Читать книгу Dramas: Hernani; El Rey se divierte; Los Burgraves - Victor Hugo - Страница 25

ESCENA VI

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DON RUY GÓMEZ, DOÑA SOL, DON CARLOS, séquito

(Avanza don Carlos á paso lento, con la mano izquierda en el pomo de su espada y la derecha en el pecho, mirando al duque con expresión de desconfianza y cólera. Don Ruy sale á recibir al rey y lo saluda con extremada zalema. Silencio pavoroso.)

D. Carlos.—¿Á qué se debe, amado primo, que esté hoy tan bien cerrada la puerta de tu castillo? ¡Por Santiago! Yo suponía más enmohecida tu espada. Ni sabía que estuviera tan ganosa de relucir en tu mano, cuando venimos á verte. (Va á hablar el duque y él prosigue con imperio.) Es empeñarse algo tarde en echársela de mozo. ¿Hay acaso moros en campaña? ¿Acaso me llaman Boabdil ó Mahoma y no Carlos de Austria? Contesta ahora.

D. Ruy.—Señor...

D. Carlos (Á sus caballeros.)—Tomad vosotros las llaves y apoderaos de las puertas. (Salen dos caballeros, otros ordenan en triple fila á los soldados desde el rey hasta la puerta. Don Carlos se encara con el duque.) ¡Ah! Vosotros despertáis las rebeliones muertas. ¡Pardiez! Señores duques, si pretendéis hombrear con el rey, tened por cierto que el rey sabrá ser lo que es: vuestro amo y señor. Y á las crestas más altas de los montes donde tenéis vuestros nidos, iré personalmente á destruir con mis propias manos vuestros altivos señoríos.

D. Ruy (Irguiéndose.)—Los Silvas fueron siempre leales, y...

D. Carlos (Interrumpiéndole.)—Sin rodeos, duque, contéstame, ó mando arrasar tus once torres. Del incendio apagado, queda una chispa aún; de los rebeldes, muertos en la refriega, quedó ileso el caudillo, que se puso á buen recaudo. ¿Quién lo encubre? ¡Tú! ¡tú ocultas aquí en tu castillo á Hernani, cuya cabeza he puesto á precio por sus crímenes!

D. Ruy.—Es verdad.

D. Carlos.—Muy bien. Quiero su cabeza... ó la tuya. ¿Oyes?

D. Ruy (Inclinándose.)—Seréis satisfecho.

(Doña Sol se deja caer en un sillón con la cabeza entre las manos.)

D. Carlos.—En buen hora. Vé á traer á mi prisionero.

(El duque cruza los brazos, baja la cabeza y queda un momento pensativo. El Rey y doña Sol esperan en silencio agitados por contrarias emociones. Por fin levanta la cabeza el anciano, toma de la mano al Rey y lo lleva lentamente al primer retrato, á la derecha del espectador.)

D. Ruy (Indicándole el retrato.)—Este es el mayor de los Silvas, el abuelo, el grande hombre; Silvio, el que fué tres veces cónsul de Roma. (Pasando al segundo.) Don Galcerán de Silva, otro Cid, cuyos sagrados restos se guardan en Toro, en dorado féretro alumbrado por mil cirios. Él libró á León del tributo de las cien doncellas. (Al tercero.) Don Blas de Silva, que por sí mismo se desterró viendo mal aconsejado á su rey. (Al cuarto.) Cristóbal. En el combate de Escalona, el rey don Sancho huía á pié y á su blanco penacho se asestaban todos los golpes. ¡Cristóbal! gritó el rey llamándolo en su ayuda. Cristóbal tomó la blanca pluma y le dió su caballo. (Al quinto.) Don Jorge, el que pagó el rescate de Ramiro, rey de Aragón.


D. Carlos (Cruzando los brazos y mirando al duque de piés á cabeza.) ¡Pardiez! Ruy Gómez de Silva, os admiro. Continuad.

D. Ruy (Pasando al sexto.)—Ved aquí á Ruy Gómez de Silva, gran maestre de Santiago y de Calatrava. Su armadura, sólo vendría bien á un cuerpo de gigante. Tomó trescientas banderas, ganó treinta batallas, reconquistó para el rey á Motril, Antequera, Suez, Níjar... y murió pobre. Saludadle, señor. (Se inclina y descubre y pasa al séptimo, haciéndose visible la impaciencia y cólera del rey.) Á su lado, don Gil de Silva, su hijo, espejo de lealtad: su mano, para un juramento, valía lo que la del rey. (Al octavo.) Don Gaspar de Mendoza y de Silva, honor de su progenie. Todas las casas nobles tienen algo que ver con la de Silva. Sandoval sucesivamente nos teme y se nos enlaza; Manrique nos envidia; Lara nos respeta; Alencastro nos odia. Tocamos á la vez con el pié á todos los duques, con la frente á todos los reyes.

