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MUDÉJARES, CONVERSOS E INQUISICIÓN EN LA VALENCIA DEL SIGLO XV1

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Manuel Ruzafa García

Universitat de València

Una de las cuestiones básicas relacionadas con el establecimiento del Tribunal del Santo Oficio en Valencia, nos plantea el hecho de que su instauración en nuestras tierras iba a tener lugar en un medio donde existían otras comunidades no-cristianas. Nos referimos, concretamente, a la presencia de dos colectivos religiosos muy destacados: judíos y mudéjares. Dos minorías presentes en Valencia en época medieval, el grupo hebreo y la comunidad islámica, ambos de origen y referencia semita, en principio, aunque claramente diferenciados entre sí y con respecto a la comunidad dominante de los cristianos por su fe, cultura, mentalidades, costumbres, hábitos y civilización en general.

Ambos colectivos sociales y religiosos eran efectivamente un componente importante en nuestro entorno, contando con una activa aunque minoritaria presencia en la sociedad valenciana del Cuatrocientos. Si bien fueron instalados −y se encontraban− en un espacio social de exclusión, ambas comunidades diferentes de la cristiana no habían podido resultar completamente condenadas a la invisibilidad por causas diversas. Ello, a pesar de los intentos de algunos sectores y personas, pertenecientes a la sociedad hegemónica cristiana, por conducirlos al silencio del ostracismo ideológico y real. Era una clara muestra y signo de dominación de una triunfante y arrolladora sociedad que tendía a ser unitaria y cerradamente cristiana en cuanto a sus formas de vida y de pensamiento.

El lento pero evidente triunfo de la actuación inquisitorial coadyuvó a la resolución del conflicto, colaborando en la progresiva eliminación de judíos, mudéjares y moriscos de la escena social hispánica tras haber desatado su primera acción contra los grupos de nuevos convertidos, que fueron aniquilados o simplemente sometidos a una dura represión. El fin último, ejecutado por la institución inquisitorial, apuntó a solucionar definitivamente el doble problema planteado. Por un lado, por los conversos, peligroso elemento intermedio, en cuanto a fe y creencias, tal y como lo perciben y representan en medios cristianos a través de las propias actuaciones del Santo Oficio, y, por otro lado, la misma existencia y presencia de judíos y musulmanes, unas comunidades de religión no cristiana.

Resulta lógico suponer que el objetivo inquisitorial se centraría con mayor intensidad sobre estas comunidades, aprovechando además su condición de sometimiento y subordinación, tanto o más que sobre el propio grupo de los conversos. Se trataría así de romper viejos vínculos ancestrales y evitar, a la vez, toda posible interacción entre antiguos correligionarios. Pero la maniobra del Tribunal siempre apuntó al eslabón más débil, los conversos, por cuanto era la justificación de su propia existencia, y como una clara evidencia de que apuntaba a una actuación de mayor calado que terminó, finalmente, con la disidencia religiosa en la Península, condenando toda disconformidad ideológica y religiosa a la persecución, la clandestinidad y el ostracismo social.

Ciertamente, los conversos eran, en principio, cristianos, aunque la presunción de duda sobre la sinceridad de su fe siempre se mantuvo en medios cristianoviejos. Este recelo parece que intente acallar e imponerse a la discusión y a las vacilaciones acerca del procedimiento que se había empleado en su conversión, ejecutado normalmente bajo la presión social, la amenaza y la violencia. De ahí que judíos y musulmanes fueran, para los medios dirigentes cristianos, un referente fundamental y un «enemigo» a vigilar −si no a eliminar−, para impedir el regreso a su antigua fe de estos «nuevos convertidos», ya fuese su procedencia de mudéjares, ya, de manera más habitual en tiempos bajomedievales, de hebreos. Algo que, sin embargo, no sucedió así, mostrando acciones sociales diferentes según el grupo sujeto al control y a la vigilancia del Tribunal. Por tanto, el objetivo fue neutralizar a los conversos, no a judíos ni a moros que, en principio, se encontraban amparados por los pactos, la tradición social interreligiosa y sus propios estatutos diferenciales.

Ciertamente esta presencia, documental o percibida, de judíos y «moros», resistía en virtud de su propio estatuto, reconocido por la sociedad cristiana hegemónica, ya en medios eclesiásticos, ya laicos, dándole desde luego una acepción matizada y contextualizada a este último término. Una condición que parece afianzar la resistencia cristiana a perder, como se vio en coyunturas particularmente concretas, su dominio social.

Así pues, esta permisividad, protectora pero también discriminatoria, hacia los individuos de las «otras» dos religiones, además rivales, se vio reflejada tanto en la legislación como en el terreno de las costumbres y de las relaciones sociales interreligiosas, admitiendo un «estado» para hebreos y musulmanes, pero siempre bajo unas condiciones otorgadas por la propia sociedad cristiana tras la conquista.2 Hacemos referencia aquí a unos escenarios que no dejaron de evolucionar en los siglos bajomedievales; aunque dichos cambios siempre estuvieron mediatizados por las diversas respuestas que la sociedad cristiana dominante impuso en cuanto a la propia inter-pretación y resolución de los conflictos, alterando la esencia originaria del mismo estatus legal de ambas comunidades.3

Se trata de un hecho que suele ser presentado como una práctica social de carácter tradicional, consuetudinario y, en cierto modo, adecuado a su momento histórico peninsular durante la Edad Media. Esta pluralidad religiosa se presenta como una característica que ha sido considerada siempre como específicamente propia de la sociedad medieval, y se ha venido señalando como un factor de convivencia, si bien su naturaleza y carácter no siempre sean percibidos de manera unánime, ni por las sociedades que los vivieron, ni por los estudiosos que lo han analizado.4 De ahí el objetivo último de la acción inquisitorial, que apuntó siempre a la liquidación de esta situación social de diversidad religiosa, por cuanto, en última instancia, perturbaba la uniformidad, la hegemonía y el dominio cristiano sobre su propia sociedad, a la que terminará por darle un signo de identidad marcado y unánime en la fe de Cristo, exclusivamente propagada por su Iglesia que −ahora sí− se verá amplificada e incluso proyectada a una constante presencia y una continua permanencia en la evolución social del medio sobre el que actuaba. Se cerraba así un capítulo social entendido como confuso.

La característica convivialidad de las comunidades y grupos religiosos hebreo e islámico en las sociedades cristianas, prolongada en el tiempo a partir de la conquista, tampoco resultaba exclusiva del medio social valenciano, sino que se extendía también al conjunto de la Península Ibérica medieval. Sus causas y raíces se explican por la propia expansión territorial de los reinos cristianos en las tierras de Al-Ándalus, para el caso mudéjar, y en la continua cohabitación de las comunidades hebreas entre cristianos, y también musulmanes, para el caso judío. La continuidad en cuanto a la presencia de ambos grupos entre las sociedades cristianas no dejó de manifestar tensiones y conflictos internos, tan destacables como la propia característica así como los perfiles concretos de una habituales relaciones de sociabilidad de carácter pacífico y cotidiano, más esquivas al investigador, no se olvide, que los conflictos específicos.5

