Читать книгу No todo es política en la orientación lacaniana - Antoni Vicens - Страница 12
Оглавление1
LA ÚLTIMA VEZ QUE IDA FUE
Dos días después del día de Navidad de 1900, Ida Bauer1 salió de paseo con un primo suyo que estaba de visita en Viena para enseñarle la ciudad. Aprovecharon para visitar una exposición, que cerraba ese mismo día 27, en el Palacio de la Sezession. El grupo de diseñadores agrupados en torno de la palabra Sezession había iniciado el movimiento de lo que sería luego conocido como Art Déco, que suponía una estilización de las formas naturales, aquellas que había explotado hasta el paroxismo el Art Nouveau, pero ahora con un esfuerzo de geometrización que ponía límites a la frondosidad de las formas naturales. El falo, la forma de la naturaleza por excelencia, empezaba a ser velado por unas líneas simbólicas que lo transformaban en un trazo, en una escritura. La exposición presentaba interiores domésticos decorados por cuatro artistas escoceses, especialmente invitados a Viena por los miembros del Wiener Werkstätte; se trataba de dos hermanas y sus respectivos maridos, el más conocido de los cuales era Charles Rennie Mackintosh. El grupo era conocido como The Four. Lo más llamativo eran dos grandes paneles de estuco decorado. Uno de ellos era obra de Margaret Macdonald Mackintosh y se titulaba The May Queen (‘La reina de mayo’); el otro era del propio Charles Mackintosh y se llamaba The Wassail (‘El vino de Navidad’).2
Esos paneles no representaban ninfas «en un bosque denso», como recogió Freud despreocupadamente;3 conocemos su poco aprecio por el arte de la Sezession. Más bien eran estilizaciones de figuras femeninas —que escandalizaron a más de un crítico por su alejamiento de la realidad— que tendían a confundirse con formas vegetales. La reina de mayo aparecía como una oronda figura central, contemplada por un par de ninfas a cada lado. También había dos pares de mujeres a ambos lados del otro panel, y en el centro, dos mujeres simétricamente ensimismadas.
Ida soñó aquella noche con el bosque por el que había caminado con el Sr. K después del paseo por el lago y donde le dio el bofetón. Como resto diurno aparecían en aquel sueño las formas vegetales vistas en la exposición. Y, tal como Freud lo descifra, las imágenes de los Mackintosh creaban la cadena asociativa entre la Madonna Sixtina, contemplada largamente por Ida en el Museo de Dresde, y el bofetón.
En efecto, unos años antes, Ida había estado de visita en Dresde, donde salió de paseo con su primo, que le enseñó la ciudad. Pero ella decidió continuar sola, y entró en la Gemäldegalerie. Allí, ante la Madonna Sixtina de Rafael, permaneció dos horas en estado de «ensoñación calma y admirada».4 Esta pintura representa a la Virgen, que lleva en brazos al Niño o, más bien, hace ostensión de él. El Niño es ya mayorcito, y, sin embargo, la Virgen lo sostiene sin ningún esfuerzo, como si su peso fuera nulo, como si se sostuviera solo en el aire, en una ingravidez fálica. Entre las dos partes de la cortina entreabiertas a los lados de la pintura, se ve un fondo de cabecitas de querubines amontonados que forman un cielo nublado. La Madre y el Niño tienen un aspecto extraordinariamente sensual; él está desnudo, sentado, con las piernas entreabiertas, y su madre lo sostiene de tal modo que sus genitales se apoyan, por encima de su manto, sobre su mano. La Madre parece estar, más que sosteniendo al Niño, sopesando su virilidad. Las miradas de ambos, de ojos oscuros, son las únicas que miran al espectador, como ensimismados y sorprendidos por su aparición ante los humanos.
El tocado de la reina de mayo que vio en la exposición de Viena recuerda el amplio pliegue semicircular que flanquea el lado izquierdo de la Madonna. A ambos lados de la reina, que mira de frente, dos pares de adoradoras curvadas hacia ella la contemplan mientras sostienen dos largas guirnaldas de flores que pasan a la altura de su pecho. El otro panel presenta a seis mujeres dispuestas simétricamente entre líneas curvas vegetales que las abarcan y las entrelazan, cálices florales, semillas bivalvas e insectos estilizados.
Esa vez, Ida no se pasó dos horas ante los paneles. Desde luego no lo merecían; su composición elemental y simplemente decorativa no llamaba tanto la atención como la impresionante pintura de Rafael. Además, esta vez, a la exposición, sí entró acompañada de su primo.
Para Ida se produjo una repetición. La Madonna irrumpiendo entre la cortina abierta en forma de ninfas —en el sentido anatómico de la palabra— recordaba a la reina de mayo entre sus sensuales ninfas. Fácilmente, por las ninfas y por la vegetación presente, se podía añadir el elemento «bosque».
La pintura de Rafael presenta tanto la ninfa-madre virgen como el caballerito que la Madonna tiene en brazos: es el «joven emprendedor» al que se refiere Freud como una de las identificaciones de Ida Bauer.5 Si tomamos ahora a Ida como siendo a su vez la ninfa —aquí en el sentido entomológico de la palabra—, esa pintura representa el tiempo que ella habrá de esperar hasta transformarse en un insecto adulto; esto es, en el niño que ya fue. Ida ha de saber esperar si quiere llegar a ser el niño que fue para aquella madre arrobada del cuadro de Rafael. Es también el tiempo que falta, en el segundo sueño, para llegar a la estación; y, en su recuerdo, el tiempo que falta para regresar, bordeando el lago, a la casita de madera.
