Читать книгу Naturaleza hostil - Arnaldur Indridason - Страница 14
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ОглавлениеHa entrado a hurtadillas en el dormitorio de sus padres en busca de apoyo y consuelo, pero su padre no responde. Solo guarda silencio sentado en la cama, inexpresivo, frío y distante, como ya lo ha visto otras veces. Así transcurre un largo rato.
—Todo irá bien —dice finalmente Erlendur con cautela.
Se encuentra mucho más tranquilo que durante su anterior lucha encarnizada por volver a subir al páramo. Le duelen los dedos y los pies, sobre todo allí donde las heridas por congelación son más graves. Por lo demás, se halla en perfecto estado y no parece haber sufrido lesiones durante su odisea.
A veces no se atreve a molestar a su padre porque conoce su temperamento. A Beggi le ocurre lo mismo. Los dos hermanos perciben que en ocasiones su padre necesita estar tranquilo, alejado del ruido y del escándalo que acompaña a los niños. A veces se concede un descanso y se recluye para tocar el violín en el salón, donde los pequeños casi nunca pueden entrar. También tiene dos armónicas y sabe tocar otros instrumentos, como el acordeón. Alguna que otra vez le piden que toque en fiestas y bailes, cosa que no le entusiasma especialmente porque nada le aburre más que los borrachos. Prefiere tocar el órgano en la iglesia cuando el organista no puede hacerlo y le encanta dar clases de música en el colegio, aunque sea ocasionalmente. También ha reunido a músicos de los fiordos del este para fundar una pequeña orquesta de cuerda. Uno de ellos toca la guitarra y a Erlendur le divierten más sus melodías que las del violín de su padre: el guitarrista también regenta una pequeña tienda de discos y, al estar al corriente de la actualidad musical, interpreta siempre los éxitos del momento.
Su padre guarda el violín dentro de un delicado estuche en el armario de su dormitorio y casi cada día se acomoda en el salón frente a sus partituras. Sus horas de práctica varían y a veces deja que los chicos lo miren si les apetece. Otras veces los echa fuera y se encierra. Cuando afina el violín y «calienta las cuerdas», el instrumento chirría de tal manera que tienen que taparse los oídos. A menudo toca con ligereza y las cuerdas vibran al ritmo de una cadencia vivaz que inunda la casa de un sonido claro y limpio. En otras ocasiones, no arranca de sus cuerdas más que un oscuro y melancólico anhelo de valentía y empuje.
Hay épocas mejores que otras y Erlendur aprende a conocer a su padre. Pero hasta más tarde no entenderá que, en aquella época, su padre se enfrentaba a una profunda depresión. Trata de iniciar a los hermanos en el mundo de la música enseñándoles a tocar un instrumento, pero enseguida se da cuenta de que ninguno siente un interés especial. Aprenden ciertas nociones básicas, pero les falta motivación y pasión para continuar. No los obliga, dice que tiene sentido, y simplemente espera que más adelante se interesen por la música.
Criado entre melodías de acordeón y cantos corales, le regalaron una armónica en la adolescencia y se mudó a Akureyri para estudiar música. No a todos los jóvenes se les presentaba una oportunidad así en aquellos años difíciles y la realidad fue que finalmente se vio obligado a abandonar sus estudios y regresar a casa. Casi siempre tocaba instrumentos prestados, también en clase, pero siempre había soñado con hacerse con el rey de las cuerdas y tener su propio violín. Ahorró hasta poder comprarse uno de segunda mano que, según le habían dicho, vendían en Höfn. Fue poco después de que Beggi llegara al mundo.
La economía de la familia de Bakkasel es precaria y apenas se permiten lujos. La escasez les impone una vida austera. La producción agrícola es modesta, pero las clases de música dan algo de dinero y, cuando hace falta, la madre aumenta los ingresos trabajando en la factoría de pescado. Los regalos se dan estrictamente en Navidad y en los cumpleaños. Aun así, cuando ocasionalmente asoma el sol y su padre está de buen humor, compra un par de detalles para darles una alegría a sus hijos y compensar los momentos difíciles. No son más que pequeñas baratijas, pero son valiosas a los ojos de los niños, que aprecian la buena intención.
Cuando se agudiza la depresión, su padre se mete en la cama y no sale del dormitorio. Entonces no pueden hacer el menor ruido en casa. Su estado suele acentuarse en Navidades y Año Nuevo, en la época más dura y oscura del invierno, cuando da la sensación de que el sol no volverá a salir nunca más. Los días de eterna penumbra se suceden unos a otros y el violín se queda guardado en el estuche a solas con sus melodías de alegrías y de tristezas.
Su padre sabe que han encontrado vivo a uno de sus hijos, pero no le basta para romper su aislamiento y mitigar su angustia. Sabe mejor que nadie con qué brutalidad golpeaba la tempestad. Tras haber luchado por salvar su vida, se encontraba al filo de la muerte cuando le quedaban escasos metros para llegar a casa. No responde a Erlendur, por mucho que este haya entrado en busca de consuelo. El hijo pequeño continúa desaparecido y lo único que ocupa su mente es el miedo a que esté muerto.
Erlendur aguarda junto a su padre, cuya indiferencia alimenta sus incipientes sospechas de que ha hecho algo mal. Evitando pensar en lo que podrá ser exactamente, lo que quiere es confirmar que está equivocado, que no podría haber hecho las cosas de otra manera. Pero su padre guarda un silencio sepulcral. Ni siquiera lo mira. El hecho de que al menos lo hayan encontrado a él con vida no parece reconfortarlo. El silencio se vuelve insoportable. Es casi peor que estar tirado en el páramo, azotado por el vendaval.
—Perdón —dice con un hilillo de voz—. Yo no quería... no debería haber...
Su padre levanta la cabeza y se gira hacia él.
—¿Qué llevas ahí?
—Me lo diste tú, es un soldadito de plomo —dice abriendo la mano para enseñárselo a su padre—. A Beggi le diste un cochecito.
—¿De qué estás hablando?
—A mí me diste un soldado y a Beggi un coche de juguete.
—Ah, ¿sí?
—Se llevó el cochecito cuando salimos. Lo guardaba dentro de un guante.