En el seno de la ideología cristiana y sus protagonistas, se muestran dos posturas que representarán opciones, tradiciones y actitudes diferentes. Una problemática clásica muy debatida hasta hoy, generando notables y continuas polémicas historiográficas de gran influencia en la investigación histórica, aunque de escasa resolución epistemológica. De ahí su renovada y cíclica discusión bajo planteamientos diversos, aunque convergentes todos ellos en el fondo del debate. Las actitudes y las propias posturas ideológicas que contienen se pueden resumir en dos posiciones. Por una parte, la propia de la aceptación de esta interrelación entre grupos confesionales bajo el paraguas protector de la legislación real, la colaboración de la Iglesia y el consenso de los grupos sociales dirigentes. Una actitud pragmática aunque, a la larga, conflictiva, por cuanto pasaba por la clara subordinación de los grupos minoritarios, hebreos y musulmanes, convertidos así en auténtico tesoro real que justificaba la «conveniencia» de su propio mantenimiento y protección. Por otra parte, la tendencia, bien palpable conforme avanzamos en el siglo XV, a una progresiva igualación ideológica cristianizadora. Era la consecuencia última −y más o menos lejana en el tiempo− de la resolución del proceso de conquista cristiana y expansión occidental que significaba, como así sucedió en la Península Ibérica, la expulsión o la absorción por la sociedad cristiana de las comunidades minoritarias hebrea y musulmana. Una expresión clara del cierre ideológico del conjunto de la sociedad cristiana hacia las personas, confesiones e ideologías calificadas como «diferentes»; y evidentemente, un signo de reafirmación identitaria de la sociedad cristiana con un denso carácter excluyente con relación a los «otros», los inasimilables seguidores de las dos grandes religiones monoteístas mediterráneas con presencia en nuestras tierras.

Éste será el contexto en el que se produjo el nacimiento de los «conversos». Una tentativa de complicado resultado social, resuelta de manera intermedia, cuando se les considere, por parte de la mayoría de agentes proselitistas cristianos, como un grupo inasimilable y con claras tendencias a la apostasía, frente a una sociedad que, consciente o inconscientemente, los segregaba más que integraba, a partir de la competencia puntual para alcanzar el odio racial puro y simple.6 Por ello, la tendencia final a su eliminación y erradicación social de manera absoluta. Tampoco iban a recibir demasiada colaboración por parte del grupo originario del que se habían desarraigado, porque siempre serán percibidos por sus antiguos correligionarios con sospecha y precaución, incluso con animadversión en ocasiones, por la supuesta traición que habían cometido y su perseverancia en la misma.

Todo un reto para los conversos, que vieron extraordinariamente dificultado su progreso material y su mismo ascenso social; y también difícil en cuanto a las relaciones sociales de su propio contexto, por las nuevas cuestiones que enmascaraba girando en torno al clásico enfrentamiento entre grupos humanos, en definitiva, así como a las constantes oposiciones entre intereses diversos y objetivos sociales, en cambio, coincidentes, en un contexto de indeterminación compleja de las identidades colectivas y de grupo.

Otro elemento a introducir en la reflexión será el de las diferencias que, en época medieval, tuvo la represión de la herejía en el reino de Castilla y en la Corona de Aragón. Mientras en Aragón existía una acción previa de la Inquisición, instancia judicial e ideológica sometida al Papa y ejercida, en cuanto a su práctica, por los obispos; en Castilla, por el contrario, la actuación del tribunal se desarrolló, siempre de la mano de la poderosa y creciente monarquía de los Reyes Católicos, a partir de 1478, momento en que se logró su implantación en los reinos patrimoniales de Isabel II. Una estrategia política ejecutada con la ayuda −no exenta de tensiones, intereses contrapuestos y polémicas− del Papa y de la propia jerarquía eclesiástica castellana.

La Inquisición pontificia había nacido en 1184, como consecuencia de los límites de la reforma propugnada por los «gregorianos», que se dotará de un instrumento de represión de la herejía dominado por el Papa, mediante el cual los movimientos de discrepancia social e ideológica podían condenarse como heterodoxias teológicas por su divergencia con la línea interpretativa canónica oficial, es decir, la que señalaba Roma. Corrientes de pensamiento, interpretación y acción que no cesaban de extenderse, particularmente en el siglo XV, a lo largo de toda la Cristiandad, poniendo en discusión el monopolio en la definición del dogma y el establecimiento de las prácticas, que reclamaban el Papa y la Curia.

La Inquisición, creada en base a un procedimiento judicial −la inquisitio− que tenía un carácter excepcional y anómalo en todos los ordenamientos legales de la época, en especial en el de la Iglesia, y en un momento concreto en que la institución eclesiástica, dirigida por los pontífices romanos, modificó sus actitudes hacia los discrepantes, evolucionando desde el diálogo inicial con el «equivocado», el hereje, que buscaba el regreso por convicción de los descarriados al redil, hacia posturas de autoridad y aceptación jerárquica mediante la imposición de la doctrina oficial unitariamente transmitida por el Papa. Y en particular su creación, entre finales del XII y mediados del XIII, pretendía hacer frente a la grave amenaza −aunque no única− que suponía un movimiento cátaro que parecía tener capacidad para extenderse a todos los confines de la Cristiandad. Nacía entonces un tribunal gestionado por tres instancias sucesivas y, en teoría, ideológicamente coherente en cuanto a sus objetivos, cuya actuación estaba en manos de la jerarquía episcopal, que seguía las directrices de la curia pontificia, y un tiempo después bajo la conducción de la nueva orden mendicante de los Dominicos. Su acción en tierras de la Corona de Aragón comenzó en 1249.

En pocas ocasiones veremos actuar a este tribunal sobre las comunidades islámica o judaica, por cuanto ambos grupos eran responsabilidad directa de las autoridades reales cristianas y se hallaban bajo un teórico acuerdo de protección personal y comunitaria, a cambio de un sometimien to absoluto. Judíos y musulmanes fueron vistos por los cristianos como personas y comunidades que profesaban religiones erróneas, grupos diferentes, equivocados y sospechosos con los que se podía dialogar, desde luego, pero siempre para que abandonasen su fe religiosa propia. Primero desde el diálogo, más o menos falseado a través de las denominadas «disputas», después con la pura acción de la conversión directa y forzada o, en el caso musulmán, la reubicación de sus seguidores en el espacio territorial propio del Islam, es decir, con la expulsión simple y directa de las tierras consideradas como parte de la Cristiandad.7

De todas formas, en contadas ocasiones y siempre de la mano y bajo el control, directo o indirecto, del poder real, el tribunal pontificio inquisitorial, también conocido como «inquisición episcopal», trató de intervenir sobre la población mudéjar de nuestros territorios, salvo en algunos casos muy concretos y específicos como la blasfemia, la sodomía o la hechicería, siempre y cuanto la acción implicase protagonistas cristianos, menos aún a judíos. Era su único pretexto para poder entrometerse en las relaciones generales tuteladas y minuciosamente establecidas por la legislación y por las costumbres ancestrales.

Esta Inquisición pontificia, de carácter eclesiástico, se encontraba plenamente vigente en las décadas finales del siglo XV en la Corona de Aragón, y en Valencia, cuando fue simplemente superada por la implantación en los estados de Fernando II del propio del Tribunal del Santo Oficio castellano en 1483, con la aprobación del Papa Sixto IV. Una inserción inquisitorial extremadamente complicada y difícil, tanto para el conjunto de la Corona de Aragón como para Valencia, donde causó un verdadero terremoto político que reemplazó a personalidades destacadas de las antiguas élites dirigentes, pero que rendía excelentes resultados en términos de represión social y control ideológico, y resultaba un instrumento eficaz al servicio del naciente estado moderno que se estaba implantado en los reinos dinásticamente relacionados de Fernando e Isabel.

