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Hermenéutica*

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Decir de algún suceso u objeto que es una expresión lingüística implica atribuirle significatividad y plantea la cuestión de entenderlo. Genera una situación que suele describirse como el problema de atribuirle algún significado más o menos determinado. Problema que se agudiza a medida que crece la importancia del texto para quienes sean sus intérpretes, y a medida que, entre intérpretes y productores del texto, aumenta la distancia espacio-temporal y la distancia cultural y lingüística. Podemos llamar teoría de la interpretación al resultado de reflexionar sobre las condiciones y modos de resolución de este problema. Los puntos de vista que en las discusiones actuales acerca de las ciencias sociales se agrupan bajo el nombre hermenéutica pueden remontarse a los esfuerzos que los teólogos y juristas de la Europa del siglo XVI hicieron por desarrollar teorías y técnicas para la interpretación de textos religiosos y jurídicos, en el marco de las controversias político-teológicas motivadas por la Reforma: ya no les era sencillo entender la palabra de Dios que, sin embargo, todos debían respetar. El desarrollo de ese momento inicial condujo, previsiblemente, a una teoría general de la interpretación de los textos, que en la obra de Friedrich Schleiermacher (1768-1834) alcanzó su forma más influyente.

Es parte del sentido común, desde hace siglos, considerar que los textos y discursos son acciones y productos humanos cuya característica básica es la de poseer significado. Dado el papel que estos acontecimientos han tenido en la historia humana, no es difícil comprender la tendencia a generalizar la atribución de esta propiedad a la mayoría de las acciones y productos humanos interesantes. Con lo cual, la cuestión de la interpretación adquiere importancia decisiva para discutir la posibilidad de elaborar teorías o discursos iluminadores acerca de procesos intersubjetivos, sociales e históricos. El modelo de la interpretación de textos en general pasa a ser modelo de la comprensión de toda acción humana.

A comienzos del siglo XIX, y a partir de los éxitos de la actitud científica ante el mundo “natural” (impulsada por Galileo y Descartes, y con la mecánica newtoniana como logro mayor), surge el intento por generar teorías científicas acerca del mundo humano. No es de extrañar que las primeras reflexiones sobre los fundamentos y métodos de estas ciencias sociales o humanas siguieran de cerca las que suscitaban las ciencias naturales. Tal era la vía del positivismo comtiano. Quienes fueron sensibles a la tradición hermenéutica sostuvieron la inadecuación del análisis positivista de la cientificidad de las teorías sociales. Wilhelm Dilthey (1833-1911) es el representante de esta reacción, que cobró fuerza a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

La disputa ha tenido variados matices, agudizados por los desfasajes en la comprensión mutua. Es posible sostener que muchas de las críticas de Heinrich Rickert o Edmund Husserl (deudores de la tradición hermenéutica) al modelo naturalista no son efectivas respecto de los desarrollos de sus contemporáneos neopositivistas. Y, recíprocamente, cuando representantes de esta línea, como Abel o Hempel, critican el enfoque hermenéutico, muchas veces parece que no hubieran reparado en las posiciones más recientes de hermeneutas y filohermeneutas.

La veta kantiana del pensamiento de Schleiermacher motivó su búsqueda de una teoría general y un repertorio de reglas interpretativas universales. Del romanticismo alemán tomó la idea de un inconsciente creador que se manifiesta en todos los individuos, aunque de manera excepcional en algunos. La comprensión, pensaba, tiene lugar cuando el intérprete logra recrear en su conciencia el pensamiento expresado en el texto. Debe hacerse presente a la conciencia no sólo lo que el texto tiene en común con otros, algo para cuya comprensión pueden establecerse reglas, sino también, mediante un acto adivinatorio, recrear el acto individual que produjo el texto. Dado que mediante ese acto productor se manifestó el inconsciente del que también participa el intérprete, se pretende que este pueda obtener una mejor comprensión del texto que la lograda por el propio autor. La comprensión, por otra parte, procede circularmente, tal como lo habían señalado los teólogos y los filólogos clásicos. Se supone que el significado del todo depende del de las partes, pero que no puede captarse cabalmente el significado de las partes antes de haber captado el significado del todo que componen. Además, cualquier delimitación de una totalidad es meramente provisoria ya que, cada vez, se la puede integrar en un todo más abarcador. La coherencia entre las partes y los todos aparece como el único criterio para evaluar las interpretaciones.

