Читать книгу No todo es política en la orientación lacaniana - Antoni Vicens - Страница 21
LA POLÍTICA
ОглавлениеIntentemos entonces averiguar cuál fue su modo propio de gozar y de qué manera se fue introduciendo en las formas de su actividad delirante. El primer paso fue el de una transformación progresiva de su cuerpo en un cuerpo de mujer, hasta hacerlo sede imaginaria del goce correspondiente, un goce no fálico. Para ello, Schreber había conseguido añadir a su defensa de que esa transformación era posible un fundamento jurídico que se podía defender públicamente como una forma de libertad civil. Schreber se esforzó asimismo en demostrar al Tribunal que, en aquella transformación, requerido como estaba a someterse a ella por el mismo Dios, no había humillación de la persona. Tal como señala Freud al comentar el caso, la emasculación devenía «acorde con el orden del universo» y había de servir más allá para la recreación del universo humano sepultado. Y añadía: «Así se ha encontrado un expediente que satisface a todos».18 Ese «expediente», Ausweg, literalmente «camino de salida», es la auténtica maniobra política que hace de Schreber un maestro del tratamiento de una subjetividad no causada por la existencia del Otro. Si el Otro no existe, entonces hay que hacer uso de la discreción política. Tal como lo expresa Freud, la solución del presente pasa «a contentarse con un cumplimiento de deseo por así decir asintótico».19 Por su parte, Lacan se refiere a esta solución por la emasculación, tomando los términos de los mismos Sucesos memorables, como «un compromiso razonable».20 Leemos así que tanto Freud como Lacan describen la maniobra schreberiana como el resultado de una verdadera negociación política. Más aún, en el delirio de Schreber, esa palabra, la política, pertenece a la lengua fundamental y la utiliza para referirse a los manejos de los que sería objeto por parte de Arimán y Ormuz (los dioses inferior y superior). Es en este sentido que él mismo se presenta como la sede de unas maniobras cuyo agente era el mismo Dios; y atribuye a ese tipo de manejos el «complot» para su incapacitación. Veamos los términos mismos en los que Schreber despliega su análisis político:
Surgió así un sistema de pactos y transacciones en el que se alternaban los intentos por curar mi enfermedad de los nervios con los esfuerzos por aniquilarme, porque como consecuencia de mi nerviosidad, siempre en aumento, me había convertido en un individuo peligroso para el mismo Dios. Se instaló aquí una política de medias tintas («de mediocre consistencia», según oí repetidas veces) perfectamente acorde con el carácter de las almas, que se han habituado a un disfrute ininterrumpido y no tienen, o la tienen sólo en un grado muy reducido, la facultad característica de los hombres de procurarse ventajas permanentes para el futuro mediante la renuncia a placeres momentáneos. [...] Fue así como se concertó un complot contra mí (hacia marzo o abril de 1894), que consistía en que una vez reconocido o dado por supuesto el carácter incurable de mi enfermedad nerviosa, se me entregaría en manos de un hombre, en el sentido de que se pondría mi alma a su merced y —con una errónea comprensión de la antes mencionada tendencia subyacente al orden cósmico— mi cuerpo, transformado en un cuerpo femenino, sería entregado a los abusos sexuales de la mencionada persona y luego, simplemente, se le dejaría tirado, es decir, se le abandonaría a la descomposición.21
De ahí viene, pues, la fórmula con la que expresa su posición subjetiva: es el Otro quien ha decidido «dejarle tirado». Y, recíprocamente, diríamos —si fuese posible admitir algún tipo de reciprocidad en este caso—, Schreber no está solo: hay Otro que se ocupa de él, aunque sea para hacer de él lo descrito.
