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A modo de introducción

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Otro libro de derecho. ¡Vaya rollo! La Justicia no existe y los abogados son unos sacaperras. Y, por lo que se refiere a los profesores de Derecho, esos, por regla general, o están en Babia explicando teorías absurdas desconectadas de la realidad, o se limitan a hacer un panegírico de la legislación vigente. Y eso, cuando se les entiende.

Estimadas lectoras, estimados lectores, ¡no sabéis cómo os comprendo! El derecho tiene tan mala fama que quedáis disculpad@s1 si decidís cerrar este libro para no volver a abrirlo más. Aunque si, por suerte, os picase la curiosidad os diré, tratando de convenceros, que lo que pretendo ofreceros es una visión del derecho que, sin rayar en la frivolidad os permita a vosotros, que nada sabéis de leyes, adentraros en el mundo jurídico fácil y entretenidamente.

La gente que no ha estudiado o practicado el derecho, suele quejarse, con razón, que el derecho es incomprensible, y están convencidos que los abogados, los jueces y toda esa panda hablan otro idioma, y están al margen de la realidad y del sentido común. Y no solo ahora, sino desde siempre. Os daré dos ejemplos. El primero está tomado de la Edad Media, de una poesía popular castellana del siglo XV, en la que se denuncia sarcásticamente que el derecho es algo ininteligible, alejado del sentido común. Está extraída del Cancionero de Baena, una colección de poesías de autores diversos que escribieron en los reinados de Enrique II (1369-1379), Juan I (1379-1390), Enrique III (1390-1406) y las primeras décadas del de Juan II (1406-1454), monarca al que dedica la obra el recopilador de los textos, Juan Alfonso de Baena. Se trata de un poema satírico en el que se ridiculiza a los juristas (doctores).

Primero por su confusa y falsa erudición: «De otros Doctores, ay çiento e noventa / Que traen al regno del todo burlado / Et en cuarenta años non es acabado / Un solo pleyto, ¡mirad si es tormenta! / Viene el pleito a disputaçion / Allí es Bartolo e Chino, Dijesto / Juan Andrés e Baldo, Enrrique do sson / Mas opiniones que uvas en un çesto». Y, segundo, porque ponen todo en «tela de juicio» sin dar certeza alguna: «Socavan los çentros e los firmamentos / Razones sufisticas e malas fundando / E jamás non vienen e determinando / Que donde ay tantas dubdas e opiniones / Non ay quien de determinaciones».


Imagen n.º 1. El Doncel de Sigüenza. Escultura funeraria realizada pocas décadas después de la compilación del Cancionero de Baena. Las armas y las letras no eran incompatibles en aquel tiempo (Fotografía del autor).

Cuatrocientos años más tarde, y en otro país, Goethe (1749-1832) sigue quejándose de lo mismo. De que el derecho está alejado de la realidad. En su obra Fausto (1808), basada en una leyenda clásica alemana, incluye un diálogo entre un estudiante que está a punto de empezar sus estudios universitarios y duda qué estudiar. Para resolver su desazón se dirige al protagonista, un eminente y reputado hombre de ciencia, a fin de pedirle consejo. En realidad, con quien se encuentra el estudiante es con el diablo Mefistófeles disfrazado de Fausto. Pero eso el estudiante no lo sabe. Y tampoco tiene mucha importancia para el caso. Lo interesante es el diálogo en sí que mantienen los dos personajes. La conversación discurre a través de una enumeración de posibles disciplinas científicas que, pretendidamente, dirigen el espíritu hacia la sabiduría, como la química, la metafísica, la teología o la medicina. El estudiante, de entrada, rechaza el estudio del derecho; posición en la que es secundado por el diablo con expresivos argumentos en los que pone de relieve el alejamiento del derecho culto de la práctica jurídica real.

Estudiante:

No me agrada el estudio de la Jurisprudencia.

Mefistófeles:

«Eso no puedo reprochároslo pues sé lo que ocurre con esa ciencia.

Continúan sucediéndose las leyes y los derechos

como una eterna enfermedad,

se arrastran de generación en generación

y avanzan despacio de un lugar a otro.

La razón se vuelve locura y el bien un tormento;

desgraciado tú que eres descendiente del Derecho que nació con nosotros,

porque desgraciadamente de éste nunca se habla»2.