El objetivo inicial y más importante consistía en evitar la desviación religiosa que significaría el presunto regreso de los nuevos convertidos a la originaria fe mosaica, apuntando así la debilidad del proceso de proselitismo cristiano e integración eclesiástica. Unos «cristianos nuevos» que se habían convertido, más por la fuerza que de grado, a la fe cristiana. Su procedencia mayoritaria era el judaísmo, aunque en su gran mayoría se trataba de gente nacida tras los pogromos de finales del siglo XIV, los asaltos a las juderías peninsulares, que culminaron en el año 1391. Otros períodos de persecución, como el bienio 1418-1419 o la década de 1440-1450, terminaron dejando en la Península unas comunidades hebreas raquíticas que en 1492 sufrieron la expulsión finalmente o se vieron obligadas a convertirse forzosamente al cristianismo.8

¿Y los mudéjares? Los antiguos andalusíes tenían un volumen de población inicialmente superior al de las comunidades cristianas y, casi con toda seguridad, al de las mismas hebreas. Su número no cesó de crecer, sobre todo con relación a los judíos, a la vez que fueron ganando importancia en algunos sectores económicos, mientras que su propia representación en la sociedad cristiana, siempre segregada, no dejaba de incrementarse. Varios factores generales contextualizan esta circunstancia. Hasta 1492, existió en suelo peninsular un estado musulmán, el reino nazarí de Granada. Un acicate, más que una realidad, que contribuía a sostener al grupo mudéjar en su estado y estatuto propio, en medio cristiano. Únase a esto el dominio islámico en el norte de África, hasta hoy inquebrantable, y el renacimiento protagonizado primero por los mamelucos egipcios, y más tarde, con mayor autoridad, por los turcos otomanos: el Mediterráneo se dividió en dos bloques cuya confrontación política e ideológica no cesaba de aumentar. De todas formas, el argumento geopolítico no deja de ser un arma de doble filo a favor y en contra del mantenimiento mudéjar, como hemos podido analizar en otros estudios.9

Ciertamente, la presión de un Islam mediterráneo extraordinariamente renovado y dinámico frente al mundo cristiano, fue un factor que frenó la presión sobre el grupo, pero también una circunstancia que espoleó los recelos cristianos hasta sembrar alarmas, infundadas o no. Estamos pensando en el argumento, por ejemplo, de la piratería berberisca, que ocultaba las incursiones cristianas en el litoral musulmán, mientras justificaba una severa política interior de apartamiento de los mudéjares y moriscos de las zonas costeras, cuando hacer tal cosa era posible.10 Sea como fuere, la población mudéjar apenas interesó al nuevo y flamante tribunal del Santo Oficio, en especial al que actuaba en el territorio valenciano, donde su presencia humana era notable, salvo en aquellas ocasiones en que los mudéjares se relacionaban con cristianos o conversos. Aun así, la protección real los mantuvo, en cierto modo, al margen de la presión inquisitorial; una actitud que, en sucesivas oleadas −1498-1499, 1502-1503, 1520 y, por fin, 1526− iba a cambiar, junto con el propio estatuto e imagen social del mudéjar, convertido ahora en otra forma de cristiano nuevo, el «morisco» o «converso de moro». Se ponía en marcha una política activa de represión cuya víctima era el antiguo mudéjar convertido al cristianismo por la fuerza.

La cuestión inicial remite aquí a una presunta mayor resistencia de los mudéjares a abandonar su fe islámica. ¿Por qué? ¿Por la firmeza de su convicción religiosa musulmana, de su identidad grupal mudéjar, araboislámica, o porque se produjo una clara abstención cristiana que, indirectamente, mantuvo apuntalada la «tradición» que señaló Meyerson en cuanto a las relaciones entre cristianos, mudéjares y judíos en la Valencia del XV?11

Estas cuestiones generales enmarcarán nuestro estudio, que presenta dos partes claramente diferenciadas, reflejo también de los dos ámbitos sobre los que nos centramos en la presente investigación. La problemática de la conversión al cristianismo entre el grupo mudéjar será la primera y fundamental. Se trata de la línea de trabajo más antigua en cuanto a tiempo, dedicación y, sin duda, también más sólida en cuanto a resultados y comprensión. Nuestro análisis parte de algunos ejemplos de conversión de mudéjares al cristianismo. Un tema de particular interés y no sólo por lo que toca a Valencia, sino también al conjunto de la Península Ibérica, donde el mudejarismo alcanzó una presencia social de cierto relieve. Con ello, pretendemos acercarnos a la comprensión de las notables dificultades que para la asimilación del grupo musulmán al cristianismo surgieron cuando, a partir de 1526, se produjo en Valencia la conversión forzosa y se hizo de los mudéjares, perdida su condición inicial y su propia religión, otro grupo de cristianos nuevos, de conversos, esta vez formado por antiguos mudéjares, los moriscos.

No fue la población mudéjar, por sus características, un grupo social precisamente proclive a la conversión. ¿Por qué? Siempre se ha destacado esta cuestión como signo claro de la identidad islámica del grupo mudéjar.12 Una muestra evidente del arraigo de su fe coránica. Lo cierto es que la vida de los conversos musulmanes, antes de la tragedia morisca, será siempre muy apagada, prácticamente clandestina, entre el silencio de los individuos, el rechazo de sus antiguos correligionarios y la indiferencia cristiana.

En términos generales, la fidelidad de la población mudéjar a la religión islámica se muestra como un signo claro de identidad específica, al igual que las costumbres arraigadas en el grupo y derivadas del pensamiento y la civilización andalusí, que se manifestaba también en el uso de la lengua árabe, nombres arabizados −aunque con intrusiones ocasionales de la onomástica cristiana, catalana o castellana, que resulta evidente entre los mudéjares de Aragón y de Castilla−, lo que nos pone frente a la evidencia de una patente y completa inserción mudéjar en el universo cultural del Islam. Inserción y además una neta voluntad de permanencia dentro de un mundo, su mundo, que en buena medida se había visto dramáticamente alterado al perder esa dar al῾umma nutricia y queda dominado por los cristianos, los rumíes, los «politeístas». Los mudéjares pasaron así a convertirse en un grupo social, cultural y religioso subordinado; una mera instancia cultural dominada y subalterna a partir de la conquista, feudalización y creación de una nueva y dominante sociedad cristiana que se asentó, desde el siglo XIII, en las tierras de Valencia.

No se trata únicamente de la reacción refractaria de un grupo cuyo propio nivel cultural, en base a sus propias condiciones de vida material y sus relaciones de sociabilidad, no fue nunca, salvo en algunas excepciones individuales, demasiado elevado. La constante sangría que representó la emigración a las «tierras de moros» tanto de las élites como de otros miembros menos destacados del grupo, un procedimiento legal permitido condicionalmente y siempre bajo fiscalización por parte de las autoridades cristianas, vino a acentuar la condición de medio cultural en decadencia, en parte clandestino, con escasas posibilidades de evolución o progreso, continuamente percibido con hostilidad por el grupo «protector» cristiano, y con no pocas suspicacias por los aquellos hermanos de religión más afortunados que vivían en tierras mahometanas. Sin embargo, su propia fe, que definía incluso la propia condición de mudéjares, constituyó un elemento de continuidad y cohesión del grupo. Estatuto y condición que retroalimentaron la fuerza y densidad de la resistencia, y de la propia supervivencia del grupo mudéjar a través de los vínculos trazados por las relaciones personales, las creencias y la fe islámica del conjunto de este grupo social, reforzando así su cohesión interna.

