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Sobre el análisis filosófico*

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En un sentido grave, ejemplificado por los procedimientos para purificar el agua corriente, reunir pruebas en un juicio penal o sumar números, un método provee un criterio para determinar la aceptabilidad de lo que se haya hecho. En tal sentido no hay método filosófico que caracterice algún modo especial de filosofar. Aunque haya, en ciertas comunidades reflexivas, maneras habituales de construir discursos cuyo respeto o transgresión es un factor para evaluar parcialmente la aceptabilidad de lo dicho. Por otra parte, en un sentido ligero, la siguiente recomendación establece un método: imagine algo interesante (filosófico, si esta palabra le dice algo) y busque razones a favor y razones en contra. Este es el sentido preferido por quienes no tienen interés en la búsqueda de métodos filosóficos específicos. Pero hay alguna importancia en hacer cierto esfuerzo en esa dirección. Al menos la que se deriva del hecho sociohistórico de la existencia de academias auto- y hasta heterorreconocidas como filosóficas, todas sostenidas con el esfuerzo de sus comunidades, pero divergentes hasta el punto de ignorarse con olímpico desdén. Existen, si no métodos, modos diferentes de elaborar y evaluar discursos filosóficos. Sean o no limitaciones a las que nos resigna nuestra finitud, hallar algunas de sus características puede ayudarnos a entendernos mejor. Hay, por ejemplo, un modo “analítico”, una “filosofía analítica”, y de eso me toca hablar en esta ocasión.

I. Los analíticos

Se sitúa a fines del siglo XIX el comienzo de lo que acostumbra llamarse “filosofía analítica” en los departamentos de filosofía de muchas universidades. Espero que al cabo de esta exposición parezca mejor hablar de su recomienzo, respecto de, al menos, la obra de Platón, Aristóteles y de mucho de lo que le siguió.

Hay varios rasgos que se asocian con ese rótulo. Se cree fundadamente que sus cultores (porque la cultivan y, algunos, le rinden culto) establecen un estrecho vínculo entre la filosofía y el lenguaje, visto como condición y como asunto fundamental del pensar filosófico. Son cautelosos en cuestiones metafísicas: demoran la postulación de entidades y desconfían de los sistemas omnicomprensivos (o se intimidan ante ellos, según quien lo diga). Pero son entusiastas frente a las ciencias. Ven sus conclusiones como grandes ejemplos de lo que quieren lograr: creencias racionalmente justificadas. Por eso estudian sus fundamentos, sus métodos y procedimientos de legitimación y tienden a considerar sus resultados como límites o severas advertencias para las creencias filosóficas. Tienen una lista de autores canónicos, algunos de los cuales han estudiado detalladamente. Y se espera que digan que su método es fragmentario y reposa esencialmente en el análisis filosófico.

A poco andar, los que llegarían a ser sus representantes patriarcales exhibieron, o suscitaron, entusiastas ilusiones acerca del porvenir de su movimiento. Basta leer el esperanzado prefacio de Begriffsschrift (1879) de Frege, o el seductor artículo de Russell, “On Denoting” (1905), o la solución de los problemas filosóficos expuesta en el Tractatus (1921), o la ligeramente más modesta “superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje“ de Carnap en 1932.

El análisis filosófico (del lenguaje y, con eso, de los conceptos, los juicios y la realidad) guiaba sus pasos y sus grandes saltos imaginarios. Primero, el análisis basado en la lógica extensional de Frege y Russell junto con “el” método y los resultados de la ciencia. Véase, por ejemplo, exhibirse la filosofía como ciencia (de un modo en apariencia muy diferente al husserliano de 1911) en la Enciclopedia de la ciencia unificada de 1938. Después, bajo la forma del acotado análisis oxoniense del lenguaje común, ejemplarmente manifiesto en la refutación del dualismo blandida por Ryle, en 1949, frente al fantasma adueñado de la máquina galileana.

Sin embargo, el desarrollo de la filosofía analítica durante el siglo XX fue desdibujando la centralidad de la idea de uno o varios métodos de análisis del lenguaje, al compás del cambio en los intereses intelectuales y el debilitamiento de la presunta solidez de los logros del análisis. Luego del atomismo metafísico de Russell (1918-19), casi toda especie de metafísica especulativa cayó en descrédito con el auge del empirismo lógico, en los años veinte y treinta, los analizadores del lenguaje común en los cincuenta y los quineanos en las dos décadas siguientes. El predominio de estos últimos (en buena medida por motivos histórico-sociales) mantuvo rasgos anteriores: del positivismo lógico conservó el uso de lenguajes formales (deudores, claro, del composicionalismo fregeano) para modelar semánticas, y de la filosofía oxoniense tomó el respeto por los datos derivados del uso del lenguaje común. Fue la época de la semántica de condiciones veritativas, en sus versiones extensionales, intensionales e hiperintensionales. Y de sus críticos amigables, lectores del segundo Wittgenstein y defensores de las condiciones de asertabilidad y del antirrealismo. Pero ya en esos tiempos comenzaron algunos brotes metafísicos de viejo cuño, cuando la semántica de mundos posibles mezcló el extensionalismo con el realismo modal (Lewis) o con el esencialismo aristotélico (Kripke) y cuando surgieron exitosas reivindicaciones de los espectros ahuyentados por Russell en 1905 (Routley, Parsons, Castañeda) y excéntricas, pero esta vez atendidas, elucubraciones ontológicas de autores como D. M. Armstrong. En la última década del siglo pasado la filosofía del lenguaje fue perdiendo su lugar predominante frente a la presión de la filosofía de la mente, sugiriendo un triunfal retorno del psicologismo que espantaba a Frege (y Husserl). También se acentuó la separación entre la filosofía del lenguaje y la metafísica; y esta, desde entonces, parece retornar inocentemente a un status prekantiano. El nuevo siglo encontró a los analíticos sin philosophia prima aparente.

