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PREFACIO

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El inconsciente: sabemos tan poco lo que es. Es tan poco representable que es inverosímil y arriesgadísimo definir cualquier cosa a partir del inconsciente. Al contrario, es siempre él, el inconsciente, el que ha de ser definido, porque no sabemos qué es.

JACQUES-ALAIN MILLER, El inconsciente es la política

Vulgar agravio es de la política el confundirla con la astucia. No tienen algunos por sabio sino al engañoso, y por más sabio al que más bien supo fingir, disimular, engañar, no advirtiendo que el castigo de los tales fue siempre perecer en el engaño.

BALTASAR GRACIÁN,

El político

Le Maire et Montaigne ont toujours été deux.

MICHEL DE MONTAIGNE,

Essais

Política, nunca demasiada. Atribuye el fascista a la política todos los males, incluida la política misma. No seguiremos este camino, desgastado y sembrado de muerte y destrucción. Corresponde, sí, a la política la precisión del lenguaje, la denominación de las cosas que quieren perdurar y, ante todo, el riesgo de morir por hablar, más que por callar. Quizá no sea fácil reconocer a la política con esta denominación, cuando atribuimos a su discurso la palabra interesada, el decir vacío y la promesa fallida. Pero, más allá de las apariencias que engalanan a una verdad tan contingente como la nuestra, nos abrimos en sesgo para creer en aquella verdad que nunca se dirá. Vivimos políticamente; amamos políticamente; nos vinculamos con los demás políticamente; calculamos nuestra forma de gozar políticamente.

Atribuyamos de entrada a la política la capacidad de dar sentido a las palabras. Los atenienses, que inventaron la democracia, la acompañaron del modo más intenso que supieron con la poesía, en la vecindad del ágora: la tragedia recordaba que las palabras traen amor y odio, guerra y paz, vida y muerte; y la comedia, que la contingencia es atrapada sin quererlo por la significación del falo, otro nombre del poder. Claro que sí: el teatro, tragedia o comedia, no era recreo, sino herida profunda en el alma, que así iba existiendo como ser de lenguaje.

El filólogo Victor Klemperer, que vivió desde dentro la destrucción más conseguida del lenguaje —hasta el punto de llegar a ser modelo para sus formas actuales—, pudo describir las astucias de la sinrazón del Tercer Reich. Esa sinrazón tomó el nombre de fanatismo. El fanatismo es el desánimo del lenguaje, su reducción reiterada a lo intraducible, ligado todo ello a un estado de estupor generalizado. El fanatismo es el otro nombre de la segregación: satisfecho cada cual con su razón, el pensamiento resulta un obstáculo para la participación colectiva. Se ofrece entonces lo inmediato: «el grito o la consigna última que llega a mi corazón para bloquearlo en una masa de sinrazón com partida».1 La psicología de las masas es, en efecto, una sinrazón com par tida en la cual, si el lenguaje es el vehículo de comunicación, es manipulado hasta hacerlo instrumento de disgregación.

Klemperer da como ejemplo la palabra Volk, ‘pueblo’, ‘gente’, que circuló abundantemente como significante amo en los años del Tercer Reich. Esta palabra habría podido designar al sujeto de la política. Pero ahí servía exactamente para lo contrario. «Volk es empleada tantas veces al hablar y escribir como la sal en la comida».2 Y rápidamente este término fue tomando, por la vía de su derivado, Völkisch, el sentido de «racial». Esto quiere decir que pueblo solo hay uno y que este equivale a la raza, de la cual tampoco hay más de una. Con este juego de manos semántico, quedaban excluidos del pueblo aquellos a quienes se excluye de la raza. Como consecuencia, habría víctimas, entre las cuales la lengua.

