Читать книгу Amarillo - Blanca Alexander - Страница 21
KIT HARRISON Diora aguardaba junto a la cama de Sebastián, observaba con detenimiento la pintura del sistema solar que adornaba la habitación. Apreció las imágenes de la Tierra y la Luna, un planeta rojo con sombras, otro amarillo opaco y el más pequeño de color naranja con zonas azules. También vio el plantea marrón rodeado por el anillo plateado, seguido del último, lila con partes blancas. Todos estaban rodeados de un cielo oscuro lleno de estrellas.
ОглавлениеMilton entró a la habitación vestido con el uniforme militar. Llevaba una taza de café entre sus manos.
—¿Qué sucedió? ¿Cómo fue que Sebastián perdió el conocimiento?
—No se sabe, estamos esperando que despierte para averiguarlo. —Diora regresó el rostro hacia su hijo.
—Sobre anoche… no recuerdo muy bien lo que pasó…
—No es momento para hablar de eso. Si te intriga tanto, debes saber que no ocurrió algo fuera de lo que siempre sucede cuando estás ebrio.
—Es fácil juzgar cuando no se tiene idea de toda la realidad —susurró Milton.
—Sí, había olvidado que tú eres la víctima y los demás son culpables.
En ese momento, Milton se fijó en la pintura que decoraba las paredes.
—¿Qué es esto? ¡Le había dicho que todo sobre el universo estaba prohibido para él hasta nuevo aviso!
—Luego de que le confiscaras las fotografías del sistema solar, decidió dibujarlo y colocarle color. Está convencido de que existen más planetas y de que posiblemente haya vida en alguno de ellos.
—¡Por esa razón se los quité! ¡Le dije que no hablara más sobre eso!
—¡No lo hace! Solo pinto un cuadro, ¡déjalo en paz!
—¡No entiendes nada!
—¡Claro que entiendo! Sé muy bien por qué el gobierno ha desaparecido durante años a quienes no se adaptan, a quienes no pueden controlar, ¡a todos los que son como Sebastián!
Milton arrojó la taza de café contra la pared y salió de la habitación dando un portazo.
Un segundo después, Sebastián empezó a pestañear de forma incontrolable.
—Mi amor, mi amor… ¡no tan deprisa!
El niño hizo ademán de levantarse y lo consiguió tras varios intentos. Sentado sobre la cama, acarició con brevedad la parte baja de su cabeza.
—¿Cómo te sientes?
—No lo sé, es muy extraño —dijo a media voz—. Siento que mi cuerpo está a punto de flotar, pero mis pies siguen arraigados al suelo.
—¿Qué hacías anoche en el jardín?
—Estaba por bajar a cenar, pero escuché que discutías con padre por mí… y… y solo quería dejar de oírlos… Bajé por la ventana y corrí, corrí hasta llegar a los jardines, donde me senté bajo el árbol de hojas amarillas… —Hizo una pausa para mirar a su madre—. No estaba llorando.
Diora acarició el rostro de Sebastián y contuvo las lágrimas.
—¡Es cierto, no estaba llorando!
—Está bien, te creo. Quiero saber lo que sí pasó.
—Recuerdo acostarme sobre el césped… sin llorar… cerrar los ojos y sentir una gran calidez. Después… pues estoy aquí contándote lo que recuerdo.
—Perdóname, perdónanos… prometo que no se repetirá. —La voz de la señora Tyles estaba quebrada.
Tocaron a la puerta y Matilde apareció en el umbral, sostenía una bandeja con el desayuno de Sebastián: panes, huevos fritos, tocineta y jugo de naranja.
—Mi niño Sebastián, traje tu desayuno favorito.
Al sentir el olor, se levantó con rapidez.
—Mati… ese olor… el olor del tocino… —Dio algunas arcadas.
—¿¡Qué ocurre?? —Diora se puso de pie alarmada.
Sebastián abrió la ventana para respirar aire fresco, las arcadas se repetían.
—¡Por favor, Matilde, saca eso de aquí!
La mujer abandonó la habitación con la bandeja entre sus manos.
—¿Desde cuándo el tocino te da náuseas?
—No lo sé, madre. —Regresó a la cama—. Tal vez estoy enfermo.