Dilthey, más tarde, enfatizó el papel de la intelección de los textos, no sólo ni prioritariamente como construcciones literarias referidas a las intenciones individuales, sino especialmente como modo de comprender la historia. La hermenéutica resulta la clave de la historiografía y el fundamento de su cientificidad. Los fenómenos espirituales son, en su opinión, de índole esencialmente diferente a la de los naturales. A diferencia de estos, que sólo podrían captarse por mediación de los sentidos externos y por construcción de hipótesis, la vida del espíritu nos es dada originariamente y resulta comprensible en su totalidad, a través de la comprensión de sus manifestaciones estructuradas en nexos históricos. Estos nexos ya no son producto de actos o vivencias propias de individuos particulares, pero pueden ser comprendidos y, así, conocidos. Ese conocimiento no se alcanza por una mera constatación de hechos: se ha de partir de las propias vivencias del historiador para integrarlas en totalidades históricas comprensibles, mediante aplicación de la “técnica de interpretación de testimonios escritos”. Dilthey confiaba en que la secuencia de ampliaciones del círculo hermenéutico, aplicada especialmente a partir de las manifestaciones vitales fijadas en los textos, condujera al conocimiento objetivo de la historia, que no podría lograrse de otro modo. Bajo la influencia de Hegel, pensaba que los condicionamientos del punto de partida de la interpretación desaparecerían, idealmente, al alcanzarse el saber absoluto dado por la autoconciencia del espíritu.

Durante la década de los cincuenta, Hans-Georg Gadamer (nacido en 1900) incorporó un nuevo tono a la tradición hermenéutica. En líneas generales, su enfoque se centra en la ontología, relegando los problemas epistemológicos que habían aparecido en primer plano en los principales autores precedentes. Desestima, en particular, la importancia del método y aun la viabilidad de un concepto de objetividad propios de las ciencias humanas. Apoyado en las ideas tempranas de Martin Heidegger (1889-1976), sostiene que el comprender no es originariamente un modo de conocer sino un modo de ser. No puede plantearse la pregunta por la índole de la comprensión, sin antes analizar la índole del ser que existe comprendiendo. El existente humano es en el mundo. Su modo de ser consiste en tener una comprensión previa (a todo conocimiento) de los entes, los otros existentes humanos y de sí mismo. Sobre esta base se constituye cualquier interpretación y todo conocimiento. Esa precomprensión obliga siempre a que lo que se presenta a la conciencia, lo haga preconfigurado como algo de cierto tipo, un tipo provisto por el sedimento de experiencias pasadas y la expectación de experiencias futuras. Pre-tendemos que lo que se presenta es una herramienta y no una mera piedra; un ciudadano y no un primate. Lo que así se interpreta no es, entonces, en primer lugar, un objeto de conocimiento, sino un nexo de sentidos. Y la interpretación, por su anclaje en ese ser en el mundo, tiene una estructura de anticipación compuesta por una previa posesión de un todo, en el que se integra el ente a interpretar, una previa limitación de las posibilidades de interpretación y una preinterpretación producto de las interpretaciones pasadas. Anticipación de sentido determinada por la comunidad y la tradición cultural del intérprete.

El círculo hermenéutico metódico, según esto, está fundado en ese círculo hermenéutico ontológico. Pero entonces no es posible evitar las presuposiciones particulares de cualquier interpretación. No podemos recrear el acto creador de sentido que produjo el texto, porque nuestras presuposiciones han sido parcialmente constituidas por la historia de los efectos de ese acto, y son entonces necesariamente diferentes de las que le dieron lugar. La conciencia en general, y la autoconciencia en particular, está expuesta a los efectos de la historia. La objetividad diltheyana es inalcanzable. Por otra parte, en tanto el saber que la interpretación procura involucra esencialmente las peculiaridades del intérprete y su interrelación con los otros, participa del carácter de lo que suele llamarse sabiduría práctica, phrónesis. Supone deliberación atenta a lo peculiar de la situación, y determinante de la acción. Deliberación en la que es inevitable seguir alguna de las interpretaciones contextualmente disponibles, en desmedro de las otras, haciéndose responsable por lo que de eso derive. Las limitaciones y aperturas interpretativas operantes en cada situación establecen lo que Gadamer llama un horizonte, que está en permanente cambio, en consonancia con las interpretaciones proyectadas desde la situación. Interpretar es procurar una fusión entre el horizonte del intérprete y el propio del texto, del otro o de la cultura; siendo los vínculos históricos –que nos hacen herederos de las experiencias anteriores– lo que posibilita esa fusión.