Goethe nos ofrece aquí el contraste entre la visión «vulgar» –intuitiva– que la gente tiene del derecho y un derecho científico, inmutable, fijo, que «como una eterna enfermedad» repiten con parsimonia escolástica, curso tras curso, los profesores a los futuros abogados, jueces, procuradores, notarios o legisladores. Un derecho incomprensible para el resto de los mortales, que viven inmersos en el derecho cotidiano, el del día a día, que es el derecho «que nace con nosotros» y con el que nos topamos diariamente por el mero hecho de vivir en sociedad.


Imagen n.º 2. Monumento a Goethe y Schiller en Weimar.

Os preguntaréis porqué he escogido dos ejemplos literarios... Pues bien, es en este punto donde está la madre del cordero. La explicación es relativamente sencilla, mi intención es acercarme a la comprensión del derecho, no tanto recurriendo a trabajos académicos más o menos eruditos sino sobre todo a través de testimonios más asequibles y eficaces, entre los que incluyo no solo textos y referencias literarias sino imágenes de cualquier «obra de arte», en el sentido más amplio del término, que entiendo pueden hacer llegar la esencia de lo jurídico más directamente a quien se asome a estas páginas. De ahí el título de la obra que es una alusión directa a la idea del Pop Art surgido a mediados de los años 1950 y que llega a su punto culminante en la década siguiente.

«Pop» es la abreviatura de «popular» con la que artistas como Roy Lichtenstein (1923-1997) o Andy Warhol (1928-1987) designaron el movimiento artístico que pretendía romper con el carácter iniciático de un arte hasta entonces reservado a las élites, para dirigirlo hacia escenas de la vida de todos los días.


Imagen n.º 3. Mural de Roy Lichstenstein. Hall de entrada del Museo de Arte de Tel Aviv.

Ambos querían convertir el arte en algo vivo, directamente conectado con las personas, razón por la que el Pop art le gustaba a Michel Foucault (1926-1984), quien en la última entrevista que le hicieron, poco antes de morir, afirmaba: «Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. El arte es una especialidad que está reservada a los expertos, a los artistas. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?».

Partiendo de la premisa que en definitiva el pop consiste en que nos gusten las cosas3, lo que me interesaría destacar es que el Pop art trató de conectar con las personas reales, recurriendo a instrumentos cotidianos, banales y vulgares, como los cómics, los anuncios y demás medios publicitarios al uso en el consumo de masas, recurriendo sin tapujos a la cultura de la celebridad («celebrity culture»), liderada por quienes ahora son pomposamente conocidos como «influencers». De ahí que la cara tuneada por Warhol de la inolvidable Marylin Monroe se convirtiese en el icono más conocido del Pop art.

Sin olvidar la «música pop», también llamada «ligera», de solistas o grupos que ocupan los primeros puestos en las listas de favoritos de la radio. La que desde los años 1960 se popularizaba a golpe de single de 45 o de LP de 33 rpm, para disfrute y consumo de los adolescentes. Pop es desde entonces toda música pegadiza que se tararea en la ducha, sea jazz, rock, folk, soul, funk, tecno, salsa, merengue o rap. La música pop sería pues, un batiburrillo que abarcaría toda la música consumible a gran escala, porque llega a la mayor parte de la gente y no solo a una minoría culta.

Os preguntareis a cuento de qué mezclo churras con merinas ya que, a primera vista, el derecho tiene poco que ver con el arte. Sin embargo, dejadme que os aclare que, en mi opinión, el derecho, en su manifestación más noble, la Jurisprudencia, es un verdadero arte. Comparto plenamente la opinión de uno de los mejores historiadores del derecho del siglo XX, el francés Jean Gaudemet (1908-2001) quien designa a los juristas como «orfebres». Una imagen que se ajusta perfectamente a lo que hace un buen profesional del derecho: valorar todos los elementos concurrentes para ofrecer una solución lo más equitativa posible, en el maremágnum de intereses que entran en conflicto en cada litigio jurídico. No se trata de inventar la pólvora sino de considerar que el arte y la literatura son buenos aliados a la hora de entender lo que es y significa el Derecho.

