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UN HALLAZGO MÁGICO —¡Nirvenia es el único continente de la Tierra! —refutó con severidad el profesor Pompe Lueda. Se levantó con tanta brusquedad que los cortos rizos de su cabello grisáceo se tambalearon, caminó con ojos chispeantes hacia al alumno que últimamente no dejaba de cuestionar sus enseñanzas—. ¡No hay nada más allá de las fronteras que indican los mapas, siglos de estudios y búsquedas han arrojado el mismo resultado! ¡Las tierras antiguas yacen en el fondo del océano y solo existe aquella que pisamos!

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El estudiante era Sebastián Tyles, un niño de once años que se expresaba con mucha seguridad.

—La Tierra ha demostrado que cambia de manera drástica, por esa razón pisamos un continente que no existía en los años de las tierras antiguas. De acuerdo con la historia, la última expedición se realizó hace más de cinco siglos, tiempo suficiente para que emergieran otros lugares. Al menos debe aceptar la posibilidad. —Se puso de pie mientras cerraba el saco azul rey de su uniforme.

Pompe era un hombre de baja estatura que solía ponerse de puntillas para dar énfasis a sus palabras cuando estaba molesto.

—¡No debo aceptar absolutamente nada de los disparates que dice! Se le olvida que el Abba de los tiempos de la fundación de Nirvenia dijo que el destino de las tierras antiguas era desaparecer por completo y que el nuevo mundo que se formaba sería el único en la Tierra, ya que estaría constituido por los elegidos del Santo.

Sebastián puso los ojos en blanco.

—Esa es una historia muy bonita, pero la isla de las Rosas emergió en el año trescientos cuarenta y dos de Nirvenia; de igual manera, deben existir otros lugares habitables hoy en día.

—La isla de las Rosas fue profetizada por el Abba VI como señal de que el Santo estaba conforme con los gobiernos de Nirvenia.

—La profecía del Abba VI es del año trescientos cuarenta y tres, uno después de registrarse el descubrimiento de la isla. Esta es una de las muchas imprecisiones que se han encontrado en la historia de Nirvenia.

—Por favor, Tyles, es evidente que lo leíste en los libros publicados con errores de imprenta. Deberías saberlo, esa información apareció en la primera página de la prensa, incluso lo anunciaron en la radio.

—Leí las actas originales de ambos eventos en el Palacio del Reloj, el museo de Río Dulce, así que corroboré en persona esa incongruencia.

En el salón, algunos alumnos comenzaron a murmurar sin dejar de observar expectantes el duelo de argumentos que sostenían Pompe y Sebastián.

—¡Fui la semana pasada al Palacio del Reloj y también vi las actas! Puedo decir con toda propiedad que los documentos que descansan en el museo de historia más importante de Zuneve no presentan error alguno. ¡Lo que aseguras es falso!

—Es evidente que lo corrigieron después de que le comenté a mi padre el error.

Los compañeros de Sebastián ahogaron un grito al unísono, como si hubiesen escuchado un sacrilegio. El profesor hizo silencio durante varios segundos, luego se expresó con un tono de voz bajo, aunque lapidario:

—No permitiré que siga poniendo en entredicho la palabra del Abba y de todas las autoridades, su comportamiento aplica para el salón de castigo. —Sacudió una campana que reposaba sobre el escritorio.

—Iré con él.

Era Dan García, un niño de piel morena y lustroso cabello negro.

—¿Por qué debería enviarlo a usted, García?

—Porque pienso igual que Sebastián.

—Deseo concedido entonces. —Señaló la puerta.

En ese momento entró al aula Filipo, un hombre muy delgado de rostro alargado y nariz aguileña. Ostentaba un aire de superioridad, pues era el supervisor de los pasillos y mano derecha del director.

—¡Buen día! ¿Quiénes son los insurrectos? —Su voz era nasal y molesta.

—Tyles y García. Lléveselos de una vez, necesito seguir dando mi clase. —Pompe tomó asiento otra vez.

—Será un placer. —Filipo los miró con una sonrisa de satisfacción.

Cual actor en plena interpretación, Pompe alzó la mirada y las manos al cielo para expresar una súplica:

—¡Ojalá ocurra un milagro y esta se convierta en mi última clase con Tyles!

