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III

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La enumeración que sigue es una reformulación de CR que tiene por objetivo obviar algunos rasgos de la presentación de Rabossi que me ofrecen dudas pero que no me parecen esenciales para sus propósitos. Así, CR será: (1) La filosofía tiene un dominio propio de problemas fundamentales hacia los que confluyen todos los problemas sobre los que se filosofa. (2) La filosofía es, principalmente, búsqueda de respuestas a esos problemas. (3) Las respuestas correctas a los problemas filosóficos constituyen un saber integrado por verdades necesarias y a priori. (4) Para responder a los problemas filosóficos se requieren conceptos especialmente construidos. Estos conceptos pueden determinar un dominio de entidades o temas propio de la indagación filosófica. (5) El diálogo racional es el método filosófico fundamental. (6) De la respuesta a los problemas filosóficos depende la justificación de todo conocimiento y de toda acción. Por ende, la filosofía no depende de ningún pretendido conocimiento independiente del saber filosófico. (7) Filosofar es estar obligado, por la razón, a defender las ideas que han pasado la prueba de la crítica racional. Esto exige la identificación de problemas filosóficos en distintos ámbitos de la vida humana, lo que, a su vez, suele exigir el desarrollo de áreas filosóficas específicas cuyo cultivo exige especialización. (8) La práctica de las disciplinas no filosóficas no requiere, en general, el conocimiento de la historia de la disciplina, pero la filosofía tiene relación esencial con su historia. La filosofía empezó hace unos dos mil quinientos años.

Es de suponer que la índole de lo aquí reconstruido (un conjunto de preceptos implícitos en la práctica) y del proceso de reconstrucción (un examen lúcido pero somero y sin la pretensión de lograr un tratado “minuciosamente argumentado, con cientos de notas al pie de página e interminables referencias bibliográficas” (p. 12)) no hace de este octólogo un conjunto de condiciones necesarias para ser canónico, aunque ha de pretenderse, desde luego, que para serlo se respete hasta cierto punto, variable según los casos, una cantidad suficiente de mandamientos.

Rabossi alega que cada uno de estos rasgos adolece de un defecto que hace extensivo al conjunto: permite interpretaciones incompatibles y no da pautas para resolver el eventual conflicto. Pero me parece que lo primero está en la naturaleza de lo que se presenta como mero marco general para un tipo de actividad: el tipo tiene casos, no está claro cuáles o cuántos y los postulantes pueden excluirse. Tampoco es menester que cada rasgo incluya pautas para disminuir los casos del tipo a que da lugar, basta con que algún precepto se encargue de la tarea en general.

Consideremos el presunto dominio propio de entidades o temas acerca de las que se filosofa. Rabossi enumera candidatos: conceptos, entidades abstractas, ideas, esencias, significados, convenciones, reglas, procesos histórico-sociales, la realidad, el ser, lo a priori, el espíritu, la naturaleza. Y dice “es obvio que se carece de criterios mínimamente consensuados para decidir la cuestión”. Pero ¿qué cuestión hay que decidir? Aquellos temas o “entidades” que no puedan reducirse a otras de la lista pueden formar parte de un conjunto generoso de elementos despojados de pretensiones de exclusividad.