La cuestión es quién manda. Sobre las palabras, el amo más antiguo parece ser Dios, que habló en palabras antes de hablar con geometría, es decir, con ecuaciones matemáticas, las cuales, si nadie las comenta, son mudas. El Dios de la geometría tiene un poder difuso a la vez que universal, convertido en el aire que respiramos, el ideal del pensamiento perfecto. Saben las palabras qué quieren decir, pero mejor la matemática, que no quiere decir nada y lo sabe todo, sin la urgencia de imponerse pero con la certeza de que fuera de ella solo hay locura. Pero la política sigue empeñada en la locura, esto es, en la pretensión de fijar un signo para cada sentido. El signo siempre viene del cielo de las estrellas fijas, es decir, la ciencia lo pone en movimiento. En eso no cree el político y, salvo excepción, prefiere sostener su palabra como si fuera un meteoro. Es la lección de Maquiavelo al Príncipe: «De qué manera los príncipes han de mantener la palabra dada». El original dice Quomodo fides a principibus sit servanda. La fides ha de ser conservada; pero no es la fe, es la confianza, la convicción, la capacidad de creer en la palabra. El poderoso ha de hacer creíble su palabra. En el capítulo del Príncipe que lleva el título referido, Maquiavelo empieza con una alabanza al príncipe que mantiene su palabra, para dirigir luego nuestra mirada a la realidad: muchos príncipes hacen grandes cosas sin tenerla en cuenta. Así pues, nos remite a la base del poder: entrar en el combate y vencer. Y ahí vale tanto la ley como la fuerza. Por supuesto, como hombres de bien que somos, preferimos la fuerza de la ley, pero cuando se trata del poder hay que recurrir a la fuerza animal. «A un príncipe le es necesario saber bien actuar como la bestia o como el hombre». A Aquiles lo educó Quirón, medio hombre y medio bestia. Así las cosas, al príncipe le conviene una noción de zoología política, para empezar, distinguiendo entre la zorra y el león. Aquella no puede defenderse de los lobos; este no sabe defenderse de las trampas. Si sabe esto, puede desasirse de la responsabilidad de la palabra dada: «[...] un amo prudente no puede ni debe mantener la palabra dada cuando el cumplimiento vaya en contra de él y cuando hayan desaparecido los motivos que lo obligaron a darla».

Así pues, de los animales extrae la ciencia de la fuerza. La fuerza es necesaria para el poder, pues debe imponerse a quienes no excluyen su uso. Tampoco cumplen su palabra, los príncipes; ahí deben actuar como la zorra: hay que saber engañar. Y es fácil, porque «los hombres son tan crédulos y tan sumisos a las necesidades presentes, que quien engaña siempre encontrará a quien se deje engañar».

El arte del político se resume en saber usar las más altas cualidades morales: «parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso, y serlo». Parecer y ser a la vez, usar, no ser. Tener y observar todas estas cualidades y a la vez saber dejarlas de lado; definirse por el uso, no por la sustancia. El príncipe es un agente de la razón de Estado; para ello, «a menudo se ve forzado, para conservar el Estado, a actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión». El príncipe debe «no alejarse del bien, si puede, pero saber entrar en el mal, si hace falta». Por encima de la palabra, la razón de Estado; pero, sin la fidelidad a la palabra, puede dejar de ser príncipe. Maquiavelo describe aquí muy claramente la relación entre la palabra y el poder; es una relación política, pero política de Estado. La cuestión es si sería posible aprender alguna cosa de ese valor de uso de la palabra en relaciones políticas no de Estado. O sea, por ejemplo, en el amor.

Quizá más cerca de nosotros, al menos en el tiempo, está la escritura de Lewis Carroll, quien en su Alicia a través del espejo nos ofrece el apólogo más certero sobre el arte de la política.

Alicia se encontró con aquel muchacho redondo llamado Humpty Dumpty —Zanco Panco en la traducción de Jaime de Ojeda—.3 En un momento de la discusión, Humpty Dumpty le dice a Alicia: «¡Te has cubierto de gloria!», y a partir de ahí se desarrolla el diálogo siguiente:

—No sé qué es lo que quiere decir con eso de la «gloria» —observó Alicia.

