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T. M. Simpson: formas lógicas, palabras y cosas* I

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Puesto que nos hablamos acerca de la realidad, hemos tenido, recurrentemente, la cómoda expectativa de que las estructuras de nuestros enunciados sean una clave fundamental para comprender las estructuras de la realidad. Que esas formas lingüísticas, tal como las encontramos, o revisadas a la tenue luz de fulguraciones metafísicas, sean también formas básicas del mundo. Hacia fines del siglo XIX esa ilusión, remozada por nuevas teorías lógicas, renovó sus bríos. Formas lógicas, realidad y significado (en adelante: FLRS) recorre, con admirable claridad, penetración analítica y sensibilidad histórica, núcleos centrales de ese camino. Al hacerlo así, además, inició varias de las más importantes líneas de reflexión y entusiasmos filosóficos que encauzaron la incipiente filosofía analítica en lengua castellana, principalmente en nuestro país pero no sólo aquí. En esta ocasión sólo puedo hacer pocas y sesgadas puntualizaciones acerca de ese doble aspecto de este libro inaugural.

En los primeros capítulos, Simpson ayuda a entender por qué el álgebra lógica de De Morgan y Boole dio nueva vida a la silogística y a la tesis tradicional (Hegel incluido) sobre la relación predicativa (§§5, 6) y por qué eso no fue suficiente para revivir el proyecto leibniciano de una characteristica universalis que posibilite una mathesis universalis. Hizo falta que Frege y Peirce dieran un lugar central a los predicados relacionales en el análisis de las oraciones elementales y que Russell criticara exitosamente los argumentos de Bradley en contra de una metafísica de relaciones (§§4, 11) para que el sueño del cálculo conceptual generalizado pudiera volver a soñarse. Bajo la forma ahora de un atomismo lógico impetuoso (§8). Que tampoco fue suficiente para descansar, como se explica en los §§9, 10, 12 de FLRS. Un resultado básico de estos capítulos se resume así:

La creación de un nuevo simbolismo lógico puede explicarse por motivos diversos, entre los cuales ocupa un lugar fundamental el deseo de justificar formalmente los razonamientos intuitivamente válidos de la vida cotidiana y de la ciencia. Pero el logro de este propósito no ofrece una respuesta automática al otro problema, que ha constituido con frecuencia una motivación independiente: la de obtener una notación metafísicamente adecuada que refleje la estructura lógica del mundo. Como es obvio, la creación de un simbolismo metafísicamente adecuado requiere una respuesta previa a la pregunta: ¿cuál es la estructura de los hechos? (Simpson, 1964: pp. 84-85; 1975: p. 50).

En la tarea de comprender el nexo entre lenguaje y realidad no hay vía regia sino idas y vueltas por caminos diversos y precarios. Las “intuiciones” de validez y las “intuiciones” metafísicas son tan primarias y secundarias como puedan serlo los análisis lógico-semánticos de las oraciones.

Así pues, lo que sigue en esta historia y en los capítulos de FLRS es la discusión de una secuencia de esfuerzos que responden a objetivos más modestos que el de develar la correspondencia entre lenguaje y mundo. Atañen al análisis de vínculos posibles entre fragmentos de lenguaje, intenciones comunicativas y algo en la realidad (caps. III, VI, VII), o procuran teorías semánticas generales (cap. IV), o enfrentan problemas de la noción misma de lo que se quiere hacer en estos casos (cap. V). Y de su examen surge una impresión poco alentadora para empresas majestuosas: parece difícil que alguna propuesta de análisis de las oraciones que pretenden hablar de la realidad logre suficiente apoyo como para considerar que revela estructuras de la propia realidad (bajo el supuesto de que estas no dependen de aquellas) o, por lo menos, suficiente apoyo como para descartar alternativas visibles. Desembocamos de esta manera en preguntas de apariencia menos pretenciosa, diferentes aunque estrechamente relacionadas. Pero, aun así, sin respuesta sencilla. Por una parte: si una oración es acerca de algo ¿cómo saber acerca de qué es?, ¿algo en su forma lo revela? Por otra: ¿habrá algún modo de hablar cuyo análisis permita concluir que quien lo emplee debe creer que ciertas entidades existen?

