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Oscilando entre las nociones de espacios y de territorios

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Jean-Jacques Lavenue avala esta concepción al afirmar que hoy asistimos al fenómeno de la desterritorialización del Derecho en provecho de un enfoque funcional del mismo, e igualmente de la desterritorialización de la soberanía que fija la autoridad de ese Derecho. Ese fenómeno de desterritorialización ha revitalizado la presencia de dos conceptos: de los territorios, que estarían sometidos al Derecho y a la soberanía de un Estado: territorio estatal, marítimo, aéreo; y de los espacios, que serían lugares que escapan a la apropiación y a la soberanía de un único Estado: espacio extra-atmosférico, alta mar, la Antártida, etc. El territorio pertenece al ámbito de lo público, en el espacio es posible reconocer la actuación de actores privados.22

Jean-Marie Pontier profundiza en estos conceptos considerando que «el territorio pertenece al orden de lo público, en tanto que las personas privadas no tienen territorio. Ellas pueden tener tierras, pueden poseer un vasto dominio, pero no disponen de un territorio. Es la diferencia entre el colono que parte para instalarse en otro lado, que busca una tierra para cultivar o sobre la cual instalarse, y aquel que quiere fundar un imperio, un principado o un régimen político. […] El territorio supone la dominación, una dominación que no es del orden del usus o del fructus —como en el caso del derecho de propiedad— sino del orden de lo político. Un rey reina sobre un territorio no sobre una tierra. Y en el medievo cuando un señor feudal pretendía ejercer un poder de naturaleza política, su tierra se convertía en territorio. Los conquistadores no son colonos, son conquistadores de territorios que actúan tanto por cuenta de un monarca como por su propia cuenta. El territorio presenta siempre una dimensión política».23

Cabe consignar además que el territorio significa algo delimitado; lo que primero fue un simple límite luego se transformó en una frontera, en cuyo interior todos los habitantes se hallan sometidos a una autoridad política.

Pontier también observa que en la actualidad hay un ataque al territorio tal como se lo ha entendido habitualmente; ese territorio está desvalorizado o descompuesto debido a la multiplicación de otros campos para las normas. «Esas evoluciones van en el sentido de una desaparición del territorio en tanto que soporte de la norma jurídica, esa desaparición se traduce en una alteración del territorio y en una indiferencia creciente de la norma en relación con el territorio».24 Ha finalizado la edad de oro de la territorialidad.

Basta observar los desarrollos de las nuevas tecnologías, las cuales han venido a dar a ese fenómeno una nueva amplitud: hoy se expresan de manera intensa en el Derecho aplicable al ciberespacio, ya que este último no aparece como un territorio sino como un espacio virtual que escapa al imperio de los Estados debido a la percepción de un importante rasgo de incoercibilidad.25

La cuestión de la regulación de espacios como los señalados, se le presentó al Derecho internacional público más anticipadamente y con mayor profundidad que al Derecho internacional privado. Este último, solo ha dado soluciones para regular la situación de los buques situados en alta mar o de las aeronaves en «espacios no jurisdiccionales».26 Pero ahora nuestra disciplina se ve enfrentada a un reto de talla ante la eventualidad de regular el espacio cibernético o ciberespacio, especialmente el que emerge de Internet.

Desde el Derecho internacional público, y al examinar el Derecho del cosmos, Rolando Quadri llegó a la convicción de que la noción de soberanía no podría retenerse más en su acepción territorial —en cuanto consideraba ridículo extenderla desde el espacio extraterrestre hasta el infinito— sino que ésta deba ser aprehendida en términos funcionales. Su fundamento debe encontrarse en la idea efectividad, y en la imposibilidad de controlar todas las actividades. En el espacio extra-atmosférico no hay soberanía, en la medida que las actividades son incoercibles. Esta mutación en la relación «Derecho-soberanía» y «territorio-espacio» es la culminación de un proceso dialéctico que se halla especialmente vinculado al desarrollo de un enfoque funcionalista del Derecho internacional público.