La misma confrontación con el mundo cristiano estaba suficientemente arraigada ya en los siglos xiv y XV, definiendo a los mudéjares como uno de los «otros», los musulmanes, que permanecieron bajo el dominio de la sociedad cristiana triunfante. Esta perspectiva trata de salvar el callejón sin salida interpretativo en el que las constantes referencias globales −mal definidas y peor identificadas− al proselitismo cristiano y a la hostilidad de la Iglesia, tratada siempre de forma genérica, habían sumido el tema, zanjándolo con una fácil y rápida explicación «magistral». La protección regia, estudiada en la legislación y en la praxis cotidiana, empieza a permitir una visión que va más allá de esa especie de «otra cara de la moneda histórica», como era entendida la relación que los musulmanes plantearon, a partir del siglo vii, con las comunidades que practicaban religiones distintas al propio islam, como eran el judaísmo o el cristianismo. La dihma o protección «a las gentes del Libro», era un principio de relación entre gobernantes y administrados que no cesó de evolucionar, al margen de los efectos que el proceso de islamización, lento pero eficaz en muchos territorios, desencadenó en las comunidades sometidas al control islámico.

Si el mantenimiento de los hábitos alimentarios, especialmente en cuanto al sacrificio ritual de animales, o la preservación de una serie de productos de consumo autorizado (ḥalal) o vetado (como la carne de cerdo o el vino) era una forma de demostrar la ortodoxia religiosa islámica, como también lo fue el sistema matrimonial propio −en cuanto a bodas, muy relativa y escasísima poligamia, separación o divorcio y sistema testamentario como mecanismo de constitución y defensa del patrimonio personal y familiar−, la posibilidad de celebrar sus ceremonias religiosas −oraciones, fiestas y ayunos fundamentalmente−, etc., son elementos y hechos importantes no sólo en el seguimiento de su fe religiosa, sino principalmente como factores de cohesión e identidad como grupo. Por ello, a pesar de estar celosamente vigilados y, en ocasiones concretas, en cuanto a tiempo y espacio, reprimidos, los mudéjares por definición no fueron nunca, como los conversos, objeto de represión. Sí en cambio lo fueron los moriscos, con las trágicas consecuencias que llevaron a su extirpación del cuerpo social cristiano, siquiera como pertenecientes, al igual que los judíos, al mundo de lo apartado, de lo separado.

Éste es el marco general en el que ubicaremos el tema de las conversiones al cristianismo. Como planteamiento inicial, la conversión no parece ser un buen negocio para sus protagonistas, por cuanto manifestaba el deseo de separación con respecto al grupo religioso al que inicialmente pertenecían. Un acto que denotaba falta de solidaridad y, en buena medida, se interpretaba como una traición inaceptable que expulsaba a las personas de su inicial comunidad, por cuanto ellas mismas se excluían también, de su entorno personal, familiar y humano, rechazándolo de grado o por fuerza. El desarraigo es una dura opción en cualquier tiempo y lugar. De ahí la necesidad, al menos en el ámbito de las leyes, de una firme protección legal a estos convertidos, en Valencia desde Jaime I hasta Alfonso V, que prodigarán amplias leyes donde se contemplaba el mantenimiento de ciertos derechos sobre el grupo mudéjar originario, en particular sobre los bienes y las herencias. Pero unas leyes que también evidencian los límites de esta nueva condición del converso: prohibición de vivir con los antiguos hermanos en la fe islámica, siquiera de conversación. El caso llegó al extremo de una aceptación, en el universo cristiano, del divorcio automático cuando uno de los esposos se convirtiese al cristianismo y el otro no. Una medida claramente excepcional para un matrimonio considerado como un sacramento insoluble y eterno por su naturaleza.

Podemos ver un ejemplo interesante en la historia de Azmet Abenrrajé, mudéjar de la morería de Valencia, convertido al cristianismo en fecha y circunstancias inciertas, cuando adoptó el nombre de su padrino en la nueva fe cristiana, Pere de Centelles. En 1377, trató de convencer a su antigua esposa mudéjar, Axa Algibudí, en estado de gestación bastante avanzado, de que ella debía convertirse también, más aun teniendo en cuenta que el hijo de ambos, que resultó ser una niña, iba a ser cristiano por fuerza de ley. La discusión que provocó tuvo como escenario las calles de Valencia y fue presenciada por numerosos testigos. Una acalorada controversia en unas calles embarradas por la lluvia que terminó muy mal, sobre todo para Axa. Ante la cerrada negativa de su esposa a convertirse, Centelles-Abenrrajé echó mano de un arma corta (un coltell o puñal); después echó a correr y desapareció de la escena, dejándola malherida. Fue atendida por la población del barrio, todos cristianos, a pesar de sus escrúpulos porque era «mora» y por la propia situación. El médico al que la llevaron, ante la gravedad de su estado, aconsejó que fuera conducida a la morería, donde ella y su hija, dado que el parto se aceleró, murieron. Inmediatamente, los mudéjares entregaron la niña difunta al capellán de la iglesia de Sant Nicolau, que la bautizó.

Treinta testigos acompañaron la denuncia que fue presentada por el hermano de la asesinada Axa, pero no sabemos cuál fue la sentencia finalmente dictada por el Justicia Criminal, porque mientras su defensor legal intentaba dilatar con triquiñuelas la presumible condena, Pere Centelles escapaba de la presó comuna, la cárcel municipal de Valencia, y desaparecía. Resultan interesantes algunos de los argumentos vertidos por el procurador de Centelles, que llegó a sugerir que fueron los propios habitantes de la morería los que dejaron morir a Axa, malogrando el nacimiento de la niña, puesto que iba a ser bautizada.13

En otras ocasiones, encontramos conversiones de esclavos musulmanes o mudéjares, bien para tratar de escapar al yugo servil o bien, sobre todo, para evitar condenas graves por algún delito como el de robo o asesinato. Las noticias sobre esta clase de conversiones, muy poco aceptadas por cierto, jalonan la documentación de la Bailía General del reino de Valencia, y suelen ser recibidas como de escaso crédito desde el lado cristiano.14

Lo cierto es que la cohesión islámica y la solidaridad entre musulmanes funcionaban bien y con fluidez, como demuestran las continuas ofertas (profertes) y compromisos de participación económica en la liberación de esclavos granadinos (por ejemplo, en los años de la guerra y especialmente entre 1487 y 1495) o norteafricanos, habitualmente pequeñas cantidades de dinero ofrecidas por los mudéjares de Valencia para liberar dichos esclavos. En un nivel superior, encontramos aquellos mudéjares que contaban con mayor solvencia económica, y realizaban una práctica considerada básica como fundamento de la fe islámica. Por ejemplo, Jucef Xupió, uno de los mercaderes más destacados de la morería de Valencia y representante de la elite mudéjar, tras abandonar, a partir de 1413, sus fracasadas aventuras políticas (como el apoyo prestado al candidato Jaume de Urgel frente a Fernando de Trastámara en su disputa por el trono aragonés durante la época del interregno, con la indirecta y sesgada colaboración de Yusuf III de Granada) y dejar la dirección de su empresa y de sus múltiples negocios en manos de su hijo, el celebérrimo Alí Xupió, ejerció como médico y daba importantes sumas de dinero para el rescate de cautivos musulmanes y mudéjares −hemos contado unos veinte entre 1414 y 1428−, una prueba de la práctica de la obligación islámica de la limosna ritual voluntaria.15

