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EL TENIENTE BISOÑO Y EL CAPITÁN FANFARRÓN

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Empezaremos en agosto de 1907, en los Cárpatos, donde Ernst Lanzer cumplía su servicio militar. Tenía veintinueve años, era estudiante de Derecho y su estancia en el ejército respondía a unas milicias universitarias que se realizaban durante el verano, fuera del período lectivo. La compañía a la que pertenecía estaba a punto de terminar unas maniobras por el monte, con las que él pondría fin al tercer y último período de instrucción, del que saldría con el grado de teniente. Al cabo de dos días habría terminado su servicio militar.

En esa última pequeña marcha, durante el rancho de los oficiales y justo antes de reemprender el camino, el capitán Nemeczeck, un vienés de apellido checo que siempre le había resultado inquietante, charloteaba defendiendo el uso de castigos corporales entre la tropa. Hablaba para el grupo, pero sin duda tenía ganas de impresionar a aquellos jóvenes oficiales universitarios, muchachos bastante delicados, no como él, un militar profesional de pelo en pecho. Puesto ante aquella fanfarronada, el teniente Lanzer picó y empezó a contradecirle enérgicamente ante todo el grupo. La cosa quedó allí porque la tropa reemprendió la marcha. Cuando llegaron a un punto de descanso, el teniente Lanzer se sentó entre dos oficiales, uno de los cuales era el capitán Nemeczeck. Este aprovechó la ocasión para seguir irritando al bisoño teniente, y con este fin se puso a contar una historia de tortura.2 Probablemente el relato provenía de una novela erótica, El jardín de los suplicios, de Octave Mirbeau,3 en la que se leen unos párrafos muy similares al relato del capitán Nemeczeck. Los protagonistas visitan un jardín oriental donde se practican una serie de torturas, para las que quedaría fijada la denominación de «chinas», y que el autor describe con gusto. Una de ellas consiste en atar al condenado arrodillado en tierra con la espalda doblada. Frente al ano se sujeta una vasija que tiene un agujero en el fondo. Se mete en ella una rata grande y hambrienta. Por el otro agujero de la vasija se introduce un hierro candente, lo que provoca que la rata se abra paso a mordiscos por el lugar «innoble». La novela precisa que rata y paciente mueren en el suplicio. Observemos que el paciente de Freud transformó la rata en «ratas», con lo que las preparaba para ser contabilizadas. Pero el problema para Lanzer fue que, mientras escuchaba el relato, le venía a la imaginación que este suplicio era aplicado a algunas personas, sobre todo a la mujer con la que mantenía relaciones, la dama de sus amores, Gisela.4

Atolondrado por la tempestad imaginaria que vino a condensarse para él, al ponerse de pie se le cayeron las gafas que llevaba, de tipo pinza, unos quevedos. Como toda la tropa reemprendía la marcha, no pudo entretenerse a buscar las gafas. De algún modo, la verdad se paga. Al volver al campamento, telegrafió a su óptico de Viena para que le mandara con urgencia un nuevo par de gafas contra reembolso. Y el caso fue que, al día siguiente, precisamente el mismo capitán Nemeczeck puso en sus manos un paquete con las gafas nuevas, al tiempo que, con un gran don de la oportunidad, le dijo: «El teniente David ha pagado por ti. Le debes el dinero del reembolso». Ahí, el teniente Lanzer respondió en su pensamiento con un doble mandato superyoico. Por una parte, la frase era: «No debes pagar; si lo haces, le será aplicado el tormento a Gisela». Por otra, la otra frase contenía el mandato más o menos lógico: «Debes pagar 3,80 coronas al teniente David».5 Señalemos un par de detalles más. La agudeza visual tenía una cierta importancia para Lanzer, y la pérdida de las gafas traía consigo una cierta degradación como militar: él pertenecía al batallón de tiradores y había descubierto su miopía durante el primer verano de su servicio, en 1901.

