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Capítulo XIX
ОглавлениеEn una noche hermosa, la Flor [1] da
sus sinceros consejos.
En un día sereno, el Jade [2] expande
su profundo aroma.
Al día siguiente de su regreso a palacio, la concubina imperial se presentó ante el emperador para agradecerle su bondad, y tan complacido quedó el Hijo del Cielo con el relato de su visita al hogar paterno que ordenó sacar de su almacén privado ricas piezas de satén, oro y plata como presente para Jia Zheng y los padres de las demás concubinas que habían gozado del mismo favor. Pero dejemos este asunto.
La reciente agitación provocada por la visita imperial a las mansiones Rong y Ning había dejado a sus moradores exhaustos. El traslado y posterior almacenamiento de los ornamentos y muebles del jardín duró varios días. En Xifeng recayó la mayor responsabilidad. A diferencia de los demás, ella no tuvo un momento de respiro, y, en sus ansias por sobresalir, no se permitió ni un fallo que pudiera dar lugar a un reproche, y se esforzó en sus tareas como si cumplirlas no requiriese esfuerzo. Baoyu, como de costumbre, era el más ocioso entre los habitantes de las dos mansiones.
Cierta mañana apareció la madre de Xiren a solicitar el permiso de la Anciana Dama para llevarse a su hija. Esa misma noche, una vez tomado el té de Año Nuevo en casa, la devolvería a la mansión Rong. Con la partida de Xiren aquel día, Baoyu se quedó solo, así que se dispuso a pasar el tiempo jugando a los dados con las otras doncellas. Ya empezaba a sentirse algo aburrido cuando una sirvienta anunció la llegada de un recado de Jia Zhen invitándolo a la mansión Ning para ver unas óperas y admirar los faroles de Año Nuevo. Mientras Baoyu se mudaba de ropa para acudir a la otra casa, llegó también un regalo de la concubina imperial: un dulce de leche cuajada. La última vez que comieron uno igual, Xiren había disfrutado mucho; recordando aquella ocasión, Baoyu ordenó que le guardaran un poco. Luego, tras despedirse de su abuela, tomó el camino de la mansión Ning.
Le sorprendió que se representaran piezas como El maestro Ting encuentra a su padre, Huang Boyang despliega a los fantasmas en orden de batalla, El Rey Mono siembra el pánico en los cielos o El patriarca Jiang decapita generales y los beatifica. En todas, particularmente en las dos últimas, los dioses, fantasmas, monstruos y ogros ocupaban toda la escena tremolando banderolas, haciendo cortejos religiosos, invocando a Buda y ofrendándole incienso, de manera que el estrépito de los gongs, los golpes de tambor y los gritos se oían desde la calle. Los transeúntes comentaban que sólo en la familia Jia podían darse distracciones tan costosas. Baoyu se sintió incómodo entre tan tosco y ostentoso ajetreo, y se escabulló buscando asueto en otro lugar.
Primero fue a los aposentos interiores a charlar con la señora You y bromear con las doncellas y concubinas que allí estaban. No se despidieron de él cuando salió por la puerta interior, suponiendo que volvía a las representaciones. Los hombres —Jia Zhen, Jia Lian, Xue Pan y los demás— estaban tan entretenidos jugando y bebiendo que tampoco notaron su ausencia; supusieron también que había vuelto dentro. En cuanto a los sirvientes que lo habían acompañado, pensaron que no partiría hasta la caída del sol, y, contando con estar de vuelta para entonces, los mayores se fueron a jugar, beber el té de Año Nuevo con sus parientes o visitar algún burdel o taberna. Los sirvientes jóvenes, por su parte, se apretujaban en el teatro.
El caso es que, al encontrarse solo, Baoyu pensó: «En el gabinete de estudio de esta casa hay colgada una pintura que representa con una fidelidad maravillosa a una bellísima mujer. Debe sentirse muy sola, con tanta agitación. Será mejor que vaya a consolarla un poco», Y, dicho y hecho, se dirigió al estudio.
Al acercarse a la ventana del gabinete oyó unos gemidos que le sorprendieron. ¿Acaso la beldad del cuadro había cobrado vida? Armándose de valor, hizo con la lengua un pequeño agujero en el papel de la ventana y miró por él. No, la belleza del retrato no había cobrado vida de repente. Era su paje Mingyan, que, abrazado a una muchacha, practicaba el mismo juego de la nube y de la lluvia que la diosa del Desencanto había enseñado a Baoyu.