Respecto de la propiedad filosófica de ciertos grandes problemas pretendidamente eternos (por ejemplo: acerca del conocimiento, la realidad, los valores, el yo, el libre albedrío, el significado) Rabossi reprocha que no hay consenso acerca de su contenido o la manera de abordarlos y que, todo indica, no son resolubles. Por ende, concluye, “no son problemas en un sentido estándar” y, además, “No hay una propuesta creíble que permita dar sentido a la noción de problema filosófico canónica” (p. 78). Sin embargo, la falta de consenso acerca del contenido de un presunto problema no lo hace vacío, ya que no impide que haya propuestas acerca de su contenido y de la manera de abordarlo y consecuentes respuestas más o menos compartidas. Y aún admitiendo por un momento que la resolubilidad sea un componente de la condición de problema (¿no habrá tesis inteligibles acerca de la irresolubilidad de ciertos problemas?) debe advertirse que esa es una noción modal de difícil aplicación sobre la base de un conjunto (muy) finito de hechos. Tratar de dar solución a un problema demostradamente irresoluble no es sensato, pero no es fácil estar seguros de que un problema sea irresoluble. “Conocimiento” es ejemplo de palabra habitual en el planteo de presuntos problemas perennes. Con esa palabra traducimos otras, de otras lenguas o culturas. También con esa palabra “traducimos” esa “misma” palabra cuando es usada por otro en otras épocas de nuestra cultura (y, estrictamente, también en esta época y también respecto de nosotros mismos). En nuestra palabra resuenan6 otras (y con eso, otras experiencias y conceptos y creencias) que, en general, no serán las que resuenen junto con las que tradujimos por ella. Pero eso no excluye la importancia, para nuestra autocomprensión tanto como para la comprensión de esos otros, de comparar ambos grupos de palabras, experiencias, conceptos y afirmaciones. Por lo demás si, por ejemplo, el “problema del conocimiento”, como tal, no se plantease nunca ya que en cada caso debe reformularse en términos más precisos, esto no desecha la formulación ambigua o confusa, que puede continuar marcando la necesidad de revisar el modo especial en que se le dio contenido y de considerar la posibilidad de que haya otros problemas estrechamente relacionados con el planteado por la reformulación provisoriamente elegida.7 Por otra parte, para cualquier estado del conocimiento es posible, y racional, pedir razones a favor de sus principios, métodos y evidencias (sin prejuzgar que las habrá buenas). Probablemente siempre habrá supuestos, la tarea es advertirlos e intentar ponerlos en duda o cambiarlos. No hace falta creer que hay problemas perennes u omnipresentes, basta creer que siempre tendremos problemas últimos.8 Otra vez el peso de la objeción de Rabossi recae en la aparente ausencia de un método de decisión, ahora respecto de las varias propuestas de reformulación de problemas últimos.

El criterio pedido no puede ser un algoritmo que encuentre o que elija sólo una propuesta. Las prácticas científicas modernas son los ámbitos que han modelado la noción de profesión utilizada en el sentido común contemporáneo de “filosofía”. Lo hicieron debido a la acción conjunta de su éxito social, la contigüidad histórica de su formación como ámbitos académicos con el surgimiento de la filosofía universitaria, y la creciente sospecha social acerca del valor de la filosofía. Pero en esos terrenos científicos no hay algoritmos tales, hay, a veces, un difuso consenso, que nadie se preocupa por aclarar, sobre cuál es, en cada estadio, la formulación más útil o sugerente o fructífera para seguir adelante en el examen de un problema y/o para efectuar predicciones exitosas.9 Según CR el método filosófico es el diálogo racional, el cotejo y evaluación, preferentemente con otros, de razones o relatos. Los muchos métodos aludidos por Rabossi: dialéctico, fenomenológico, hipotético-deductivo, analítico, hermenéutico, deconstructivo, arqueológico, entre otros, serían versiones específicas de aquel tipo general, ninguna de las cuales queda descartada ni especialmente señalada por el método general, pero que conducen a verdades incompatibles entre sí. Y si algún precepto de CR da pautas para elegir entre opciones filosóficas del tipo que sean, es el que establece este método general. Por tanto, aquí sí estamos ante un precepto que parece obligado a no tener el defecto de permitir versiones incompatibles sin mostrar cómo elegir entre ellas. En este caso la incompatibilidad entre métodos se infiere de la incompatibilidad de los resultados de su uso. Pero si las diversas formulaciones de los problemas dan lugar a problemas o preguntas diferentes y, como parece, el modo de reformulación está estrechamente ligado a los conceptos y métodos de examen que se privilegien, no resulta claro cómo puede establecerse que las diversas verdades alegadas sean incompatibles entre sí. Esto debilita fuertemente la presunción de que se necesita especificar de modo unívoco una versión detallada del hipotéticamente necesario método filosófico.