Después de esta parrafada es probable que empecéis a pensar que este libro apunta a tomadura de pelo. Sin embargo, os pido un poco más de paciencia, porque para leerlo no es necesario compartir el gusto estético por el Pop art, ni renegar de la música clásica. Sólo entender que se trata de un intento de hacer asequible un arte difícil y en gran medida esotérico que, como decía un colega mío, profesor en una Universidad de París, requiere «conocer el lenguaje de la tribu». Y por ello hasta ahora, nada menos que desde finales del siglo XII, quienes pretenden aprender derecho han tenido que seguir un itinerario casi iniciático, como denunciaba contundentemente el ya mencionado Michel Foucault en sus reflexiones sobre la verdad y las formas jurídicas. Y es que Foucault odiaba todo aquel poder que se construye en la ignorancia de la mayoría.

No dudo que estudiar en una Facultad resulte indispensable para quienes quieran convertirse en juristas profesionales. Sin embargo, entiendo que es lícito preguntarse ¿Qué pasa con los demás, con la gente de la calle? ¿No tienen «derecho» a entender lo jurídico? ¿Debe perpetuarse que el derecho siga siendo un lujo reservado a un estrecho círculo de iniciados? o, por el contrario, ¿es posible y deseable desvelar los rasgos más característicos y esenciales de lo jurídico a un público más amplio? En mi opinión, popularizar la inteligibilidad del derecho no solo es conveniente, sino necesario y de ahí este libro que tenéis en las manos.

Ya sé que eso no gustará a todos. Empezando por buena parte de mis compañeros profesores universitarios, que entienden que no procede popularizar el derecho, porque lo desmitifica quitándole el aura divina que le daba John P. Dawson al calificar a los juristas de «oráculos». Sin embargo, respetando, como no puede ser de otro modo, el punto de vista de la Academia, indispensable para quienes desean dedicarse a esta honrosa profesión, soy de la opinión que los tiempos que vivimos imponen también poner lo jurídico al alcance del ciudadano de a pie.

De hecho, la idea no es mía, porque los abogados ya recurren a la publicidad de masas (TV, periódicos, vallas). Y no solo en los Estados Unidos, sino incluso en la propia España donde las acciones judiciales colectivas (lo que los americanos llaman «class actions»), empiezan a estar de moda gracias a escándalos como los de Forum filatélico o Afinsa, que afectaron a 470.000 familias, o productos bancarios como las cláusulas suelo o las tarjetas «revolving». Sobre todo porque, no nos engañemos, estos casos son una mina para los despachos profesionales que con la crisis de los últimos años han visto considerablemente mermados sus beneficios. Y ya se sabe: renovarse o morir.

Por otra parte, la profesión jurídica hace tiempo que salió del universo restringido de las aulas universitarias, como prueba el género de películas de abogados y jueces que se remonta a las magistrales películas Testigo de cargo (1957) de Billy Wilder y Doce Hombres sin piedad de Sidney Lumet del mismo año, significativamente en la misma época en la que empezaba a consolidarse el Pop art. Desde entonces, el derecho es un tema recurrente no solo en películas como Erin Brokovitch (basada en una historia real), dirigida por Steven Soderbergh y por la que Julia Roberts ganó el Oscar, sino en series de ficción como la del popular Saul Goodman, precuela de una de las más famosas series televisivas de la historia: Breaking Bad.

Por no hablar de la presencia del derecho en la literatura que también viene dando excelentes frutos. Algunos tan antiguos como la Antígona de Sófocles, escrita premonitoriamente en pleno siglo V a.C., en la brillante Atenas de Pericles. O los clásicos El rojo y el negro (1830) de Stendhal, el tercer volumen de la Comedia Humana de Balzac El contrato de matrimonio (1835), Casa desolada de Dickens (1853), Crimen y Castigo (1866) de Dostoyevski, o Jude el oscuro de Thomas Hardy (1895). Y más contemporáneamente, Una tragedia americana (1925) de Theodore Dreiser, La casa redonda (2012) de Louise Erdrich, La ley del menor (2015) de Ian McEwan, o Una Novela criminal (2018) de Jorge Volpi.

Y es que el cine y la literatura han demostrado que el derecho puede ser entretenido y hasta apasionante. De hecho, viendo una buena película o leyendo un buen libro comprendemos la realidad del derecho mucho mejor que en los manuales universitarios. Aunque, jurista de formación, siempre he pensado que, al igual que el arte, la literatura invita a comprender la realidad, muchas veces de un modo más eficaz que los libros científicos. De ahí las numerosas referencias literarias que incluyo a lo largo de este libro que responden al propósito nada disimulado de incitaros a leer libros excelentes que muestran de manera directa, a través de las vicisitudes de sus personajes, las causas y consecuencias de la aplicación del Derecho en la vida de las personas. Por poneros un ejemplo, si quisierais adentraros de manera directa en la burocratización extrema de los procedimientos judiciales en la Inglaterra del siglo XIX os recomendaría leer Casa Desolada de Charles Dickens. Con la ventaja añadida de disfrutar de una auténtica obra maestra.