Gadamer sostiene que, en razón de su estructura ontológica, toda experiencia del existente humano se caracteriza por su lingüisticidad. Al mundo no puede accederse más que según el modo de la comprensión, que se manifiesta claramente en las situaciones de entendimiento mutuo a través del diálogo. El énfasis gadameriano en la herencia histórica y las tradiciones culturales ha sido propagado por Richard Rorty desde fines de los años setenta y con éxito creciente, en ámbitos alejados de la corriente hermenéutica (éxito vinculado con la profundidad de las ideas en juego, pero también con el poder económico-académico de ciertos centros). Dicho énfasis, sin embargo, invita a pensar la posibilidad de que el enfoque hermenéutico descuide considerar las desigualdades entre los participantes de las culturas, haciendo que el diálogo hermenéutico encubra y conserve discutibles relaciones de poder. Algo como esto ha objetado Jürgen Habermas. Forma parte de la comprensión que podamos tener de una comunidad, el comprender cómo se autocomprenden sus partícipes (individual o colectivamente). Pero pensadores como Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud mostraron la razonabilidad de sospechar de la capacidad de los propios agentes sociales para captar, adecuadamente, sus motivos o el carácter de los marcos institucionales e históricos en que se desarrollan. Sin que esto implique creer en la existencia de algún punto de mira inmune a la esencial contingencia de la situación histórica. Paul Ricoeur (nacido en 1913) es, dentro de la tradición hermenéutica, especialmente sensible a este interjuego de recreación y crítica, que anima la empresa interpretativa. La discusión, desde luego, es compleja.

Si ahora nos restringimos al nivel epistemológico, vemos planteado un conflicto de enfoques en relación con los fundamentos de las ciencias humanas y sociales. Por un lado la tradición hermenéutica que acabamos de recordar muy someramente, y de la que participan pensadores como Max Weber o Alfred Schütz. Por el otro el enfoque naturalista, que subyace a los desarrollos en teoría de la ciencia que forman lo que algunos llaman la “concepción heredada”, expresada parcialmente en autores como Karl Popper, Carl Hempel o Imre Lakatos. Si hubiese que elegir un punto fundamental para enfocar la divergencia, este sería la cuestión de si el modelo de la explicación como una inferencia (deductiva o inductiva) a partir de leyes generales (determinísticas o probabilísticas), debe ser el paradigma que guíe la construcción de teorías en el ámbito de las ciencias humanas, o si siquiera es aplicable en él.

Es una fuerte tendencia de la posición naturalista la de equiparar la propuesta de una interpretación, con la formulación de una hipótesis que luego tiene que ser confirmada por datos adicionales. Complementada, habitualmente, con la creencia de que el proceso que conduce a la interpretación, carece de importancia para caracterizar el valor epistémico de la hipótesis interpretativa. Este enfoque se apoya en la observación de la manera como los hermeneutas tratan los problemas de la aceptabilidad de una interpretación, y de la elección entre interpretaciones divergentes. Los naturalistas ven aquí, como en el ámbito natural, el recurso a la simplicidad y a la coherencia, especialmente en relación con las consecuencias de la interpretación respecto de cuerpos cada vez más amplios de fenómenos, vale decir, a medida que se trata de integrarla como parte de la interpretación de una estructura mayor.