Para Ibáñez, las instituciones estatales han mantenido su autoridad política en los niveles local, estatal e interestatal, en tanto que en los niveles transnacional y global han sido los actores no estatales los que han hecho valer su autoridad, en ocasiones en detrimento de los gobiernos y de las organizaciones intergubernamentales. Tal como afirmaba el Maestro Quintín Alfonsín hace ya más de 80 años, las relaciones que se establecen en los diferentes niveles de interacción, pueden llegar a compartir un mismo espacio geográfico, donde el específico espacio político-territorial de los Estados sería solo uno más.27 En suma, el territorio ha dejado de ser un único espacio de interacción social y de autoridad política y como consecuencia de esta situación, las lealtades de los individuos se orientan hacia autoridades muy diversas, no necesariamente estatales, poniendo de manifiesto paralelamente, la pérdida de peso político en relación con la territorialidad estatal. Por tanto, un mismo espacio geográfico puede albergar una pluralidad de autoridades políticas solapadas, situadas a diferentes escalas, lo cual quiebra o inflexiona principios como el de soberanía, legalidad, jerarquía normativa, derechos subjetivos y ciudadanía.28

De este modo se están creando patrones de poder que contribuyen a conformar espacios políticos que no se corresponden estrictamente con la geografía de los territorios soberanos estatales en cuanto a que, como hemos dicho, hay un cambio de ubicación de la autoridad en la política mundial, desplazándose desde los Estados hacia otras fuentes de autoridad no territorial. Ibáñez considera que todavía siguen faltando instrumentos teóricos para analizar la reconfiguración de la territorialidad, para mirar más a los espacios de los flujos en lugar de los espacios de los lugares.29 Sostiene que «la globalización económica ha propiciado tanto la transformación del Estado como la emergencia de las autoridades privadas. Son dos procesos simultáneos que se refuerzan mutuamente. El Estado se ha adaptado a las nuevas condiciones de la globalización económica realizando nuevas funciones, dejando que sean otros actores los que desempeñen tareas que antes estaban en manos de las autoridades públicas».30 A su vez, los actores privados aprovechan las oportunidades económicas de la globalización y asumen funciones políticas que garantizan condiciones más favorables, desplazando en ocasiones, a las autoridades políticas.31

La soberanía seguirá existiendo mientras existan los Estados y la sociedad internacional de Estados, aun cuando sea en el marco más amplio de la sociedad postinternacional. En los países en vías de desarrollo el Estado no puede ni debe desaparecer debido a que tiene la obligación de intervenir en el ejercicio de una función tuitiva sobre las personas; y, en ese campo, no puede ser considerado un extraño, un forastero sino un agente indispensable para el bienestar social. Ahora, si bien la soberanía permanece, territorio y autoridad legítima han cambiado. En lo que respecta al territorio y autoridad legítima éstas sí se han visto profundamente transformadas, es posible percibir una pluralidad de centrismos, una pluralidad de espacios, en lugar de un conjunto de elementos puestos en un espacio común. Hay que re-situar, entonces, al Estado. En definitiva, hay una caída de las fronteras políticas.

Fernández Rozas completa esta visión sosteniendo que «la delimitación tradicional del objeto (del Derecho internacional privado) ha partido de dos premisas: el carácter privado de la relación y su internacionalidad. Admitida esta afirmación como postulado, se observa que la consolidación de fenómenos regionales de integración económica obliga a la hora actual, a reflexionar sobre la segunda nota señalada. De hecho, la doctrina es consciente de esta necesidad desde hace tiempo y muestra una declarada preferencia por otros términos que eviten la connotación “nacional” (consustancial a la “internacionalidad”) para definir el objeto de la disciplina. En concreto, los fenómenos de integración ponen en evidencia lo que es ya lugar común: que el objeto del Derecho internacional privado se caracteriza por atacar la discontinuidad jurídica en el espacio y que ésta no empieza y acaba en una “referencia estatal”. La idea no es en absoluto novedosa: entronca directamente con un planteamiento consustancial a la propia definición de internacionalidad dada por los clásicos, que han destacado la imposibilidad de dogmatismo a la hora de definir “lo extranjero”; de hecho, la heterogeneidad es víctima de todo tipo de ensayo a cada crisis de la disciplina. En la doctrina española, J. D. González Campos ha insistido en el carácter omnicomprensivo del significado de la internacionalidad: lo extranjero puede entenderse tanto en su sentido político (perteneciente a otro Estado) como de forma más general (perteneciente a otro grupo o familia). A la luz de este planteamiento se entiende la preferencia por el término “situación heterogénea” frente a la tradicional “situación internacional”. En suma, el objeto del Derecho internacional privado no puede construirse en función de la discontinuidad jurídica generada por la pluralidad de Estados. Esta (última) es una de las manifestaciones posibles de esta discontinuidad, pero ni la única, ni la que al comienzo del siglo xxi ofrece los retos principales a la disciplina».32

