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El hijo de Kjartan se llamaba Eyþór, y Erlendur llegó a su domicilio pasado el mediodía.Vivía en un inmueble unifamiliar, no muy lejos del instituto de secundaria, y se había escapado del trabajo para comer en casa. Trabajaba en una consultora que prestaba sus servicios a la presa de Kárahnjúkar. Erlendur repitió una vez más su discurso sobre las investigaciones que realizaba en torno a casos de tragedias ocurridas en las montañas y le explicó que había visitado a su padre, quien le había dado permiso para echar un vistazo a un viejo baúl que guardaba en su casa.

Intrigado por su historia, el hijo le preguntó al respecto y se interesó por saber si pensaba escribir algún libro. Erlendur eludió la cuestión procurando no mentir. Eyþór le confesó que no sabía por qué guardaba aquel baúl. Debería haberse deshecho de él al tirar todos los trastos de su padre cuando este entró en la residencia. Alguna vez le había echado un vistazo, pero no había visto más que un montón de papeles y se había dicho que la próxima vez que ordenara el garaje se lo quitaría de en medio.

—¿Cómo le va, por cierto? —preguntó Eyþór. Erlendur tardó unos segundos en comprender que se refería a su padre.

—Pues creo que bastante bien —respondió Erlendur.

—Está cada vez peor de la vista.

—Eso me ha parecido entender.

—Hace mucho que no voy a verlo —le informó el hijo—. Es lo que tiene estar construyendo la presa más grande de Europa, que no te deja tiempo para nada más. ¿No podrías pasarte esta noche? Ahora se me está haciendo tarde.

—En un rato salgo hacia Reikiavik —comentó Erlendur con la esperanza de que funcionara su excusa—, así que habría que dejarlo para otro momento.

Eyþór se lo pensó unos segundos. Sonó su móvil. Miró la pantalla y rechazó la llamada.

—Bueno, ven conmigo.

El baúl estaba escondido en el garaje, enterrado bajo una montaña de bártulos que Eyþór fue apartando: neumáticos de verano, botes de pintura y herramientas de jardín. Dijo que no sabía exactamente lo que había dentro y que no tenía tiempo de quedarse con él. En todo caso, su hijo pequeño andaba por ahí si necesitaba ayuda; iba al instituto y se había pasado por casa entre clase y clase, si Erlendur lo entendió correctamente. Erlendur le agradeció la comprensión, le pidió disculpas por las molestias y dijo que no tardaría mucho.

El hombre se marchó en su todoterreno dejando a Erlendur frente al baúl, con la puerta del garaje abierta. Comenzó a llover. Cogió un gran sobre de color marrón que contenía las declaraciones de la renta desde 1972 hasta 1977 y lo dejó sobre el banco de herramientas. Lo siguiente que vio fueron dos gastados libros de salmos. Los hojeó y los apoyó encima del sobre. A continuación descubrió tres tomos de una vieja publicación islandesa y una pila considerable de periódicos amarillentos, sobre todo de Tíminn.

—¿Qué haces aquí? —oyó preguntar detrás de él y se giró hacia el estudiante, que volvía a clase después de su pausa.

—Buenos días. Estoy investigando casos de tragedias ocurridas en las montañas de los fiordos del este.

—¿Aquí, en nuestro garaje?

—Hay un caso relacionado con una tía tuya que murió congelada.

—¿Congelada?

—Sí.

—¿En serio la congelaron?

—No. Murió por congelación, en la intemperie. Perdió la vida haciendo una excursión por la montaña.

—Aaah.

El muchacho pasó de largo y bajó la calle, desgarbado, con un pantalón medio bajado que dejaba asomar los calzoncillos. «¿Qué va a ser de nosotros?», se preguntó Erlendur mientras veía al chico doblar la esquina.

Continuó sacando revistas y folletos del baúl hasta que dio con unas cartas. Las cogió. Algunas eran de las hermanas de Ingunn, otras de su madre y otras de algunas amigas suyas. Matthildur le había escrito a su hermana por última vez unos tres meses antes de su desaparición. En su carta le contaba las últimas noticias de la región y le daba detalles sobre el tiempo, decía que el otoño estaba siendo muy inestable y que el invierno estaba ya a la vuelta de la esquina. Tenía ganas de que llegaran las Navidades y se estaba haciendo un vestido para las fiestas. Las cartas anteriores tampoco tocaban temas de gran importancia y no daban a entender nada acerca de la relación con Jakob, su marido. Erlendur sabía que eso no implicaba nada. Las personas no dejan escritos todos sus pensamientos y los envían por ahí.

«Estuve en un baile con Ninna —contaba en una carta fechada dos años antes de su muerte—, y nos lo pasamos en grande. La orquesta era de aquí, del este, y tocaron canciones de ahora y de toda la vida. ¡Ninna y yo bailamos hasta quemar las suelas! Al principio a los chicos les daba vergüenza sacarnos a bailar. Estaba ese tal Jakob que ya conoces y estuve hablando un buen rato con él después del baile. Ahora vive en Eskifjörður».

Una vez revisado el baúl, Erlendur no sabía mucho más sobre Jakob y Matthildur. Guardó lo que había sacado procurando dejarlo todo tal y como estaba. Entonces se le ocurrió examinar los periódicos y hojeó los ejemplares de Tíminn. No entendía por qué la hermana de Matthildur habría querido conservar tantos números del diario portavoz del Partido Progresista. Entre noticias sobre reñidos debates políticos y acuerdos propuestos por los sindicatos agrícolas, se intercalaban otras sobre el periodo de parto de las ovejas y la cosecha del heno. Uno de los ejemplares cubría la noticia de la tragedia que habían vivido las tropas de Reyðarfjörður y se informaba en un pequeño recuadro de la desaparición de Matthildur esa misma noche.

En otro número se publicaba un obituario de Jakob. Erlendur dedujo que el autor era un amigo suyo llamado Pétur Alfreðsson. En él se citaba vagamente la procedencia de su familia: Hornafjörður, en el este, y Reikiavik, su ciudad natal. Tras la pertinente enumeración de sus virtudes, se mencionaba que Jakob había perdido a su joven mujer en una terrible tempestad, que no se había vuelto a casar y que no había tenido hijos. Al final del texto se describían las circunstancias de su muerte: fallecido en un temporal, el mar lo había arrastrado a tierra junto con su compañero. Los dos cuerpos se habían guardado en el antiguo almacén de hielo de Eskifjörður antes de darles sepultura.

Pero no fue el contenido del obituario lo que más le llamó la atención a Erlendur sino la palabra escrita sobre el texto con un lápiz de punta gruesa. Todavía era perfectamente legible.

SINVERGÜENZA.

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