La discusión de este punto es prolongada. Hagamos sólo dos observaciones. Debe notarse, en primer lugar, que las hipótesis típicas de las ciencias naturales son de carácter legal, son alguna clase de generalización (universal, probabilística, existencial), en tanto que no es ese el carácter típico de las interpretaciones. Y si del presunto método explicativo de las ciencias naturales se elimina la necesidad de recurrir a leyes (en alguna instancia de la cadena explicativa), entonces lo que resulta tiene un grado de abstracción que dice muy poco para caracterizar esa empresa intelectual (parece poco más que recomendar: imagine algo y vea si sirve; o, quizás: argumente). En segundo lugar, aún si el método hermenéutico fuese un caso especial del método de conjeturas y refutaciones, el tipo de fenómeno al que se aplica (esto es, fenómenos que exhiben una significatividad de la clase ejemplificada cuando un agente humano expresa lingüísticamente creencias y deseos) es, prima facie, muy diferente del de los fenómenos “naturales”. Y esa diferencia, que origina la existencia de interrelaciones de significados entre el investigador y lo(s) investigado(s), puede rápidamente obligar a generar complejas hipótesis, para tomar en cuenta los efectos de las hipótesis mismas (incluidas éstas) sobre la acción de unos y otros. E hipótesis no menos arriesgadas sobre condiciones de racionalidad de los agentes, que suelen requerir una distinción crucial entre causas y razones para actuar, planteando la necesidad de estar en condiciones de imaginar lo que los agentes ven como posibilidades de acción, y de tomar en cuenta el carácter fuertemente normativo de la aplicación de los conceptos involucrados en la caracterización de las acciones. Además, esa diferencia de objetos, también puede producir un cambio radical en lo que cabría llamar el modo de recolección de datos, que no sería ya resultado de la mera observación, sino que requeriría comunicación con “los investigados”, y con eso, la comprensión de su lenguaje y su cultura. Estas interpretaciones, constitutivas de los datos, no operarían como hipótesis dentro de la teoría que pretendiera explicarlos sino, weberianamente, como orientadoras de la formulación de esas hipótesis. En especial, al construir una teoría acerca de la circulación de significados en una comunidad, esto es, una que permita comprender lo que sus miembros se dicen, la confianza en los datos necesarios para elaborarla y ponerla a prueba enseguida dependerá de cuán confiable sea la teoría interpretativa que se requirió para obtenerlos. Pero esta teoría, si no es idéntica, es parte de la teoría cuya credibilidad será juzgada, precisamente, por esa clase de datos; generándose un movimiento circular, que parece del tipo proscripto por la metodología de la concepción naturalista de las teorías científicas.

Durante las últimas décadas ha habido una aproximación entre los puntos de vista hermenéutico y naturalista. Las discusiones en torno a la explicación de las acciones humanas, aún las restringidas a elucidar las bases lógicas del llamado silogismo práctico, influyeron sin duda para producirla. Pero en buena medida, el acercamiento ha derivado de la complejización de los análisis de la epistemología de las ciencias naturales. Las “nuevas” filosofías de la ciencia estuvieron conectadas, precisamente, con un nuevo tratamiento de los problemas semánticos de los lenguajes de estas ciencias, que dio mayor relieve al papel de la intersubjetividad y la acción en la constitución de los significados. Los problemas asociados con la tesis de la inevitable “carga teórica” de los términos observacionales, o la cuestión de la conmensurabilidad de los lenguajes de teorías muy divergentes respecto de lo que parecía ser el mismo tema, son algunos casos paradigmáticos. Un resultado de este movimiento ha sido el reconocimiento, dentro de la filosofía de la ciencia natural, de problemas similares a los considerados típicos del estudio de las ciencias sociales. Destacando, por ejemplo, la cuestión del papel de la actividad intersubjetiva –con su carga habitual de holismo, teleología y dialéctica– en la determinación de los fenómenos para los cuales se procura una teoría explicativa objetiva. Sin duda, dentro de lo que cabe llamar filosofía analítica del lenguaje, la obra de Ludwig Wittgenstein (1889-1951) y la de John Langshaw Austin (1911-1960) deben mencionarse entre las que contribuyeron a estos cambios. Baste recordar el efecto multiplicador de nociones como la del lenguaje como forma de vida, o de la teoría austiniana de los actos de habla, o de los principios griceanos de racionalidad comunicativa. Pero también el holismo propugnado por William Van Orman Quine (nacido en 1908) para el análisis del lenguaje, especialmente tal como fue desarrollado por Donald Davidson (nacido en 1917), es de especial interés en este contexto.