La filosofía analítica, desde su recomienzo lingüístico en el siglo XIX, dio numerosos pasos y algunos saltos. Desde la perspectiva actual, ambos ejercicios fueron útiles. Los primeros porque han dejado algunos éxitos intelectuales y los otros, como el adiós a la filosofía especulativa y la bienvenida a la filosofía como ciencia casi-empírica o como terapia lingüística, porque fracasaron honorablemente.

Uno de los primeros éxitos fue la explicitación fregeana del papel central de las paráfrasis oracionales para la comprensión de los conceptos básicos, que condujo a su análisis reductivo del concepto de número y a los análisis alternativos presentados durante el siglo XX por Russell y tantos otros. No está demás señalar el clima propicio de la época revelado, por ejemplo, en los esfuerzos contemporáneos por aritmetizar el cálculo infinitesimal o sistematizar la geometría o analizar el concepto de superficie o el de simultaneidad física. Una de las principales contribuciones generales de Frege y Russell fueron, precisamente, sus intentos por explicitar el carácter propio del análisis (ofreciendo, así, rudimentos de análisis de la idea de análisis) y proponerlo como paradigma filosófico. Entre los mayores éxitos analíticos también hay que citar el trabajo de Russell por deslegitimar tesis ontológicas mediante su análisis de las descripciones definidas. También el de Tarski, ahora por legitimar el uso del concepto de verdad en la comprensión del conocimiento. Los textos de Gentzen y Tarski para caracterizar diversas nociones de consecuencia lógica. De Church y Turing respecto del concepto de cálculo algorítmico. De Hempel para analizar la noción de explicación. De tantos epistemólogos empeñados en clarificar la idea de teoría científica y, luego, de actividad científica. De Carnap en torno a la idea de creencia racional, y de sus herederos ocupándose del cambio de creencias y de la gnoseología formal. Y, desde luego, los numerosos ejemplos de análisis alternativos de conceptos como los de significado, referencia, acto de habla e interpretación.

A lo largo de este desarrollo se produjeron cambios significativos en “el” método analítico. El momento inicial fue decisivo. La búsqueda de definiciones explícitas de conceptos básicos fue modelo del análisis durante siglos, desde que Sócrates fue visto en Atenas haciendo algo parecido. La tarea cobró nueva forma cuando Frege notó que las ideas que más requieren del esfuerzo clarificador son las que parecen centrales para comprender y justificar creencias que resultan fundamentales para nuestras acciones y tranquilidades. Visto así, la primera instancia del análisis conceptual es nuestra precomprensión de un entramado de oraciones que expresan creencias que nos parecen importantes. El trabajo analítico, en consecuencia, tendrá que estar guiado por el avance en la comprensión sistemática y el mejoramiento de ese tejido de creencias. Y la urdimbre de esa trama tendrá que estar dada por fuertes nexos de significado, cuya explicitación será asunto de la lógica y no de la mera gramática. A partir de aquí surgió una vigorosa línea de investigación (aludida por los ejemplos del párrafo anterior), estrechamente ligada a la evolución de los modelos de definición y de estructura lógica, que ejerció influencia principal en el desenvolvimiento de toda la filosofía analítica contemporánea. En los cambios que la práctica del análisis fue produciendo en esos modelos (y que la teoría trató de fundamentar después) pueden verse indicadores fiables de importantes cambios en el hipotético método analítico. Estas modificaciones, en conjunto, muestran una primera etapa de confiada univocidad metódica, una segunda etapa de surgimiento de alternativas razonables, y una etapa final de confiado desinterés por cuestiones de método. En lo que sigue, intentaremos identificar, sumariamente, rasgos “metódicos” que han caracterizado buena parte de los esfuerzos realizados por los filósofos analíticos desde fines del siglo XIX.

II. Preguntar

En el comienzo, preguntar. Cualquier asombro, angustia, calma o desconcierto, ingresa plenamente a la esfera pública, donde habitan el lenguaje y la filosofía, cuando motiva preguntas. Formular preguntas remite a una práctica más amplia y, con eso, ya es el comienzo de alguna comprensión de lo que inquieta. Entre analíticos, mucho circulan las siguientes: ¿qué (tipos de) entidades hay?, ¿qué relaciones hay entre entidades?, ¿qué principios lógicos rigen nuestro pensar y hablar?, ¿qué es una lógica?, ¿hay relación entre las relaciones entre entidades y los principios lógicos?

