es también altamente problemática: engendra situaciones políticas críticas, de “soberanías en conflicto”15. En ellas, como se vivió en varios municipios del país, en ejercicio del mecanismo de participación ciudadana de consulta popular, los habitantes de una localidad, esto es, el pueblo titular de la soberanía local (art. 3.º CP), expresan su rechazo al desarrollo en su territorio de una determinada actividad autorizada por la Nación. Esto plantea la pregunta de hasta dónde es legítima la decisión de una localidad de negar al Estado y a la Nación entera su derecho a explotar sus recursos naturales, aun cuando dicho proyecto se someta íntegramente a las exigencias legales16. A la par que eleva la cuestión de qué tan conforme con la Constitución resulta un esquema legal decisorio bajo el cual es válido que la autoridad nacional minera margine e ignore por completo a la instancia constitucionalmente facultada para ordenar el territorio local (i. e., el municipio)17.

La compleja problemática político-constitucional derivada de las consultas populares realizadas en estos casos fue superada gracias a lo resuelto por la Corte Constitucional en la sentencia SU-095 de 2018[18]. Sin embargo, lo expuesto en la ratio de dicha providencia no hace más que confirmar lo intrincada que resulta la delimitación de las competencias horizontales en este campo19. En efecto, la decisión de la Corte pivota, en lo fundamental, sobre los siguientes argumentos: (i) “la imposibilidad de realizar consultas populares sobre asuntos ajenos a las competencias de las autoridades territoriales o sobre aquellos que tengan incidencia en los asuntos nacionales o departamentales”, (ii) la constatación de que “[e]n el territorio convergen actividades, por una parte, de uso del suelo[,] y por otra[,] de explotación del subsuelo, razón por la que en él concurren competencias tanto del nivel nacional como de las entidades territoriales”; (iii) como conclusión de lo anterior sostiene que “[n]i la nación (nivel nacional o central) ni las entidades territoriales tienen competencias absolutas en materia de explotación del subsuelo y de los RNNR”, ni en relación con el suelo; y, por último, (iv) afirma que “[p]ara resolver la tensión en las competencias otorgadas a la nación y las entidades territoriales en materia de suelo y subsuelo, debe darse aplicación al artículo 288 constitucional que define los principios de coordinación y concurrencia para estos casos”.

Si bien esta argumentación permite poner fin a los enconados enfrentamientos interinstitucionales de la última década20, no hace posible deslindar el ámbito exacto de la competencia local para ordenar el territorio; como tampoco ofrece elementos para aislar la sustancia de la materia que corresponde solo a los municipios (art. 313.7 CP), y que no puede ser interferida o afectada por la decisión de ninguna autoridad sectorial del orden supralocal. Lo resuelto por la Corte Constitucional en la sentencia SU-095 de 2018 tan solo confirma la importancia de desovillar los enredos competenciales que presenta esta material, y de procurar establecer criterios claros y racionales para el relacionamiento de la panoplia de autoridades que confluyen en este ámbito. Este análisis resulta igualmente pertinente frente a los numerosos instrumentos que hoy se aprecian en materia de ordenación del territorio.

En este orden de ideas, el presente escrito pretende responder la pregunta de cómo inciden en el ejercicio de la competencia local las decisiones adoptadas por las instancias administrativas supramunicipales que, en virtud del reparto competencial vertical y horizontal efectuado por el legislador, tienen atribuciones específicas frente a la ordenación del territorio o adoptan determinaciones sectoriales que repercuten o dependen de ella. Al hilo de esta reflexión se examinará también la forma como interactúan los diferentes instrumentos de planificación derivados del ejercicio de dichas competencias. Explorar este asunto permitirá apreciar tanto la problemática ausencia de criterios legales claros de relacionamiento de la masa de instrumentos previstos para el cumplimiento de las tareas administrativas sobre el territorio como la necesidad de poner en valor las múltiples posibilidades que ofrece el principio (¡no la regla!) constitucional de coordinación, a día de hoy sub aprovechado por una jurisprudencia que ha equiparado este canon constitucional a los procesos de concertación paritaria.

Con este propósito, en la primera parte se analizará el galimatías competencial imperante en esta materia en Colombia (1), para ocuparse en la segunda parte de lo concerniente a los instrumentos de planificación (2). El trabajo cierra con unas conclusiones sobre los asuntos estudiados.

Ordenación del territorio, ciudad y derecho urbano: competencias, instrumentos de planificación y desafíos

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