Читать книгу Dramas: Hernani; El Rey se divierte; Los Burgraves - Victor Hugo - Страница 10

ESCENA III

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Los mismos, DON RUY GÓMEZ DE SILVA (barba y cabellos blancos, traje negro).—Criados con antorchas.

D. Ruy.—¡Hombres á estas horas en el cuarto de mi sobrina! Venid todos, que es cosa de ver. ¡Por San Juan de Ávila! Doña Sol ¿qué es esto? ¿Qué hacen aquí estos caballeros? En tiempos del Cid y de Bernardo, aquellos gigantes de España y del mundo, iban ellos por ambas Castillas honrando á los ancianos y protegiendo á las doncellas. Eran hombres fuertes que tenían por menos pesado el hierro de sus armas que vosotros el terciopelo de vuestros vestidos.


Aquellos hombres tenían en respeto las canas, santificaban su amor en las iglesias, no hacían traición á nadie y sabían muy bien guardar el honor de sus casas. Si querían mujer, tomábanla á la clara luz del día, delante de todo el mundo, con la espada, el hacha ó la lanza en la mano. Y en cuanto á estos traidores que, fiando sólo á la noche sus infames fechorías, á espaldas de los esposos roban el honor de las mujeres, yo afirmo que el Cid los hubiera tenido por viles y degradando su usurpada nobleza, hubiera abofeteado sus blasones con la vaina de su espada. He aquí lo que harían los hombres de otro tiempo con los hombres de hoy... ¿Qué habéis venido á hacer aquí? ¿Acaso á decir que soy un viejo de que los jóvenes se ríen? ¿Se van á reir de mí, antiguo soldado de Zamora? Y cuando pase con mis honradas canas, ¿se reirán también de mí? ¡Ira de Dios! Pues á lo menos vosotros no habéis de ser quienes se rían.

Hernani.—Señor duque...

D. Ruy.—¡Silencio! ¡Cómo se entiende! Disponéis de la espada y la daga y la lanza, la caza, los festines, las jaurías, los halcones, los cantares de amor, las plumas en el fieltro, las danzas, las corridas y cañas, la juventud, la alegría; y á toda costa queréis tener un juguete y tomáis á un anciano. ¡Ah! romped, romped el juguete; pero ¡plegue á Dios que os salte en astillas al rostro! Seguidme.

Hernani.—Señor duque...

D. Ruy.—¡Seguidme! ¡Cómo! Hay en mi casa un tesoro, que es el honor de una doncella, el honor de toda una familia. Esta doncella, á quien amo, es de mi sangre, sobrina mía, que en breve ha de ser mi esposa. Yo la creo casta y pura y sagrada para todos los hombres; y si yo, don Ruy Gómez de Silva, tengo que salir una hora, no puedo hacerlo sin peligro de que un ladrón de honras se deslice en mi hogar. ¡Atrás, hombres desalmados! lavaos las manos... que mancháis á nuestras mujeres sólo con tocarlas. Está bien. Continuad... ¿Tengo algo más? (Se arranca el collar.) Tomad, pisotead mi Toisón de oro. (Tira su sombrero.) Deshonrad mis canas...

D.ª Sol.—¡Ah! señor...

D. Ruy (Á sus criados.)—¡Venid en mi ayuda! ¡Mi hacha, mi puñal, mi daga de Toledo! (Á los intrusos.) Seguidme los dos.

D. Carlos (Dando un paso.)—Duque, no se trata precisamente de eso ahora; trátase, ante todo, de la muerte de Maximiliano, emperador de Alemania.

(Descubriéndose.)

D. Ruy.—¡Aún os burláis!... ¡Ah! ¡Santo Dios! ¡El Rey!

D.ª Sol.—¡El Rey!

Hernani.—¡El Rey de España!

(Clavándole los ojos vengativo.)

D. Carlos (Con gravedad.)—Sí, Carlos primero. Mi augusto abuelo, el emperador, ha muerto, según he sabido esta misma noche, y he venido en persona y sin demora á darte la noticia, á ti, mi leal súbdito, y á pedirte consejo, de noche y de incógnito. Ya ves si el negocio era para tanto ruido.

(Ruy Gómez despide á sus criados con una seña y se acerca al Rey, á quien Sol examina con sorpresa y temor, mientras Hernani permanece aislado mirándole también con ojos fulgurantes.)

D. Ruy.—Pero ¿cómo tardar tanto en abrirme la puerta?

D. Carlos.—Venías tan acompañado... Cuando un secreto de Estado me trae á tu palacio, no era cosa de ir á decirlo á todos tus sirvientes.

D. Ruy.—Perdonad, señor. Las apariencias...

D. Carlos.—Bien, duque, te hice gobernador del castillo de Figueras; pero ¿á quién debo hacer ahora tu gobernador?

D. Ruy.—Señor, perdonad.

D. Carlos.—Basta: no hablemos más de esto. Pues, como decía, el emperador ha muerto.

D. Ruy.—¡Ha muerto vuestro augusto abuelo!

D. Carlos.—Ya me ves, duque, poseído de tristeza.

D. Ruy.—¿Y quién ha de sucederle?

D. Carlos.—Un duque de Sajonia está en la lista, y Francisco primero de Francia es otro de los pretendientes.

D. Ruy.—¿Dónde van á reunirse los electores del imperio?

D. Carlos.—Han elegido, según creo, Aquisgrán... ó Spira... ó Francfort.

D. Ruy.—Y nuestro Rey y señor, que Dios guarde, ¿no ha pensado nunca en el imperio?

D. Carlos.—Siempre.

D. Ruy.—Á nadie sino á vos pertenece.

D. Carlos.—Bien lo sé.

D. Ruy.—Vuestro augusto padre, señor, fué archiduque de Austria, y creo que el imperio tendrá presente que era abuelo vuestro quien acaba de morir.