El SOFT LAW. Una de las manifestaciones más importantes de la autoridad privada en la sociedad postinternacional es el recurso al soft law, un fenómeno normativo muy amplio y diverso en el que incluyen toda clase de normas no vinculantes que regulan las relaciones entre las partes. El rasgo característico de estas normas es la ausencia de obligatoriedad. Puede distinguirse entre el soft law público, creados por los Estados y organizaciones internacionales gubernamentales u otras autoridades públicas; el soft law privado, creado por empresas, asociaciones, organizaciones no gubernamentales y otras autoridades privadas; y el soft law híbrido, cuando existe en la creación de la norma una participación mixta de ambos tipos de autoridades. Los Estados recurren cada vez más a normas no vinculantes para implicar más activamente a actores no estatales en la gestión de algunos ámbitos de la actividad internacional. Para los actores no-estatales las normas no vinculantes del soft law presentan igualmente ventajas, pues a través de ellas es posible influir sobre el comportamiento estatal.33

«A la hora en que la esfera jurídica conoce ciertamente una profunda mutación parece justificado, o adoptar una concepción pragmática del Derecho o considerar que todas las normas son jurídicas pero que, una norma de origen estatal posee una plena juridicidad, en tanto que un código de conducta privado solo reviste una juridicidad débil o media. Por tanto, si existen diferentes grados de juridicidad sería posible, por un lado, un pluralismo cuantitativo (diferentes fuentes de Derecho) y, por otro lado, un pluralismo cualitativo (diferentes fuerzas jurídicas)».34 Algunos autores han señalado que «lo normativo no se confunden con lo obligatorio, que una regla de Derecho puede ser flexible, o dicho de otro modo, no obligatoria y/o no sancionada. Señalar los límites de la asimilación del Derecho únicamente al Derecho y culminar en una escala de densidad normativa, comprendiendo diversas texturas jurídicas posibles que iría de un Derecho muy duro a un Derecho más flexible. […] la normatividad no se reduce a lo obligatorio ni a un Estado; en otras palabras, que ella puede ser susceptible de graduación, por consiguiente, una regla de Derecho podría ser más o menos normativa. Lo cual conduciría entonces a examinar un Derecho confeccionado con diferentes texturas, de las más duras a las más flexibles».35

EL CIBERESPACIO. Es ineludible enfrentar el dilema que representa la relación existente entre las tecnologías de la información y las concepciones espaciales de la sociedad. Los cuatro rasgos característicos que distinguen a los mercados electrónicos de los mercados tradicionales son:

— la transnacionalidad del espacio;

— la instantaneidad de las transacciones, en virtud de que, según Zygmunt Bauman, «el nuevo espacio es una espacio-velocidad, ha dejado de ser un espacio-tiempo»;36

— el anonimato de los operadores; y

— la digitalización de los productos.37

Ante las posibilidades comunicativas que ofrece el ciberespacio algunos autores han considerado que la territorialidad de las relaciones sociales basadas en el espacio físico se verá reemplazada por el uso de las nuevas tecnologías. Otros hablan de co-evolución pensando que tanto los espacios electrónicos como los espacios territoriales se irán reproduciendo de un modo conjunto, interactuando entre sí, llevando a cabo una reestructuración constante del sistema político-económico capitalista. Y por último, ubicamos a quienes consideran que se vuelve necesaria una nueva comprensión de las relaciones que están estableciéndose entre tecnología, tiempo, espacio y vida social, donde deba prevalecer la idea de cooperación antes que el viejo concepto de competencia.38

Si incluimos al ciberespacio en esta tarea de examen de las bases para realizar una codificación, o al menos una sistematización de las normas de Derecho internacional privado en el siglo xxi, es debido a que el ciberespacio vapulea y zarandea al Derecho y especialmente al Derecho internacional privado, en cuanto gran parte de la existencia de este último ha estado basada sobre la idea de territorio y de frontera. Las redes electrónicas se mofan de las fronteras nacionales: en Internet no hay fronteras, no hay confines, es un todo unitario, supone el fin de la geografía, «un espacio sin costuras» como se ha dicho; la noción de territorio no significa nada para él.39 Dadas las características técnicas de Internet, las fronteras interestatales son irrelevantes en la medida que no suponen ningún obstáculo al flujo de información entre cualquier tipo de organización o individuo. De ahí que no sea importante el carácter nacional o internacional de las empresas, las transacciones económicas en los mercados electrónicos se producen en un contexto transnacional, no internacional.