Preguntar y responder, como hablar en general, involucra restricciones en la formación de conjuntos de creencias y propósitos, lingüísticamente caracterizables, que normalmente aluden a relaciones entre entidades y presuponen la participación en una comunidad de hablantes. Estos constreñimientos establecen normas para la generación y admisión de los conjuntos de proferencias, oraciones y proposiciones que expresen creencias y propósitos. Tales restricciones constitutivas se manifiestan especialmente en las evaluaciones intersubjetivas de la corrección de lo que se dice. Dado cierto estadio de la práctica dialógica común, las restricciones que allí tengan mayor arraigo, junto con el propósito de mejorar esa práctica (al menos respecto de lo que pase por ser una mejor comprensión de, o participación en, la realidad), contribuyen a generar la idea de corrección deductiva y a dotarla de contenidos específicos.

Un lenguaje común es un objeto abstracto que se postula para comprender la práctica intersubjetiva concreta de hablar y comunicarse hablando. Una parte importante de esa práctica, la subpráctica de producir y evaluar razonamientos, está directamente relacionada con la adquisición y cambio de creencias y pone claramente en juego las restricciones recién mencionadas. Las creencias, junto con los deseos, son postulaciones habituales para la comprensión en general y, fundamentalmente, para explicitar motivos para actuar y justificar las acciones. (Explicar las acciones es un asunto, en general, diferente). Qué sean o qué no sean las creencias y deseos dependerá de análisis específicos; ahora solo tenemos en cuenta el uso habitual de estas palabras (uso que será un dato para esos análisis específicos). Tener creencias y propósitos se vincula con la capacidad de hacer una cantidad indefinida de afirmaciones y con la capacidad de evaluar los subsistemas que esas afirmaciones forman (diálogos y razonamientos, por ejemplo). Una afirmación es, primariamente, un decir algo acerca de algo, y es un acto sujeto a condiciones de aceptabilidad intersubjetiva.

Relativamente a estas especificaciones, el lenguaje puede representarse como un conjunto potencialmente infinito de oraciones declarativas, sistemáticamente relacionadas por relaciones de diversos grados de necesidad. Entre estas, la más decisiva es la relación de consecuencia lógica. Para comprender esta relación, se postulan ciertas entidades abstractas, propiedades de las oraciones: las formas lógicas. Estas formas encapsulan los rasgos que gobiernan el papel inferencial de las oraciones y, con eso, el núcleo sistemático de su contenido o significado cognitivo. En camino hacia este análisis oracional surgirán los elementos para el análisis de nuestros conceptos fundamentales.

La práctica de discurrir y dialogar supone, además de una comunidad hablante y algo de que hablar, ciertas capacidades personales como las de discriminar, identificar, suponer, afirmar y concluir, cuya interacción es determinante de las normas evaluativas de lo que se dice. Capacidades que cuando logran representarse lingüísticamente dan lugar a expresiones lógicas (‘es …’, ‘es idéntico a’, ‘es’, ‘no’, ‘si …’, ‘por tanto’) y a tipos de expresiones de importancia lógica (oraciones, predicados, términos singulares, conectivos, cuantificadores). Sobre estas bases, ulteriormente y bajo el rótulo de ‘teoría lógica’, se procura dar precisión (no necesariamente de una sola manera) a la idea de conexiones proposicionales necesarias, formales, con consecuencias normativas y constituyentes básicos de un lenguaje común. Pero antes de cualquier teoría de esta clase, la práctica de hablar se asienta en la precomprensión de lo que será tema de esas teorías: alguna estructura lógica parcialmente determinada. De este modo, el preguntar filosófico, que promueve análisis conceptuales diversos, siempre demanda el análisis que cristaliza en alguna teoría lógica. No significa esto que el análisis lógico haya de ser primero o fundante. Ni que, producido alguno, deba ser el punto de partida indiscutido para los otros. En particular, las teorías lógicas estándar, centradas en proposiciones luego de que Bolzano expulsara a Kant de esa cátedra al sustituir las funciones racionales por los lektá estoicos, no parecen recoger adecuadamente el componente normativo y constituyente, que demanda una mejor consideración del papel de los sujetos hablantes y su autocomprensión. El hablar y su lógica están siempre en desarrollo. Por ende, es hablando en general y, especialmente, produciendo análisis filosóficos de los más diversos conceptos y cuerpos de creencias, como aprendemos a hablarnos y, de ese modo, vamos determinando la estructura lógica de un hablar que nos haga creer que mejoramos nuestro estar en el mundo.