Es cierto que el diálogo racional no es propiedad privada de los que filosofan, pero la especificidad de la filosofía no requiere la especificidad de método general, aunque promueva la aparición de métodos específicamente filosóficos pero de aplicación restringida. La especificidad puede depender de una combinación de rasgos (temas, problemas, métodos, actitudes). También es cierto que las condiciones para que seres como nosotros podamos producir un diálogo racional lo hacen menos frecuente de lo deseable por CR. Y la dificultad se agrava cuando se pretende dialogar acerca de la pertinencia o importancia relativa de temas, problemas, métodos o actitudes radicalmente diferentes. Por ejemplo, acerca de en qué consiste un diálogo racional y filosófico. En este último caso Rabossi dirá, seguramente, que el diálogo racional es imposible. Si la situación fuera tal que los protagonistas no compartiesen un conjunto importante de presuposiciones y sin embargo esperasen lograr personalmente algún acuerdo, el caso parecería terminal. No compartirían, es cierto, vocabulario teórico suficiente pero, no obstante, tratándose de una pregunta última, podrían recurrir al lenguaje que tengan en común (¿o acaso no podrán hablar entre sí en modo alguno?) y deponer la expectativa de ser ellos, personalmente, quienes claramente resuelvan, mitiguen o disuelvan la diferencia: el diálogo racional, dicho esto en vena canónica, lo realiza la razón consigo misma, los dialogantes son sus instrumentos ocasionales. Y, hasta aquí, nada impide que la razón cambie a medida que discurre; no estamos obligados a una razón inmóvil, completamente autónoma y transparente para sí misma.10 Esforzarse por mellar la legitimidad filosófica de lo que otros hacen puede responder a intereses variados, pero también puede servir a la clarificación de los dialogantes, presentes o futuros (no todo lo que los hablantes hacen con lo que dicen es algo que quisieron hacer). Y, fundamentalmente, los dialogantes no necesitan presuponer que hay un modo objetivo de decidir la cuestión en los términos en que se está planteando (aunque frecuentemente esta sea la presuposición que la debilidad individual reclame). Siempre parece posible construir conjuntamente nuevos lenguajes teóricos y dialogar con ellos. Conversiones, se dirá, a nuevos modos de ver las cosas (las cosas “últimas”); acontecimientos similares a otros de tipo político, religioso o artístico. Tal vez, pero no debe olvidarse que habrán sido conversiones deudoras de esfuerzos dialógicos racionales, reflexivos. Ser dialogante racional es admitir que no todo da igual en toda circunstancia,11 pero admitir también que puede ser difícil, allí mismo, saber si algo es peor o si acaso sería mejor cambiar de tema. Ser filósofo, por otra parte, no se agota en ser dialogante racional.

Las consideraciones precedentes intentan mostrar que las críticas que Rabossi dirige a los preceptos canónicos no garantizan suficientemente la conclusión de que CR es intrínsecamente incapaz de propiciar períodos de normalidad disciplinal. En consecuencia, tampoco avalan adecuadamente la conclusión de que la filosofía tal como la conocemos, la filosofía universitaria, no constituye una genuina disciplina profesional, al menos teleológicamente.12 Sin embargo, la reconstrucción rabossiana del marco general de la filosofía universitaria omite lo que, me parece, es su precepto fundamental. Se trata de la recomendación de una actitud tantas veces aludida que puede parecer ocioso destacarla. El precepto cero: todo principio, método, regla, tesis, concepto, acción o disposición es cuestionable por la razón.13 Incluso este precepto, claro. Conviene observar que la disposición a cuestionar algo14 no presupone que han de hallarse buenos motivos en su contra; un resultado del cuestionamiento, provisorio como todos, puede ser su conservación fortalecida. Tampoco se trata de una exhortación para lanzarse compulsivamente a poner en duda cualquier cosa; el movimiento dependerá, seguramente, de alguna experiencia o motivo vital para dudar y criticar y no de un mero juego con posibilidades formales, más o menos arbitrario, fugaz y ajeno. No es superfluo observar que, para ser filósofo, las consecuencias de la cuestionabilidad de toda acción o disposición pueden ser serias: enunciar tesis o relatos filosóficos puede evitarse, pero estar, actuar, en el mundo (y ‘mundo’ se dice de muchas maneras) no puede evitarse. Quizás el mejor lugar para ver este principio operando implícitamente esté en la insistencia de la filosofía universitaria por adjudicarse un pasado de dos mil quinientos años. ¿Quién redacta la Historia15 de la filosofía? Dice Rabossi:

Desde Diógenes Laercio en más, en las circunstancias y los contextos más variados, movidos por ideas e intereses muy diferentes, distintas personas se interesaron en relatar e interpretar los antecedentes de lo que en esos contextos dieron en llamar “filosofía”. Esto es lo real, lo concreto. Pretender lo contrario implica sostener que esas personas compartieron, de una manera misteriosa, un mismo criterio para decidir a priori qué es y qué no es filosofía […] (p. 168).