D. Carlos.—¡Pardiez!

D. Ruy.—Este es don Vasco, llamado el Sabio. Éste don Jaime el Tuerto, que atajó un día él solo á Zanut y otros cien moros. (Á un gesto de impaciencia del rey pasa de largo y va á los tres últimos retratos de la izquierda.) He aquí á mi noble abuelo. Vivió sesenta años guardando la fe jurada aun á los judíos. (Al penúltimo.) Este anciano de sagrada cabeza es mi padre. Fué grande aunque fué el último que vino. Los moros de Granada habían hecho prisionero al conde Álvar Girón, su amigo; pero mi padre tomó para ir á rescatarlo seiscientos hombres de guerra; hizo labrar en piedra un conde Álvar Girón que llevó consigo y juró por su santo patrono que no desistiría de su empeño hasta que el conde de piedra volviera de suyo la cabeza. Combatió, y luégo fué al conde y le salvó.

D. Carlos.—Muy bien... Venga mi prisionero.

D. Ruy.—«Era un Gómez de Silva». Esto dicen cuando en esta mansión ven tantos héroes.

D. Carlos.—Mi prisionero, sin más demora.

(El duque se inclina ante el rey y lo lleva de la mano al último retrato, que sirve de puerta al escondrijo de Hernani, Sol le sigue ansiosa con la vista.)

D. Ruy.—Este retrato es el mío. ¡Gracias, Rey de Castilla! pues queréis que digan al verlo aquí: «Este último, hijo de una raza nobilísima, fué un traidor á su fe, pues vendió la cabeza de su huésped».

(Alegría de Sol. Movimiento de estupor en los circunstantes. Desconcertado el rey se aparta con ira permaneciendo en silencio buen espacio.)

D. Carlos.—Duque, tu castillo me estorba y voy á derribarlo.

D. Ruy.—¿Porque me vengaría tal vez?

D. Carlos.—Arrasaré tus torres por tanta audacia, y cáñamo he de sembrar en tus solares.

D. Ruy.—Señor, más vale ver el cáñamo en el solar de mis torres, que una mancha en el blasón de los Silvas. ¡Sombras de mis mayores! (Á los retratos.) ¿no es verdad?

D. Carlos.—En conclusión, duque, esa cabeza es nuestra y tú me has prometido...

D. Ruy.—Yo he prometido la una ó la otra. (Á los retratos.) ¿No es verdad? Os doy esta (la suya): tomadla, pues.

D. Carlos.—Muy bien, duque. Pero pierdo en el cambio. La cabeza que necesito es la de un joven: muerta, hay que cogerla de los cabellos, y en vano lo intentaría el verdugo con la tuya, que no tiene un puñado por donde asirla.

D. Ruy.—No me afrentéis, señor. Mi cabeza bien vale todavía por la de un rebelde. ¿No es de vuestro real agrado la cabeza de un Silva?

D. Carlos.—Entréganos á Hernani.

D. Ruy.—Señor, ya he dicho en verdad cuanto tenía que decir.

D. Carlos (Á los suyos.)—Registrad todo el castillo sin que os quede por ver torre, rincón ni agujero.

D. Ruy.—Mi castillo es tan leal como yo: sólo él sabe mi secreto y los dos lo guardaremos bien.

D. Carlos.—¡Cuenta que soy el rey!

D. Ruy.—Como de mi castillo, demolido piedra á piedra, no se haga mi sepulcro, no encontraréis lo que buscáis.

D. Carlos.—Ruegos, amenazas, todo es en vano. Duque, entrégame el bandido, ó cabeza y castillo, todo lo derribaré.

D. Ruy.—He dicho.

D. Carlos.—Pues bien: en lugar de una, dos cabezas tendré. (Al duque de Alcalá.) ¡Hola! Prended al duque.

D.ª Sol (Arrancándose el velo é interponiéndose.)—Don Carlos de Austria, sois un mal rey.