D. Carlos.—Además soy ciudadano de Gante.

D. Ruy.—En mis primeros años tuve el honor de ver á vuestro ilustre abuelo. ¡Ah! ¡Cuán viejo soy! ¡todo ha muerto ya! Era un emperador poderoso y magnánimo.

D. Carlos.—Roma también está por mí.

D. Ruy.—Valiente, enérgico, pero nada despótico... ¡Oh! aquella corona sentaba muy bien al viejo cuerpo germánico. (Se inclina y besa la real mano.) ¡Cuánto os compadezco señor! ¡Tan mozo y hundido ya en tanto duelo!

D. Carlos.—El papa desea recobrar la Sicilia, que un emperador no puede poseer. Me apoya para que como hijo agradecido y sumiso, le entregue luégo su presa. Tengamos el águila y después... veremos si he de darle á roer los alones.

D. Ruy.—¡Con qué gusto vería aquel veterano del trono ciñendo su corona á su ilustre nieto! ¡Ah! ¡Con vos hemos de llorar todos á aquel pío y máximo emperador!

D. Carlos.—El Padre Santo es hábil. ¿Qué es la Sicilia? Una isla que pende de mi reino, una pieza, un girón, que apenas conviene á España y á su lado se arrastra. «¿Qué harías, hijo mío, de esa isla, atada al cabo de un hilo? Tu imperio está mal hecho. Pronto, venid aquí. Unas tijeras y cortemos.» Gracias, Santísimo Padre, porque de esos girones, como tenga yo fortuna, he de coser más de uno al sacro imperio, y si otros me arrancaran, remendaría mis estados con islas y ducados.

D. Ruy.—Consolaos: hay otro reino de justicia, donde parecen los muertos más santos y augustos.

D. Carlos.—El rey Francisco I es un ambicioso. Muerto el viejo emperador, al punto ha puesto los ojos en el imperio. ¿No tiene á la Francia Cristianísima? ¡Ah! la herencia es pingüe y bien merece que le tenga apego. Decía al rey Luís el emperador mi abuelo: «Si yo fuera Dios Padre y tuviera dos hijos, haría Dios al primogénito y al segundo, rey de Francia.» ¿Crees que Francisco pueda tener algunas esperanzas?

D. Ruy.—Es un rey victorioso.

D. Carlos.—Sería preciso cambiarlo todo. La bula de oro prohibe elegir á un extranjero.

D. Ruy.—Según eso, señor, sois rey de España.

D. Carlos.—Soy ciudadano de Gante.

D. Ruy.—La última campaña ha ensalzado mucho al rey Francisco.

D. Carlos.—El águila que va á nacer en mi cimera puede también desplegar sus alas.

D. Ruy.—¿Entendéis el latín?

D. Carlos.—Mal.

D. Ruy.—Es lástima. La nobleza alemana gusta mucho de que le hablen en latín.

D. Carlos.—Ya se contentará con castellano altivo, pues, creedme á fe de Carlos, cuando la voz habla alto, poco importa la lengua que se habla. Ahora voy á Flandes, y es menester, mi querido Silva, que vuelva emperador. El rey de Francia va á removerlo todo; quiero anticiparme á él y partiré dentro de poco.

D. Ruy.—¿Nos dejáis, señor, sin purgar antes á Aragón de esos nuevos bandidos que al abrigo de sus montañas levantan sus audaces frentes?

D. Carlos.—Ya he dispuesto que el duque de Arcos acabe con ellos.

D. Ruy.—¿Dais también orden al capitán de la gavilla para que se deje exterminar?

D. Carlos.—¿Quién es ese bandolero? ¿Su nombre?

D. Ruy.—Lo ignoro; pero dicen que es audaz.

D. Carlos.—Yo sólo sé que por ahora está en Galicia y ya enviaré alguna fuerza para que dé cuenta de él.

D. Ruy.—Entonces son falsas las noticias que por aquí lo suponen.

D. Carlos.—Falsas serán... esta noche me hospedo en tu casa.

D. Ruy.—¡Ah! ¡Señor! ¡tanta honra!... (Inclinándose profundamente.) ¡Hola! (Acuden los criados.) Honrad todos al Rey mi huésped.

(El duque forma en dos filas á los criados con antorchas hasta la puerta del fondo. Mientras, se acerca Sol á Hernani. El rey los cela.)

D.ª Sol (Á Hernani.)—Mañana á media noche, bajo mi ventana, sin falta. Darás tres palmadas.

Hernani.—Mañana.

D. Carlos (Aparte.)—¡Mañana! (Á Sol con galantería.) Permitidme que para salir os ofrezca la mano.

(La conduce hasta la puerta.)

Hernani (Con la mano en el pecho.)—¡Ay, puñal mío! ¿cuándo saltarás?

D. Carlos (Volviendo. Aparte.)—¡Qué cara pone! (Á Hernani.) Os concedí el honor de chocar vuestra espada con la mía, caballero. Por cien razones me sois sospechoso; pero el rey don Carlos odia la traición. Idos, pues. Todavía me digno proteger vuestra fuga.

D. Ruy (Volviendo.)—¿Quién es este caballero? (Indicando á Hernani.)


D. Carlos.—...Permitidme que para salir os ofrezca la mano.

D. Carlos.—Es de mi séquito y parte.

(Salen con los criados, precediendo al rey el duque con una antorcha en la mano.)

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