Para ser precisos debemos decir que los primeros en preocuparse por la emergencia de este fenómeno tecnológico han sido los geógrafos, seguidos por los filósofos y los antropólogos. Llegan últimos los hombres y mujeres del Derecho, intentando aprovechar los razonamientos interdisciplinarios que les pudieran permitir hacer pie ante esta nueva realidad. Basados en la experiencia adquirida podemos afirmar que el estudio del comercio electrónico confirma la conveniencia de abordar determinados temas desde el eclecticismo teórico, donde el límite a esta técnica estaría marcado por la coherencia.40

Internet es un problema que nos incumbe a todos. Es que la actividad electrónica ha invadido todo resquicio de la vida humana: el deporte, la religión, la moda, el sexo, el ocio, la cultura, el conocimiento científico; a través de él puede alentarse al odio racial; pueden cometerse delitos como el ciber terrorismo; en el ciberespacio pueden realizarse propagandas políticas, religiosas, o apoyar campañas militares; en poco tiempo más el contrato electrónico ocupará el lugar del soporte escrito. Nada de lo humano le es ajeno. Y ese espacio transnacional es ocupado por los actores civiles al mismo título que por los Estados.

Internet ha implantado una región no-territorial en la economía mundial, un espacio de flujos descentralizado pero integrado, que existe en paralelo a los espacios de los lugares creados por los Estados nacionales.

Los espacios de lugares convencionales continúan manteniendo relaciones económicas exteriores entre sí, más o menos mediatizados de manera efectiva por los Estados; pero en la región económica global no-territorial, las distinciones entre lo interior y lo exterior resultan muy problemáticas. En un sentido estricto el ciberespacio no puede ser definido como un «territorio» nuevo a colonizar por los Estados, pues la raíz etimológica del vocablo «territorio» deriva de la palabra «tierra»: habitar la tierra, poseer la tierra, hundir los pies en la tierra. Resulta imposible pensar en una actitud como la cumplida por los colonizadores españoles al hacer pie en el continente americano, clavando los estandartes de la cruz y de la espada y considerando a sus habitantes originarios sometidos al Rey de España y a la fe católica. En primer lugar, en Internet no hay «tierra» donde clavarlos. Por tanto, hablar de «territorio» virtual supone un oxímoron, un concepto que contiene sentidos opuestos.41

En virtud de lo expresado corresponde realizar una precisión tan importante como la anterior: resulta imposible pensar en la presencia de una espada flamígera de los Estados que ordene las conductas a lo largo (¿?) y a lo ancho (¿?) de esta nueva realidad debido a que se ha ampliado el horizonte espacial hasta ser solo uno y, concomitantemente, se ha retraído el horizonte temporal. ¿Cómo hablar de proximidad en Internet? El ciberespacio es un territorio virtual que supera el ámbito de los Estados, su ubicuidad hace que cualquier Estado receptor de un mensaje difundido por la web pueda pretender aplicarle las reglas de su Derecho, y en particular las de su orden público. El funcionamiento de estas reglas choca contra la imposibilidad de ejecutarlas; es indudable que el ciberespacio a-territorial cuestiona a las jurisdicciones estatales.

¿De aquí en más deberían excluirse las teorías zonales, una terminología que presupone la aplicación de un régimen jurídico diferente según la localización de las actividades? Se ha argumentado que el caso Yahoo! es una demostración elocuente de este fenómeno inédito, que coloca a los Estados en un dilema.42 Para nosotros el caso Yahoo! está mal planteado por la doctrina, en cuanto ha mirado con preferencia la orden de interdicción del juez de un Estado (el francés) y el rechazo a cumplirla por el magistrado de otro Estado (el norteamericano). Esta situación es absolutamente común y corriente dentro del Derecho internacional privado, en cuanto cada país puede adoptar medidas —y específicamente interponer la excepción de orden público internacional— cuando debido al funcionamiento de la regla de conflicto se ataca su individualidad jurídica. Si se quiere solucionar este problema la mejor manera de hacerlo es celebrando un Tratado internacional; pero repitamos que el problema no está ahí.

