Читать книгу En sayos analíticos - Alberto Moretti - Страница 14
II
ОглавлениеCuenta Rabossi. Tal como Kant lo propusiera, la filosofía surgió en la universidad diseñada por Wilhelm von Humboldt como una disciplina autónoma, secular, dedicada al ejercicio de la razón y a la búsqueda de la verdad. Y con el ímpetu del idealismo alemán apareció institucionalmente para ocupar el papel de ciencia fundamentadora del conocimiento científico. Una disciplina merecedora de ocupar un lugar dominante en la universidad: la Facultad de Filosofía. Esta institucionalización dio nueva forma a la práctica filosófica, generó al filósofo profesional, incluyendo la imposición de un lenguaje técnico, la creación de las primeras revistas especializadas, la fundación de asociaciones filosóficas, la convocatoria a reuniones de filósofos y la decantación de una preceptiva específica: el Canon. A mediados del siglo diecinueve el idealismo, a cuyo abrigo nació la facultad de filosofía, perdió vigencia y dejó a su disciplina universitaria sola frente a la consumación del proceso de ruptura entre las ciencias empíricas y la filosofía. Para colmo, en medio del éxito social de los científicos profesionales, requeridos por las nuevas industrias, que reforzaba su insubordinación ante la débil legalidad filosófica. Relegada de facto a ser una disciplina profesional más, ella, en cuyas razones estuvo la legitimidad de las otras, debía ahora, para sobrevivir, justificarse ante la comunidad científica. Era el momento del Canon. En el estatuto del filosofar legítimo residía la responsabilidad de la autonomía profesional, el sostén de la Facultad de Filosofía.
Pero la primera misión de un canon profesional es garantizar una práctica normal,3 un desarrollo de la disciplina donde pueda encontrarse suficiente consenso sobre objetivos, problemas propios, métodos aceptables, modos de evaluar proyectos y productos y criterios para resolver desacuerdos. Hacer de una disciplina una profesión. Básicamente, sostiene Rabossi (2008): “los cánones científicos cumplen su misión legitimadora tratando de maximizar el acuerdo comunitario” (p. 90). Sin embargo, recuerda: “Como bien sabemos […] La vida de la filosofía es tumultuosa y atípica. Lo mejor que puede decirse de la filosofía, como disciplina, es que es anómala, anormal” (p. 64). E identifica “la anomalía disciplinal de la filosofía con la falta de consenso más o menos amplio y permanente, la existencia de problemas crónicos y la persistencia de querellas insuperables” (p. 82). Cuando hay algo parecido a una práctica filosófica normal que abarca regiones amplias eso responde a factores extrafilosóficos como los que derivan de la distribución desigual de poder político-económico, pero en los últimos siglos nunca se ha visto una hegemonía plena. Hasta ahora han aparecido simultáneamente prácticas incompatibles y la experiencia también sugiere que ninguna puede mantenerse largo tiempo (Cap. 4). Y, fundamentalmente, Rabossi afirma que la causa de la anomalía no está en lo extraño de sus motivos, problemas y metas, ni en que se ocupa de cuestiones que provisoriamente quedan fuera de la posibilidad de recibir una respuesta definida, ni en diferencias insalvables de talante filosófico o de cosmovisiones generales basadas en formas de vida incompatibles, ni deriva de la dificultad en discernir los límites del pensar o del conocer, ni consiste tampoco en que aún no se ha encontrado el método correcto, ni, es de suponer, resulta de alguna combinación de estos factores. Nada de eso, en su opinión la causa se asienta en que “El Canon profesional está concebido de una manera tal que prohija la existencia de querellas insolubles” (p. 82), “Minimiza el acuerdo comunitario en vez de propiciarlo y maximiza la balcanización al incitar la producción de versiones alternativas, sin proveer criterios que permitan dirimir las oposiciones” (p. 90).4 Y bien ¿cómo actúa el Canon y dónde está?
El Canon “fija los límites dentro de los que es lícito moverse al caracterizar o definir lo que es y lo que no es filosofía […] las teorías y los sistemas filosóficos […] son sus versiones, es decir, las encarnaduras que genera la práctica teórica efectiva, las matrices teóricas que compiten para lograr establecer, digamos, una normalidad disciplinal de tipo kuhniano y constituirse en la versión canónica legítima” (p. 200). El Canon, pues, oficia de marco general para una hipotética definición filosófica de “filosofía”, y los sistemas y estilos profesionales efectivamente desarrollados en las instituciones deberían ser (en tanto productos de hecho enmarcados en el Canon) implícitas propuestas alternativas de definición. Que deberían serlo es obvio cuando se piensa que el Canon compendia “los rasgos constitutivos de su [de la filosofía] práctica efectiva” (p. 212),5 “las condiciones básicas a las que deben ajustarse la filosofía y el filosofar” (p. 76), que
[el Canon] está implícito en la práctica misma de la filosofía institucionalizada. Sus contenidos se infieren de las pautas curriculares vigentes, de las maneras como enseñamos filosofía y de los contenidos que les atribuimos, de lo que hacemos o decimos que hacemos cuando llevamos a cabo nuestro métier, de lo que tantos libros introductorios nos dicen que es la filosofía. Más aun, si se presta atención a lo que reconocemos que es la filosofía cuando nos encontramos en situaciones en las que sería improcedente o de mal gusto poner el acento en las diferencias (escenarios típicos: la fijación de la política editorial de ciertas revistas especializadas, las discusiones departamentales e interdepartamentales, los congresos nacionales o internacionales de filosofía) es fácil advertir que las propuestas coinciden en algo que se parece al Canon (p. 200).