Siguiendo la parte lógica de su superyó, Lanzer fue a ver al sargento contable y le dio la orden de entregar al teniente David, y a cuenta de su paga, las 3,80 coronas. Esto hubiera arreglado la situación; no obstante, su síntoma, manifiesto bajo la forma de la alternativa mencionada, desencadenó un sentimiento de transgresión culpable: fallaba al no entregar el dinero en mano al teniente David. A partir de ahí, el teniente David empezó a desempeñar un papel importante en sus fantasías inconscientes, de modo que los procesos intencionales quedaban contaminados con las contingencias, y su deseo solo encontraba un lugar en el discurso del Otro introduciendo en él esas fuertes contradicciones fantasmáticas a la vez que reales. Dicho de otro modo, se borró la diferencia entre lo deliberado y lo casual, en un modo de actuar y razonar cristalinamente neurótico.

El sargento contable volvió diciendo que no pudo hacer esa entrega porque el teniente David estaba en un puesto avanzado. Eso alivió al teniente Lanzer: se sentía aligerado en cuanto a su responsabilidad y aliviado de la culpabilidad que se le adhería. Casualmente, tras la noticia dada por el sargento contable, vino a encontrarse con el teniente David. Era la ocasión para entregarle las 3,80 coronas, pero David le dijo: «No he desembolsado nada por ti. No soy yo quien se ocupa del correo, sino el teniente Engel». Ahí Lanzer se convenció de que todo el mundo iba a ser castigado. En sus fantasmas, una serie inscribía al teniente David, al teniente Engel, al padre de Lanzer, a Gisela; y, para colmo, el castigo devenía eterno. Con lo cual entró en el espacio de la Gran Duda: ¿qué sabemos del más allá? Y también: ¿qué sabemos del amor? Y el teniente Engel, que era un oficial médico, se ofreció a pagar por él las 3,80 coronas cuando fuera a recoger el correo, y le dijo que no se preocupara, que ya le daría el dinero más tarde. Pero eso incrementó la angustia de Lanzer: el mandato era dar el dinero a David, no a Engel.6

Pero intervino de nuevo la casualidad: el teniente Engel volvió del pueblo donde estaba la estafeta de correos (probablemente Nowy Sącz) diciendo que no había podido pagar el reembolso porque le habían entretenido y no le había dado tiempo. Pasado ese momento, Ernst Lanzer empezó a ser visitado por fantasías de rituales de devolución, con las coronas circulando entre él, David, Engel y un nuevo personaje —este femenino— que entraba en escena con las últimas comunicaciones del teniente Engel: la empleada de correos de Nowy Sącz. Y aquí hay algo que Ernst Lanzer sabe y no sabe a la vez: que era esa empleada quien había adelantado de su propio bolsillo el dinero del reembolso. Pero una vez más el tiempo apremiaba: era el último día de maniobras y de su servicio militar; al día siguiente volvía a Viena. Esa misma noche le tocó realizar un brindis de agradecimiento a los oficiales del ejército regular (entre los cuales estaba el capitán Nemeczeck) en nombre de los oficiales de reserva (lo que él era a partir de ese mismo momento). Lo hizo de manera satisfactoria, pero actuando como un sonámbulo. Aquella noche, atormentado por sus obsesiones, fue de insomnio.7

A partir de ahí los comportamientos de Lanzer tomaron dos caminos paralelos, en una división subjetiva bien característica de la neurosis obsesiva: lo que hacía efectivamente y lo que se proponía hacer. Lo que hacía se le presentaba siempre como algo para lo que ya era tarde para rectificar: un fait accompli, algo de lo que se puede decir «dicho y hecho» y «a lo hecho, pecho». Por otro lado, todo aquello que se proponía hacer iba quedando aplazado una y otra vez.

Y lo que se proponía hacer iba tomando la forma de un complicado ritual de pago en el que llamaría a escena al teniente David, al teniente Engel, a la empleada de correos y a él mismo. Para ejecutar ese ritual, tenían que estar los cuatro a la vez, cosa bien difícil de conseguir.

No todo es política en la orientación lacaniana

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