Zanco Panco sonrió despectivamente.

—Pues claro que no... y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien ‘aplastada’».

—Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» —objetó Alicia.

—Cuando yo uso una palabra —insistió Zanco Panco con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga... ni más ni menos.

—La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

—La cuestión —zanjó Zanco Panco— es saber quién es el que manda..., eso es todo.4

Hablar para imponer un significado es un ejercicio de poder. Lo atribuimos a una persona, a un príncipe, detentador de un poder ligado a su individualidad. Shakespeare describió magistralmente, sobre todo en sus tragedias históricas, de qué modo un individuo puede hacerse con el poder y cómo puede perderlo. Pero esta es solo una de las facetas de un estudio sobre el poder, tomándolo como una cosa que alguien puede poseer. Las tragedias de Shakespeare cuentan aquello que hace visible un poder. Por supuesto, un monarca absoluto posee poder, lo hace suyo, y lo mantiene sobre el fundamento de una lucha a muerte. En el feudalismo, los límites del poder y las fronteras de los dominios se sostenían en un estado de amenaza constante; los pactos que permitieron crear las monarquías trasladaron la inestabilidad a fronteras más amplias. Los tratados internacionales, como el de Westfalia, han propiciado períodos más largos de paz, pero no han impedido que la muerte, la muerte de miles, de millones, es decir, la guerra, venga a cuestionar la frontera como límite de la paz.

La muerte es el límite de todo poder. Hegel la llamó el amo absoluto. Nos queda estudiar de qué modo esta idea hegeliana es prolongada por el dicho lacaniano según el cual «el inconsciente es la política». Si, siguiendo la sentencia de Xavier Bichat, la vida es el conjunto de las funciones que resisten a la muerte, habríamos de leer el inconsciente como la fuerza principal de esa lucha cuando se trata del ser hablante. No hay una «nuda vida» para el ser hablante. La vida es portada por un inconsciente cuya manifestación más analítica —esto es, más elemental— es el cuerpo. Esta lección forma parte de la más última enseñanza de Lacan, tal como mostró Jacques-Alain Miller en su curso El ser y el Uno. De ahí la radicalidad de la lucha política del lenguaje contra la muerte portada por el goce.

Unas frases del seminario de Jacques-Alain Miller Política lacaniana resumen bien el punto de partida de la elección política del psicoanálisis: «La comunidad analítica, tal como se formó a partir de Lacan [...] está constituida por descontados. Es un poco la comunidad de aquellos que no tienen comunidad, como lo dijo Blanchot a propósito de Acéphale. Es la definición que se obtiene si tomamos como idea reguladora de la cualidad de miembro el resultado del análisis en el sentido de Lacan, a saber, los expulsados del Otro, aquellos que pasaron por la disolución del sujeto-supuesto-saber. Es una comunidad cuyo Eros es de un tipo especial, donde el malestar y el desasosiego son cosa natural».5

Es a partir de esa comunidad imposible como hay que plantear los problemas tácticos, estratégicos y políticos de los psicoanalistas puestos en lista. De entrada, la utilización, para el cálculo político, de los términos del Uno y lo múltiple —un lugar común cuando se trata de algunas escuelas, como la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis o cualquiera de las otras que integran la AMP— merece un comentario. La inercia nos lleva a pensar en un Uno salido de la aglomeración de lo múltiple, quizá fiándonos de la imagen empirista del Leviatán popularizada por Hobbes.

Supongamos, por el contrario, que el Uno es anterior a lo múltiple. Que ese Uno es el fantasma que lo acecha, la obsesión que quedó de un mal encuentro con lo real, la pasión surgida por la ausencia de un amo. El Uno, «haylo», y, para empezar, es nuestra locura cotidiana. De ahí viene la masa, el grupo, como forma inercial de anulación de la diversidad.

Pero sigamos con Freud, sigamos con Lacan.

