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Pasó casi toda la noche desvelado en la casa abandonada pensando en todo lo acontecido antes de que su hermano y él acompañaran a su padre al páramo. Salvo alguna cabezada ocasional en el calor de su saco, apenas había conseguido pegar ojo. Cansado, se levantó entumecido y con sueño. Trató de calentarse junto a la lámpara de gas, desayunó tres galletas de avena y se sirvió café en la tapa de plástico de su termo. Había comprado el café la noche anterior en una tienda del pueblo, donde lo había atendido un veinteañero bastante simpático pero un tanto descarado. El chico se había empeñado en darle conversación, pero Erlendur no estaba por la labor.

—¿Tienes algo que ver con la fundición? —le había preguntado al reparar en que Erlendur era de fuera.

—No —había respondido bruscamente—. También querría tres paquetes de Viceroy.

El joven, vestido con unos vaqueros rotos y una camiseta rajada, había abierto un cajón y había dejado los cigarrillos sobre la mesa.

—Entonces, ¿trabajas en la presa?

—No. ¿Me pones café en el termo?

—Te lo puedes servir tú mismo —le había indicado señalando hacia una cafetera con la jarra medio llena que reposaba sobre una mesa más bien sucia en un rincón de la tienda—. Es gratis. ¿A qué te dedicas, entonces?

Erlendur había llenado su termo y había pagado el tabaco. El dependiente había observado sus movimientos y, viendo que se avecinaban más preguntas, Erlendur se había apresurado hacia la puerta.

—¿Eres el tío de la casa abandon...? —había escuchado Erlendur mientras salía y se cerraba la puerta.

—Insolente —había murmurado Erlendur tras el portazo.

Terminado su café matutino, se encaminó hacia Egilsstaðir por la carretera que rodeaba el pico Hólmatindur. Contempló el ajetreo de las obras de la fundición en Reyðarfjörður antes de bordear la montaña Suðurfell y el río Fagradalsá para continuar después por el valle Fagridalur, un paraje de belleza inigualable, hasta llegar a Egilsstaðir. Condujo sin prisas. Aunque el tráfico era fluido, los camiones que circulaban en ambos sentidos echaban a perder la calma de la mañana.

Encontró el hogar de la tercera edad con facilidad y al llegar preguntó por el hombre a quien quería ver: Kjartan Halldórsson. Le indicaron que hablara con una empleada y esta lo condujo hasta una pequeña sala de estar donde un hombre de unos setenta años veía unos dibujos animados en la televisión. La chica se inclinó hacia él.

—Tienes una visita, Kjartan —le dijo en un tono cantarín, como si se dirigiera a un niño pequeño.

El hombre se incorporó en la butaca.

—Ah... —balbuceó.

—¿La digo que pase? —le preguntó la chica con un pasmoso laísmo.

Erlendur le dio las gracias y saludó al anciano, un hombre de pelo grueso y gris, con unas manos esqueléticas castigadas por el trabajo. Parecía demasiado débil y anquilosado para su edad. Comenzaron hablando de todo un poco y el hombre le contó a Erlendur que había perdido la visión en un ojo.

—Sí, me estoy quedando ciego de este lado —explicó Kjartan.

—Qué faena —dijo Erlendur por decir algo.

—Sí, una lata. Y más porque la visión del otro ojo también va de mal en peor. Pensaron que lo mejor era meterme en una residencia, no vaya a ser que tenga un accidente. Ya casi no veo ni la pantalla.

Erlendur asumió que se refería a la televisión y continuó conversando con él sobre sus problemas de visión hasta que fue al grano y le explicó que estaba reuniendo información sobre personas desaparecidas en las montañas de los fiordos del este y que había oído que una tía suya, Matthildur, había fallecido en su camino desde Eskifjörður hacia Reyðarfjörður en enero de 1942.

De fondo se escuchaba en una radio la nostálgica melodía de Vor í Vaglaskógi, entre otros grandes éxitos de toda la vida.

—Sí... sí, así es —afirmó Kjartan, aparentemente contento de poder ayudar, aunque fuera poco—. Era hermana de mi madre, pero nunca la conocí.

—¿Te acuerdas del caso?

—No, me temo que no. Yo era un crío cuando ocurrió y, además, vivía en Reikiavik. Pero sí recuerdo haber oído hablar de la tragedia. Tendría unos siete años. Mi madre era la mayor de las hermanas. Se mudó de joven a Reikiavik y me tuvo allí.

—Entiendo.

—Me marché pronto de casa. Fundé una familia. Comencé a trabajar en el mar. En aquel entonces podíamos pescar tanto como quisiéramos. Ahora es solo cosa de ricos.

—¿Y te mudaste al este?

—Sí, mi mujer era de aquí. Pero nunca he tenido mucho trato con mis familiares. Apenas los conozco.

—Matthildur murió la misma noche en que se extraviaron los soldados británicos —señaló Erlendur.

—Así es —confirmó Kjartan—. Se desató una tormenta huracanada en el páramo, de esas en las que uno no puede ni tenerse en pie. Una tormenta letal.

—¿La buscaron durante mucho tiempo?

—Unos días, por lo que oí. Pero, claro, no sirvió de nada.

—¿Recuerdas haber oído a tu madre mencionar el accidente? ¿Te acuerdas de algo que te llamara la atención? ¿Algo fuera de lo normal?

—No, que yo recuerde.

—¿La oíste alguna vez hablar de Matthildur? Por ejemplo, de cómo le iba o de si se llevaba bien con su hermana.

—La verdad es que no hablaba mucho de ella. Mi madre vivía en Reikiavik y en aquel entonces las carreteras eran como eran.

—Me preguntaba si a lo mejor conservas algo de tu madre o de tus tías que guarde alguna relación con Matthildur —dijo Erlendur. También le había hecho esa pregunta a Hrund, pero ella no conservaba nada. Presumiblemente, Matthildur había mantenido contacto por correspondencia con las dos hermanas que se habían mudado a Reikiavik, pero Hrund no recordaba haber oído nada de ninguna carta.

—Cuatro cosas —respondió Kjartan pensativo.

—¿Sabes si Matthildur se escribía con tu madre en aquellos años?

—Mi hermana me envió un baúl después de morir nuestra madre y me dijo que lo podía tirar si quería. Estaba lleno de papelajos: contratos de alquiler, facturas viejas y declaraciones de la renta. Recuerdo que había guardado también un montón de periódicos. Nuestra madre no tiraba nada. No sé con qué fin me lo envió mi hermana. A mí no me servía para nada. También había algunas cartas, pero nunca me paré a leerlas.

—¿Nunca las leíste?

—Madre mía, anda que no tenía yo otras cosas mejores que hacer.

—¿Y ese baúl existe todavía?

—Creo que sí —dijo el anciano—. Mi hijo guarda las pocas pertenencias que tengo. Puedes hablar con él. ¿Vas a escribir sobre la tormenta aquella?

—Quién sabe —respondió Erlendur.

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