Читать книгу En sayos analíticos - Alberto Moretti - Страница 11
Análisis filosófico, cultura y filosofía
Оглавление[Fragmento]
ACLARACIÓN: El fragmento que sigue es parte de la comunicación presentada, con el mismo título, en diciembre de 2010 durante una Mesa Redonda sobre la filosofía analítica en la Argentina, en el XV Congreso Nacional de Filosofía organizado por la Asociación Filosófica de la República Argentina. He suprimido dos secciones y el primer apartado de la tercera porque contienen escuetos datos históricos y caracterizaciones generales para ser desarrolladas oralmente. Lo que queda es una manifestación ligeramente panfletaria y deliberadamente provocadora que ejemplifica un tipo de intervenciones de índole “más activa que contemplativa” pero no por eso menos académicas.
3.2. Efectos culturales en etapas anteriores (1944-1990)
Durante este período, entre los partícipes locales de la corriente analítica predomina el interés por la reforma de la práctica filosófica local, con el modelo de ciertos centros productores con voluntad difusora. Mencionaré brevemente sus efectos en: 1. La academia filosófica; 2. La cultura y la política; 3. La práctica filosófica.
Respecto de 1. Produjo el afianzamiento del diálogo racional equitativo y la práctica argumentativa. La filosofía del siglo XX inaugura una etapa de la filosofía como labor colectiva (que no implica el desarrollo de un programa sustantivo común) que por motivos sociopolíticos fue más abarcadora que en siglos anteriores. Las revistas, congresos, sociedades y universidades generan activamente discusiones entre filósofos, no sólo registran sus opiniones. El análisis filosófico es el principal exponente de esta variante en el medio argentino (y también en general).
Respecto de 2. Para una cultura democrática el cultivo de la discusión o conversación que intenta ser racional y no dogmática es fundamental, de modo que el punto anterior hace del análisis filosófico una influencia favorable a esta forma de organización. Quizás el no dogmatismo sea lo primordial, en tanto dispone a la transformación de la vida en común, pero los acontecimientos de nuestra historia reciente señalan que promover la argumentación en nuestro medio a mediados y fines del siglo XX también era de máxima importancia democrática. Pero además, el talante “analítico” de sus cultores los hizo intervenir (no discuto ahora aciertos y errores) no sólo en la creación o reforma de instituciones académicas a fin de promover la discusión argumentativa, sino también en la praxis política del país. Los “analíticos” desempeñaron un papel importante, antes y después de la dictadura de 1976-1983, en la “recuperación” de la democracia y en la promoción del Juicio a las Juntas militares. En tiempos en que algún destacado heideggeriano colaboraba dando cursos en bases navales, algún destacado tomista en la denuncia de intelectuales por él sospechados de subversivos, algún destacado latinoamericanista en la secretaría de redacción de una importante revista militar donde enseñaban personas como el Comandante del III Cuerpo de Ejército, una época en la que destacados marxistas permanecían en silencio, junto con destacados fenomenólogos, y destacados dirigentes peronistas pactaban la absolución sin juicio de esas Juntas con el beneplácito de algún destacado dirigente radical. Bueno recordarlo para quienes hoy celebran la democracia y la condena a las Juntas militares y a sus subordinados ya sin poder, pero no estuvieron ahí cuando era peligroso.
Los rasgos de familia del “análisis filosófico” lo hacen proclive a la incidencia activa en la cultura. Este episodio sugiere, pero sólo sugiere, que el pensar no analítico permite más fácilmente el aislamiento en torres ebúrneas o hace más sencillo ingresar a la arena pública con el sólo aporte de decisiones no discutibles.
Respecto de 3. El análisis filosófico, al menos por su consideración positiva de las ciencias naturales y sociales (que ocurre no sólo en su variante naturalista que la lleva a incorporarse a las ciencias sociales, sino incluso en su vertiente apriorística que le preserva un ámbito propio), estimula el autoexamen individual y colectivo sobre la base de la argumentación pública, lo que obliga a tomar seriamente en cuenta para la práctica de la reflexión filosófica las tesis y argumentos históricos, sociológicos, económicos o psicológicos, por ejemplo.