La idea de Rabossi parece ser: cuando ante tanta divergencia de estilos y teorías generados por una misma aparente profesión buscamos un denominador más o menos común, un aire de familia, encontramos el Canon. Pero el Canon no puede realmente integrar esos estilos, sistemas y teorías en una misma familia. No es una contingencia corregible, la índole del Canon le hace imposible cumplir esa misión. No puede resolver el conflicto entre las propuestas de sentido emanadas por tan diversos estilos y sistemas. El Canon fracasa, lo que queremos llamar filosofía no es una profesión. Se nos revelan varias actividades fundamentalmente distintas. No en el sentido en que la ingeniería civil es distinta tarea que la del ingeniero electrónico, pues ambas tienen canónico derecho a inter-reconocerse como ingeniería. Pero si la deconstrucción define la filosofía entonces ni la ontología formal, ni la crítica trascendental, ni el análisis terapéutico, ni la dialéctica historicista, ni la escucha del ser o del pueblo, ni el cristianismo, ni la fenomenología, ni varias otras cosas son filosofía (y viceversas). Tal vez tengamos varias profesiones amparándose mutuamente, frente a los reclamos del mundo exterior académico y social, tras una misma palabra que aun mantiene cierto oscuro prestigio en la comunidad. Unidas por el espanto. Tal vez ni profesiones, sino rumias inerciales sin futuro decente sostenidas por personas que ya no pueden cambiar de empleo sin perder hacienda y autoestima.
Frente a quien recuerde las reiteradas admisiones de los “expertos” en filosofía acerca de que no está claro para ellos el carácter de su disciplina, seguidas de la maniobra encubridora que hace de esto un típico problema filosófico y, en consecuencia, una marca de la atipicidad (admirable) de la profesión, Rabossi señala que se trata de un eslogan falso:
La falsedad resulta de ignorar el peso de la dimensión institucional y de no prestar atención al comportamiento efectivo de los propios filósofos […] la presencia de la filosofía en el ámbito de las disciplinas universitarias exige, por necesidad, contar con una caracterización general que permita identificarla como tal. El Canon la provee (p. 203).
Los ungidos universitariamente como filósofos no deberían alegar ignorancia de que su status implica suficiente claridad sobre las características de su trabajo. Algo que se revela cuando, ante la mirada de la comunidad, todos
exhibimos nuestra pertenencia a una disciplina auténtica con dominio propio, problemas específicos, propuestas metodológicas, objetivos visualizables, valores y una historia eminente. Esto […] nos permite presentarnos ante el mundo como prácticos serios de una disciplina seria. Sería catastrófico si no fuera así. Sería mortal para nuestros intereses si no pudiéramos ostentar este consenso acerca de la disciplina (p. 203).
Rabossi construye un sentido de “filosofía”, dependiente de la idea de profesión, que explica el uso de esa palabra dentro de la comunidad. Sostiene, además, que los miembros de la secta así aludida también usan ese sentido cuando tratan con los bárbaros, porque si no lo hicieran perderían su reconocimiento público y, con ello, su salario. Pero entonces están obligados a elaborar un sentido de “filosofía” compatible con aquel, en particular, uno que los siga cobijando a todos. Podrían alegar que es una tarea tan difícil (incluso podrían asimilarla al descubrimiento de la naturaleza humana) que necesitan más que los dos siglos o los veinticinco siglos transcurridos en el empeño, que tal vez requieran un lapso indefinido de tiempo para completarla. Pero en este punto Rabossi tiene algo que objetar: ni la eternidad les va a alcanzar. Porque el sentido común de la palabra exige un canon y el que adoptaron los filósofos reclamados profesionales imposibilita aquel logro. Bajo ese Canon no puede haber un sentido filosófico de “filosofía” que los una profesionalmente. Virtualmente cada uno de los rasgos del Canon, según el análisis de Rabossi, lo conducen al desastre. En tal situación, si excluimos una de las opciones más interesantes: el cambio de organización de la comunidad, aparecen enseguida algunas otras: bregar por el destierro de muchas subsectas (quizás todas menos la de uno) y embarcarse, probablemente, en una campaña de concientización pública; admitir la pérdida de la condición profesional y el peligro de la expulsión del paraíso (¡ay!) universitario; modificar el Canon, esto es, encarar el trabajo siempre difícil de trastornar las maneras acostumbradas; cambiar la idea de profesión y trabajar para que los demás lo admitan; encontrar un sustituto de esta idea que permita mantener el reconocimiento público y sus agradables consecuencias.
La tesis de Rabossi, en la versión extrema que acabo de presentar, depende, entre otras, de dos cosas: que su identificación del Canon sea correcta y que el Canon, en efecto, implique la anormalidad disciplinal. Concediendo muchos de sus puntos, en honor a la brevedad y a mi ignorancia, trataré de ver si es posible sostener: (1) que las críticas que Rabossi formula a cada uno de los preceptos del Canon tal como lo reconstruye (en adelante CR) no ofrecen una base suficiente para mostrar su fracaso, (2) que CR merece algún reparo en tanto se presente como destilado conceptual de la práctica efectiva que en los últimos dos siglos se considera filosofía y (3) que cuando CR se repara para que sea el Canon genuino, implica la anomalía disciplinal perpetua. También compartiré, en buena medida, lo que me parece Rabossi, cautelosamente, propone: buscar “una concepción del quehacer filosófico que dé cabida al pluralismo doctrinario y permita superar, al mismo tiempo, el problema del disenso” (p. 207), “una manera distinta de pensar la filosofía” (p. 213) que, presumiblemente, la haga digna de aliento público.