—¡¿Será posible?!
Baoyu irrumpió en el cuarto y los dos amantes, aterrados, se separaron temblando de miedo. Cuando Mingyan vio que se trataba de su amo, cayó de rodillas implorando piedad.
—¡En plena luz del día! ¿Acaso quieres que el señor Zhen te mate? —exclamó Baoyu que, entretanto, ya había mirado de reojo a la muchacha. No era ninguna belleza, pero tenía un aspecto agradable y cierto encanto. La vergüenza la había hecho sonrojarse hasta las orejas, y mantenía la cabeza inclinada sin decir una palabra.
»¡¿Pero te piensas quedar aquí parada todo el día?! —gritó a la muchacha mientras daba una patada en el suelo.
Ella volvió en sí y salió corriendo como una exhalación. Baoyu la siguió mientras le decía a gritos:
—¡No tengas miedo, no se lo diré a nadie!
—¡Por todos los ancestros! —maldijo Mingyan—. ¿Pues qué hace ahora sino divulgarlo a gritos?
—¿Qué edad tiene?
—Dieciséis años. Diecisiete como mucho.
—Que no le hayas preguntado su edad demuestra lo poco que te interesa. La pobre está malográndose contigo. ¿Cómo se llama?
—Es una historia muy rara —contestó el paje con una risotada—. No hay carácter de escritura para su nombre. Dice que su madre, poco antes del parto, soñó con un corte de brocado que tenía dibujos de colores representando la cruz de la fortuna, de manera que cuando ella nació la llamó Esvástica.
—Sí que es extraña la historia… —asintió Baoyu con una risita.
Y luego añadió pensativo:
—Quizá su buena suerte esté por llegar.
—¿Y por qué no está usted asistiendo a las representaciones, segundo señor?
—Estuve allí un rato, pero me aburría tanto que salí a dar un paseo. Así fue como os sorprendí —contestó Baoyu—. Bueno, ¿qué hacemos?
—Nadie sabe dónde estamos —dijo Mingyan sonriendo mientras daba un paso para salir—. Si salimos a divertirnos a las afueras de la ciudad y volvemos más tarde, nadie nos echará en falta.
—No es prudente —observó Baoyu—. Podrían secuestrarnos. Y además, ¡imagínate el lío que se armaría si nos descubren! Mejor será que vayamos a algún sitio cercano desde donde podamos regresar rápidamente.
—Sí, ¿pero dónde vamos? Ése es el problema.
—¿Por qué no buscamos a Xiren? Vamos a verla a su casa.
—Buena idea. No se me había ocurrido —dijo Mingyan—. ¿Pero qué pasará si nos descubren y me dan una paliza por empujarle a usted a la mala vida?
—Déjalo en mis manos —dijo Baoyu.
Entonces Mingyan trajo su caballo y salieron juntos por la puerta trasera.
Afortunadamente la casa de Xiren estaba cerca, de manera que enseguida estuvieron llamando a su puerta. Mingyan entró el primero buscando a Hua Zifang, hermano de la doncella.
La señora Hua estaba con su hija y algunas sobrinas tomando té y dulces cuando oyó gritar: «¡Hermano Hua!». Salió Hua Zifang a ver de quién se trataba y quedó atónito al toparse con amo y criado. Ayudó a Baoyu a desmontar y gritó desde el patio:
—¡Es el joven señor!
La sorpresa fue general, pero la más sorprendida fue Xiren, que salió corriendo hasta donde se encontraba Baoyu y le preguntó, agarrándolo del brazo:
—¿Pero qué hace aquí?
—Me aburría —contestó el muchacho riendo—, así que vine a ver qué hacías.
Aún enfadada, aunque más tranquila, gritó:
—¡Otra vez con sus travesuras! ¿Y no tenía otro sitio donde ir que no fuese aquí?
Y volviéndose a Mingyan:
—¿Quién ha venido con vosotros?
—Nadie —contestó Mingyan—, y nadie sabe que estamos aquí.
La respuesta de Mingyan volvió a preocupar a Xiren, que protestó:
—¡Ambos sois incorregibles! ¿Qué pasaría si alguien os viera? El señor Zheng, por ejemplo. Las calles hierven de gente y carruajes, y si el caballo se encabrita podríais tener un accidente. No es ninguna broma. Sois un par de irresponsables. Y la culpa es tuya, Mingyan. Cuando vuelva le diré a las amas que te den una buena paliza.
