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POR QUÉ EN TROYA SE MONTÓ LA PARDA

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Es obvio que en el seno de cualquier grupo humano, más tarde o más temprano, aparecen tensiones que pueden provocar conflictos entre sus miembros, lo cual no solo es normal sino incluso, asumible. El peligro radica en que el propio enfrentamiento pueda degenerar y afectar a la cohesión del grupo.

Pensemos, por ejemplo, en la Guerra de Troya, cuyos últimos días narra Homero en su inmortal libro La Iliada. Gracias al filántropo y arqueólogo Heinrich Schliemann (1822-1890), que localizó y descubrió el emplazamiento y los restos de la ciudad, sabemos que la Guerra de Troya fue real y no un mero producto de la imaginación de Homero. Schlieman continuó los trabajos del británico Frank Calvert, un arqueólogo aficionado, en la colina de Hisarlik, a unos kilómetros de los Dardanelos. Se llegaron a descubrir hasta 10 ciudades («Troyas») superpuestas.

Imágenes 1 y 2 . La puerta de los leones en Micenas, y la máscara llamada de Agamenón (Fotografías de Verónica Velasco Barthel y del autor).

En Micenas descubrió la espectacular máscara llamada de Agamenón hoy conservada en el Museo arqueológico de Atenas (aunque posteriores dataciones fijaron el origen trescientos años antes del reinado de Agamenón). Si os interesa la vida de Schlieman y su mujer, Sophia no deberíais dejar de leer la biografía novelada de Irving Stone (1975) El tesoro griego.


Imagen 3. Heinrich Schlieman entre 1866 y 1890.

A día de hoy, desconocemos las razones concretas que llevaron a aqueos y troyanos a enfrentarse. Lo que sí tenemos claro es la causa que aduce Homero en su poema, el rapto de la bella princesa aquea Helena por el apuesto príncipe troyano Paris. Todo podría haber quedado en un asunto de faldas de no haber sido por el pequeño detalle de que no solo Elena era una mujer casada, sino que lo estaba nada menos que con Menelao, rey de la belicosa Esparta y, para más inri, hermano de otro soberano aún más poderoso, Agamenón, rey de los aqueos. De ahí que, comprensiblemente, el rapto fuese percibido como una ofensa infligida por los troyanos al pueblo espartano y de paso al aqueo; un sentimiento que Agamenón, siempre dispuesto a empezar una guerra para expandir su poder, supo hacer valer convenientemente para iniciar el conflicto que acabaría con la destrucción de Troya.


Imagen 4. Altorrelieve de hoplitas combatiendo. Museo de Delfos (Fotografía del autor).

Es más que probable que Agamenón quisiera conquistar Troya por motivos económicos o de simple expansión imperialista, sin embargo, lo que importa destacar aquí es que un conflicto individual degeneró en una guerra entre dos pueblos, acabando con uno de ellos. Que el pretexto no fuese real no quita para que en la imaginación de Homero fuese plausible.

El poema homérico, aparte de su inmensa calidad literaria, nos plantea pues una cuestión básica en el ámbito de la convivencia social: para que un grupo sea poderoso y sobreviva es preciso que desarrolle mecanismos dirigidos a evitar que los enfrentamientos entre individuos puedan degenerar en una guerra total.

La cuestión no es un simple ejercicio literario. Abandonemos la mitología y centrémonos en este ejemplo que os propongo. Imaginemos, por un momento, que alguien recibe una bofetada. La reacción natural del agredido será la de contestar a ese guantazo. Sin embargo, el segundo sopapo generará, a su vez, otro por parte del agresor inicial y, en un visto y no visto, los contendientes se verán enzarzados en una pelea. En esto, se aproxima el mejor amigo del agredido para auxiliarlo, con toda probabilidad, los partidarios del agresor también entrarán en la lucha para apoyar a su campeón: y, en un santiamén, el conflicto degenerará en una batalla campal de todos contra todos. Y no hablemos de la guerra pura y dura, la que se desencadena cuando el derecho ya no tiene cabida.


Imagen 5. Escena de la batalla de Waterloo por Louis Dumoulin. 1912. En un solo día, el 18 de junio de 1815, entre las 12 del mediodía y las 9 de la noche, cayeron en el campo de batalla 50.000 hombres entre muertos, heridos y desaparecidos, y murieron 7.000 caballos. Como si en una sola jornada hubieran desaparecido todos los habitantes de la ciudad de Huesca.

La cadena de represalias recíprocas es, pues, devastadora y desde luego puede resultar fatal para la supervivencia del grupo. Por ello, es conveniente atajar la agresión cuanto antes y circunscribir el conflicto al enfrentamiento entre dos miembros del grupo. Ya os adelanto que no resulta fácil. Primero, porque es preciso determinar quién empezó la pelea y por qué motivo, con el fin de saber si la agresión inicial es o no justificable. Y eso no es algo que puedan decidir las partes enzarzadas, porque obviamente no son objetivas, dado que cada una tratará de arrimar el ascua a su sardina. De ahí que sea necesaria la intervención grupal para frenar como sea la cadena de represalias.

El restablecimiento del orden no puede quedar, en efecto, en manos de las partes en conflicto, ya que es el grupo el primer interesado en el restablecimiento del orden y la convivencia. De lo que se trata, en definitiva, es de sustituir el principio de la «venganza privada», en virtud del cual cada individuo se defiende por sí mismo –o como se dice vulgarmente se toma la justicia por su mano–, por el de una defensa impuesta por el orden colectivo, porque solo éste puede determinar eficazmente cuáles son las reglas comunes, fijar los límites que ningún miembro del grupo debe sobrepasar y, finalmente, determinar cuál debe ser el castigo del infractor, para, de este modo, evitar que la violencia individual degenere en una guerra generalizada de todos contra todos.

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