La primera es el tema explícito del capítulo final de FLRS. Pero también es el medio por el cual, con agilidad envidiable, se retoman varios de los principales temas que vertebran el largo recorrido efectuado. Son muchas las incitaciones y las claves de análisis que allí se exponen. No es menor la implícita desambiguación de la inocente pregunta: ¿acerca de qué habla una oración? Escindida en ¿acerca de qué pretende hablar quien, en cierto contexto, la usa?, ¿acerca de qué nos hace hablar el uso de una oración?, ¿qué tiene que existir para que una oración sea verdadera?, ¿y para que sea o bien verdadera o bien falsa?, ¿y para que sea significativa? Esta riqueza excede las posibilidades de mínima justicia en la presente circunstancia, excepto la de proponer la lectura atenta y meditada del capítulo IX.

La tarea propuesta por la segunda pregunta, formulada en el §51, puede resumirse como la búsqueda de criterios de compromisos ónticos generados por el uso del lenguaje. Y Quine es su profeta. En el capítulo VIII, dedicado al tema, Simpson recuerda que Quine ha sostenido que este problema tiene solución directa cuando se lo plantea respecto de un lenguaje común regimentado. Esto es, respecto del lenguaje que se obtiene cuando se hace la hipótesis interpretativa de que la estructura lógica de cierto lenguaje común (o de un fragmento suyo) está bien representada por la estructura, formalmente definida, de alguno de los sistemas sintácticos que los lógicos llaman ‘lenguajes formales’. A través de esa intermediación puede también darse una respuesta, por fuerza tentativa, respecto del lenguaje de partida (donde reside el problema importante). Es apropiado notar ahora que, al menos inicialmente, la interpretación de las palabras “no lógicas” del lenguaje regimentado es herencia del lenguaje común. En opinión de Quine, el lenguaje formal que ha de usarse en estos casos es el de la lógica cuantificacional extensional de primer orden. El principal motivo de esta elección recae en la tesis de que ese es el límite de la lógica. Esto es decir, aproximadamente, que los lenguajes formales más complicados dependen de consideraciones que no tienen aplicabilidad universal o no tienen suficiente garantía conceptual. La marca decisiva la pone el teorema que establece que más allá de la lógica de primer orden no podemos tener un sistema correcto y completo para establecer la validez formal de los razonamientos.1

Dado este marco, Simpson muestra que en los textos de Quine se proponen al menos dos criterios independientes para determinar los compromisos ónticos de una oración o, en general, de un discurso con pretensiones cognoscitivas (para simplificar: una teoría). Según el primero, una teoría T presupone la existencia de una entidad b (y quien afirma T se compromete con la afirmación de la existencia de b) cuando T implica una oración O y una condición necesaria de la verdad de O es que b esté en el dominio de una variable ligada en O. Según el segundo, no se requiere nada especial en la estructura de O: si el lenguaje al que pertenece T tiene cuantificadores, es el significado de estos signos lo que compromete con afirmaciones de existencia, puesto que este significado se determina mediante la asignación de dominios no vacíos a las variables cuantificables, de donde, si b pertenece al dominio del caso, T compromete con b.

El primer criterio es problemático. Simpson nota que de acuerdo con este criterio no todo uso de variables ligadas compromete ónticamente. Por ejemplo, la verdad de ‘Toda mujer es mortal’ regimentada como ‘∀x (x es mujer ⊃ x es mortal)’ no requiere que exista cosa alguna (suponiendo que las oraciones mismas no sean tema de T). Solo el uso de expresiones como ‘hay alguna’, transcriptas como ‘∃x’, lo hace. Pero esto abre la discusión acerca de si todo uso de ‘existe una’ y frases similares del lenguaje común tiene el mismo significado (al menos parcial) en todo contexto, y de si ese significado queda bien representado por el cuantificador existencial. Esto es parte de una discusión más general, fundamental y de resultado incierto, en torno a las condiciones de una regimentación adecuada de un lenguaje común. El objetivo no puede ser meramente el de uniformar la sintaxis o resolver ambigüedades: se requiere la clarificación del significado de las palabras lógicas. Esto nos lleva al segundo criterio de compromiso óntico, que se apoya precisamente en la determinación del significado de todos los cuantificadores.

