Читать книгу Naturaleza hostil - Arnaldur Indridason - Страница 8
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ОглавлениеMientras caminaba a paso lento hacia una de las casas de la población de Reyðarfjörður, reparó en que una mujer tras una ventana lo miraba fijamente. Se diría que llevaba todo el día esperándolo. En todo caso, Erlendur no la había avisado de su visita y ni siquiera estaba seguro de estar haciendo lo correcto. Pero su curiosidad era más fuerte que cualquiera de sus dudas.
Al llegar al páramo, Erlendur le había preguntado a Bóas acerca de una historia que había oído una vez de pequeño y que nunca se había podido quitar de la cabeza desde entonces. Sus padres y la mayoría de los vecinos la conocían; probablemente, formaba parte de las razones por las que había hecho ese viaje a los fiordos del este.
—Entonces ¿te metiste a policía? —le había preguntado Bóas—. ¿O sea, que diriges el tráfico ahí, en Reikiavik?
—Durante un tiempo fui agente de tráfico, pero eso fue hace mucho —había respondido—. Y no sé si lo habrás oído, pero hoy usamos lo que se llaman semáforos.
Bóas había sonreído ante la indirecta. Llevaba el zorro al hombro. Con el anorak manchado de sangre, había tratado de limpiarse las manos frotándolas en el musgo húmedo. Tenía asumido que iba a pasar toda la noche en el páramo, pero la caza había terminado tan pronto que esperaba llegar a casa antes del anochecer.
—Has vivido aquí toda tu vida, ¿verdad? —le había preguntado Erlendur.
—Nunca soñé con vivir en otro sitio —había respondido el cazador—. No hay mejor gente en todo el país.
—Entonces conocerás la historia de la mujer que desapareció cruzando el paso de Hrævarskörð.
—Algo me suena, sí —había afirmado Bóas.
—Se llamaba Matthildur —le había recordado Erlendur—. Iba sola.
—Me acuerdo bien de su nombre.
Bóas se había detenido y había mirado a Erlendur.
—¿Qué decías que hacías en la policía?
—Investigar casos.
—¿De qué tipo?
—De toda clase: crímenes graves, homicidios, delitos de violencia.
—¿La flor y nata de la sociedad?
—Podría decirse.
—¿Y desapariciones?
—También.
—¿Se dan muchas?
—No, la verdad.
—La historia de Matthildur desaparecerá con nosotros, los ancianos —había comentado Bóas.
—La oí por primera vez en casa de mis padres —había dicho Erlendur—. Mi madre conocía un poco a la mujer y la historia siempre me ha parecido un tanto...
Había buscado la palabra adecuada.
—Misteriosa —había sugerido Bóas.
—Curiosa —había matizado Erlendur.
Bóas había dejado en el suelo todo lo que llevaba encima, había estirado la espalda mirando hacia el mar y entre la niebla había distinguido, en la distancia, el pueblo a orillas del fiordo. Al acercarse al risco Urðarklettur, había comenzado a hacer frío y a oscurecer. Bóas había vuelto a cargarse la presa al hombro. Erlendur se había ofrecido a llevarla, pero, según Bóas, no hacía falta manchar más ropa de sangre.
—Me imagino que te interesarán las historias de ese tipo —había comentado refiriéndose a las desapariciones.
Lo había dicho más para sí mismo que para Erlendur y se había quedado un rato pensativo antes de continuar bajando por las rocas sueltas y las laderas cubiertas de brezo.
—Entonces, ¿conoces también la historia de los soldados británicos que murieron por congelación en el páramo durante la Segunda Guerra Mundial? —había añadido—. Eran miembros de las tropas de ocupación destinadas a Reyðarfjörður.
Erlendur le había explicado que también había oído hablar de ese suceso en su infancia y que más tarde había leído sobre lo ocurrido, pero eso no había impedido que Bóas lo rememorara igualmente. Su pregunta había sido meramente retórica: no iba a perder la oportunidad de contar una buena historia.
Unos sesenta soldados, todos ellos jóvenes británicos, habían salido de excursión con la idea de caminar desde Reyðarfjörður hasta Eskifjörður atravesando el paso de Hrævarskörð, donde los había sorprendido una terrible tormenta. El paso resultaba intransitable debido a la presencia de hielo y, en lugar de regresar, habían penetrado más hacia el interior por el valle de Tungudalur y habían bajado hasta el páramo de Eskifjarðarheiði. Había ocurrido a finales de enero. A lo largo de la jornada, el cielo se había oscurecido y se había desatado un violento temporal que había frustrado la intención de los soldados de llegar a su destino a la luz del día.