Precisamente, la propia familia Xupió ofrece un caso interesante de conversión al cristianismo. Una de las hermanas de Jucef, llamada Anase, se convirtió, desconocemos en qué fecha, de qué manera y por qué, y sus hijos adoptaron el apellido Barceló, aunque por el momento no podamos establecer con seguridad la relación con la familia conversa −pero de antiguos judíos, al parecer−, que trabajó en la gestión de la ceca de Valencia en el siglo XV. Lo cierto es que tras la muerte de Alí, a principios de 1455, los Barceló reclamaron su parte en la herencia de su primo hermano, siendo apoyados en la reclamación por Juan, rey de Navarra y lugarteniente general del reino en aquellos momentos. En aquella ocasión alegaron el derecho de los nuevos convertidos a heredar a sus familiares, aunque profesaran una religión distinta a la musulmana; una normativa sobre conversos de moros que arrancaba de la época de Jaime I y formaba parte de las normas integradas por los Furs. Unos años después, desde 1458, Juan II, padre de Fernando el Católico, sería rey de Aragón y debía mediar en tema tan escabroso, que se zanjó con arreglos privados individuales y con el pago de 30 libras a los aspirantes a la herencia.16

El argumento de la conversión, así como los límites de ésta, como pretexto para otros fines, como el robo y el saqueo de los mudéjares, se manifestaron con toda su crudeza en el asalto a la morería de 1455. En la campaña previa, un agente y agitador, conocido como Cervares −que tendrá unos años después, en la revuelta de los catalanes, un papel similar−, se dedicaba a soliviantar a la población cristiana contra los moros de la ciudad y su morería, mostrando una bula (calificada de freta e malvada) otorgada supuestamente por Calixto III, recién elegido papa (el primero de los Borja valencianos en el solio pontificio), en la que se concedían numerosas indulgencias a los que participasen en el asalto. Pero el móvil proclamado para realizar la agresión, la «conversión de los moros», fue sólo un pretexto para perpetrar el saqueo de una morería cuyos habitantes gozaban una situación económica relativamente buena gracias a las importantes actividades económicas que había desarrollado, particularmente en los contactos con los puertos norteafricanos y con el propio reino de Granada.17 No por casualidad, obtuvimos esta información cuando volvió a detectarse otra vez en Valencia a Cervares, hacia mediados de 1460, propagando por la ciudad todo tipo de habladurías respecto al conflicto catalán, que entonces se encontraba en sus prolegómenos, con la detención, por orden de Juan II, de Carlos, príncipe de Viana. Los Jurats de Valencia, tras explicar al monarca los antecedentes que hacían del aludido uno de los inductores directos del asalto de la morería en mayo de 1455, le informaban de que ahora volvía a la carga con nuevas murmuraciones. Según los munícipes, Cervares afirmaba, e iba propalando por la ciudad, que el gobernador de Catalunya, Galcerá de Requesens, ayudado por conversos judíos, había entrado en Barcelona con dos mil soldados gascones para imponer nuevamente a la Busca en el gobierno municipal de aquella ciudad. Los jurados añadían que habían intentado apresarlo, pero Cervares se había vuelto a escurrir mientras su mujer afirmaba que había sido asesinado por los conversos de Valencia. Unos meses después fue localizado en Almenara, población que pertenecía al término de la ciudad, hasta donde el justicia criminal se había desplazado para detenerlo, pero de nuevo desapareció. Al parecer, Cervares contaba con buenos padrinos.18

A pesar de los gritos y de los incidentes provocados por una algarada protagonizada por algunos jóvenes que, la tarde del 1 de junio de 1455, andaban en procesión exigiendo la conversión de los moros o su muerte −facen-se christians los moros o muyren!−, el saldo del asalto no deja de ser llamativo. Unos cuantos muertos por ambos lados, pero ningún convertido a la fuerza. Aunque asaltantes y de autoridades cristianas insistieron en presentar los hechos como un pogromo −empleamos este término como sinónimo de asalto−, lo cierto es que se trató de una pura y simple acción de rapiña, robo y botín, más bien escaso éste último, por cuanto los habitantes de la aljama la habían abandonado y puesto a buen recaudo sus bienes. La derivación del asalto en sublevación abierta fue atajada de raíz. La morería tardó al menos tres años en volver a ocuparse. A decir de un viajero milanés de principios del XVI, era entonces más pequeña que antes del asalto, pero estaba muy bien organizada y su visión resultaba agradable al visitante. La comunidad mudéjar de Valencia, constituida en «aljama en el exilio» bajo la protección del señor de la vecina Manises, o refugiada en las morerías más próximas de Benaguassil, Mislata y Paterna, se defendió bien; desde luego, con el apoyo de Alfonso V y de Juan II de Aragón, así como de una parte de las autoridades valencianas, en especial del baile general del reino, Berenguer Mercader, quien, por otra parte, no hacía sino cumplir con su obligación. No me dilato más en el episodio y concluyo: no hubo un solo convertido mudéjar.19

Si bien existen, en el siglo XV, algunos ejemplos de conversión voluntaria, la documentación que hemos trabajado no apunta precisamente en esa línea. Más aún, a partir de los años de 1470, las fuentes hablan de una clara recuperación de la población mudéjar del reino, con una mayor presencia en las actividades productivas y en la vida laboral. Tampoco abundan las fuentes documentales en la imagen historiográfica tradicional y preconcebida de esos pobres siervos mudéjares instalados en míseras parcelas y sometidos a la dura presión de los señores, ni mucho menos. La evolución de centros como Xàtiva, el valle del Vinalopó, Alzira, la propia Valencia, así como la fundación de nuevas morerías por parte del rey, de los señores laicos y eclesiásticos, y un cierto apoyo urbano, ponen en cuestión en el medio urbano la demasiado reiterada fórmula de la oposición entre cristianos y mudéjares. Y, sin embargo, la tensión progresaba lentamente. En 1475, un ama de casa de Valencia, Caterina Romeu, denunciaba los insultos que había recibido de varios moros borrachos a causa de los ladridos de su perrita. El incidente se explicaba «porque eran moros, infieles de la santa fe católica».20

Resulta obvio que la presión anti-musulmana aumentaba a medida que la guerra de Granada progresaba, terminando por erradicar la presencia política del islam en suelo peninsular. Si bien la fórmula del mudejarismo continuará empleándose, como en el caso de Granada, el modelo estaba caduco a finales del XV. Una pura medida coyuntural. Las posteriores revueltas mudéjares, ante el incumplimiento castellano de las condiciones acordadas en los pactos de rendición, ya no se saldaban con reubicaciones territoriales, expulsiones puntuales o negociaciones. Terminaban con la conversión forzada o la expulsión definitiva hacia tierras norteafricanas. La expulsión de los judíos en 1492, y las actuaciones del Santo Oficio ya desde los años anteriores, son indicios claros de que la fórmula se había agotado. Los acontecimientos de 1501-1502 en Castilla, donde los mudéjares fueron obligados a convertirse a la fuerza o a emigrar «allende, a tierra de moros», y la liquidación navarra de la zona de Tudela en la década posterior, con la conquista castellana de ese reino, parecen demostrar el sentido del cambio: la eliminación de los mudéjares como elemento social.