Y completa:

Ante un panorama tal se hace difícil entrever la existencia diacrónica de una disciplina que dé cuenta de un mismo objeto teórico, persiga finalidades parecidas y se valga de métodos equiparables. No es exagerado decir, pues, que la Historia de la filosofía qua clase natural disciplinal, no existe (p. 168).

Que la Historia-de-la-filosofía qua clase natural disciplinal no haya comenzado en el siglo tres no implica que la-filosofía-qua clase-natural disciplinal no exista, y tampoco que no sea cierto que exista desde hace mucho. Lo importante en este contexto es qué Historia de la filosofía escribe la filosofía universitaria y en qué sentido esta filosofía continúa y es tema de esa Historia. Si lo que fuera la filosofía para Diógenes Laercio o para Stanley o para Aristóteles difiere de la filosofía universitaria (algo bastante probable por cierto), importa menos aquí. Hay, creo que Rabossi lo admite, una clase natural disciplinal, más aun, una profesión, la Historia moderna de la filosofía, conectada con la filosofía universitaria, aunque canonizada después, hacia fines del siglo diecinueve. Pero claro, esta disciplina no coincide con la filosofía, ni es parte propia de ella. No es más fuente de preocupación filosófica que la contemplación de la distribución del ingreso nacional, la música, la corrupción de la carne o la física cuántica. Sin embargo, el Canon alienta una forma filosófica de pensarla y sugiere que tal cosa es indispensable a la reflexión filosófica, incrementando notablemente su complejidad. Y puede ocurrir, inversamente, que la consideración filosófica de la (moderna o antigua) Historia de la filosofía contribuya a mejorar la Historia moderna de la filosofía o que, más aun, le sea indispensable, convirtiéndola también en una disciplina enormemente más ardua. La filosofía, como cree Charles Taylor, “involucra la explicitación de lo que se halla tácito […] dar cuenta de los orígenes de nuestros pensamientos, de nuestras creencias, de nuestras suposiciones y de nuestras acciones presentes” (citado por Rabossi, 2008: p. 182). Si la reflexión filosófica no pudiera lograrse sin rastrear largamente el origen o el trasfondo histórico de los temas que afronte o las cuestiones que plantee, si nada filosóficamente fructífero, ninguna comprensión, o cambio de rumbo reflexivo, se pudiese esperar sin esta indagación genética, si ninguna claridad se obtuviese con el mero uso implícito de las articulaciones conceptuales previas que aún sigan operando en los planteos presentes, entonces, como cree Taylor, la filosofía sería ineludiblemente histórica. Pero tal vez Rabossi esté en lo cierto cuando afirma que “no existen razones concluyentes que lleven a excluir la posibilidad de cortes sincrónicos saussurianos, por así llamarlos, para explicar y comprobar los fenómenos de que se trate” (p. 183). Aunque advertir que se ha producido un corte de este tipo requiere análisis históricos (lo que haría reaparecer la indispensabilidad de la Historia) no es necesario advertirlo para estar embarcado en una reflexión filosófica saussurianamente separada de la historia de la reflexión filosófica; esto es, se puede estar filosofando genuinamente, sin dependencia esencial de algunas fundamentales articulaciones conceptuales del pasado y sin saber de esta independencia. Así como también parece que aun en los casos cuando tal dependencia exista, ignorarla no invalida ipso facto lo alcanzado en la reflexión.