Resulta entonces que las estructuras lógicas son constitutivas de los lenguajes en los que pueden aparecer nuestras preguntas, creencias y propósitos característicos del conocimiento y la filosofía. Por esto es que ningún intento de pensar lingüísticamente o analizar creencias o conceptos, incluidos los de quienes, para hacerlo, rehúsan apoyarse en resultados científicos, puede evitar comprometerse con alguna estructura lógica (compromiso que incluye la voluntad de mejorarla). De este modo, tampoco la reflexión filosófica que busca explicitar estructuras lógicas puede evitar apoyarse en alguna estructura lógica (en general no totalmente determinada) aunque, obviamente, no lo hará en alguna teoría sobre ella. Aunque la “teoría” que como resultado de esa reflexión se ofrezca deberá legitimar el lenguaje de la reflexión efectuada (las comillas son porque esa “teoría” no es típicamente empírica, descriptiva, sino parcial, pero esencialmente, normativa).

Así es que nuestro hablar involucra tanto una estructura fundamental (imperfectamente determinada) de la producción y evaluación de los discursos y diálogos, como una estructura fundamental (imperfectamente determinada) de aquello sobre lo que se habla. Por ejemplo: “aristotélicamente” no podemos creer ni decir significativamente que algo sea y no sea de cierta manera, o tenemos que creer o decir que eso es imposible. Pero “hegelianamente”, a veces podemos. De reflexiones como estas surgen preguntas como las recordadas al comienzo acerca de ontología y de lógica. Y surge también la creencia de que están íntimamente ligadas.

III. Atender, interpretar, proyectar

Hechas las preguntas (operación, vimos, para nada inocua) y empeñados en encontrar modalidades reflexivas, más o menos recurrentes o explícitas, en el trabajo que hacen los “filósofos analíticos” cuando intentan responderlas, es posible ofrecer el siguiente esbozo metódico de tres instancias.

(1) Reunir datos presuntamente pertinentes respecto de las preguntas formuladas y suficientes en cantidad y diversidad. Buscados en las más diversas fuentes, cobrarán el aspecto de conjuntos de expresiones lingüísticas (aceptadas, rechazadas, dudosas) y actos de habla reales o posibles (aprobados, reprobados, incomodantes) en los que pueda reconocerse la presencia de los conceptos o de las realidades que se pretende analizar. Esta tarea es un primer paso en dirección a entender las propias preguntas, y está abierta en todas las etapas de la reflexión. El objetivo es ir delineando un núcleo suficientemente seguro que habrá que legitimar, un corpus, digamos, que permitirá elaborar criterios con los que juzgar los resultados del análisis que se haga. Y una serie de enigmas y misterios que lo rodean. Aguzando la imaginación, se pasará revista de experiencias, acciones y actitudes normales (esto es: pretendidamente típicas, básicas o, incluso, originarias) relativas a las preguntas iniciales. Se describirán vivencias, opiniones, prejuicios, creencias, actos de habla y dificultades conocidas (los “puzzles” de Russell pero, en otra capilla, las aporías de Hartman). Alarmados por los riesgos de la contemplación desde sillones (los sillones suelen decir cosas distintas cuando cambian sus ocupantes) algunos sostienen que para formular estas descripciones habrán de usarse, además de las competencias interpretativas y vitales adquiridas, técnicas propias de las ciencias sociales empíricas. Pero esta tesis también es riesgosa debido al valor justificador, incluso de esas ciencias sociales que, en esa u otra instancia analítica, se intentará otorgar a los corpus que se buscan. Por tanto, tales recursos no serán necesarios, ni estarán prohibidos, en la formulación general de la tarea. Tampoco es pertinente resolver de modo general si lo que efectivamente se analiza son expresiones lingüísticas, conceptos, creencias o realidades. La práctica sugiere que el análisis no excluye ninguna de esas formas de concebir el abordaje y puede servirse de todas.

Un resultado deseado será un conjunto de opiniones de las que pueda pensarse encierran los significados fundamentales del caso, y cuya verdad o credibilidad deberá quedar, prima facie, preservada por el análisis. Un ejemplo, de nitidez difícilmente repetible, lo fueron las afirmaciones de la aritmética elemental para Frege y Russell, cuando analizaron el concepto de número. Otro, también bastante firme cuando se analiza la idea de consecuencia lógica deductiva, lo ofrecen los tipos de casos que, en cierta comunidad hablante, resultan ejemplos claros de razonamientos correctos y de incorrectos. Si se confía en un corpus tal, puede rechazarse cualquier análisis conceptual que impida o aleje la posibilidad de justificarlo. Una ilustración extrema pero famosa: si de una pretendida definición del concepto de verdad no se derivan todas las oraciones como “‘Calias es blanco’ es una oración verdadera si Calias es blanco, y sólo en ese caso es verdadera”, entonces la definición es errónea (supuesto, claro, que podamos distinguir satisfactoriamente entre oraciones genuinas y meros subproductos de una indecisión gramatical). El error imputado en estos casos no tiene que hacer pensar que todo análisis procura descubrir un contenido conceptual suficientemente predeterminado por alguna práctica lingüística privilegiada. Una tarea importante del análisis es la de colaborar en la determinación, incluso en la reforma, de los contenidos conceptuales. Todo el lenguaje está, por así decir, en construcción. Analizar es participar de esa obra, guiada mas por apremios que por planes.