Los agermanados de Valencia volvieron a asaltar la morería de la capital a principios del siglo XVI, en 1519, y dirigieron su violencia contra unos mudéjares que presentaban como columna del sistema feudal contra el que decían luchar. Matan moros, pero ahora sobre todo los convierten. La acción política final, apoyada en los decretos de conversión forzosa de los mudéjares valencianos promulgados por Carlos I, significa el principio del fin del mudejarismo en el reino. Se convierten y se les concede cierto plazo, sobre todo de cara a la acción inquisitorial contra ellos −cifrado entre 20 y 40 años−, para asimilarse a la sociedad cristiana. Un aplazamiento que ni esa misma sociedad ni sus componentes estaban dispuestos a respetar, ni tampoco la mayoría de los convertidos pretendía sostener. Había nacido el morisco.

La implantación del Santo Oficio en tierras valencianas marcó, pues, el inicio de un rápido proceso de eliminación del grupo mudéjar. La sociedad cristiana lo expresaba cada vez con mayor claridad tanto en sus niveles más inferiores como entre sus élites cultas. La Iglesia planteará una escalada progresiva con el apoyo completo del naciente estado moderno. Aunque despacio, se caminaba hacia la «solución final», demorada aún hasta 1609: era el fin de la presencia islámica, siquiera degradada en la sub-sociedad morisca. Los pasos previos: asistencia obligada a sermones de franciscanos y dominicos, imposición de la ocultación, la invisibilidad, cuando tenían lugar manifestaciones de religiosidad cristiana, recordemos las normativas sobre el paso del viático, el trabajo dominical y el ruido que provocaba o la asistencia obligada a sermones. Únase a esto la represión del culto islámico, no siempre unánimemente aceptada por todos los cristianos (es el caso, por ejemplo, de algunos señores feudales), o la problemática de los alminares, aunque podríamos invocar aquí el triunfo del arte cristiano denominado «mudéjar», o la llamada a la oración, la çala, que debería realizarse en voz baja y sin estruendo. Todos estos hechos advierten también de la distancia que existían entre las normativas oficiales y las realidades coetáneas, en muchos casos seguramente con actitudes más abiertas y comprensivas hacia los mudéjares.

Las propias reacciones de cierre y defensa frente a los conversos, a través, por ejemplo de las prohibiciones y severas penas por tildarlos de «tornadizos» o «retajados», apuntan a una doble reacción negativa entre ambos grupos que convertía la imagen del converso, al menos en el caso mudéjar, poco menos que en una utopía imposible. Si la represión inquisitorial vino a dotar de una cierta coherencia y de una falsa identidad a los conversos de judío, en el caso de los conversos mudéjares los condenaba al desarraigo y a un doble ostracismo social. Pocos se salvaron de esta situación. Quizás los antiguos aristócratas granadinos, que de manera individual engrosaron las filas de la guardia personal de los monarcas Juan II o Enrique IV de Castilla, y que terminaron convirtiéndose al cristianismo.21 Lo ha narrado y explicado Ana Echevarría. Pero la singularidad no deja de ser excepcional, y su seguimiento a medio plazo en el tiempo no deja de suscitar dudas acerca de una elección acertada por sus agentes.

Tampoco el destino de los conversos mudéjares alcanzará los niveles dramáticos del moro de Novelda que, a finales del siglo XIV, tras su conversión voluntaria al cristianismo, fue invitado a una cena donde sus antiguos correligionarios lo sodomizaron reiteradamente como castigo. Tampoco encontró más que un tibio apoyo moral por parte del monarca aragonés. Ninguna autoridad cristiana hizo nada efectivo por castigar el delito.22

El apartamiento y el exilio, interior y exterior, se acentuó al hilo de las continuadas sospechas que los propios cristianos viejos albergaban contra unos conversos que jamás serán reconocidos como tales: serán «nuevos convertidos» a la espera de que el cambio de ocupación, de domicilio y el paso del tiempo obrasen lo que las gentes del momento no estaban dispuestas a hacer: aceptarlos e integrarlos.

Para terminar con esta cuestión, cabe señalar la enorme diferencia que existe entre las acciones de la inquisición pontificia y las del nuevo tribunal del Santo Oficio. Veámoslo. También a finales del siglo xiv, llegó a la prisión episcopal de Valencia cierta Febbu, mora de Manises, acusada entre otros delitos de haber practicado la hechicera como venganza por el asalto cristiano a la Judería de Valencia en 1391. El señor del lugar, Pere Boïl, la protegió y el justicia criminal de Valencia no procedió finalmente contra ella.23 A principios del siglo XV, el alfaquí de Ascó, en la zona de Tortosa, era conducido a Valencia ante el tribunal de la Inquisición episcopal para ser juzgado por hechicería; pero como el baile general reclamó a su enemigo político, el obispo de Valencia, la jurisdicción sobre la persona del mudéjar, éste fue por último liberado de la prisión y regresó con salvoconducto a Tortosa. Lo explican las actas de la Bailía General con toda claridad: el moro era responsabilidad del rey. En cambio, la represión sí parece haberse cebado sobre algunos agitadores mudéjares, como los que han estudiado Mª Teresa Ferrer i Mallol y Roser Salicrú, y entre ellos el famoso Cilim, habitante de las tierras del sur valenciano, que hacia 1360 iba «conmoviendo y alterando las morerías con sus locas prédicas». Nosotros mismos hemos sabido de un caso similar, para el siglo XV, en los registros de la Bailía General. Ninguno de ellos dio con sus huesos en las prisiones episcopales, sino que quedaron bajo la cuerda o la espada de los oficiales reales.

No se podía actuar contra un grupo religioso considerado diferente y enemigo sin la aprobación del monarca; como quedaba patente en las solemnes opiniones de los jurados de Valencia cuando, por ejemplo, daban aviso de la presencia de piratas berberiscos en aguas valencianas (en su mayoría erróneas, pues ya va siendo hora de recordar, porque así se ha demostrado documentalmente, que el corsarismo berberisco, al menos en el siglo XV, era una simple justificación de nuestros reiterados raids en las costas granadinas y norteafricanas), o cuando se producían avisos de ataques terrestres en los que se narraban imposibles contraofensivas granadinas (muy reales a principios del siglo xiv, pero erróneas en el XV), zanjadas con tremendas declaraciones de eterna enemistad y de paranoia por la presencia de poblaciones mudéjares en Valencia y Murcia.

La sociedad valenciana sólo castigaba como delito religioso el insulto contra la religión cristiana, como pudo comprobar en propia carne Alí Baelfa cuando fue condenado a llevar un clavo en la lengua por blasfemar repetidamente de Cristo y su madre, la Virgen, en 1452. Por cierto, corrió mucha mejor suerte que otro moro que por esas mismas fechas fue condenado a muerte y descuartizado, por haber mantenido relaciones sexuales con una burra (somera). El Baile General también actuaba con dureza a la hora de reprimir peligrosos intercambios sexuales porque rompían un tabú. En 1468 se condenó a muerte a un moro de Xàtiva y a una cristiana de Catarroja, porque habían mantenido relaciones sexuales y convivían desde hacía más de un año. El ejemplo era muy peligroso, y los casos de moros que frecuentaban prostitutas cristianas, y de cristianos que yacían con çabies (prostitutas) mudéjares, eran severamente reprimidos, imponiéndose castigos muy severos −muerte, latigazos, esclavitud− a los transgresores de una estricta separación. Así ocurrió con un joven criado moro de Mahomat Ripoll, mercader y miembro de la poderosa oligarquía de la aljama, detenido por el baile general cuando paseaba (y se pavoneaba) por el Bordell de Valencia con el caballo, las ropas y el puñal de su amo. Una fuerte multa de treinta libras, e imaginamos que también una durísima reprimenda por parte del patrón, obligado a pagar dicha multa, vinieron a zanjar un episodio que podía haberle costado mucho más caro.24