Pero también en este caso, señala Simpson, la situación es discutible. Según el segundo criterio el compromiso es conceptualmente anterior a la afirmación de la teoría T, pues reside en la elección de un dominio no vacío para los signos que vayan a comportarse como variables en el lenguaje regimentado en el que se expresará T. ¿Pero cuál es el estatuto de esta elección? Si produce una oración que debe ser creída por quien afirma T (una oración con cuya afirmación queda comprometido), el criterio funciona como Quine necesita.2 Pero otros, por ejemplo Carnap, han sostenido que es solo una decisión pragmática acerca de qué tipo de lenguaje utilizar, que no conlleva ningún compromiso teórico con la existencia de entidades y que se justifica solo por sus frutos.3 Quizás esta posición deba demasiado a la manera en que se construyen los lenguajes formales. Habitualmente se especifica su sintaxis sin referencia a ninguna semántica. En un paso ulterior se determina un dominio no vacío y una función referencial. Hecho esto, una oración del lenguaje será verdadera si y solamente si resulta verdadera cierta oración metalingüística relativa a ese dominio y esa función. Sobre esta base, podría decirse que toda teoría expuesta en ese lenguaje presupone un dominio no vacío y tiene compromisos ónticos solo desde el punto de vista de una metateoría que usa otro lenguaje, pero ninguna teoría expuesta en el lenguaje-objeto implica ese tipo de compromiso.4 Sin embargo, lo que aquí está en juego es la tarea de regimentación de un lenguaje común, y esta tarea requiere un proceso de comprensión simultánea de la forma lógica de las oraciones de ese lenguaje común y de la semántica apropiada para ellas. No se regimenta imponiendo una estructura semántica externamente diseñada. Como se dijo párrafos atrás, en la regimentación, el significado de las palabras no lógicas viene dado, prima facie, por el lenguaje común. Quizás por consideraciones parecidas a estas, Simpson propone otra vía para eludir los compromisos que Quine quiere ver con su segundo criterio. En el §54 sugiere entender las variables al modo de Frege-Church:

El sentido de una variable es su concepto determinante (puede ser el concepto general de Individuo, o de Número, Objeto físico, etc.), y lo que corresponde a la denotación es el conjunto no vacío de objetos a los que se aplica el concepto determinante. Pero así como un nombre puede tener sentido y carecer de denotación, una variable queda perfectamente definida por su concepto determinante, aunque no existan objetos que sean sus valores. (Simpson, 1964: p. 254; 1975: pp. 181-182).

Este recurso podría simplificarse aún más si postergáramos el compromiso con entidades equivalentes a los sentidos fregeanos (como resultan aquí los conceptos determinantes) y, como medio de especificar el significado de las variables, solo acudiésemos a predicados del lenguaje común como ‘es individuo’, ‘es número’, ‘es objeto físico’, etc. Desde cierto punto de vista, esta opción, que también socava el interés del segundo criterio de Quine, está en línea con otras ideas quineanas: las que lo conducen a privilegiar la interpretación sustitutiva de los esquemas lógicos en la caracterización de las verdades lógicas. Para sostener el valor del criterio hay que acercarse a la idea de que la teoría de modelos puede servir en general para determinar el significado de los lenguajes de las teorías. Pero entre las teorías que deben considerarse están las teorías semánticas y respecto de ellas, veremos enseguida, la teoría de modelos no puede ser interpretativa.

El examen del primer criterio nos trajo, entre otros problemas, el de cómo establecer la adecuación de una regimentación de un lenguaje común, producida cuando nos interesa la cuestión de qué compromisos ónticos llegan con la afirmación de una teoría. En particular, la pregunta de si los sistemas extensionales son adecuados en general para esa tarea. El examen del segundo criterio condujo a la pregunta por el establecimiento del significado de los cuantificadores y de los signos lógicos en general. Y el carácter ubicuo de las frases lógicas y su potencial para la sistematización de lo que puede ser dicho conduce rápidamente desde la cuestión de su significación a la cuestión de la significación lingüística en general.

Veremos ahora un ejemplo de cómo una parte importante de la indagación lógico-semántica realizada en nuestro medio puede verse como una continuación del examen de problemas y líneas críticas expuestas y desarrolladas en Formas lógicas, realidad y significado.

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