3.3. Situación actual (2010)
Intentaré, en primer lugar, ofrecer una somera descripción del estado de cosas presente en el ámbito analítico local. La mayor parte de la “generación” analítica que ahora tiene entre veinticinco y treinta y cinco años fue educada en la universidad entre los años 1995 y 2005. (De modo que si algo se le critica, eso habrá de conducir, seguramente, a criticar algo del papel jugado por sus profesores.) En su comportamiento predomina, en general, el interés por el curriculum vitae y la inserción individual en los centros de relieve internacional. Muestra desinterés por conocer el proceso que dio lugar a su formación y contribuyó a delinear sus intereses actuales.
El problema que ahora quiero señalar es el producido por el peso excesivo de la normalización colonial, perdón: importada. ¿Por qué es excesivo? Al menos por lo siguiente: hay condiciones para iniciar lo que podríamos llamar intentos “locales” de análisis filosófico. El nivel teórico, técnico, profesional, o como quiera decirse, de estos jóvenes es excelente, está a la altura de sus pares metropolitanos. Lo certifica su desempeño en los numerosos terrenos donde hoy es posible el intercambio académico. Esto muestra que nuestra comunidad académica se ha apropiado del pensamiento y la actitud analíticos y que, consecuentemente, esté en condiciones de remodelarlos. Que hay una “masa crítica” dentro de la cual cabe esperar surjan líneas de trabajo intelectual no sujetas a los vaivenes producidos por los cambios originados en la metrópolis. Líneas de trabajo acerca de nuevos problemas o de viejos problemas replanteados y discutidos localmente y para cuyo tratamiento podrán aplicarse los más altos estándares analíticos actuales o por venir. “Localmente” implica no desechar (como ahora es corriente) sino atender e incorporar a la reflexión las “interferencias” provocadas por la situación cultural y filosófica del lugar en que se trabaja. Cabe esperar que surjan estos intentos, pero no surgen. ¿Qué obstaculiza este desarrollo?: las modalidades aquí vigentes de la práctica filosófica en general (“continentales” incluidos) y del análisis filosófico en particular. Es decir: el sistema local de distribución de prestigio, cargos y dinero, establecido por la actividad de las instituciones pagadoras de salarios y dadoras de subsidios y becas (universidades, agencias estatales, fundaciones, editoriales). Entre las causas concurrentes para la formación de este obstáculo se cuentan:
(1) El desarrollo natural del proceso difusor-colonizador. En las primeras etapas, los importadores tienen arraigo local e interés en reformar instituciones locales y tienen mayor independencia intelectual, en parte por su formación no analítica o no totalmente analítica. Esto tiende a desdibujarse en las generaciones siguientes. Y el proceso se acelera cuando se alcanzan posiciones de poder académico.
(2) Insuficiente conciencia de sus profesores acerca de la tarea universitaria que realizan. Defecto parcialmente provocado por su interés en asentar institucionalmente “la buena nueva”, lo cual conduce a un difícil equilibrio entre ajustarse y desajustarse a los criterios de prestigio vigentes heredados de la situación de subordinación intelectual.
(3) Ambiente cultural general de los años noventa. La burda práctica burdamente llamada “neoliberalismo” económico; las tonadillas vulgares al ritmo del “fin de la historia”; despolitización inducida, individualismo alentado.
(4) Exageración imaginaria del paradigma internacionalmente predominante, que si bien alentó una revitalización de las instituciones académicas locales, también alentó el fácil interés por asimilarse a lo prestigioso (que siempre es paradigmático en las metrópolis y secundario y rezagado en los suburbios).
(5) Exageración de las semejanzas con las ciencias: ideas ingenuas de acumulación, progreso, fronteras del conocimiento, etc.