Quizás sea más sugerente el caso del médico personal del fallecido presidente François Mitterand de Francia, el Dr. Claude Gubler, quien publicó un libro Le grand secret donde aportaba cuestiones íntimas del presidente —una de ellas fue que el jefe de Estado no se hallaba en condiciones de ejercer el poder debido a un cáncer prostático, algo que se ocultó a la ciudadanía con informes médicos falsos o parciales— ante lo cual la familia de este último solicitó y obtuvo de la Justicia la prohibición de circulación de la obra y la requisa de los libros. La medida resultó totalmente ineficaz, aun cuando, en principio, fue aceptada por el médico de cabecera, pues bastó que un ciudadano francés, Pascal Barbiaud, escaneara la obra completa en un modesto cibercafé de Besançon, y la incorporara a Internet para que circulara libremente por el mundo e, incluso, en la propia Francia, volviendo inconducente cualquier medida judicial que quisiera atacar esta libertad. El sitio del cual partió la difusión fue luego clausurado, pero la obra igual continúa circulando por todo el mundo, haciendo gala de los tres principios básicos de la cibercultura: igualdad, libertad y gratuidad. Entonces, lo relevante es que aparentemente existe una imposibilidad de control efectivo por parte de los Estados sobre Internet, y más generalmente, sobre el ciberespacio. Es sobre este punto donde debe residir el análisis de estos dos casos judiciales.

A través de ellos estamos percibiendo que nos encontramos ante un exceso de espacio,43 hay una unidad a escala mundial que perjudica al Derecho internacional privado clásico basado en compartimentos estancos; se trata de una realidad a-topográfica. En el ciberespacio todo lugar es igual a cualquier otro desde el punto de vista de la localización, a eso se lo llama ubicuidad. El ciberespacio no es inaccesible sino inasible;44 se han eliminado las «rugosidades físicas»45 del territorio y la territorialidad, que solo ve Estados, territorios, fronteras, sitz de las relaciones privadas internacionales, ante lo cual resulta ilusorio cualquier enfoque de Derecho internacional privado que únicamente intente encasillar el fenómeno. Todo sitio web una vez creado inmediatamente se vuelve planetario, cualquier manifestación humana puesta en Internet instantáneamente se plurilocaliza, espacio y tiempo han perdido trascendencia en Internet. Por supuesto, la territorialidad estatal queda exasperada,46 la brújula nacional-estatal se enloquece47 en cuanto se disuelve en un espacio unitario. Se constata una efervescencia comunicativa.

Viajamos entonces por Internet de un lugar a otro, sin ningún movimiento en el mundo real; estamos en el mismo sitio y a la vez no. Se lo ha definido como un espacio simbólico,48 el cuarto espacio internacional,49 un meta-territorio50 el séptimo continente;51 terra incógnita,52 la a-topía:53 las metáforas abundan. Ellas son necesarias cuando nos encontramos ante realidades imposibles de definir con exactitud, acudiendo más a la imagen que genera su inteligencia, que a una definición exacta. De todos modos, hay que tener bien claro que no se trata de cambios circunstanciales sino de una verdadera mutación de realidad hasta ahora dominante.

Algunos han aprovechado esta etapa de confusión promoviendo una privatización absoluta, la idea de un espacio sin confines y, de paso, que estaríamos en trance de superar el estadio del interestatismo, como aconteció con el Manifiesto de John Perry Barlow, que vale la pena transcribirlo parcialmente:

Gobiernos del mundo industrial, cansados gigantes de carne y acero, vengo del Ciberespacio, el nuevo lugar de la mente. En nombre del pasado, os pido en el futuro que nos dejéis en paz. No sois bienvenidos entre nosotros. No ejercéis ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos. No hemos elegido ningún gobierno, ni pretendemos tenerlo, así que me dirijo a vosotros sin más autoridad que aquella con la que la libertad siempre habla.