Decididamente, los escasos ejemplos de conversión de mudéjares a lo largo de la época bajomedieval indican un claro apartamiento y un recíproco silencio. Pero, lo hemos visto, las cosas iban a cambiar desde finales del siglo XV, cuando se produjo el cambio cualitativo que supusieron unas conversiones forzosas teóricamente rechazadas, condenadas incluso por la Iglesia, pero muy pocas veces impugnadas ni, menos todavía, anuladas. No cabe duda de que las acciones inquisitoriales sí hicieron impacto en la sociedad, incrementando el odio religioso, por no decir racial, sobre los musulmanes. Se había pasado del proselitismo dulce, reflexivo y lento, a una acción directa que frisaba el racismo. Así se actuó sobre las masas populares para forzar el cambio. La civilización occidental cristiana, aún en formación hacia finales del Cuatrocientos, modificaba los términos de su percepción hacia lo islámico iniciando una clara ofensiva.

Podríamos concluir, brevemente ya, apuntando las siguientes cuestiones:

1 La conversión mudéjar fue poco menos que una excepcionalidad factual que nos ilumina escasamente, aunque sí aporta datos de interés para la reflexión acerca del carácter de las relaciones entre mudéjares, cristianos y, en menor medida, hebreos.

2 El conocimiento de la organización y las actuaciones del tribunal del Santo Oficio suponen una oportunidad importante para comprende la sociedad que lo creó, aceptó o sufrió.

3 Más allá de valoraciones más o menos amplias acerca de su bondad o maldad, de sus inconvenientes o ventajas en la historia valenciana, peninsular y europea, el tribunal del Santo Oficio fue un aparato más de los generados por el estado moderno y sus arquitectos, sus elites dirigentes y las clases sociales que lo apoyaron; de ahí su historicidad, y el hecho de que su carácter y valoración nunca deje de resultar polémica para los historiadores y para la reflexión humanista en general.

1 El presente trabajo se inserta en las actividades del proyecto de investigación Redes de sociabilidad judeoconversa y actuación inquisitorial en la Corona de Aragón en el siglo XV (HAR2008-02650), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, del que es investigador principal el profesor José María Cruselles Gómez, y en el que se incluyen, además del autor de este trabajo, los profesores Rafael Narbona Vizcaíno y Enrique Cruselles Gómez, de la Universidad de Valencia, Juan Antonio Barrio Barrio, de la Universidad de Alicante, y María Luz Rodrigo Estevan, de la Universidad de Zaragoza. (Manuel.Ruzafa@uv.es).

2 Sobre la segregación de los mudéjares existe una amplia bibliografía: francisco FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ, Estado social y político de los mudéjares de Castilla, considerados en sí mismos y respecto de la civilización española, Madrid, Hiperión, 1985; Mª Teresa FERRER I MALLOL, Els Sarraïns de la Corona Catalano-Aragonesa en el segle xiv. Segregació i discriminació, Barcelona, CSIC-IMF, 1987; José HINOJOSA MONTALVO, Los mudéjares. La voz del Islam en la España cristiana, 2 vols., Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2002; Manuel RUZAFA GARCÍA, «Los mudéjares, una comunidad social excluida. El ejemplo de Valencia y la Corona de Aragón en la baja Edad Media», en E. García Fernández (ed.), Exclusión, racismo y xenofobia en Europa y América, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2002, pp. 101-115; ídem, «Mudéjares y judíos, dos comunidades discriminadas», en F. Martínez y A. Laguna (eds.), La Gran Historia de la Comunitat Valenciana, tomo 3, Valencia, Prensa Valenciana, 2007, pp. 192-195.

3 Al margen de otras obras, citadas más adelante, merecen destacarse las observaciones y conclusiones de la tesis, recientemente traducida al castellano, de Brian A. CATLOS, Vencedores y vencidos. Cristianos y musulmanes de Cataluña y Aragón, 1050-1300, València, Publicacions de la Universitat de València, 2010, y especialmente pp. 295-360.

4 Ana Isabel CARRASCO MANCHADO, De la convivencia la exclusión. Imágenes legislativas de mudéjares y moriscos. Siglos XIII-XVII, Madrid, Sílex, 2012, y especialmente pp. 19-55, con interesantes reflexiones sobre la cuestión de la convivencia y de las relaciones entre los diferentes grupos religiosos, musulmanes en especial, a través de la documentación coetánea, una selección de la cual −108 documentos− se publica en la segunda parte de la obra, pp. 89-414. En un sentido más general, hemos analizado el tema por nuestra parte en Manuel RUZAFA GARCÍA, «La historia de los mudéjares y los historiadores. Reflexiones y perspectivas», XII Simposio Internacional de Mudejarismo. Teruel, 14-16 de septiembre de 2011, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares (en curso de publicación).

5 Manuel RUZAFA GARCÍA, «Espacios de sociabilidad entre mudéjares y cristianos en Valencia durante la baja Edad Media», en J. C. Martín Cea (coord.), Convivir en la Edad Media, Burgos, Dossoles, 2010.

6 Muy repetida esta cuestión, de amplias connotaciones históricas, en el caso hebreo; así, un aspecto de la relación entre cristianos, musulmanes y judíos, el de la violencia y la xenofobia anti-hebraica, queda especialmente destacado en el estudio de David NIRENBERG, Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media, Barcelona, Península, 2001.

7 Para estas cuestiones, así como sobre los enfrentamientos teóricos (y reales) entre cristianos con judíos y musulmanes, bajo perspectivas diferentes: León POLIAKOV, Historia del antisemitismo. De Mahoma a los marranos, Barcelona, Muchnik Editores, 1982; Franco CARDINI, Nosotros y el Islam. Historia de un malentendido, Barcelona, Crítica, 2002; ídem, L’invenzione del Nemico, Palermo, Sellerio editore, 2006; Jean FLORI, La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, Madrid, Ed. Trotta-Universidad de Granada, 2003; ídem, Guerra Santa, Yihad, Cruzada. Violencia y religión en el Cristianismo y el Islam, Granada, Universidad de Granada-Universitat de València, 2004; para nuestras investigaciones, la obra de mayor utilidad hasta el momento es la de John V. TOLAN, Sarracenos. El Islam en la imaginación medieval europea, València, Publicacions de la Universitat de València, 2007.

8 Obra fundamental, a pesar de su sesgo ideológico radicalmente sionista, es el estudio, que resume una dedicación investigadora completa y vital, de Benzion NETANYAHU, Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV, Barcelona, Crítica, 1999; en otra línea, el estudio más concreto de José María MONSALVO ANTÓN, Teoría y evolución de un conflicto social: el antisemitismo en la Corona de Castilla en la Baja Edad Media, Madrid, Siglo XXI, 1985. La literatura histórica acerca de la expulsión de marzo de 1492 es lo suficientemente abundante, a todos los niveles historiográficos, como para dedicar más que este simple recordatorio de su volumen e interés: Moshe LAZAR-Stephen HALICZER (eds.), The Jews of Spain and the Expulsion of 1492, Lancaster, California, Labyrinthos, 1997; también, por su interés, Mark D. MEYERSON-Edward D. ENGLISH (eds.), Christians, Muslims and Jews in Medieval and Early Modern Spain. Interaction and cultural change, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 2002.