Entre los efectos locales visibles (las “consecuencias observacionales” del hipotético peso excesivo de la normalización colonial) encontramos los siguientes. Urgencia por publicar con “ritmo normal”, alentada por las instituciones pagadoras de salarios y dadoras de subsidios y becas que, aplicando para la filosofía sólo rutinas (aparentemente) exitosas en las investigaciones en “ciencias duras”, empujan a (i) elección de temas “de moda” en los institutos y revistas “de primera línea”; temas “verdaderamente” importantes, porque ¿cómo después de la obra de X o de las minuciosas discusiones sobre Z, podríamos estar interesados en Y? (al menos si queremos “vivir de esto”); (ii) búsqueda de aspectos y discusiones de detalle dentro de las “líneas principales” de investigación; eso permite más rápidamente hacer “aportes originales”, es decir: publicar algo. Y de ese modo afianzar la posición personal en las instituciones establecidas. Acompañan estas urgencias otros efectos visibles: la generación de grupos y proyectos grupales de investigación ficticios, que sólo se toman como fuentes de dinero para libros, viajes y contactos internacionales de rédito fundamentalmente individual (invitaciones a dictar conferencias y a conferencistas que tengan algún poder en donde importa, etc.) y el avasallante interés por una rápida inserción, mayoritariamente secundaria, en algún circuito metropolitano.
Hay, claro, modos de “racionalizar” estas prácticas. Menciono tres y los comento fugazmente: (1) Los problemas filosóficos son atemporales. Tal vez, pero ¿quién dice cuáles son y cómo plantearlos? (2) La razón es una y la comunidad filosófica es internacional. Tal vez, pero ¿es ahora una comunidad de iguales? (3) Las mejores respuestas a los problemas filosóficos se dan donde hay masa crítica de filósofos –aquí la hay– y apoyo económico adecuado –pero aquí no lo hay (especialmente para “líneas” no bendecidas por las metrópolis)– lo cual genera la opción: irse donde abunde (aunque sea virtualmente, ahora que es posible) o procurar que lo haya aquí.
Dentro del marco de esas defensas de la práctica actual, la razón fundamental de por qué lo que he llamado excesivo peso de la normalización importada constituye un problema es, simplemente, que no implica sólo un perjuicio local. Lamentar la tendencia señalada no es sólo la actitud de “las uvas están verdes” (como no podemos alcanzar a los campeones, ignorémoslos desdeñosamente o finjamos que ahora nos interesa otro juego). Tampoco se reduce a alguna apelación habitual a la responsabilidad moral o política de los intelectuales. La homogeneización precipitada, es decir, la que se produce mucho antes de que pueda tenerse noción y control de los posibles rumbos a seguir (y no es razonable creer que alguna vez se podrá), es epistémicamente perniciosa para la razón en general. Incluida, desde luego, su manifestación en las metrópolis colonizadoras. Esto es: cuando todos procuran hacer lo que les parece se hace allí, allí también se deteriora la razón (especialmente si los que hacen eso no lo hacen por eso sino porque se hace allí). ¿O alguien cree fundadamente que hemos llegado (es decir, allá han llegado) a contemplar y valorar todos los puntos de vista racionales para el desarrollo de la filosofía, al menos la “analítica”? La Historia de la filosofía analítica de las metrópolis en el siglo XX, por ejemplo simple, muestra fluctuaciones estentóreas en materia de distribución de importancia a problemas, métodos, personas. Considérense, entre otros, temas como: mereología, ontología formal sistemática, paraconsistencia, lógica de la posibilidad, discurso ficcional, dicotomía hecho/valor, Peirce, Meinong, Dewey, la escuela polaca, la noción de análisis, las emociones, el cuerpo. Por si alguien objetara, mordaz, la subyacente y démodé idea de razón (hay analíticos metropolitanos dispuestos a hacerlo) agregaré que la observación precedente se aplica también en el caso de que se crea en la existencia de múltiples razones. Basta con albergar en esas ideas de razón la justificación del intento por comprender y ser comprendido por otros.