Declaro al espacio social global que estamos construyendo, independiente por naturaleza de las tiranías que estáis buscando imponernos. No tenéis ningún derecho moral a gobernarnos, ni poseéis métodos para hacernos cumplir vuestra ley que debamos temer verdaderamente.

Los gobiernos derivan sus justos poderes del consentimiento de los que son gobernados. No habéis pedido ni recibido el nuestro. No os hemos invitado.

No nos conocéis, ni conocéis nuestro mundo. El Ciberespacio no se halla dentro de vuestras fronteras. No penséis que podéis construirlo, como si fuera un proyecto público de construcción. No podéis. Es un acto natural que crece de nuestras acciones colectivas.

No os habéis unido a nuestra gran conversación colectiva, ni creasteis la riqueza de nuestros mercados. No conocéis nuestra cultura, nuestra ética, o los códigos no escritos que ya proporcionan a nuestra sociedad más orden que el que podría obtenerse por cualquiera de vuestras imposiciones.

Proclamáis que hay problemas entre nosotros que necesitáis resolver. Usáis esto como una excusa para invadir nuestros límites. Muchos de estos problemas no existen. Donde haya verdaderos conflictos, donde haya errores, los identificaremos y resolveremos por nuestros propios medios. Estamos creando nuestro propio Contrato Social. Esta autoridad se creará según las condiciones de nuestro mundo, no del vuestro. Nuestro mundo es diferente. El Ciberespacio está formado por transacciones, relaciones y pensamiento en sí mismo, que se extiende como una quieta ola en la telaraña de nuestras comunicaciones. Nuestro mundo a la vez está en todas partes y en ninguna parte, pero no está donde viven los cuerpos.

Estamos creando un mundo en el que todos pueden entrar, sin privilegios o prejuicios debidos a la raza, al poder económico, a la fuerza militar o al lugar de nacimiento. Estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias sin importar lo singulares que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o al conformismo.

Vuestros conceptos legales sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contexto, no se aplican a nosotros. Se basan en la materia.

Aquí no ha materia. Nuestras identidades no tienen cuerpo, así que, a diferencia de vosotros, no podemos obtener orden por coacción física.

Creemos que nuestra autoridad emanará de la moral, de un progresista interés propio y del bien común. Nuestras identidades pueden distribuirse a través de muchas jurisdicciones. La única ley que todas nuestras culturas reconocerían es la Regla Dorada. Esperamos poder construir nuestras soluciones particulares sobre esa base. Pero no podemos aceptar las soluciones que estáis tratando de imponer. En Estados Unidos hoy habéis creado una ley, el Acta de Reforma de las Telecomunicaciones, que repudia vuestra propia Constitución e insulta los sueños de Jefferson, Washington, Mill, Madison, De Toqueville y Brandeis. Estos sueños deben renacer ahora en nosotros.

Os atemorizan vuestros propios hijos, ya que ellos son nativos en un mundo donde vosotros siempre seréis inmigrantes. Como los teméis, encomendáis a vuestra burocracia las responsabilidades paternas a las que cobardemente no podéis enfrentaros. En nuestro mundo, todos los sentimientos y expresiones de humanidad, de las más viles a las más angelicales, son parte de un todo único, la conversación global de bits. No podemos separar el aire que asfixia de aquel sobre el que las alas baten.

[…] Debemos declarar nuestros «yo» virtuales inmunes a vuestra soberanía, aunque continuemos consintiendo vuestro poder sobre nuestros cuerpos. Nos extenderemos a través del planeta para que nadie pueda encarcelar nuestros pensamientos.

Crearemos una civilización de la mente en el Ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes.

Davos, Suiza, a 8 de febrero de 1996.

Pero lo señalado no quiere decir que el ciberespacio no pueda ser regulado. Para algunos, como Lawrence Lessig, existe una «arquitectura» y un «código», que no son opcionales y que establecen los términos en los que yo puedo ingresar o existir en el ciberespacio. Lessig ha advertido que ese «código es poder».54

En ese mundo nuevo proporcionado por Internet no hay alto o bajo, ancho o largo, próximo o lejano. Entonces nos volvemos a preguntar cómo hablar de proximidad dentro de Internet, y nuevamente interrogarnos si podemos seguir recurriendo a ese criterio tan fundamental en el Derecho internacional privado tradicional. Cualquier criterio espacial al cual quiera recurrirse se vuelve totalmente inadaptado. Con él se borra la idea habitual del espacio territorial. Pero también del tiempo, al volver prácticamente instantáneas las respuestas. La percepción de esta situación ha obligado a los legisladores nacionales a admitir que en numerosas situaciones habrá que considerar a los contratos celebrados vía Internet, como equivalentes a los otorgados entre personas presentes.