Por la noche, mientras el dueño de la granja Veturhús, situada al fondo de Eskifjörður, se abría paso entre el vendaval hacia su establo, se había encontrado con uno de los soldados, extenuado por el cansancio y el frío. Pese a estar muy débil, el joven le había dado a entender que había más militares en peligro atrapados en la tormenta, y la gente de la granja había salido a buscarlos con lámparas de aceite. Enseguida habían encontrado a dos más a los pies del henar. Con ayuda de la familia de Veturhús, hasta cuarenta y ocho soldados habían conseguido bajar del páramo. Había caído una tromba de agua y debido a la crecida era imposible cruzar los ríos Eskifjarðará, Innri-Þverá y Ytri-Þverá, única vía de acceso a Eskifjörður. Algunos hombres habían logrado cruzar los dos ríos Þverá antes de la gran avenida, pero se habían quedado atrapados sin poder dar media vuelta y se escuchaban sus gritos de auxilio desde Veturhús. Cuatro de ellos habían muerto de frío al otro lado de los ríos, pero algunos habían conseguido recorrer a duras penas todo el camino hasta el pueblo.A la mañana siguiente, cuando el temporal había amainado levemente, el granjero había remontado el valle Eskifjarðardalur acompañado de un teniente y habían encontrado a más hombres, algunos aún con vida y otros fallecidos, entre ellos el capitán. Habían hallado un cadáver en el mar. Pensaron que el hombre se había caído al río Eskifjarðará y lo había arrastrado la corriente. Al final habían logrado encontrar a todos los hombres, vivos o muertos. Durante mucho tiempo se habló de aquella batalla despiadada que los soldados británicos habían tenido que librar contra las implacables fuerzas de la naturaleza y todo el mundo coincidía en que podría haber tenido un final aún más trágico de no haber sido por la reacción y la eficiencia de la gente de Veturhús.
—Muchos recuerdan a los soldados británicos, pero pocos se acuerdan hoy de Matthildur —había añadido Bóas mientras caminaba detrás de Erlendur con el zorro colgado del hombro—. Desapareció en esa misma tormenta. Según su marido, quería llegar hasta Reyðarfjörður por el mismo camino que los soldados, atravesando el paso de Hrævarskörð. Ya había hecho antes esa ruta y la conocía, pero cuando les preguntaron a los militares si la habían visto, aseguraron que no.
—¿No se la deberían haber cruzado? —había preguntado Erlendur.
—Se hallaban en el mismo lugar, en el mismo momento y en la misma tormenta. Caminaban en direcciones opuestas, así que sí, lo normal sería que se la hubieran cruzado. Pero seguramente estaban luchando por sus vidas y no habían prestado atención. Encontraron a todos los soldados, con o sin vida, pero de ella no hubo ni rastro. Se organizó una búsqueda cuando supieron que no había llegado a Reyðarfjörður, pero para entonces ya había pasado mucho tiempo.
—¿Y qué dijo su marido?
—Poco más aparte de que la madre de Matthildur vivía en Reyðarfjörður y había querido hacerle una visita recorriendo ese camino, que según ella conocía bien. Dijo que su mujer se había empeñado a pesar de sus intentos para disuadirla. Tal y como lo contaba, parecía haber sido cosa del destino.
—¿Y él por qué no fue con ella?
—No lo sé. Pero le contó a la gente que su mujer había salido antes de enterarse de lo de los militares. Él ni siquiera sabía que los soldados estaban también en la zona.
—¿Dijo que ella se había perdido?
—No, solo que había salido de excursión.
—¿Tiene eso alguna importancia?
—Los soldados se la tendrían que haber encontrado o tendrían que haberla visto. Aunque puede que fuera imposible en medio de la tormenta. Cuando le preguntaron a su familia de Reyðarfjörður si esperaban su llegada aquel día, dijeron que no sabían nada, que no eran conscientes de que les fuera a hacer una visita, ni ese día ni ningún otro.
—¿Por qué no fue en barco o en coche? —había preguntado Erlendur—. Para entonces ya había una carretera decente entre Eskifjörður y Reyðarfjörður.