El apresuramiento (en particular, el curricularmente guiado) genera sensación de seguridad intelectual y, con eso, refuerza el conservadurismo. También permite el crecimiento de la “producción” papelística y con eso, dadas las costumbres institucionales presentes, otorga tranquilidad inmediata, económica y de autoestima. Sobre todo cuando no se pensó todavía en la idea misma de tranquilidad ni en qué podría ocurrir a mediano plazo (morirse, por ejemplo). Reflexiones estas siempre postergables (son impertinencias) debido al esfuerzo necesario para mantener la “producción” en la línea coyunturalmente seleccionada. Satisfacer la presunta necesidad de estar al día, por ejemplo, sumerge a muchos jóvenes en la búsqueda inacabable de cuanto se haya publicado por quien sea, preferentemente en inglés (o, para otros, francés, alemán o incluso italiano, para lucir inquietud intelectual) alrededor de un tema que lo ocupa porque reúne las condiciones para permitir escribir algo enseguida. Apresurarse tiene más sentido cuando no se vuelve atrás ni se va hacia los costados. Actitud probablemente adecuada en ámbitos donde la meta y los vehículos parecen claros. Pero la filosofía, en mucha mayor medida que las ciencias, depende de la capacidad de volver a pensar los problemas y perplejidades básicas. De la capacidad para detenerse, retroceder y desviarse.
El problema no está en que ocurra eso (la inserción en lugares secundarios del desarrollo de las líneas fijadas en la metrópolis), sino en que sólo ocurra eso. A que sólo ocurra eso concurre el sistema global de distribución de prestigio, cargos, salarios, becas y subsidios (universidades, agencias estatales, fundaciones, editoriales). Sistema que incide obviamente en el trabajo que se realiza en cursos, doctorados, grupos de estudio e investigación, y en lo que se escribe para publicar en revistas “profesionales”. Pero es muy importante advertir que, si no el metropolitano, el sistema local depende decisivamente de nosotros. Aquí “nosotros” ha de incluir, en última instancia, a todos los ciudadanos, que somos responsables de la organización institucional sostenida por el trabajo colectivo. La solución del problema es compleja. Pero en la primera instancia, los “profesionales” de la filosofía, es mas sencilla.
No pasa sólo en la filosofía llamada analítica. Pero aquí pasa de un modo más visible. Otras modalidades filosóficas tienen la ventaja aparente, pero desventaja profunda, de que internacionalmente manejan menos dinero e influencia, lo que da más excusa local para la autocomplacencia, la inmovilidad personal, la repetición acrítica o el estadio “programático” perpetuo. Por ejemplo, mediante racionalizaciones como la apelación al mantenimiento de una valiosa tradición (europea o americana, pero preferentemente europea) que está en peligro debido al avance de imperios bárbaros que nada tienen que ver con las fuentes de ese noble venero. Racionalizaciones con las que frecuentemente se exime de hacer algo más que coleccionar y admirar, evitando el esfuerzo por la integración crítica con lo otro que uno inevitablemente ya es por los efectos benignos y malignos de la colonización. Porque, claro, intentar una discusión propia de algún asunto viejo o nuevo promete poco más que desconcierto y desconfianza. Es decir, dadas las costumbres institucionales actuales, exige mucho más compromiso personal y colectivo, mucho más trabajo (para minimizar el riesgo del aislamiento, la inmovilización o la reinvención de la pólvora) y augura un rápido desprestigio.
Respecto del análisis filosófico es más lamentable el predominio acrítico de los intereses teóricos importados, debido a que esta modalidad, sobre todo en la variante naturalista que es la más transitada actualmente (quién sabe qué decidirán los que pueden, más adelante), ha destacado la importancia de la consideración de las ciencias para la filosofía. Puesto que la filosofía es lo que hacen los que filosofan, el sentido filosófico de una pregunta y la evaluación de su importancia dependen de la manera como es comprendida por una comunidad de filósofos. Y esto, a su vez, depende parcialmente de la forma de vida de la comunidad más general en la que se inserta. Porque si, como creo, la filosofía dispone al autoexamen, la comprensión filosófica de una pregunta reclama comprender por qué es importante para quien se la formule y, por eso, ha de poner en juego la experiencia vital de quien filosofa, y esta experiencia empieza por ser resultado de la forma en que la vida se presenta a una persona particular en una particular comunidad humana. Por ende, para quien acepte ser llamado “filósofo analítico” (o “filósofa analítica”, o de modo análogo) son preguntas importantes las siguientes: ¿por qué estudiamos (analíticamente) X y destacamos Z, nosotros, aquí?, o tal vez mejor, ¿por qué no estudiamos (analíticamente) W, nosotros, aquí?, o aún mejor ¿por qué no imaginamos o nos detenemos a ver qué nos interesa más vitalmente estudiar analíticamente, a nosotros, aquí? Al fin, seguramente, ¿quiénes somos? Que sean preguntas importantes no implica que todos debamos atenderlas prioritariamente, sino sólo que nuestra comunidad debe procurar activamente, por vía de sus instituciones, que sea posible considerarlas en pie de igualdad filosófica y, por tanto, que tengan la misma probabilidad de ser priorizadas que las ahora normales tienen.
