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Todo canon, el Canon* I
ОглавлениеCreada a comienzos del siglo diecinueve, la universidad moderna ha llegado a ser, desde mediados del siglo veinte y para la mayoría de las comunidades y naciones que nos influyen, la instancia principal para conceder valor, prestigio y legitimidad a numerosas actividades humanas y para proveer subsistencia a numerosas personas. La impresión común y, en consecuencia, la creencia habitual, otorga a esas actividades carácter de profesiones, esto es, de ocupaciones previsibles promovidas por la comunidad bajo la presuposición de que se necesitan para lograr algún fin valioso y que, para eso, requieren un entrenamiento especial controlado por instituciones públicas (es decir, idealmente, instituciones controladas por todos), que determina el modo normal de su ejercicio. En los tiempos que corren esa promoción consiste en la creación de ofertas de salario a cambio de su realización.
Hacia 1810, mientras creaban la universidad moderna, los alemanes iniciaron con el nombre “filosofía” una actividad del tipo aludido (o al menos produjeron un hecho cultural decisivo para su consolidación y desarrollo) y propusieron, más o menos implícitamente, un sentido para ese rótulo, actuando como si ese sentido determinara esa actividad. Generaron, sin embargo, un uso de “filósofo” que puede mantenerse al margen de las variaciones del sentido que se quiso dar a ese nombre en esa época y en épocas posteriores. Esta caracterización mínima, casi extensional, dada por el uso comunitario, es la de persona oficialmente considerada como “filósofo” o, por lo menos, como capacitada para aplicar cabalmente esa palabra.1 En última instancia, persona que ha obtenido cierto título profesional universitario o es reconocida como colega por quienes obtuvieron ese título.
Las profesiones se caracterizan por un conjunto más o menos difuso de reglas que establecen sus objetivos, métodos, supuestos y criterios de evaluación de su ejercicio y de los eventuales productos de ese ejercicio, dando por resultado una práctica normalizada. La filosofía profesional universitaria tuvo uno al nacer y con eso, y con tiempo, reformó la connotación común de “filosofía” y sobre todo de “es (un) filósofo”. Se presentó, además, como búsqueda de conocimiento. Cuando una profesión tiene entre sus objetivos principales la formación de creencias especiales llamadas conocimientos, esas reglas están encargadas de suministrar criterios que permitan resolver en general la cuestión de cuándo una creencia alcanza ese rango privilegiado.
A partir de consideraciones como las que anteceden Eduardo Rabossi presenta una contribución “a las controversias acerca de la índole del filosofar y de la condición de la filosofía” (Rabossi, 2008: p. 11) para ayudar “a que las discusiones corrientes acerca de la filosofía y el filosofar cambien de tono y de contenido” (p. 17). ¿Cuál es esa contribución?: “comprender cómo de hecho concebimos, practicamos y valoramos la filosofía” (p. 18) sin partir de una caracterización normativa del filosofar y la filosofía, con miras a alentar el intento de “inaugurar una manera distinta de pensar la filosofía” (p. 213). Específicamente sostiene: (1) “lo que concebimos, practicamos y valoramos como filosofía es una disciplina joven: sólo cuenta unos doscientos años de edad” (p. 13); (2) los dos mil quinientos años que se le atribuyen forman parte de la invención moderna de lo que ahora concebimos, practicamos y valoramos como filosofía; (3) “la filosofía, qua disciplina, es anómala, anormal” (p. 13). La clave de su trabajo radica, en primer lugar, en el desentrañamiento de las condiciones impuestas a la filosofía entendida como disciplina profesional universitaria, lo que Rabossi llama el Canon y, en segundo lugar, en la tesis de que la naturaleza del Canon implica la imposibilidad de que “nuestra” filosofía llegue a ser una disciplina normal, esto es: el Canon fracasa como canon, “nuestra” filosofía no es una disciplina profesional en el mismo sentido en que las ciencias lo son.2 Según parece, entonces, sería prudente imaginar o restaurar un sentido para “filosofar” diferente del que nuestras instituciones, en particular las universidades, implícitamente le adjudican.
El tema, aún acotado a los parámetros que Rabossi utiliza, es enorme. La riqueza de sugerencias, variaciones y discrepancias convocada por la tersa prosa de su libro tampoco es manejable en estas páginas. Aquí sólo se discutirá, hasta cierto punto, el argumento central arriba bosquejado, tratando de conservar el tono que él eligió para el debate.