También hay que aclarar que, si bien las tecnologías constituyen uno de los factores determinantes en los procesos de desterritorialización y reterritorialización, las propias entidades estatales han contribuido a una reconfiguración de la territorialidad y han usado la tecnología para cumplir sus funciones. Como consecuencia de esta inmixtión, el Estado ha salido reforzado en algunos ámbitos, en tanto que en otros ha perdido claramente poder.

A pesar de todo lo expresado hay autores que no han claudicado en encontrar una solución cómoda dentro de la técnica de conflicto. Así Oyarzabal se pregunta si las partes pueden elegir como Derecho aplicable los usos y costumbres del comercio internacional electrónico o el Derecho transnacional de Internet o la lex electronica a un contrato internacional sin hacer referencia a instrumentos específicos, como la Ley Modelo o el Uniform Commercial Code. E incluso si es posible considerar a la lex electronica como un ordenamiento jurídico autónomo con validez normativa aun sin que las partes la hubieran elegido; si es dable pensar que el contrato electrónico pertenece por su naturaleza —está localizado— en el ciberespacio, prescindiendo de todo el sistema de normas de conflicto que indican un Derecho aplicable del cual desprender su regulación. Y responde: «A mi juicio, la lex electronica, como la lex mercatoria es aplicable en principio, solo si las partes convinieron expresa o implícitamente aplicarla. Por lo que los jueces nacionales o los árbitros no pueden referirse a ella equiparándola a un Derecho estatal sin fundamento en la autonomía de la voluntad, por la sola razón de que el contrato fue concluido por Internet y es de ejecución enteramente virtual. Además, las partes deben indicar reglas precisas y constantes de la lex electronica que deseen incorporar al contrato, ya que la referencia a la lex electronica sin más, no autoriza a los jueces a aplicar principios generales de gran vaguedad, prescindiendo de sus normas de conflicto que le indican un Derecho estatal del cual desprender una regulación concreta. Por otra parte, la lex electronica no es supranacional y como cualquier otro sistema jurídico que es extranjero al foro, puede ser derogado por las normas de policía del juez y posiblemente, de algún otro Derecho vinculado al caso, y por el orden público».55

La invectiva proferida contra los Estados por parte de Barlow, advirtiéndoles que no deben inmiscuirse en un ámbito que no es el suyo, no convence totalmente. El problema del mundo virtual es un problema de localización de las relaciones jurídicas que puedan contraerse dentro de él, acostumbrado como está el Derecho internacional privado a volcarse hacia puntos de conexión territoriales o seudo territoriales. La cuestión entonces es idear nuevos puntos de contacto o transformar los existentes para adecuarlos a una nueva realidad cada vez más avasallante. El mundo virtual nos ha rodeado completamente y ya no podemos desentendernos de él como en el cuento del rey desnudo. El mundo virtual depende del mundo real, no es en modo alguno un mundo autónomo que se crea a sí mismo y prescinda del mundo de los vivos; por el contario, depende del mundo real y de los avances tecnológicos, que crean hombres de carne y hueso. Ciertamente, hay una cierta dificultad en «atrapar» o «captar» esa virtualidad por el Derecho, pero solo será cuestión de evolución y desarrollo de nuevas técnicas para algo nuevo.

