Читать книгу Naturaleza hostil - Arnaldur Indridason - Страница 18
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ОглавлениеDe nuevo le invade la extraña sensación de que está tumbado en la casa abandonada y alguien lo visita continuamente. Debe de ser una alucinación. Sabe que ya no está en la antigua finca. Se ha ido. De lo contrario, no habría visto el cielo estrellado.
A menos que las estrellas hayan sido también un espejismo.
Mira hacia la entrada, pero no ve más que una densa oscuridad. Estira el brazo hasta notar el tacto áspero y húmedo de la pared. Sabe que lleva una linterna; la busca a tientas y la enciende. La luz es muy tenue. Solo proyecta un débil resplandor sobre lo que lo rodea: el acceso sin puerta al recibidor, la ventana rota que deja entrar un viento gélido, el techo medio derruido. Siente la fuerte presencia de alguien que no puede ver.
—¿Quién está ahí? —pregunta sin obtener respuesta.
Se levanta y camina lentamente, guiándose por el haz de la linterna. No distingue ningún rastro del viajero que recuerda haber visto junto al recibidor, ese hombre misterioso que había encendido un fuego y había hablado con él como si lo conociera. A pesar de que esa imagen se ha desvanecido, su mente alberga la extraña idea de que todo está por ocurrir.
Donde antiguamente se encontraba el sofá del salón, ha improvisado una cama con un colchón fino, dos mantas y una mochila que le sirve de almohada. Junto a ella hay unas botas de montaña desgastadas y una bolsa de basura con restos de comida. No lleva mucho equipaje y trata de no ensuciar. Aunque ahora la casa no es más que una helada estructura de cemento expuesta a los elementos, se mueve por ella con el mismo respeto que le habían inculcado sus padres cuando vivía allí toda la familia.
—¿Hay alguien ahí? —pregunta en voz baja.
La casa le responde con el aullido del viento, el chirrido de la puerta que sobrevive estoicamente fijada a sus bisagras y el crujido de dos placas de chapa ondulada que todavía cuelgan del tejado con asombrosa perseverancia. Se adentra en el recibidor e ilumina a través de la puerta el exterior de la casa antes de continuar por la cocina. Los rayos de su linterna se atenúan y todo se oscurece gradualmente a su alrededor. La luz vacila al alumbrar unas repisas vacías. Recuerda que antes había una mesa bajo la ventana desde la que se veían las vaquerizas y el pajar y, más arriba, el páramo y las montañas. Cada día comenzaba en torno a esa mesa y terminaba allí al anochecer.
—¿Hay alguien ahí? —repite en un susurro.
Sale de la cocina y entra en un pequeño pasillo que da acceso a la habitación de matrimonio y el cuarto que compartía con su hermano. No puede pasar al dormitorio de sus padres porque el techo se ha derrumbado sobre la puerta y una parte del pasillo. Es ahí dentro donde se había encontrado a su padre desconsolado tras haber bajado del páramo y haber escapado de la tempestad más muerto que vivo. Había dado a sus dos hijos por perdidos, consciente de que seguían atrapados en el temporal. Nadie conocía mejor que él las crueles condiciones que se estaban dando en el páramo y estaba exhausto. Con el rostro lacerado por el frío, se miraba el regazo mientras los equipos de rescate se reunían en su casa.
—¿Hay alguien ahí? —susurra por tercera vez.
Sigue sin obtener respuesta. El haz de la linterna se debilita aún más y comienza a parpadear. La golpea contra la palma de la mano y la luz brilla durante un instante. La batería se está agotando. Se adentra en el cuarto que compartía con su hermano e ilumina las paredes donde en otros tiempos estaban sus camas, separadas por una mesilla. Recuerda también un pequeño armario y una alfombra cálida que les protegía los pies del suelo helado.
Ahora en su cuarto solo hay oscuridad.
Se convence de que no hay nadie más en la casa. La presencia que ha percibido ha sido un mero espejismo. No queda nadie más que él. Da media vuelta y pasa de nuevo por delante de la cocina y la entrada hasta regresar al salón, donde se apaga la linterna. Al golpearla otra vez contra la palma de la mano, un tenue resplandor ilumina la pared de enfrente. La sombra de una persona tiembla en la penumbra y ve al hombre durante un instante: está de espaldas con la cabeza agachada, como en señal de rendición. La visión lo sobrecoge y hace que se le caiga la linterna al suelo y se apague de nuevo.
Se agacha y la busca a tientas hasta que la encuentra. La golpea tres veces contra el suelo y una luz brillante ilumina fugazmente el salón antes de apagarse del todo. Mira frenéticamente a su alrededor, pero el hombre ha desaparecido.
—¿Qué quieres de mí? —susurra, inmerso en la más absoluta oscuridad.
Está tumbado con los ojos entreabiertos. No sabe cuánto tiempo hace que ha dejado de tiritar. Ya no siente el frío; tampoco siente las manos ni los pies. Sabe que enseguida se quedará dormido por mucho que trate de combatir el sueño. Quiere mantenerse consciente todo el tiempo que pueda, pero sus fuerzas se debilitan. Recuerda que ha visto las estrellas tumbado en la nieve.
Presiente a través del frío que ha perdido la razón.