Visto lo visto, ¿debe el derecho seguir exclusivamente recluido en las aulas universitarias? Entiendo que no. De ahí que trate de ofreceros una visión plenamente actual de lo jurídico, alejada del elitismo al uso en los tratados jurídicos cuyos autores tan frecuentemente se toman demasiado en serio. Lo que llevó a uno de los filósofos del derecho más importantes del siglo XX, el británico H. L. Hart (1907-1992), a defender la «desmitificación del derecho». Algo tanto más necesario cuanto que el derecho es algo cotidiano en nuestras vidas. Desde que nacemos hasta que morimos, e incluso antes de nacer –como fetos con expectativas de derecho (nasciturus)–, o después de morir –cuando por ejemplo por vía testamentaria nuestra voluntad sigue produciendo efectos jurídicos–, seguimos siendo protagonistas del derecho. Por eso entiendo que es útil entender lo que el derecho significa. Aunque solo sea para que los políticos, y los poderosos que tienen dinero suficiente para contratar a una legión de abogados, no abusen de nosotros, ni nos tomen el pelo.

No vayáis a creer tampoco que esta idea mía es tan novedosa. De hecho, la preocupación por evitar estos abusos está ya latente en uno de los mejores juristas franceses de todos los tiempos, el sesudo juez jansenista –esto es un católico rayando en protestante, en la línea de Pascal– Jean Domat (1625-1696), que vivió en uno de los momentos más gloriosos de la historia de Francia: la época de Luis XIV. Tras toda una vida dedicada al derecho, Domat tomó la singular iniciativa de tratar de ordenar todo el derecho que había practicado de manera sencilla, para que la gente pudiera entenderlo fácilmente y de ese modo se evitaran procesos injustos4.


Imagen n.º 4. Jean Domat. Grabado de Noël Coypel. 1786.

El mundo jurídico tiene fama de laberíntico, pero en la medida en que a través del derecho se puede actuar contra la injusticia me gustaría contribuir a que su esencia, sus rasgos más característicos, y sobre todo la función que debe desempeñar en cualquier sociedad sean lo más diáfanos posibles. Es en este sentido que Ralph Weisheit y Frank Morn consideran que el acceso a la justicia pasa primero por educar jurídicamente a la gente. Algo que entendieron perfectamente los revolucionarios franceses cuando en 1791 lograron que la Asamblea constituyente aprobase un «decreto» en el que se preveía imponer la enseñanza del derecho como asignatura obligatoria en la escuela primaria.

La divulgación es un noble arte, viejo como el propio mundo, que antes que yo han practicado todos los intelectuales que han tratado de hacer asequible lo complejo. Pienso en Maimónides (1135-1204) y su Guía de los Perplejos, a día de hoy el único intento de explicar racionalmente el inextricable texto del Talmud. O en Descartes (1596-1650), el sesudo pensador francés que pasó a la posteridad por un opúsculo de un centenar de páginas, su Discurso del Método (1637) con el que revolucionó el pensamiento en Occidente y sentó las bases de la modernidad.

Imágenes 5 y 6. Maimónides y Descartes. Dos grandes filósofos, que fueron excelentes divulgadores.

Ni que decir tiene que yo soy un humilde aprendiz, comparado con personajes tan egregios e importantes. Prefiero situarme en la estela del modesto jurisconsulto romano Gayo, del que se desconoce prácticamente todo, salvo que fue el primero en tratar de explicar de modo sencillo cómo funciona el derecho, en sus celebérrimas Instituciones escritas hace ya casi 2000 años. No es casual si esta «obrita» nada pretenciosa es el único libro de derecho romano clásico que ha llegado intacto hasta nuestros días. Simplemente porque fue tan útil que de él se hicieron muchísimas copias, una de las cuales, transcrita en torno al año 500, llegó en 1816 a manos del historiador alemán Niebuhr, quien la salvó para siempre del olvido. Si queréis saber más detalles acerca de esta curiosa historia, me temo que tendréis que adentraros en las páginas que siguen. Así que dejaos de dudas, y continuad.