Reiteradamente acude a nuestra mente el ejemplo proporcionado por Highet, al describir la permuta realizada en el Mar de los Sargazos entre dos náufragos, de la balsa de uno por un reloj de bolsillo del otro, y que luego que arriban a tierra firme, el acuerdo es desconocido por una de las partes. Desde el momento en que la parte perjudicada se presenta ante un tribunal jurisdiccional (estatal o arbitral) el contrato deja de ser un contrato «sin ley» y pasa a quedar sometido a un Derecho estatal. Highet agrega que «un contrato estatalmente libre presenta la paradoja del contrato sin ley, de un martillo sin dueño, que para el observador significa admitir una imposibilidad lógica, un solecismo intelectual, el único camino a través del cual puede existir un contrato independientemente de un sistema legal y considerarlo como una operación voluntariamente compacta, que operaría en virtud de la voluntad común de las partes. Pero tal arreglo no es un contrato sino una suerte de paralelismo de conductas y de expectativas. […] Es difícil concebir la racionalidad de un contrato in vacuo, una especie de bebé de probeta, sin padre, ni madre. La fuerza de la obligación en un contrato transmite simplemente la fuerza de un sistema legal que ha creado la obligación».56 Podríamos agregar otra situación más contundente aun: supongamos que el reloj de bolsillo fue robado por el dueño de la balsa. ¿No podría funcionar en tal caso, el Derecho penal?

En el continente americano, por el momento solo Panamá se ha preocupado por comenzar a regular este tema desde la óptica del Derecho internacional privado. El art. 76 establece lo siguiente:

Los contratos electrónicos, entendiendo por tales los realizados en línea o Internet, se perfeccionan al momento de la recepción de la aceptación de la oferta. Igual criterio se aplicará en el caso de contratos internacionales entre ausentes. La prueba de los contratos electrónicos se rige por el principio de la certeza y conservación de los documentos, de acuerdo con las reglas, los principios y los usos de carácter internacional. La retractación en materia de contratos electrónicos internacionales deja sin efecto dicho contrato si ésta sobreviene en tiempo razonable. Se entiende por tiempo razonable, el período de reflexión que le concede la ley al destinatario de la oferta.

El proyecto de ley de Derecho internacional privado elaborado por Bolivia también aborda en tres artículos (arts. 80 a 82) los problemas que plantean los medios telemáticos. El art. 80 define como «obligaciones telemáticas, aquellas generadas a través de medios electrónicos». El art. 81 siguiente, establece el Derecho aplicable. Veamos la solución:

Las obligaciones generadas por medios telemáticos se rigen por el Derecho y la jurisdicción indicados por las partes, en virtud del principio de la autonomía de la voluntad.

A falta de indicación válida, estas obligaciones se regirán por el Derecho del domicilio del aceptante de la oferta.

Para estos efectos, no se tomará en cuenta el lugar físico de las computadoras o terminales telemáticas, debiéndose tomar en cuenta únicamente, el domicilio efectivo del aceptante, conforme a lo dispuesto por la presente ley.

O sea que, el principio básico para regular las obligaciones contractuales entabladas o generadas a través de los medios telemáticos es el de la libertad de los otorgantes, no tomando en consideración el criterio de proximidad o el carácter razonable de la elección. Como es necesario un doble régimen en caso de ausencia de manifestación de la voluntad, la solución subsidiaria consiste en recurrir a la ley del domicilio «efectivo» del aceptante de la oferta.

La sección culmina con una regulación de los hechos ilícitos cometidos por medios telemáticos:

Los hechos ilícitos generados por medios telemáticos, en cuanto a su realización, se rigen por el Derecho del lugar donde se han generado. En cuanto a los resultados, la víctima puede demandar la aplicación del Derecho de su domicilio o del lugar donde se han producido los efectos o del lugar donde se generó el hecho ilícito. Para efectos de la presente sección, el lugar de la generación del hecho ilícito es el lugar físico de la terminal telemática a través de la cual se realiza el hecho.

De su lectura parece inferirse, entonces, que la determinación de cuándo nos encontramos ante un hecho ilícito —en definitiva, su calificación como tal— quedará supeditada al Derecho del lugar donde se ha generado, que según el propio proyecto es «el lugar físico de la terminal telemática a través de la cual se realiza el hecho». Pero, en cuanto a los daños, la víctima podrá solicitar una reparación eligiendo el Derecho más favorable entre tres posibilidades: el Derecho del lugar de su domicilio, aquél donde se han producido los efectos o, el del lugar donde se generó el hecho ilícito. Los efectos quedan supeditados a la calificación de ilicitud, a realizarse por la lex causae.

Ley general de Derecho internacional privado  de la República Oriental del Uruguay 19.920,  de 17 de noviembre de 2020

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