Supongamos que nos proponemos poner genuinamente entre paréntesis una creencia o formación ideológica a fin de estar en condiciones de discutirla más o menos libremente. Imaginemos que sea tan central a nuestro actual modo de comprender que esté ínsita en alguna práctica corriente y general de nuestra comunidad (ese involucramiento la oculta o establece su carácter de obviedad). En tal caso puede ocurrírsenos que para llevar adelante la discusión sólo cabe explicitar y evaluar esa práctica presente. Entonces tendremos que considerar la necesidad o conveniencia de dos cosas: la primera es la participación diestra en esa práctica (algo que en muchos casos puede ser difícil, pensemos, por ejemplo, el caso de la práctica tecno-científica), la segunda es el esclarecimiento de sus orígenes (algo que casi siempre será difícil). La segunda, que es la actividad reclamada por quienes defienden el carácter esencialmente histórico de la crítica filosófica, nos enfrenta con dos obstáculos. Por un lado, puesto que todas las prácticas importantes están interrelacionadas, en particular las prácticas conectadas con los “grandes interrogantes últimos”, ¿deberemos buscar los orígenes de todas para encontrar los orígenes de cualquiera de ellas? Recordemos que buscar “orígenes” pretende ser algo más hondo que buscar “inspiración en el pasado”. Por otro lado, si el trabajo de restitución de orígenes dirigido a quitar carácter hegemónico a ciertos conceptos y doctrinas (considérese, en particular, los vinculados con la idea de conocimiento) puede hacerse sin dependencia esencial de esos conceptos y doctrinas, entonces algo puede hacerse sin esa dependencia antes de haber restituido sus orígenes. Y si no puede hacerse sin ellos la estrategia no parece coherente. Tenemos pues, sin resolver, la cuestión de cuándo nuestra participación en la práctica, esto es, nuestra pre-comprensión vivencial de ella, es suficiente para autorizarnos a buscar con cierta confianza sus orígenes; también sin resolver, la pregunta por cuándo detener la búsqueda de orígenes (en ambos sentidos, “lateral” y “longitudinal”) y nos queda todavía la aparente paradoja que parece implicar la no necesidad (que desde luego no excluye la conveniencia) del retorno a los orígenes. El asunto, desde luego, es muy intrincado y merece un examen pormenorizado en el que ambas partes consideren ejemplos pertinentes. En particular, creo que el que he llamado precepto cero permite articular un nexo entre cualquier reflexión filosófica actual (para cualquier actualidad) y las reflexiones del pasado. Un nexo que, si no alcanza para sostener la indispensabilidad de la comprensión histórica, al menos refrenda la tesis kantiana de la existencia de un modo filosófico de pensar la historia de la filosofía. Como veremos, el mérito que la explicitación del Canon pueda tener para pensar la idea de la filosofía, depende de que se piense filosóficamente esa explicitación y no se la adopte como mero resultado historiográfico16. Es apropiado recordar ahora este célebre texto:17

Sólo se aprende a filosofar, es decir, a ejercitar el talento de la razón, siguiendo sus principios generales, sobre ciertos ensayos existentes, siempre salvando el derecho de la razón a examinar esos principios en sus propias fuentes y a refrendarlos o rechazarlos (Kant, 2007: p. 866)

Cualquier resultado de estas consideraciones sobre la esencialidad de su historia para la filosofía es compatible con sostener, junto con Rabossi, que el trabajo en Historia moderna de la filosofía no es per se filosofar. Filosofar implica (aunque no se agote en) examinar racionalmente opiniones y argumentos, discutirlos. ¿Cómo discutir, digamos, con Platón? Los modernos historiadores de la filosofía aseguran que para comprender los textos es necesario situarlos en sus contextos, mediante técnicas filológicas e históricas. También señalan que esta operación inevitablemente pone en juego presuposiciones generales y específicas propias de la época del historiador. Esto, sugieren con razón, pone en duda cualquier creencia ingenua en la pureza de los hechos históricos. Pero las “impurezas” presupuestas no los transforman en filósofos, precisamente por ser suposiciones puestas al margen de la discusión. Hasta aquí, pues, no se ha discutido con (no contra) Platón. Para hacerlo puede pretenderse la ilusa aventura de intentar hablar, experimentar y pensar como un contemporáneo del griego. Pocos hoy dirían que pretenden eso. Lo que resulta más común es asumir la inescapable ajenidad cultural y plantearse las propias contemporáneas y personales preguntas, tesis y argumentos (incluso las presuposiciones interpretativas usadas en la etapa anterior) que parezcan vincularse con lo que se ha entendido de lo dicho por Platón. Considerando así un conjunto de ideas que busquen iluminarse mutuamente mediante una crítica racional donde los dialogantes se comprometan con el intento de “refrendarlas o rechazarlas”. El ejercicio puede tener un efecto en la Historia al sugerir un regreso a la interpretación histórica, al intento de contextualizar en su época al antiguo, esta vez con cambios en los presupuestos con que se la vaya a efectuar. Hasta cierto punto, cualquier historiador de la filosofía toma en cuenta los enfoques, problemas y respuestas filosóficas que le son contemporáneas cuando trata de establecer lo que un autor lejano decía a sus contemporáneos. Pero en tanto lo haga porque ese ambiente filosófico suyo es presupuesto por su indagación como consecuencia de ser parte de la cultura de su época, actúa como historiador. En cambio, en la medida en que su tarea se centre en la discusión parcial de su propio contexto filosófico, esto es, si su intento de comprensión del autor ilustre es parte de su intento principal por adquirir una opinión fundada sobre algún asunto que lo ocupa personalmente y es calificado como filosófico por sus propios contemporáneos, actúa como filósofo. Es de rigor, en estos casos, agregar que no se pretende establecer una distinción tajante sino gradual. Eso permite evitar opinar sobre si quien produjo cierto texto particular es un historiador o un filósofo. Pero no exime del juicio sobre si el texto producido debe evaluarse total o principalmente como una contribución a la Historia o a la filosofía.18