9 Manuel RUZAFA GARCÍA, «Repercusiones en Valencia de la caída de Constantinopla: el asalto a la morería de 1455», en E. Motos Guirao-M. Morfakidis (eds.), Constantinopla. 550 años de su caída, 2, Granada, 2007, pp. 185-202; ídem, «Reflexiones en torno al proceso de conversión de los mudéjares valencianos en moriscos (1460-1526)», en L. F. Bernabé Pons (coord.), La identidad islámica de los moriscos. Homenaje a Mikel de Epalza, Universidad de Alicante, Departamento de Filologías Integradas, 23-26 de noviembre de 2009, en curso de publicación.

10 Francisco Javier MARZAL PALACIOS, La esclavitud en Valencia durante la Baja Edad Media (1375-1425), 2 vols., Tesis Doctoral dirigida por P. Iradiel y M. Ruzafa, Universidad de Valencia, 2006.

11 Mark D. MEYERSON, Els Musulmans de València en l’època de Ferran i Isabel. Entre la coexistència y la croada, València, Alfons el Magnànim-IVEI, 1994; se trata de la traducción catalana de la tesis doctoral, publicada en inglés en 1991, de un autor que ha hecho notables contribuciones al estudio de los judíos y los conversos peninsulares en la baja Edad Media.

12 Manuel RUZAFA GARCÍA, «Los mudéjares valencianos en los umbrales de la modernidad y de la conversión (1470-1530)», VIII Simposio Internacional de Mudejarismo. De Mudéjares a moriscos: una conversión forzada. (Teruel, 15-17 de septiembre de 1999). Actas, 1, Teruel, Centro de Estudios Mudéjares, 2002; ídem, «El precedente mudéjar: presiones aculturadoras y conflictos bajomedievales», en R. Benítez-J. V. García Marsilla (coords.), Entre tierra y fe. Los musulmanes en el reino cristiano de Valencia (1238-1609), Valencia, Publicaciones de la Universidad, 2009, pp. 73-86; J. HINOJOSA, Los mudéjares, I, pp. 115-120, 134-136 y 143-152.

13 ARV, Justícia Criminal, vol. 40, mano VIII, ff. 19-20 (1377, diciembre) y ARV, Justícia Criminal, vol. 44, mano I, ff. 2-4v, mano V, ff. 24-25v y mano IX, ff. 1-17v (1378, enero, 1); transcripción en Manuel RUZAFA GARCÍA, Patrimonio y estructuras familiares en la morería de Valencia (1370-1500), 2 vols., Tesis Doctoral dirigida por F. P. Iradiel Murugarren, Universidad de Valencia, 1988, y especialmente vol. 2, pp. 17-54, docs. 7 a y 7 b.

14 Manuel RUZAFA GARCÍA, La esclavitud en la Valencia bajomedieval: mudéjares y musulmanes, en Mª T. Ferrer i Mallol-F. Mutgé (eds.), De l’esclavitud a la llibertat. Esclaus i lliberts a l’Edat Mitjana. Actes del Col·loqui Internacional (Barcelona, maig 1999), Barcelona, CSIC-IMF, 2000, pp. 471-491.

15 M. RUZAFA, Patrimonio y estructuras familiares, 1, pp. 401-402, y referencias incluidas en la siguiente nota.

16 Manuel RUZAFA GARCÍA, «La familia Xupió en la morería de Valencia (1362-1463)» en A. Echevarría (ed.), Biografías mudéjares o la experiencia de ser minoría: biografía islámicas en la España cristiana, Madrid, CSIC, 2008, pp. 233-290; ídem, «Alí Xupió, senyor de la moreria de València», en R. Narbona et al., L’Univers dels Prohoms, València, Tres i Quatre, 1995, pp. 137-173.

17 Manuel RUZAFA GARCÍA, «Los operadores económicos de la morería de Valencia», en IV Simposio Internacional de Mudejarismo: Economía (Teruel, 1987). Actas, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1992, pp. 247-259; ídem, «La Corona de Aragón y Castilla en el norte de África durante el Cuatrocientos», en XV Congreso de Historia de la Corona de Aragón. (Jaca 1993). Actas, 2, Zaragoza, Gobierno de Aragón, 1997, pp. 303-314; ídem, «Valencia, Granada y el Norte de África: relaciones de frontera en la Baja Edad Media», en XVIII Congrés Internacional d’Història de la Corona d’Aragó. Actes, 2, València, Universitat de València, 2005, pp. 1.191-1.202; ídem, «Élites valencianas y minorías sociales: la elite mudéjar y sus actividades (1370-1500)», en Revista d’Història Medieval, 11, València, 2000, pp. 163-187; ídem, «Los mudéjares valencianos en el siglo XV : contactos con el reino de Granada y el Norte de África», en Culturas del Azahar. Libro de Ponencias (Valencia, abril de 2003), València, Centro Cultural Islámico de Valencia, 2003, pp. 25-60; ídem, «Valencia, Castilla y Granada: una frontera económica bajomedieval», en F. Toro-J. Rodríguez Molina (eds.), II Estudios de Frontera: actividad y vida en la frontera. Alcalá la Real, Jaén, 1998, pp. 719-726; ídem, «Valencia, puerto mediterráneo y atlántico en el siglo XV. Relaciones con Andalucía, reino de Granada y norte de África», en M. González Jiménez-I. Montes Romero-Camacho (eds.), La Península Ibérica entre el Mediterráneo y el Atlántico. Siglos XIII-XV, Sevilla-Cádiz, 2006, pp. 95-101; ídem, «La morería de Valencia: centro económico mudéjar en área de convergencia cristiana y musulmana mediterránea (1370-1500)», en S. Cavaciocchi (ed.), XXXVIII Settimana di Studi: Relazioni economiche fra Europa e mondo islamico. Seccoli XIII-XVIII. Atti, Prato, Le Monnier, 2006, pp. 325-338.

18 Manuel RUZAFA GARCÍA, El asalto a la morería de Valencia en 1455, Tesis de Licenciatura dirigida por P. López Elum, Universidad de Valencia, 1982, p. 60; el documento puede consultarse en AMV, LLetres Missives, signatura g3/24, ff. 59v-60 (1461, marzo 31).

19 Sobre el asalto a la morería de Valencia en junio de 1455, M. RUZAFA, El asalto a la morería de Valencia; ídem, «Façen-se cristians los moros o muyren», Revista d’Història Medieval, 1, 1990, pp. 87-110; ídem, «Repercusiones en Valencia de la caída de Constantinopla».

20 ARV, Bailía, Letra P, Procesos, exp. 65 (1479, mayo 15).

21 Ana ECHEVARRÍA ARSUAGA, Caballeros en la frontera: la guardia mora de los reyes de Castilla (1410-1467), Madrid, UNED, 2006.

22 J. HINOJOSA, Los mudéjares, I, pp. 116-117.

23 Eliseo VIDAL BELTRÁN, Valencia en la época de Juan I, Valencia, Universidad de Valencia-Departamento de Historia Medieval, 1974, pp. 79-80.

24 Para las referencias archivísticas y bibliográficas de estos ejemplos, remitimos a M. RUZAFA, «Reflexiones en torno al proceso de conversión de los mudéjares valencianos en moriscos», citado anteriormente.

En el primer siglo de la Inquisición española

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