En esta etapa es frecuente apelar a “intuiciones”, comunes o privilegiadas. Habitualmente acerca de situaciones en las que encontraríamos correcto pensar que cierto concepto se aplica o que no se aplica. Intuiciones o experiencias que inducen creencias a las que, contextualmente, no alcanzan dudas razonables. Quizás por presuntamente enraizadas en, o dirigidas por, o hacia, alguna comprensión no proposicional (sólo se duda de proposiciones) o simplemente prefilosófica. O porque fueron obtenidas mediante algún esfuerzo imaginativo como el de la abstracción tradicional, la experimentación mental o la epojé de los fenomenólogos. Pero que a veces son meras conjeturas sancionadas por la vida cotidiana o fuertes convicciones traídas de otras regiones de la reflexión. Russell, como tantas veces, ejemplifica formas contrapuestas de este paso. Desde el sencillo “robusto sentido de realidad” alegado para apoyar su análisis de los juicios con descripciones definidas, hasta las condiciones de variado tipo que hizo valer en su análisis del número, entre ellas: los componentes de una proposición son reales, lo son las funciones proposicionales pero probablemente no lo sean las clases, las entidades se categorizan en tipos excluyentes y algunas deben conocerse de modo directo, las paradojas semánticas no son excentricidades verbales sino que plantean problemas fundamentales.

(2) Entender los datos y sus interrelaciones requiere un primer ejercicio de interpretación que comience a exponer sus significaciones habituales y que, indirectamente, apunte a captar la autocomprensión de los hablantes que los producen. Quien hace esta teoría toma por datos los componentes del corpus porque los cree claridades para cualquier hablante, él incluido, de modo que está escenificando el aparecer del hablante ante sí mismo. Una hermeneusis que remite a lo que Carnap llamaba análisis parcial del analysandum pero que, desarrollada de modo más completo, conduce a la operación davidsoniana de triangulación, que se emparienta con la fusión de horizontes destacada en otras latitudes filosóficas, y a la construcción de modelos interpretativos sistemáticos (“teorías tarskianas”, por ejemplo) que representen (aunque no expliquen) nuestra capacidad de participar exitosamente en la comunidad cuyos discursos se quiere interpretar.

Semejante ductilidad tiende a producir múltiples opciones, socava la idea de fundamento último de la comprensión y no exige integrabilidad de los resultados en un solo sistema. Al cabo, los datos a interpretar, los hablantes y el propio intérprete quedan parcialmente constituidos por la actividad interpretativa. Se plantea, de todos modos, la cuestión de la justificación de las interpretaciones (no todo vale, creemos, pero ¿por qué?). Los “naturalistas” estrictos apelarán a leyes, porque considerarán las interpretaciones como hipótesis empíricas. Los más permisivos recurrirán también a conceptos normativos o, aproximándose a las hermenéuticas “continentales”, excluirán las leyes de sus justificaciones. En todos los casos jugarán un papel crucial las limitaciones para describir y justificar, propias de la situación de los lenguajes en cuyo seno se describa y justifique. Dificultad agravada en los casos fundamentales, esto es, allí cuando se pretenda que el lenguaje de las justificaciones sea, o llegue a ser, el mismo que se está interpretando.

En los textos analíticos, esta etapa incluye el estudio de sutilezas y vacíos del lenguaje común. La búsqueda de casos paradigmáticos y fronterizos. La reconstrucción de “juegos de lenguaje” y el diseño de experimentos mentales. Aquí descuella la llamada filosofía del lenguaje común (asociada a Wittgenstein, Oxford y los adversarios de la construcción artificial de lenguajes). Y no deja de resonar el procedimiento fenomenológico de la variación eidética.

Esta etapa metódica también puede incluir, y de modo principal, la búsqueda o imaginación de estructuras formales que mejoren la precisión de las interpretaciones propuestas. Aunque en este punto continúa la influencia del positivismo lógico, el objetivo no coincide con el de procurar la sustitución del lenguaje común por un lenguaje “formal”. Por otra parte, este formalismo puede verse como un procedimiento hermenéutico de fuerte sesgo apriorístico, y no necesariamente como parte del intento por representar leyes causales bajo las cuales subsumir las interpretaciones. Recordemos que hay un sentido en que lo formal no es opcional: siempre actúan formas. Aunque pueda creerse, o “intuir”, que no hace falta descubrirlas o proponerlas en los análisis particulares. Pero, si se sigue esta dirección “formal”, es casi ineludible poner en juego algún análisis sistemático de las formas, es decir, alguna teoría lógica. Porque un procedimiento habitual consiste en la producción de paráfrasis oracionales, expresadas en un sublenguaje del lenguaje común que aparece representado por alguno de los llamados lenguajes formales que encuentran su fundamento en una teoría de ese tipo. Así vistos, los “lenguajes formales” expresan un modo de realizar el ideal racional de disminuir el malentendido sin bloquear oportunidades de conocimiento. Un ejemplo claro de esta línea es el recurrente tema analítico del compromiso óntico de nuestros discursos: ¿qué entidades estamos forzados a creer que existen, en razón de la estructura de nuestras afirmaciones? Del que son ilustraciones típicas el rechazo del “argumento ontológico” por parte de Frege y la expulsión russelliana de los objetos meramente posibles. Quine le dio al tema una famosa respuesta general.