La Historia de la filosofía es resultado del ejercicio de la profesión de historiador, con todas las deudas que se hayan contraído con ciencias auxiliares y con alguna filosofía. Pero, la profesión de historiador, debido a su indisputabilidad social, habilita empleos más seguros que los permitidos por la filosofía y entonces se expone, como ha señalado Paul Ricoeur, a propiciar escondrijos para quienes quieren o necesitan pasar por filósofos pero no pueden tolerar la angustia que genera “la responsabilidad de haber afirmado algo”.19 Que la filosofía universitaria se atribuya una prosapia milenaria ayuda a que estas personas se sientan respetables, sobre todo cuando la filosofía universitaria empieza a ser vista con desinterés y pesada desconfianza por la comunidad. Pero no es el único motivo. Cualquier reconstrucción del Canon debería explicitar una fuente más raigal para reclamar tanta herencia, pues no debe olvidarse que el Canon se formó en un tiempo que, a diferencia del nuestro, era culturalmente muy propicio para decirse filósofo profesional. Junto con el deseo de encontrar verdades inconmovibles, heredado de otras actividades del pensar, en Jonia ocurrió la primera manifestación del precepto cero.20 Enseguida se recomendó: examinen racionalmente sus vidas, es decir, sus creencias, propósitos, acciones, inquietudes, comunidades, mundos, políticas. La filosofía universitaria acudió implícitamente a esta idea cuando creyó que algo permite pensar unidas a tantas personas diferentes desgranadas durante tanto tiempo en ámbitos tan diversos: manifiestan esfuerzos intelectuales, reflexivos, que responden al consejo y ayudan a examinar la vida. Discutir la historicidad esencial de la filosofía también hace sentir la típica dificultad derivada del precepto: supone alguna determinada concepción del tiempo, el pensar, la intersubjetividad, la historia, y toda suposición debe ser filosóficamente cuestionable.

El precepto cero, creo, tiene el efecto benéfico de desmantelar los rasgos del Canon, según la versión CR, que están más ligados a posiciones específicas derivadas del idealismo alemán que lo hizo nacer.21 En particular, desdibuja la impresión, que el idealismo transmitió a las generaciones posteriores, de que una profesión universitaria llamada filosofía era el telos racional hacia donde se dirigía aquella intención reflexiva comenzada por los griegos. Incluso la vieja idea de buscar verdades necesarias tambalea en ese suelo. Porque no se vea la necesidad o porque no se espere verdad alguna. Exactamente por efectos como esos es que su incorporación al Canon impide que la disciplina filosófica propicie alguna normalidad profesional. La máxima socrática propone sostener siempre la disposición a cuestionar todo, ejerciendo el diálogo racional y aceptando vivir conforme a lo que resulte de la reflexión.22 Qué vaya resultando no está fijado. Teorías, silencio, ebanistería, neopensar, acción política, poesía, matemática, delito, (hasta son posibles la historiografía y la docencia).23 La filosofía universitaria se detiene antes, pero el filosofar continúa en sede personal.24 Pero aun así, la filosofía universitaria ya no puede construir un sentido para “filosofía” que ponga a la filosofía en el seguro camino de las profesiones.

