Читать книгу Ley general de Derecho internacional privado de la República Oriental del Uruguay 19.920, de 17 de noviembre de 2020 - Asociación de Escribanos del Uruguay - Страница 17
El individuo: ¿sujeto pasivo o sujeto activo
en el Derecho internacional privado?
ОглавлениеHasta aproximadamente el año 1975 —fecha en la que comienzan a aprobarse las Convenciones de las CIDIP— en el ordenamiento jurídico de Uruguay el individuo resultó totalmente objetivado por el Derecho, en cuanto se le había impuesto un férreo sistema preceptivo de conflicto, que solo les permitía a sus destinatarios obedecer. Las razones ya fueron dichas: que el Derecho internacional privado era considerado un Derecho que resolvía un conflicto de soberanías entre Estados —un ius supra iura en estado de máxima pureza— y que en la tarea de solución de tales conflictos los individuos no tenían las aptitudes indispensables para realizar algún aporte.93
Más próximo en el tiempo se argumentó que como éramos países en vías de desarrollo, podíamos quedar expuestos in natura a las imposiciones de la parte fuerte, ubicada por lo general en los países altamente industrializados —en especial respecto del área de los contratos— quien podía imponer con facilidad su ley y sus jueces, por lo que el Derecho internacional privado debía ser regulado exclusivamente por los Estados, únicos representantes del interés general.94 Este último argumento no tenía en cuenta que la adopción de tal postura —además de ser profundamente antidemocrática— conduce a los sujetos privados que viven en los países en vías de desarrollo, igualmente a un subdesarrollo mental, transformándolos en seres dependientes del poder etático, pasivos; donde la creatividad jurídica de que podían gozar, era considerada una mala palabra. Tampoco se prestaba atención a que las soluciones que podían aportar los sistemas jurídicos en la materia, no necesariamente tenían por qué ser siempre adecuadas al caso concreto y favorables a sus intereses de los propios particulares.95
A pesar de este bloqueo legal muy fuerte —apoyado por sectores selectos de la doctrina nacional— desde el último cuarto del siglo xx se fueron aprobando distintas Convenciones internacionales que les fueron adjudicando paulatinamente a los particulares un protagonismo importante, tanto para la determinación de la ley aplicable como del juez competente. Contamos al respecto y, en primer término, con la Convención Interamericana sobre Arbitraje Comercial Internacional aprobada en Panamá, en enero de 1975, la cual fue seguida de otras de igual origen; y por Convenciones con un ámbito de aplicación más extenso, como la Convención de Viena sobre compraventa internacional de mercaderías, o la Convención de las Naciones Unidas sobre reconocimiento y ejecución de las sentencias y laudos arbitrales extranjeros de 1958.
La ratificación de estos Tratados chocaba evidentemente —y a la vez erosionaba— al entonces vigente art. 2403 del Código Civil, el cual seguía afirmando con (aparente) contundencia que
las reglas de competencia legislativa y judicial determinadas en este título no pueden ser modificadas por la voluntad de las partes. Ésta sólo podrá actuar dentro del margen que le confiere la ley competente.
A partir del año 1975 entonces, hay un cambio en el tratamiento a darle a los sujetos privados. En lugar de objetos del Derecho (estatal), a cuyas normas solo cabía obedecer, paulatinamente se los va considerando sujetos de derecho o más bien actores, cuya intervención se volvía indispensable para solucionar tanto sus conflictos de intereses como los conflictos normativos y los jurisdiccionales sobre el plano internacional. A tal punto llegó este cambio alentado por las Convenciones internacionales que, como en el caso de la Convención de Viena mencionada —norma de jerarquía superior— las partes podían si lo deseaban, dejar de lado las soluciones que ella misma había adoptado.
Esta exasperante situación, donde las normas convencionales decían una cosa diferente de las normas legales, creó una fuerte fricción entre ambos cuerpos normativos, situación que hubo que solucionar de la única manera posible: reconociéndole a los sujetos privados el derecho fundamental a la libertad de elección de normas o de jueces estatales, o dicho de otro modo: de creación normativa y de selección de magistrados estatales o privados; en suma, el derecho a la libertad reconocido por la Constitución de la República; con las limitaciones —por supuesto— pudieran caber en el caso específico, en beneficio del interés general o de la parte débil del contrato. Entonces, la pirámide se invirtió: partiendo de la proscripción absoluta de antaño —dotada de algunas excepciones— se arribó hogaño a la libertad como principio, con algunas exclusiones basadas en el interés general. Este cambio de eje recién se logra con la aprobación de la Ley General de Derecho Internacional Privado objeto de esta monografía, y que como veremos en capítulos subsiguientes, en absoluto es de carácter general e irrestricto.
«Obviamente —dice Fernández Rozas— esta atención doctrinal a lo que se ha dado en llamar la “emergencia del individuo”, en contraposición al papel preponderante del Estado en los planteamientos anteriores, responde a una realidad sociológica y no a la inversa. La hegemonía del individuo no es una creación jurídica sino una manifestación espontánea y social, acaso un fenómeno de reacción que como en otros casos, afecta a expresiones jurídicas, pues el Derecho internacional privado no puede volver la espalda a la realidad social que pretende regular, también si ello implica una intervención estatal menor en determinados sectores. En este sentido se proyecta sobre el Derecho internacional privado una perspectiva más privatista, pero no en el sentido de caracterización de los derechos subjetivos que forman su objeto, sino como asimilación de los intereses del individuo como prioritarios y la configuración de los problemas que provoca la vida internacional de las personas, como elenco de materias contenido del Derecho internacional privado».96