Generar este tipo de paráfrasis con intención aclaratoria del significado de una oración implica adjudicarle una forma lógica. Como consecuencia de que un acontecimiento sólo es una oración cuando puede ser pensado como parte de un sistema de oraciones, es importante advertir, siguiendo a Frege, que la adscripción de forma lógica a una oración tiene que relativizarse, por lo menos, a su aparición en contextos inferenciales que se consideren básicos para la determinación de su sentido. Contextos que, entonces, resultarán importantes para la determinación de las expresiones componentes de la oración con valor referencial. Sin esa consideración la paráfrasis no resulta suficiente para extraer consecuencias “ontológicas”. Por ejemplo: sostener que en la oración ‘La manzana perfecta no existe’ hay cuantificadores sintácticamente ocultos puede fundamentarse en que, según cierta lógica, es inaceptable inferir que hay algo que no existe a partir de premisas como esa. Y, recíprocamente, creer que ‘Amalia abrazó a Pedro’ hace oculta referencia a una entidad espaciotemporal consistente en cierto abrazo, puede fundamentarse en la necesidad de aceptar que, según cierta lógica, esa oración se infiere a partir de la creencia en que Amalia abrazó fuertemente a Pedro. También debe atenderse la cuestión general de que la relación determinada por una paráfrasis es una equivalencia y, entonces, para que ese nexo sirva para marcar primacía ontológica se requiere contar con razones, al menos en cada caso, para privilegiar uno de los sentidos de la equivalencia.

La apelación a alguna teoría lógica puede producir perniciosos excesos de confianza derivados, por ejemplo, de un doble olvido. Por una parte, de la circunstancia de que esas teorías no pueden construirse independientemente de la práctica argumentativa responsable y, por otra, del hecho de que los mejores ejemplos de esta práctica son los volubles argumentos aceptados por las ciencias y la filosofía. Esto hace que la teoría lógica no pueda ser enteramente neutral en cuestiones ontológicas y que, dada la incompleta (y probablemente incompletable) determinación de nuestra práctica lingüística, tenemos motivos para pensar que no tendremos una única teoría lógica aceptable. En los comienzos de la filosofía analítica contemporánea, algunos textos ejemplifican los riesgos derivados de la presunta neutralidad o unicidad de tal teoría. Recordemos la refutación carnapiana de la metafísica en 1932 o el breve argumento russelliano contra algunos herederos de Hegel en 1914. Aunque, a favor de la prudencia de los imputados, no está de más observar que el proyecto filosófico de Russell podía motivarlo para sacudir provocativamente el hegelianismo resistente en la academia que lo rodeaba. Y que el proyecto político de cierto positivismo lógico, que respaldaba la tambaleante república de Weimar, motivaba el esfuerzo de Carnap por desacreditar un atrayente tipo de filosofía del momento. Es interesante observar, dado el clima europeo de la época, que esta estrategia de desactivación de las ideas dominantes podría describirse como un intento de mostrar que el estadio contemporáneo de la reflexión sobre el mundo, ejemplificado en las nuevas teorías científicas, mostraba un cambio en la infraestructura lingüística del pensamiento (o, al menos, en su comprensión) que implicaba la carencia de sentido de buena partes de la vieja supraestructura ideológica basada en una infraestructura sintáctico-semántica superada por el desarrollo de la historia. Por motivos diversos, algunos creerán que hay una única estructura final hacia la que necesariamente conduce el desarrollo de la reflexión; otros, que hay tal univocidad pero no hay un tránsito necesario sino contingente y apto para desvíos autodestructivos sobre los que habrá que actuar; y tal vez haya quienes completen la contingencia admitiendo estadios finales divergentes. Puede conjeturarse que la duradera admiración analítica por las ciencias empíricas (naturales o sociales) es heredera de esta circunstancia histórica que ligó fuertemente la reflexión lógico-semántica al paradigma del lenguaje de esas ciencias, en las que algunos vieron el principal recurso del momento para un cambio provechoso en la vida común, desechando las posibilidades filosóficas de otros modos lingüísticos de expresar la experiencia humana. Siempre habrá analíticos, sin embargo, que sientan necesidad de ambas modalidades expresivas y depositen el arte filosófico en la riesgosa dosificación. Ni la lógica, ni el análisis filosófico, ni la filosofía en general ni, mucho menos, las vidas de quienes filosofan están resguardadas del modo como se organizan las comunidades (no sólo las que se sienten propias) y del modo en que viven sus vidas cotidianas y, tan callando, se aproximan sus muertes. Algo que sería mejor se recordara más en la tarea profesional.