Más aún, en una nota de 1902, Schreber precisa el orden de cosas en el que se desarrolla su combate:
La anterior exposición, dice, puede adolecer de una cierta oscuridad [...]. El orden cósmico es la relación legal que surge espontáneamente, en virtud de la esencia y de los atributos de Dios, entre Dios y las criaturas que Él ha llamado a la existencia. Dios no puede llevar a cabo, respecto de la humanidad o —como es mi caso— respecto de un individuo concreto con el que ha entablado relaciones especiales, nada que esté en contradicción con los atributos y las capacidades divinas. Como quiera que Dios, cuyos rayos tienen, en virtud de su propia naturaleza, poder creador y constructor, ha intentado, en lo que a mí respecta y bajo circunstancias excepcionales, una política exclusivamente orientada a la destrucción de mi integridad corporal y de mi capacidad intelectual, entró en contradicción consigo mismo. Por consiguiente, aquella política sólo podía provocar daños pasajeros, pero no conseguir un éxito permanente. O bien, para servirme de un oxímoron, en el combate que Dios libró contra mí, tuve a Dios de mi parte, es decir, fui capaz de llevar al campo de batalla y utilizar en mi propia defensa las cualidades y capacidades de Dios como armas protectoras de absoluta eficacia.22
El fin de la estrategia de Schreber es entonces el de conseguir la separación de la voluptuosidad femenina respecto de todo lo demás. Restringida esa dimensión de goce a un enclave bien protegido, como la sede de una privacidad políticamente bien defendida, nada de ella afectará a sus demás relaciones, que ya son normales. Los efectos de esta política del síntoma se manifiestan entonces también en su vida personal; aceptada la voluptuosidad femenina en su cuerpo y reconocidos sus efectos, Schreber puede manifestar: «En términos generales, ahora duermo por la noche mucho mejor». Su fino sentido jurídico sitúa la posesión de ese goce en términos perfectamente legales: «Considero mi cultivo de las emociones femeninas posibilitado por la presencia de los nervios de la voluptuosidad como un derecho y, a la vez, en cierto sentido, como un deber».23 Y, puesto que conoce la legitimidad de la posesión de una esfera privada, lo que se llama en general el derecho sobre el propio cuerpo, no lejos de la figura jurídica del habeas corpus, se atiene a esta convicción a sabiendas de que no concierne a nadie más que a él. Schreber sabe que, fuera del hospital, fuera del lugar donde su cuerpo no es del todo propiedad suya, de esto no tendrá por qué hablar.
La discreción se impone; este es el resultado de su operación. Es la ganancia de interpretación que quizá, en otro tiempo, habría podido adquirir en una experiencia psicoanalítica. Así queda restringido su goce excepcional a la esfera privada protegida por la ley:
Tampoco en mis relaciones con las demás personas, dice, he dejado traslucir ni el menor rastro de lascivia. Pero apenas me encuentro a solas con Dios —si así puedo expresarme— siento la necesidad imperiosa de conseguir por todos los medios imaginables y con el total despliegue de mis facultades mentales, y más en especial de mi capacidad imaginativa, que los rayos divinos experimenten en mí, de manera ininterrumpida si fuera posible, o —dado que esto está simplemente fuera del alcance humano— al menos durante algunas horas del día, la impresión de una mujer plenamente entregada a sensaciones voluptuosas.24
La curación está lograda cuando la voluptuosidad misma deviene discreta. Al final de esa operación, dice Schreber, «la relación entre Dios y yo [...] se ha convertido en ‘temerosa de Dios’, esto es, debe ser considerada como el medio a través del cual el conflicto de intereses (contrario al orden cósmico) que ha surgido puede hallar una solución satisfactoria».25 El orden cósmico está perturbado para Schreber; no hay reparación cercana de ese desorden. Pero lo que sí que hay es un cierto acuerdo para compaginar de manera civilizada los tiempos en los que no piensa nada y goza con aquellos en los que no goza y se dedica a su «actividad mental», a sus «ocupaciones espirituales». Se trata de un equilibrio: «el hombre no puede estar pensando sin cesar ni puede entregarse sin tregua a la voluptuosidad»; de modo que hay que compaginar los tiempos de no-pensar-en-nada con los tiempos de la voluptuosidad. Cuando lo consigue, no se producen ya ni el milagro del aullido, ni los dolores corporales ni los «groseros tumultos entre los locos que [le] rodean y las llamadas de auxilio por parte de Dios».26