Sebastián guardó los libros de mala gana en su mochila de cuero negro, se la cruzó sobre el cuerpo y antes de salir clavó con furia sus intensos ojos cafés sobre Pompe.

—Profesor, esta no será nuestra última clase, nos volveremos a ver.

Se marchó del salón mientras Lueda y Filipo lo acusaban de insolente. Entretanto, Dan lo siguió con nerviosismo.

Caminaron por los largos pasillos del colegio Bernardo Andala, una institución que solo aceptaba varones en su población estudiantil. El edificio era rústico y elegante, tenía paredes y pisos de piedra, además de grandes ventanales.

Antes de llegar al área de castigo, Sebastián tropezó con Cruz Díaz, compañero de clase y mejor amigo de su hermano mayor.

—Sebastián, ¿a dónde vas? —Cruz lo miró con preocupación.

—Joven Díaz, es preferible que se mantenga al margen de esta situación y regrese a su clase. —Filipo los seguía a algunos pasos de distancia.

—Nos lleva al salón de castigo —respondió Sebastián con premura.

—Esa medida fue prohibida por el consejo estudiantil y el gobierno regional, no pueden hacerlo. Pondré la denuncia ante las autoridades competentes. —Cruz no apartaba los ojos de Filipo.

—Solo estarán allí hasta mediodía. De aquí a que las autoridades competentes respondan, ya estarán en su casa.

—¡Igual vendrán, igual procederá!

—No esté tan seguro, Díaz. Me dijeron que el profesor Pompe Lueda tiene amigos muy poderosos, con muchas influencias en el gobierno. No gaste energía en defender a un indisciplinado que ha cuestionado una vez más a las autoridades de Nirvenia, es imperdonable.

—Lo imperdonable es que quieran castigar a un niño de once años encerrándolo en un sitio inhumano. ¡Cometen un grave error!

—No hay poder que lo impida.

—¡En eso te equivocas! —La actitud de Cruz era desafiante.

Cerca de allí, en el campo deportivo del colegio, Marcus Tyles asistía a una práctica de fútbol haciendo gala de su inigualable talento, el balón bailaba entre sus pies. Sus rivales siempre quedaban a medio camino en sus inútiles intentos por detenerlo, las distancias o posiciones no significaban una dificultad cuando le tocaba definir su próximo movimiento. El joven, de uno ochenta y cinco de estatura, nunca fallaba.

El mayor de los hermanos Tyles poseía un gran atractivo. Las chicas suspiraban por sus ojos azules, su espesa cabellera rubia sobre la nariz perfilada y su mandíbula cuadrada. “El chico de oro” era el apodo que se había ganado por los múltiples trofeos obtenidos como atleta a sus escasos dieciséis años. Sin embargo, con respecto a su personalidad no era todo perfecto. Un aire de arrogancia lo rodeaba, y aunque no era considerado cruel, sus compañeros tampoco le otorgaban el título del más amable, así que era odiado y amado a partes iguales por quienes lo rodeaban.

Al otro lado del campo estaba Rodrigo Busti Buenas Casas, nieto del presidente y miembro del grupo al que le hubiera gustado ver a Marcus humillado, destruido y acabado. Por ende, no dejaba pasar una oportunidad para confrontarlo.

Al sonar el silbato de descanso, Rodrigo se acercó a Marcus.

—¡Tyles! Me preguntaba si acompañarás a tus padres al baile de independencia que ofrecerá mi abuelo.

—Hola, Rod… ¿Por qué? ¿Quieres que vaya contigo? —En medio de su burla, Marcus se acercó a él para obligarlo a subir la mirada.

Rodrigo soltó una falsa carcajada.

—Solo lo menciono porque se harán anuncios importantes, todos deberíamos asistir.

—¿Importantes para quién? ¿Para ti?

—Para todos. Recomiendo que no faltes.

En ese momento, Cruz corría hacia ellos. Sin importarle la conversación que sostenían, se acercó para susurrar al oído de Marcus:

—Es tu hermano, lo llevan al salón de castigo.

Los ojos de Marcus se ensombrecieron, pero guardó la compostura, odiaría demostrarle a Rodrigo que algo le afectaba.

—Debo marcharme en este momento, Rod. Y no te preocupes, no faltaré al baile; para ser sincero, no sería lo mismo sin mí. —Se alejó sin esperar respuesta.

Amarillo

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