Realizados esfuerzos interpretativos como los anteriores, con o sin paráfrasis en sublenguajes controlados, algunos analíticos han concluido que las preguntas o problemas iniciales son producto de desvíos del habla, propiciados por el carácter de obra colectiva recién comenzada que tiene el lenguaje y conducentes a encierros intelectuales sin solución posible. Si así fuese, comprendida la situación, habrá que ahuyentar las tentaciones mórbidas y volver a la pausada construcción colectiva del habla, fragmentaria y sin ansiedades sistemáticas perniciosas. Sin embargo, donde estas personas ven el fin del análisis, otras se entusiasman ante lo que consideran un comienzo de intelección adecuada de preguntas que, aunque en lo inmediato entorpezcan la vida común y demoren su comprensión, abren una oportunidad de mejorarla. Entonces inician una tercera etapa.

(3) Un segundo momento interpretativo de los “datos”, ahora deliberadamente crítico. Manifiesto en la propuesta argumentada de nuevas aclaraciones de significados. La variante tradicional, heredera del análisis socrático, es la propuesta de nuevas definiciones. El análisis del siglo XX expandió esta idea. Sin descartar el paradigma de las definiciones aristotélicas, que posibilitan la reducción de conceptos, incluyó las definiciones recursivas, que eluden los círculos viciosos (como han de hacerlo las directas) pero que, a diferencia de estas, también eluden o postergan compromisos esencialistas. Acercándose a la idea de que la especificación de usos correctos es suficiente para aclarar el contenido fundamental de los conceptos. La ampliación de paradigmas también contribuyó a desechar la idea de que el análisis deba recuperar un contenido completo y previo. Lo valioso del contenido previo quedará representado, se espera, por los criterios de adecuación conjeturados en la etapa anterior. Pero será parte fundamental de la tarea analítica contribuir a su completamiento. Los analíticos son menos entomólogos curioseando hormigas que hormigas tratando de durar con creciente dignidad. Entonces, la definición que se presente lo será de un concepto diferente a aquel por el que se preguntaba. Aunque, se confía, será un concepto mejor comprendido y que puede sustituir al inicial, con ventajas, en todos los contextos importantes sancionados por los criterios de adecuación provistos en la etapa anterior.

La justificación de estas definiciones o elucidaciones tendrá que incluir algo como lo que Russell llamó “regresiones sintéticas”, esto es, deberá mostrar que el análisis permite recuperar, legitimándolo, el cuerpo de creencias que el concepto contribuía a construir (o, por lo menos, lo que haya resultado más robusto de ese cuerpo). Por ejemplo, habrá que probar que la aritmética conocida se puede derivar a partir de la definición de número que se haya propuesto. El requisito remite, desde luego, a la organización axiomática de la geometría de Euclides. Pero esta remisión es más nítida cuando damos el siguiente paso en la liberalización del método. Con él quedan autorizados los análisis de conceptos que no consisten en definiciones. En estos casos, que podríamos considerar como abducciones filosóficas, el analista conjetura principios que coordinan el concepto valioso pero problemático con otros conceptos, que pueden ser tan problemáticos como ese, y se propone mostrar que de esos principios se infiere el cuerpo de creencias cuya importancia motiva toda la reflexión. El producto del análisis es, ahora, un conjunto de principios básicos. Que esto pueda tomarse como una aclaración conceptual, como un análisis respetable, se apoya en la “intuición” de Frege: el punto de partida de la intelección no son las palabras conceptuales sino las oraciones donde esas palabras aparecen, y las oraciones aparecen relacionadas con otras oraciones y con lo que cotidianamente llamamos hechos. Si contamos con principios oracionales, acerca de las estructuras de hechos, que permitan organizar la experiencia, entonces hemos aclarado suficientemente el contenido de los conceptos fundamentales incorporados en esos principios. Quienes se internan en esta tercera etapa de intención reformadora y, quizás, revolucionaria, están naturalmente dispuestos, bajo razonable presión teórica, a rechazar algo de lo que había contado como dato básico en la primera etapa o a reformular los criterios de adecuación elaborados en la etapa anterior.

Este último tipo de aclaraciones contextualistas permite debilitar argumentos antes influyentes. Como el que destierra los conceptos intensionales sosteniendo que forman un círculo definicional tal que de una de sus piezas clave (el concepto de tener el mismo significado) puede probarse que carece de contenido determinable. Strawson ha sido pionero en la defensa de esta clase de análisis que, para algunos, propicia la confusión con la ciencia empírica y, para otros, hace demasiado lugar a los procederes habituales de la filosofía apriorística.

Ingresar en esta tercera fase de la reflexión dispone para intentar progresivas sistematizaciones de principios y análisis parciales, generando teorías crecientemente comprehensivas. Así es como para responder a preguntas sobre las condiciones básicas, descriptivas y normativas del pensar, llegan a construirse teorías lógicas. Y para resolver cuestiones sobre la estructura básica de lo real, se proponen ontologías formales de carácter descriptivo o instrumental o descriptivo-normativo. Alentándose, en un paso más, la búsqueda de invariancias entre teorías comprehensivas alternativas.