D. Carlos (Turbado.)—¡Gran Dios! ¿Qué veo?

D.ª Sol.—No tenéis corazón ó no es el corazón de un español.

D. Carlos.—Señora, sois muy severa con el rey. (Acercándose. Bajo.) Vos sois la causa de mi cólera. Un hombre se vuelve ángel ó demonio al llegar á vos. ¡Ah! ¡cuán presto se malea el aborrecido! ¡Oh! Si hubiérais querido, acaso habría sido yo, que era grande, el león de Castilla: con vuestro enojo me hicisteis un tigre. ¿No lo oís rugir? (Sol le echa una mirada y él se inclina.) Sin embargo, señora, obedeceré. (Volviéndose al duque.) Mucho te estimo, primo Silva. Al cabo, al cabo, tus escrúpulos pueden parecer legítimos. Sé fiel á tu huésped, infiel á tu rey. En buen hora. Te perdono y soy mejor que tú: pero me llevo en rehenes á tu sobrina.

D. Ruy.—¡Esto solo!

D.ª Sol (Indecisa.)—¿Á mí, señor?

D. Carlos.—Sí, á vos.

D. Ruy.—¿Nada más? ¡Oh clemencia! ¡Oh generoso vencedor, que perdona la cabeza y tortura el corazón!

D. Carlos.—Elige: tu sobrina ó el rebelde. Necesito uno de los dos.

D. Ruy.—¡Oh! Sois el dueño.

(El Rey se acerca á Sol para llevársela, y la doncella se ampara de su tío.)

D.ª Sol.—Salvadme, señor. (Deteniéndose. Aparte.) ¡Desdichada de mí!

D. Carlos.—Forzoso es. Ó la cabeza de vuestro tío ó la de Hernani.

D.ª Sol.—Antes la mía. (Al rey.) Os seguiré.

D. Carlos (Aparte.)—¡Pardiez! ¡Gran idea! Al fin tienes que ablandarte, hija mía.

(Sol va con paso firme al cofrecito de las joyas y toma el puñal, que esconde en su seno. Don Carlos se le acerca y le ofrece la mano.)

D. Carlos.—¿Qué tomáis?

D.ª Sol.—Nada, señor.

D. Carlos.—¿Alguna joya?

D.ª Sol.—Sí.

D. Carlos.—Veamos.

D.ª Sol.—Ya la veréis después.

(Le da la mano y se apresta á seguirle. Don Ruy que quedó inmóvil y como asombrado, da algunos pasos gritando:)

D. Ruy.—¡Sol! ¡Sobrina! ¡Esposa mía! ¡Ira de Dios! ¡Pues que el hombre no tiene entrañas aquí, derrumbaos en mi ayuda, piedras de mis murallas! (Corre tras del Rey.) ¡Dejadme á mi sobrina! ¡á mi esposa! ¡á mi hija! ¡No tengo más que á ella!

D. Carlos (Soltando la mano de Sol.)—Entonces entregadme el prisionero.

(El duque baja la cabeza y parece que sostiene una lucha dolorosa. Yérguese al fin y mira á los retratos juntando las manos en actitud de súplica.)

D. Ruy.—¡Tened vosotros todos piedad de mí! (Da un paso hacia el escondrijo.) ¡Oh! velaos; vuestra mirada me detiene. (Avanza vacilante hasta su retrato y después se vuelve al rey.) ¿Así lo queréis?

D. Carlos.—Sí.

(El duque temblando lleva la mano al resorte.)

D.ª Sol. (Aparte.)—¡Dios mío!

D. Ruy.—¡No! (Echándose á los piés del rey.) Por piedad, señor, tomad mi cabeza.

D. Carlos.—Tu sobrina.

D. Ruy.—Llévatela y déjame el honor.

D. Carlos (Tomando la mano de Sol.)—Adiós, duque.

D. Ruy.—Adiós. (Sigue al rey con la vista y luégo crispa la diestra sobre su puñal.) ¡Dios... Dios te guarde, señor! (Vuelve al proscenio y queda inmóvil, jadeante, sin ver ni oir. Entre tanto sale con el rey su séquito, hablando entre sí dos á dos.) ¡Oh Rey! Mientras tú abandonas gozoso mi noble casa, sale de mi afligido corazón mi vieja lealtad.

(Alza los ojos y mira en torno de sí viendo que está solo. Corre á una panoplia, descuelga dos espadas, las mide y las deja sobre una mesa. Hecho esto, va á la puerta del retrato y la abre.)

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