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EL ÚLTIMO TRAMO (POR EL MOMENTO)

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Por la mañana, tras esa última noche de sus milicias, los ya reservistas se trasladaron a caballo en dirección a Przemyśl, una ciudad que está al pie de los Cárpatos y donde hay un importante nudo ferroviario.8 El teniente David tenía que desviarse antes de llegar para dirigirse a caballo a Kanzuga. Por su parte, el teniente Lanzer avanzaba cavilando: antes de que el teniente David se desviara, tendría tiempo de hablar con él y pedirle que, junto con el teniente Engel, cabalgaran hasta Nowy Sącz, en cuya estafeta de correos podría realizar todo aquel ritual que le permitiría devolver el dinero debido a su acreedora. Pero en toda esa cavilación había algo más. En el hostal de Nowy Sącz, el teniente Lanzer había conocido a la hija del patrón, una bella muchacha que había dado muestras de aprecio hacia aquel joven teniente con un uniforme tan bonito. También la empleada de correos se había fijado en el teniente Lanzer; fue por esa razón que le dio crédito. Así las cosas, en el ritual que fantaseaba para ir a Nowy Sącz, el teniente Lanzer, acompañado de dos camaradas, se encontraría con dos mujeres.

Pero el teniente Lanzer no hizo nada de eso: dejó que el teniente David siguiera su camino, aunque mandó a su asistente a que le avisara de que él pasaría por Kańczuga para verlo a primera hora de la tarde.

Cuando el teniente Lanzer, con la tropa, llegó a la estación de Przemyśl eran las nueve y media de la mañana. Tras dejar el equipaje en la consigna, se dispuso a pasear por la ciudad y hacer algunas compras. Mientras tanto iba calculando: para ir de Przemyśl a Kańczuga en coche de caballos tardaría una hora; luego, ya acompañado del teniente David (el teniente Engel desaparece aquí de las asociaciones), necesitaría unas tres horas en tren hasta Nowy Sącz; una vez allí, podría efectuar la maniobra de intercambio, volver a Przemyśl y coger el tren de la noche. ¡Ah! Pero eso era imposible, porque imponía dos consecuencias incompatibles en su pensamiento. Por un lado, si no hacía eso, era un cobarde incapaz de pedir un favor, aun al precio de parecer loco. Por otro, si lo hacía, era un cobarde que fastidiaba a los demás para estar en paz con sus obsesiones. De modo que siguió decidiendo para él la astucia de la razón o la razón de los hechos consumados. En la estación, un mozo de cuerda se le acercó para ofrecerle sus servicios: «¿Para el tren de las diez, señor teniente?».9 Eso significaba salir ya, sin tiempo para pasear. Sin pensarlo un momento, dijo que sí. El fait accompli, el «dicho y hecho» le alivió un poco. Ya en el tren, reservó un cubierto en el vagón restaurante. Eso no impedía que él siguiera calculando mentalmente: mientras el primer tramo del trayecto del ferrocarril en dirección a Viena le iba acercando a Kańczuga y a Nowy Sącz, él iba pensando que bajaría en la próxima estación (primero Jarosław, luego Przeworsk, después Łańcut, etc.), de allí se dirigiría a Kańczuga, vería al teniente David, etc. Pero esta intención contrastaba con el recibo de reserva para el restaurante que tenía en el bolsillo —otro fait accompli—. Fue dejando pasar las estaciones hasta llegar a Rzeszów, que era la última oportunidad, digamos razonable, para realizar su ritual. Pero allí Ernst Lanzer tenía parientes; si lo encontraban por la calle le preguntarían qué hacía en Rzeszów, a lo que no sabría qué contestar. De modo que pasó de largo; a partir de ese momento, el itinerario del tren se iba alejando definitivamente de la zona de los Cárpatos para dirigirse hacia Cracovia, Ostrava, Brno y Viena. Así las cosas, decidió dejarse llevar hasta Viena, donde estaba su amigo Palatzer, también médico, que siempre le sacaba de apuros; hablaría con él nada más llegar y aún le daría tiempo para volver a Przemyśl en el tren de noche. Salvo un pequeño detalle, y es que entre la llegada a Viena del tren en el que viajaba y la salida del tren nocturno había tan solo media hora. Pero nada parecía imposible en el fantasma obsesivo en el que estaba instalado.

Llegado a Viena, Ernst Lanzer fue corriendo al restaurante donde solía encontrar a su amigo, pero no estaba allí. Se encontró con un conocido que, sabiendo que Lanzer vivía en las afueras de la ciudad, se ofreció a acogerlo en su casa. Pero él quería encontrar a Palatzer como fuera. Fue a su casa, y no estaba. Volvió más tarde, hacia las once de la noche, con temor de despertar a la anciana madre de Palatzer. Aquella vez sí que estaba su amigo, quien, tras escuchar el relato, alzó las manos al cielo: «Pero ¡no te das cuenta de que todo esto es una idea obsesiva! ¡A quien debes el dinero es a la empleada de correos!». Lo tranquilizó, y aquella noche durmió magníficamente. A la mañana siguiente fue a la estafeta de correos más cercana y ordenó un giro postal a la dirección de la estafeta de correos de Nowy Sącz.