Entre ambas exposiciones se despliega todo un paisaje imaginario que incluye tanto el bosque donde se había producido el encuentro enfermizo de su padre con la Sra. K como el otro bosque, aquel en el que se produjo el bofetón del Sr. K que produjo la ruptura que trajo consigo el desequilibrio de toda la situación entre los cuatro personajes.
Ese acto sintomático era una formación del inconsciente producida justo después de su primera visita a Freud, anterior al tratamiento de 1900, cuando Ida Bauer tenía dieciséis años. Esa formación, como señala Lacan en El Seminario, XVII,6 viene de un Otro sin tacha, de un padre amo de su deseo, de ese padre muerto presente en los dos sueños: en el primero es la muerte que el padre llevaba pintada en la cara; en el segundo él mismo está muerto y ausente. Esa misma muerte retornaría más tarde en la palidez del Sr. K cuando vio a Ida por la calle y se dejó atropellar por un vehículo. El Sr. K, por no saber el papel que había desempeñado en aquella tragicomedia, se encontró implicado en aquel accidente.7
MÁS QUE UN SUEÑO
Así pues, la visita a la exposición el día 27 provocó el sueño que sería analizado en las tres últimas sesiones, las de los días 28, 29 y 31 de diciembre. De ese sueño surgió la decisión de dejar a Freud. Si el día 31 le dijo que la decisión la había tomado hacía catorce días, fue simplemente para tratarlo como a una criada o para ponerse ella misma en el lugar de la criada que da el aviso de despedida. Y, además, para hacer surgir el tema de la institutriz de la familia K, seducida y abandonada por el señor de la casa.
En la casita de madera, Ida vio que aquella institutriz trataba al Sr. K como si no existiera, algo de que tomar ejemplo. El Sr. K le había hecho proposiciones, y con las mismas palabras que a Ida. La institutriz había cedido, pero al cabo de poco tiempo él había dejado de hacerle caso. Cuando la institutriz explicó a sus padres lo ocurrido, estos le aconsejaron que dejara aquella casa.
Freud no se dio cuenta de que Ida le estaba diciendo con esa historia que, al contrario de las pretensiones de su analista —el cual, como la ruptura lo mostraría, se encontraba transferencialmente en la serie de las institutrices—, casarse con el Sr. K no constituía ninguna salida.
Ida salió de su última sesión identificada con la pregunta a la cual ni la más espesa enciclopedia puede dar respuesta y que no puede entrar en la serie de preguntas a las que llevó la interpretación de los sueños: ¿dónde está la cajita?, ¿dónde está la llave?, ¿dónde está la estación?, ¿dónde está el cementerio?, ¿dónde está la vagina? Todo se resume en la pregunta dirigida al saber universal de la enciclopedia: ¿dónde está el goce femenino? Tampoco el padre, muerto como es, o impotente, puede darle respuesta. Además, tal como señala Lacan en «Intervención sobre la transferencia»,8 Ida pudo mantener en silencio durante todo el tiempo de la cura las conversaciones sobre el amor que había mantenido con sus maestras, especialmente la suprema, la Sra. K. Nada sabemos entonces sobre el enigma de la transmisión entre mujeres.
Esa identificación con la pregunta, sostenida por una estructura fantasmática, permitió a Ida dejar a Freud sin tiempo para actuar.
Si intentamos reordenar esos elementos en el esquema R,9 tendremos, en la pantalla imaginaria a-a’, el despliegue del bosque de las identificaciones imaginarias de Ida: las ninfas, los ángeles y la certeza de «ser un hombre». Estas identificaciones pueden ser tomadas también como simbólicas en el eje I-M, coincidente con el anterior, que organiza el ideal con el deseo de la madre. El niño sostenido por la Virgen vale ahí como el ideal que surge de su pasado como su hermano Otto.
Cuando en el bosque el Sr. K enuncia la falta de una ninfa principal —aquella de la que Ida esperaba la solución del enigma—, cuando el Sr. K dice: «Mi mujer no cuenta nada para mí», surge, de la ley del deseo, del padre muerto, el bofetón. Es un discurso tan del Otro que es la propia Ida quien recibe el golpe bajo la forma de la hemicránea derecha, en espejo con el dolor sentido por el Sr. K.
Y, en el ángulo opuesto, al otro lado de la pantalla imaginaria, queda fijada una identificación simbólica con un nuevo signo de goce: el encantamiento en la contemplación de la Madonna como planteamiento de la pregunta: ¿dónde está la mujer? El Friedhof, el cementerio, se encuentra en oposición simétrica al Vorhof, la vagina. Después del bofetón, Ida puede ya preguntar: ¿dónde está? Eso, a Ida, le permite, a la salida de su análisis, ya no enloquecida, poner al Sr. K y a la Sra. K en su sitio, sin modificar nada. Lo que era su demanda primera.
Ida sorprendió, pues, a Freud dando a su síntoma una constitución fantasmática sólida, con lo que se anticipó al inconsciente. Lo hizo porque Freud no efectuó la adecuada presión transferencial sobre el tiempo, la que habría abierto el inconsciente. La cifra del inconsciente de Ida tomó entonces la consistencia del signo —el signo fundamental del enigma— y la defensa ganó la mano al desciframiento. El resultado terapéutico fue una curación del razonamiento paranoide, aquel según el cual ella era objeto de intercambio entre su padre y el Sr. K.