Con el Canon así visto podemos mejorar el apoyo a la tesis de Rabossi según la cual la filosofía universitaria no es una profesión (en el sentido hoy usual de “profesión”). Pero no confirmamos su posición de que la filosofía según la filosofía universitaria, es decir, según la filosofía tal “como la concebimos, practicamos y valoramos” tenga que ser filosofía profesional (aunque no pueda). Recordemos la diferencia que el propio Rabossi hace (cfr. p. 20) entre el sentido de “filosofía” que llama “extensional”: el tipo de práctica teórica que transcurre en los departamentos universitarios llamados “de filosofía”, y otro sentido, que corre por cuenta de esos practicantes. Rabossi ve desplegado este segundo sentido en las distintas versiones de CR y entonces no puede verlo incompatible con CR. Pero como CR no es más que la explicitación de la práctica de la filosofía universitaria, el segundo sentido no podría ser más que una especificación del primero. Por tanto, piensa,

la institucionalización y la práctica profesional de la filosofía no son adornos circunstanciales, sino factores constitutivos de la manera como la concebimos, practicamos y valoramos; es decir, no son cosas que le ocurrieron fortuitamente a la filosofía en un determinado momento de su despliegue histórico, sino elementos necesarios del complejo cuadro institucional-doctrinal-comunitario-cultural que compone lo que damos en llamar “filosofía” (p. 195).

Que la institucionalización universitaria con pretensiones de generar una profesión autónoma es constitutiva de la filosofía universitaria es obvio por el modo en que se han elaborado estos conceptos, pero Rabossi quiere aquí oponerse a la tesis de que

existe una práctica teórica transhistórica, la filosofía, que se manifiesta aquí o allá, de distintas maneras, en diferentes momentos o períodos. Dado este supuesto, es natural inferir que el formato que adquiere en cada corporización es contingente respecto de su modo específico de ser […] (p. 195)

Intenta mostrar que la filosofía universitaria no permite pensar que haya otra actividad diferente que pueda llamarse filosofía. Que así como no existe la Historia de la filosofía como una disciplina única y permanente, como una clase natural disciplinal, “la filosofía tampoco existe como una clase natural disciplinal” (p. 197).

Para explicar el carácter general de un predicado o de un concepto, por ejemplo el concepto de filosofía, no es preciso creer que los rasgos que se utilicen para aplicarlo sean abstractos o ahistóricos, ni creer que establecen condiciones necesarias y suficientes para su aplicación. Déjese en suspenso el carácter de esos rasgos y sustitúyase la idea de condiciones necesarias y suficientes por la de parecidos de familia. Basta con eso para encontrar similitudes entre ciertas prácticas alojadas en el Liceo, en las universidades medievales, en salones del siglo dieciocho y en circunstancias parecidas. Semejanzas suficientes para justificar el empleo de “filosofía”, con el mismo significado, para todas ellas. El precepto cero es buena guía. Ayuda también despojarse de la idea, vinculada al Canon, si no perteneciente a él, de que las prácticas anteriores llamadas “filosofía” fueron ensayos fallidos de lo único que vale la pena llamar así: lo que hoy hacemos bajo ese nombre. El cuestionamiento racional de lo que fuere ha tomado muchas formas, y obliga a criticar la pretensión de cualquiera de ellas de ser la única adecuada. Basta con advertir que todo cuestionamiento supone alguna lógica y algunos conceptos, que lógicas hay muchas, lo mismo que grupos y sistemas de conceptos, y que sin argumento, esto es, sin lógica, conceptos y esfuerzo por contemplar alternativas, no cabe elegir, provisoriamente, una forma de pensar, preguntar o cuestionar.25

En tanto el Canon se infiere de las presuposiciones y prácticas efectivas dentro de la institución universitaria, y su cumplimiento –por lo que acaba de decirse– no equivale al cumplimiento pleno de todos sus preceptos (basta una ponderada disyunción para generar el debido aire de familia), la exhumación del Canon debe tomar en cuenta el notorio papel institucional del naturalismo del siglo diecinueve y del pragmatismo, el neonaturalismo, el heideggerismo y wittgensteinismo del veinte. Al hacerlo no puede sostenerse que la autonomía disciplinal, entendida no sólo como “independencia operativa” (p. 205) sino también como “no contaminación disciplinal” y acceso a conocimiento sui generis (p. 205) sea una condición necesaria para el cumplimiento del Canon. Versiones canónicas como las aludidas no solo ponen en cuestión la “pureza” del saber filosófico, o del filosofar en general, sino también la meta fundacionista o, incluso cognitivista que otras versiones pretenden.26

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