HACIA FREUD

Freud observa de qué manera el amigo había deshecho el nudo que ahogaba a Lanzer: el dinero lo debe a la empleada de correos, aunque él mismo no lo sabía. El punto duro de su ideación obsesiva era que no podía admitir de ningún modo que el capitán Nemeczeck se hubiera equivocado al decirle: «Debes 3,80 coronas al teniente David».

Pero, de hecho, Ernst Lanzer seguía con sus dudas; lo que había hecho era tomar por un momento las ideas de su amigo Palatzer como suyas. Esa presencia aceptada de un Otro no era aún el fin de sus perturbaciones obsesivas. Decidió entonces ir a ver a un médico para que le extendiera un certificado que valiera para justificar su cobardía; armado con él podría volver a presentarse ante el teniente David tal como tenía planeado desde Przemyśl. Pero, de nuevo, la casualidad le impuso un cambio de ruta. En el mismo edificio del domicilio de la familia Lanzer vivía un amigo de Ernst, de apellido Freund, y ese amigo vino a reclamar a los hermanos Lanzer unos libros que les había prestado. Entre ellos estaba la Psicopatología de la vida cotidiana, de Sigmund Freud. Ernst sintió ganas de hojear ese libro antes de devolvérselo a su vecino, y en él encontró unos «raros enlaces de palabras» que llamaron su atención.10 Ante ese encuentro con el inconsciente, decidió ir a visitar a ese profesor Freud que tan bien explicaba el modo en que el Otro y su ausencia se combinaban para crear esas extraordinarias asociaciones y neologismos.

Pero detengámonos un momento en un detalle más. Lanzer había vuelto a Viena de sus maniobras militares el domingo 8 de setiembre; su primera visita a Freud tuvo lugar el lunes, 1 de octubre. No parece que Freud le hiciera esperar muchos días para recibirlo; tenemos razones para preguntarnos sobre lo que hizo durante esas tres semanas. De lo que debieron ser intentos de cura o aplazamientos, solo sabemos que visitó a Wagner von Jauregg, el psiquiatra más eminente de Viena.11 Él mismo le contó a Freud que Von Jauregg no le entendió y que solo supo mostrarse compasivo con sus ideas obsesivas. Cuando, por ejemplo, Lanzer le detalló una de sus ideas obsesivas —el mandato de presentarse a examen un día determinado, aunque no estuviera bien preparado y fuese indiferente hacerlo unos días más tarde—, el psiquiatra le respondió: «¡Beneficiosa obsesión!». Lanzer quedó decepcionado: no hay obsesiones beneficiosas, todas son enfermizas, aunque indiquen algo eventualmente beneficioso. Freud observó irónicamente en sus apuntes que la idea obsesiva «no cederás nunca a una idea obsesiva» sería su solución, su salvación, pero no podía ser, y añadió que faltaba el elemento sexual. Este, junto con el elemento infantil, se mostraría ya en la primera sesión con Freud. Tal como Freud lo registró en sus primeras notas del caso, Lanzer habló de impulsos e ideas obsesivos, particularmente intensos desde hacía cuatro años, pero que provenían de la infancia. Y el tema principal de ellos era que pudiera pasarles algo a dos personas amadas: su padre y Gisela, su novia. Incluso podría ser él mismo quien se viera impulsado a hacerles daño. En un tratamiento de hidroterapia que había realizado el año anterior en Múnich, pudo tener relaciones sexuales, lo que le alivió algo, pero durante el coito le surgían pensamientos sobre el padre muerto. Ahí arranca el análisis de su fantasma fálico fundamental. Tras su primer coito, unos años antes, había pensado: «Esto es grandioso; es algo por lo que uno podría matar a su padre». Nada hay aquí que sea beneficioso. Despejado ya de entrada el elemento sexual y el infantil, comienza el tratamiento de Ernst Lanzer, quien, en palabras de Freud, «padece de representaciones obsesivas». Estas vienen de lejos; la historia del goce cruel contada por el capitán Nemeczeck añadió algo imposible de tratar. Pero la misma historia contiene algo insoportable que a la vez resuena profundamente en el inconsciente: una palabra que parece nombrar el goce al cual paga tributo el sujeto. Ernst Lanzer entra en un nuevo campo de maniobras guiado esta vez por el significante «rata», que le dará nombre durante el tiempo de la transferencia con Freud.

En el curso de la cura, Ernst Lanzer recupera su dignidad de hombre, que había quedado afectada en su consciencia por la indignidad de sus pensamientos obsesivos. Las mujeres dejan de ser para él objeto de deuda, roedoras crueles, acreedoras fatales. Y la historia de su padre deja dibujar el mapa abrupto donde se despliegan las maniobras de su deseo.

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