Buena parte de su importancia reside en que esas preguntas obligan a sospechar de los motivos por los que algo es un problema para nosotros y, por ende, aluden a la posibilidad de que estemos ocultándonos asuntos serios (no necesaria ni prioritariamente asuntos como la participación en las coyunturas políticas, sino, en general, asuntos como el haber subestimado la complejidad del problema que nos esté ocupando o la complejidad del “suelo” en el que creció). Responderlas analíticamente significa tomar en cuenta, al menos escuchar, lo que los científicos dicen; requiere hablar entre nosotros y consultar a historiadores, sociólogos, politólogos, economistas, psicólogos y otros de la tribu que estudian científicamente o reflexionan sobre las condiciones de aparición y desarrollo de ideas y corrientes culturales. El télos será estar en situación de buscar en los productos metropolitanos aquello (textos, invitados, héroes) que sirva para clarificar nuestras preguntas más auténticas y, eventualmente, generar tradiciones vivas de elaboración de respuestas (“auténticas” implica: aquellas que no desestimen las “asociaciones” que nuestra cultura y biografía nos sugieran). No seguir la dirección inversa. Dicho agresivamente: usarlos para entendernos y mejorarnos (que también es un modo de contribuir al mejoramiento de los metropolitanos) y no, meramente, ser usados como admiradores exóticos calificados. Véase que tener estos auditorios sirve a los metropolitanos, que andan con cierta mala conciencia sobre sus relaciones históricas con los otros y, sobre todo, que necesitan optimizar el rendimiento de sus inversiones en universidades y editoriales.
Tener en cuenta los resultados de la ciencia para reflexionar filosóficamente, como promueve la filosofía analítica, es un aspecto de una actitud más general: la de tomar en cuenta la situación histórico-social del grupo dentro del cual cada uno “hace filosofía” (la academia y las comunidades en que se inserta). Depuesta la pretensión de procurar y practicar un saber fundante ex nihilo, suena sensato practicar la reflexión filosófica tomando en cuenta lo que la comunidad muestra y dice sobre sí misma y sobre aquello sobre lo que se reflexione. Por ejemplo, lo que el sentido común y los científicos y los escritores dicen. La tarea de la razón es colectiva tanto como individual. Porque es personal, y si es verdad que las personas nos constituimos como tales por los nexos intersubjetivos, también lo es que no nos constituimos homogéneamente. Y vale la pena estudiar y realizar las diferencias.
Suplemento para (algunos) no analíticos. He usado expresiones como “diálogo racional”, “argumentación”, “ciencia”. En muchos sitios esto resulta progresista, y en otros resulta espiritualmente superior mantener una actitud conmiserativa o irritada frente a estas ideas o sus realizaciones. Siempre hay algún sentido en que eso (lo que sea) es oportuno. Señalo, en este caso, un sentido en que no lo es. No se puede no argumentar. Los significados y conexiones de significado que determinan el lenguaje generan nexos inferenciales. Todo hablar, entonces, presupone el poder argumentar. Además, todo hablar es hablar el lenguaje de cierta comunidad. Esa comunidad está constituida por creencias y propósitos que se expresan y desarrollan, también, en el hablar de grupos especiales, que a veces se llaman científicos. De modo que el hablar de la comunidad presupone que ciertos decires (por ejemplo, los de los brujos o de los militares o financistas que la conduzcan) deben ser especialmente atendidos. Es claro, también, que atenderlos puede ser seguido de desatenderlos deliberadamente para perseguir la impresión de que hay algo previo o más importante que atender. Pero para superar hay que haber entendido. Sorprende la facilidad con que muchos estudiosos de la filosofía se convencen de haber conseguido lo más difícil de conseguir: la cercanía con el pensar futuro o mejor. Sobre todo cuando han sido incapaces de comprender la modesta lógica de primer orden.