IV. En obra

Según el esquema de las secciones anteriores no hay, propiamente, un método analítico. Sí actitudes, paradigmas, estilos y recursos argumentativos que establecen una modalidad “analítica”. El recorrido muestra que esta tradición evolucionó desde un momento inicial metódicamente nítido y ambicioso hasta desembocar en una multiplicidad difusa más emparentada por su pasado procedimental que por su presente disperso. En los tiempos recientes, los recursos discursivos empleados por los analíticos son múltiples y muchas veces contrapuestos. Hemos advertido sus proximidades “metodológicas” con las filosofías antiguas y medievales (búsqueda de definiciones, axiomática y atención al lenguaje común). De la filosofía moderna la separa el interés inmediato por el lenguaje, pero la acerca su consideración atenta de las ciencias empíricas y la matemática. Y quedó señalada su afinidad con algunas características de la fenomenología y la hermenéutica contemporáneas.

Un rasgo está presente en todas las etapas, aunque no con igual fuerza en todos sus representantes: el recurso a la reflexión lógico-lingüística. Cuando se trata de evaluar razones a favor y en contra de tesis filosóficas, sobre cualquier tema y sin cuestionar la manera como pudo obtenérselas, es de práctica común entre analíticos la de recurrir a consideraciones de esa clase. Desde imaginar formalizaciones precisas y reconstruir argumentos, hasta descubrir implicaturas conversacionales. El rasgo tiene suficiente peso como para ocupar un sitio de privilegio en la tenue caracterización metódica de la filosofía “analítica”. Por los muchos que lo exhiben en alguna medida, y también por quienes se sienten obligados a rechazarlo explícitamente en sus versiones fuertes. Por otra parte, por razones esbozadas en la primera sección, el lenguaje y por tanto alguna lógica, inciden esencialmente en cualquier reflexión filosófica. Peculiaridad de los analíticos ha sido tematizar esta influencia, en la consideración de cualquier cuestión, mucho más empeñosamente que lo exhibido por otras modalidades filosóficas. Es cierto que se sabe de personas que parecen tan aprisionadas por la lógica que no alcanzan a ver las honduras filosóficas, pero un buen camino para reconducirlas hacia el pensar mejor es el de comprender qué es esta lógica cautivante, escuchando lo que dicen en general y lo que dicen sobre su lógica en particular. Tratando de advertir, claro, lo profundo que su decir esté ocultando. Como observó Heidegger respecto de cierta tesis sobre Feuerbach: ¿cómo saber que se ha superado algo que no se ha comprendido?

Como lo ha mostrado la historia reciente del “movimiento” no son los temas ni las tesis lo que lo caracterizan. Aunque, de hecho, algunas preguntas no se formulen en ámbitos analíticos, ninguna que parezca gravitante en la historia de la filosofía queda excluida por razones de escuela. Por ejemplo, entre las preguntas ontológicas no tuvo lugar ‘¿Qué es que haya algo (en vez de nada)?’. Sin embargo, nada obsta para intentar comprender su estructura significativa, en el contexto de un examen del sistema de habla al que pertenece, sin el prejuicio de su carencia de sentido. No parece merecer menos respeto que la preocupación por el presunto sentido de ‘Esta oración no es verdadera’. Aunque, probablemente, su respuesta se incline hacia una reivindicación del trascendentalismo a priori y, de este modo, colisione con el naturalismo ahora predominante en estos ámbitos.

En los últimos tiempos, la imagen de la filosofía analítica la presenta o bien muy cerca de querer ocupar las zonas más abstractas de las ciencias empíricas, o bien próxima a reeditar la especulación escolástica o hegeliana, sin ataduras científicas. Por un lado, la antigua filosofía del lenguaje aparece desplazada por la filosofía de la mente y esta, dominada por las ciencias cognitivas; la semántica filosófica parece ir transformándose en capítulo de la lingüística más o menos formal y la lógica en matemática. Por otro lado, la metafísica desinhibida recorre sin titubeos el universo de los mundos posibles, los objetos contradictorios y las relaciones de fundamentación, aparentemente libre de toda constricción lingüística o cognitiva. A quienes se llama analíticos se los ve lejos de las preocupaciones magnas (fundamentar el conocimiento o la vida buena), ocupándose de fragmentos de las grandes preguntas. Y lejos de los compromisos personales que perturbaron las carreras profesionales de los precursores (Bolzano y Frege, castigados o marginados por las academias; el círculo de Viena explicitando objetivos políticos en tiempos confusos; el desdeñoso y afligido Wittgenstein tratando de vivir lo que pensaba). Se los ve creando productos técnicos, de obsolescencia programada, para satisfacción de ciertos mercados académicos. Creando solo normalidad profesional y auditorios solícitos en regiones subordinadas. Pero una imagen es resultado del objeto, del que mira y del entorno. No alcanza para comprender ni para augurar. Y aunque no haya un método, y en parte por eso, con “la” filosofía analítica hay mas posibilidades de episteme y phrónesis que las soñadas por quienes (como numerosos analíticos) miran poco y se apresuran por creer y hablar.

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* Es la redacción final de una conferencia ofrecida en septiembre de 2016 en el Coloquio Internacional “La filosofía y sus métodos”, organizado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Aparece en Monteagudo, C. y P. Quintanilla (comps.) (2018), Los caminos de la filosofía, Lima: Fondo Editorial-PUCP.

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