Y antes de entrar en faena, un último apunte introductorio. Este libro se ha escrito, en su mayor parte, desde la perspectiva del derecho occidental, a pesar de que soy muy consciente que no es la única tradición jurídica existente en el mundo. Sé que junto al Imperio romano, en cuyo derecho se asienta el nuestro, existían, poco más o menos en la misma época, otros imperios como el Chino, el Sasánida, o los surgidos en Mesoamérica y Sudamérica. Como también existían culturas aisladas por razones geográficas en Australia, o en las islas del Pacífico, cada una con su propia organización social y política, y sus propios mecanismos de resolución de litigios5. Aunque hoy vemos el mundo como una aldea global, no debemos olvidar que durante la mayor parte de la historia del homo sapiens, el planeta tierra era una constelación integrada por mundos humanos aislados que tenían su propia cultura.

Acostumbrados a la historia occidental los europeos olvidamos que, por ejemplo, la Cultura china era tanto o más antigua que la nuestra y que los chinos tenían sus propios esquemas mentales, espirituales, sociales, políticos y, por supuesto jurídicos. Y no solo eso, sino que durante mucho tiempo fueron bastante más avanzados que nosotros. No obstante, es innegable que en torno al año 1500 Europa salió de su aislamiento y su modelo de civilización se lanzó a la conquista del mundo. Y ello con un éxito notable ya que hoy prácticamente todos vivimos bajo el mismo sistema geopolítico, pues la Tierra está dividida en Estados-nación que comparten el mismo sistema económico, jurídico, educativo y científico. Cada uno tiene sus variantes, pero en rasgos generales es posible afirmar que existe una aproximación global, favorecida por la comunicación inmediata que proporciona internet. Además la «occidentalización» del mundo no está ni mucho menos en declive, pues, como señala Régis Debray: «En torno al año 2000 hemos asistido a un renacimiento del término “occidente”, que había desaparecido tras el final de la segunda guerra mundial. Antes se hablaba de Europa y del concierto de las naciones. Hasta que el retroceso demográfico, la desindustrialización, la polución del medio ambiente, la pérdida de la fe en el modelo de crecimiento hicieron sonar la campana de la melancolía de una grandeza perdida»6.

Tiene razón Yuval Noah Harari cuando sugiere que la cultura global única no es homogénea porque existen diferentes estilos de vida, sin embargo todos ellos están interconectados y se influyen recíprocamente, por lo que puede decirse que no quedan culturas «auténticas» libres de influencias externas. La impronta más importante de la cultura global es en cualquier caso la occidental quizás porque, a la postre, ha resultado más eficaz y flexible a la hora de favorecer la cooperación colectiva a gran escala de los seres humanos. Es al respecto harto significativo que las contiendas anticoloniales iniciadas a mediados del siglo XX, resultantes en la independencia de muchos nuevos Estados, se libraran bajo los estandartes de la autodeterminación, el socialismo y los derechos humanos, todos ellos ideas heredadas de la civilización occidental. Solo así se explica que a pesar de los graves excesos del colonialismo occidental los nuevos países independientes no regresaran a la situación previa, anterior a la llegada del hombre blanco. Esta pasión por lo occidental es la que, por ejemplo, transforma Japón a partir de 1868 cuando se inicia la «Revolución Meiji». Porque los japoneses entienden que solo adoptando la cultura europea pueden hacer frente al poderío occidental. La «modernización» nipona basada en la occidentalización convirtió a Japón en la primera potencia del continente asiático, a nivel mundial. En China, la plena adopción del modelo occidental solo se inicia en 1978 con Den Xiao Ping pero gracias a ello China se ha convertido en uno de los grandes protagonistas del mundo del siglo XXI.

Como historiador y jurista educado en la tradición de la cultura occidental pretendo ser un hombre de mi tiempo, y como tal ofrecer una visión del derecho acorde con el mundo frenético y apasionante que nos ha tocado vivir. Si queréis saber si he logrado mi propósito, me temo que tendréis que continuar. Espero que lo hagáis y que disfrutéis de ello. Os aseguro que no va a ser tan largo como En busca del tiempo perdido de Proust, ni tan abstracto como Esperando a Godot de Beckett. Me conformaría con que, tras su lectura, el mundo del Derecho sea para vosotros tan apasionante y adictivo como las novelas de mi añorado Henning Mankell. Y es que, si seguís leyendo, os daréis cuenta de que el derecho tiene mucho de novela negra...

Tratado de Derecho pop

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