Si es así, la buena política no es reforzar el Uno para hacerlo más poderoso —la política de Imperio—, sino descompletar el Uno, separarlo de la totalidad, a fin de que lo múltiple se muestre diferente. El peligro es la compacidad. El aburrimiento es lo unien, lo uniano, que Lacan leía como ennui, fastidio, reacción de uniasno.

Fomentar la disensión está mal; sí, porque siempre tiene como destino rehacer un Uno debilitado. Tarea inútil, dispendio de fuerzas, caos garantizado. Es la nebulosa, término que Jacques-Alain Miller introdujo para uno de los productos antiescuela que surgieron de la crisis del 98. En la nebulosa, cada uno, sometido a la fuerza de la gravedad de los grandes y de los pequeños, se cree libre, guía de su deriva por el arte de su capricho. El resultado son grumos, adherencias mutuas, sistemas satelitales, cuajarones, pegotes, pastas y otras masas.

Entonces, política. Es nuestro sino; eliminar la política entendiéndola como el caos, el desorden, el ruido que no permite ver cuál es la buena orientación, lleva a la masa. La masa no hace política: sigue a su líder, reducido a una voz de estruendo, a una muserola negra sobre el hocico del caballo (véase el caso Juanito) o a un bigote ridículo. El dictador grita para no oír su propia voz, exhibe las partes de su disfraz, manda matar por odio a la vida; con tales prendas ahorra a quien le siga el tráfago del discurso y la incertidumbre de la existencia.

Entonces, política, es decir, arte (no ciencia) de ligar lo singular con lo general, siempre desde el punto de vista de Ockham, para quien «no hay vínculo necesario entre dos criaturas», y de Montaigne, que se separaba bien de su cargo político: «El Alcalde y Montaigne siempre se contaron como dos».

Las precauciones constantes de Montaigne contra lo universal muestran en efecto cuál es la base de la política. Pasado lo universal, sin cercenar ni uniformar lo particular, queda «lo general». Y Lacan nos enseña un paso más: lo no-todo, la superficie topológica, cuyos agujeros tienen la virtud de no disminuir el conjunto.

En su seminario Política lacaniana, Jacques-Alain Miller se refiere a la advertencia hegeliana contra la apropiación singular de lo universal: el resultado es el contrario de la dictadura, es el reino del alma bella, del delirio de la presunción, el incordiante recurso a la buena fe. «Detrás del error de buena fe, está el goce, el sentido gozado del fantasma». Una de tantas locuras.

El sinthome es la gran lección política y clínica de Lacan: desproporción entre los recursos utilizados y los efectos obtenidos, construcción de un escabel impropio para cualquier modo de relación sexual, inoperancia del tiempo geométrico, vanidad del Uno. Y siempre, arte: discreción, agudeza, anticipación.

Esto es política: quien lo probó lo sabe.

Otra cosa es el amor; pero, en cuanto a eso, si sienten el dolor de su falta, consulten con un psicoanalista, que los hay.

Este libro agrupa algunos textos publicados con otros inéditos. En la primera parte me ocupo de casos clínicos de Sigmund Freud y de Jacques Lacan. Dos nombres propios, Sócrates y Hamlet, ocupan la segunda parte. La última enseñanza de Lacan, siguiendo la orientación de Jacques-Alain Miller, es todo un desafío a la razón psicoanalítica, con su descompletamiento. El título de «Lo inhóspito» pretende traducir el término das Unheimliche de Freud.

El título del libro vino inspirado por un álbum de dibujos de Georges Wolinski, Tout est politique, que desmentía ya desde la portada el alcance de la sentencia. A ese humorista, asesinado en París el día 7 de enero de 2015 en la redacción de la revista Charlie Hebdo, le debo alguna lección de estética, de erótica y también de política —si se me permite la analogía, tal como Hamlet se la debió a Yorick—. Mientras que el filósofo se esfuerza en completar la razón de Estado, el bufón la descompleta.

Send in the Clowns!

No todo es política en la orientación lacaniana

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