—Quería caminar. Ya había mencionado alguna vez ese sendero. Lo mismo con los británicos. Se aburrían como ostras y habían salido de excursión por diversión, para hacer algo entretenido en mitad de la nada. En realidad, no tenían ningún motivo concreto para ir a Eskifjörður. Como sabrás, el camino es espectacular cuando hace buen tiempo.Y nada indicaba que se estuviera formando una tormenta.
—Entonces, ¿le había dicho a su marido que tenía la intención de ir por ese camino?
—Sí.
—¿Y se lo comentó a alguien más?
—No lo sé. Seguramente no.
Bajaron la mirada hacia el pueblo, que dormía plácidamente a orillas del fiordo.
—¿Qué crees que ocurrió? —le había preguntado Erlendur.
—No lo sé. No tengo ni la menor idea.
Después de llamar varias veces y esperar a que respondiera la mujer de la ventana, Erlendur abrió la puerta y entró sin permiso. No sabía por qué la mujer no había acudido a recibirlo y pensó que quizá tuviera algún impedimento para hacerlo. Se acercó hasta la puerta del salón, donde la mujer seguía sentada junto a la ventana sin moverse. Le dio los buenos días, pero ella no se los devolvió y se limitó a seguir contemplando la vista.
Se acercó y la volvió a saludar. La mujer se giró y lo miró con un gesto de desaprobación.
—No te he invitado a que pasaras —le recriminó.
—Perdona —se disculpó Erlendur—. Debería haberte avisado de que venía.
—¿Qué quieres?
—Disculpa, ya me voy.
Pensó que había ido demasiado lejos. No debería haber entrado en la casa sin permiso. No debería inmiscuirse así en la vida privada de la gente. Al haber visto que no salía a la puerta, debería haberse marchado y haberla dejado tranquila. La mujer era una anciana diminuta de pelo gris; Erlendur calculó que tendría unos ochenta años. Sentada sobre el cojín de su silla, lo escrutaba con su mirada penetrante mientras sostenía unos prismáticos en la mano.
—No tengo intenciones de vender esta casa —anunció—. Os lo tengo dicho un millón de veces. Un millón. No pienso meterme en ninguna residencia y me declaro en contra de todas vuestras obras. ¡Ya os podéis ir volviendo a Reikiavik con toda vuestra basura! ¡No quiero saber nada de vosotros, príncipes del aluminio!
Erlendur se giró hacia ella desde la puerta.
—No quiero comprar la casa —aclaró—. No tengo nada que ver con la fundición de aluminio.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿quién eres?
—Quería hablar contigo sobre tu hermana. Matthildur. La que falleció.
La mujer le clavó la mirada. Daba la impresión de no haber escuchado ese nombre en muchos años y no podía ocultar su asombro ante el hecho de que un absoluto desconocido hubiera entrado en su casa mencionando a Matthildur.
—Los de Reikiavik no nos dejan vivir con sus ansias de comprarlo todo —dijo por fin—. Pensaba que eras uno de ellos.
—No, no lo soy.
—En estos tiempos no pasan más que cosas extrañas.
—Ya me imagino.
—¿Quién has dicho que eras? —preguntó.
—Soy un policía de Reikiavik. Estoy de vacaciones y...
—¿De qué conoces a mi hermana? —inquirió la anciana.
—Solo he oído hablar de ella.
—¿Dónde? —preguntó la mujer con brusquedad.
—La oí mencionar por primera vez en mi infancia —le informó Erlendur— y hace poco hablé de ella con un cazador de zorros que me encontré en el páramo. Se llama Bóas. No sé si lo conoces.
—Cómo no lo voy a conocer, le di clase cuando era un chaval, el más gamberro de toda la escuela. ¿Qué tienes que ver tú con Matthildur?
—Como te digo, oí hablar de ella de pequeño y entonces le pregunté a Bóas y...
Erlendur no sabía cómo explicarle su inveterado interés por la historia de una lugareña desaparecida que, en realidad, no guardaba ninguna relación con él. Al fin y al cabo, era alguien ajeno a la familia de Matthildur y solo visitaba fugazmente el este cada muchos años. Aunque se había criado allí hasta su comunión, no conocía a la gente de la zona, no había mantenido ningún contacto con nadie y no había regresado más que de adulto. Su vida estaba en Reikiavik, le gustara o no.
Sin embargo, una parte de él había quedado arraigada para siempre a aquel lugar: el dramático testimonio de un ser humano indefenso ante las crueles fuerzas de la naturaleza.
—... me interesan particularmente los casos de tragedias ocurridas en las montañas —concluyó sin dar más rodeos.