En el centro del análisis de la significatividad lingüística, Quine puso la noción de traducción, que no era sino una forma de pensar las condiciones que hacen posible la intelección de lo dicho por alguien. Pensó que esa comprensión sólo puede alcanzarse a través de conjeturas parciales provisorias, cuya persistencia, modificación o rechazo dependen de su capacidad para integrarse en una teoría interpretativa del lenguaje total de la comunidad de hablantes que se busca entender. A su vez, el criterio de aceptación de esa teoría global no puede ser otro que su eficacia para permitirle, al intérprete, participar fluidamente en los diálogos de la comunidad. Al estudiar la manera holística como ha de ir construyéndose semejante teoría, Quine creyó advertir motivos para pensar que, en cada caso, existe más de una teoría satisfactoria, y que dos teorías pueden ser adecuadas a pesar de ser incompatibles entre sí. Sobre esta base apoyó su tesis de la indeterminación de la traducción y, aún, de la referencia. Hilary Putnam, tiempo después, sostuvo que es posible dar una prueba formal (y no tan sólo un argumento plausible) de que la indeterminación es inevitable. Davidson continuó esta línea de dos maneras principales. En primer lugar, argumentó en favor de que la forma general de una teoría interpretativa (esto es, una que –por así decir– atribuya significados a todas las expresiones del lenguaje) es la misma que exhibe la caracterización de la noción de verdad debida a Alfred Tarski, que desempeña un papel fundamental en la estructuración semántica de los lenguajes ideales, utilizados para determinar las relaciones lógicas constitutivas de los lenguajes naturales. De esta manera la teoría de la interpretación adquiere un sorprendente grado de sistematicidad. En segundo lugar, sostuvo que tal teoría es inseparable de una teoría que tenga por objetivo atribuir a los hablantes creencias, intenciones, expectativas y, en general, actitudes proposicionales (vale decir, estados mentales con contenido semántico). El conjunto de estas atribuciones ha de respetar ciertas restricciones de racionalidad, difusamente aludidas por el llamado principio de caridad interpretativa. Aunque este planteo no implica univocidad, se pretende que una de sus consecuencias sea la reducción de las alternativas teóricas. Los desarrollos davidsonianos produjeron una caracterización bastante determinada de la tarea interpretativa, clarificando, consecuentemente, la discusión tanto del criterio de aceptabilidad de interpretaciones cuanto de la estructura y dinámica de los sistemas interpretativos.

Como se ve, ni los naturalistas ni los hermeneutas forman una escuela definida o sostienen tesis siempre compatibles. Tampoco es uniforme el examen del lenguaje producido dentro de la tradición no hermenéutica, que llamamos analítica. Es destacable, sin embargo, la proximidad en los planteos más generales sobre la interpretación que encontramos entre los hermeneutas y buena parte de los analíticos influyentes. El interés aumenta cuando se advierte que la vinculación ocurre a pesar de las grandes diferencias en enfoque, recursos y precisiones conceptuales y modos argumentativos vigentes en ambas tradiciones. Es posible que lleguen a interpretarse, es decir, a entenderse un poco y mejorarse mutuamente.

Véanse:

Davidson, D. (1990), De la verdad y de la interpretación, Barcelona: Gedisa (orig. 1984).

Dilthey, W. (1944), El mundo histórico, México: FCE (orig. 1913).

Gadamer, H. G. (1977), Verdad y método, Salamanca: Sígueme (orig. 1960).

Heidegger, M. (1998), Ser y tiempo, Santiago de Chile: Editorial Universitaria (orig. 1927).

Quine, W. (1968), Palabra y objeto, Barcelona: Labor (orig. 1960).

Ricoeur, P. (1995), Teoría de la interpretación, México: Siglo XXI (orig. 1976).

Rorty, R. (1983), La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid: Cátedra (orig. 1979).

Winch., P. (1972), Ciencia social y filosofía, Buenos Aires: Amorrortu (orig. 1958).

Wright, G. H. von (1979). Explicación y comprensión, Madrid: Alianza (orig. 1971).

* Apareció en Di Tella, T. (comp.), Diccionario de ciencias, sociales y políticas, Buenos Aires: Emecé, 2001.

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