A Mingyan no le hizo ninguna gracia.
—¿Por qué me culpas a mí? —se quejó—. El joven señor me insultó y me golpeó para obligarme a traerlo aquí. Yo ya le dije que no viniera. Ea, más vale que nos vayamos.
—No importa —interrumpió Zifang—. Puesto que ya están aquí, de nada vale quejarse. Lo que ocurre es que nuestra casa es pequeña y sucia, y no sabemos dónde ofrecerle asiento al joven señor.
La madre de Xiren, entretanto, había salido también a darles la bienvenida. La muchacha pidió a Baoyu que pasara al interior de la casa; allí había cuatro o cinco muchachas que, al verlo, se sonrojaron y agacharon la cabeza. Temerosos de que el señor tuviera frío, Zifang y su madre le hicieron sentarse sobre el kang, e inmediatamente pusieron a su alcance nuevos dulces y té fino recién preparado.
—Perdéis el tiempo. Lo conozco bien —dijo Xiren sonriendo—. De nada vale ofrecerle esos dulces. Él no come cualquier cosa.
Trajo su propio cojín y lo acomodó sobre el kang para que Baoyu se recostara; luego le pasó su propia estufa de pies. También tomó de su bolsa dos trozos de incienso perfumado en forma de flor de ciruelo, los introdujo en su estufa de mano, volvió a colocar la tapa y la puso en el regazo del muchacho. Por fin, le sirvió un poco de té en su propia taza.
Mientras tanto, su madre y su hermano habían dispuesto cuidadosamente una mesa cubierta de comida, pero nada que él pudiera comer, como bien sabía Xiren.
—No puede volver sin haber comido algo —le dijo ella alegremente—. Coma aunque sea sin gana, para que podamos decir que el segundo señor estuvo en nuestra casa.
Y, tomando unos cuantos piñones, se los entregó a Baoyu sobre un pañuelo.
Baoyu notó sus ojos enrojecidos, y rastros de lágrimas sobre sus mejillas empolvadas.
—¿Por qué has estado llorando? —preguntó en un susurro.
—¿Quién ha estado llorando? Sólo me he restregado los ojos —replicó ella alegremente eludiendo la respuesta.
Xiren observó que Baoyu vestía su túnica roja de arquero bordada con dragones dorados y forrada de piel de zorro. Sobre la túnica llevaba un abrigo de marta gris azulada con flecos.
—¡No se habrá puesto esa ropa nueva sólo para venir aquí! —dijo—. ¿Nadie le preguntó dónde iba?
—No —contestó él—. Me mudé de ropa para asistir a unas óperas en casa de mi primo Zhen.
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pues lo mejor será que en cuanto descanse un poco vuelva allí. Éste no es lugar para usted.
—Me gustaría que volvieras conmigo —sugirió Baoyu—. Te he guardado algo que te gustará.
—¡Ssssssh! ¿Qué pensarán los demás si oyen eso?
Xiren alargó la mano para tomar el jade mágico de su cuello y, volviéndose a sus primas, les dijo sonriendo:
—¡Mirad! Ésta es la maravilla de la que tanto habéis oído hablar. Siempre habíais querido verla y ahora tenéis la oportunidad. Aunque, en realidad, no tiene nada de especial…
El jade pasó de mano en mano entre exclamaciones de admiración; luego Xiren se lo puso de nuevo a Baoyu colgando del cuello, y finalmente pidió a su hermano que alquilase un palanquín o un pequeño carro cerrado y acompañara a Baoyu de vuelta a casa.
—Ya que voy con él, puede volver a caballo sin miedo a los accidentes —dijo Zifang.
—Ése no es el problema —repuso Xiren—. Lo que temo es que tenga un mal encuentro.
Zifang salió a alquilar un palanquín y, temerosos de seguir entreteniendo a Baoyu, los demás lo acompañaron hasta la puerta. Xiren entregó a Mingyan algunos dulces y dinero para comprar cohetes, advirtiéndole que debía mantener la visita en secreto si no quería meterse en líos. Luego vio subir a Baoyu al palanquín y bajó la cortinilla. Su hermano y Mingyan partieron detrás con el caballo.
Cuando llegaron a la calle de la mansión Ning, Mingyan ordenó al palanquín que se detuviera y le dijo a Zifang:
—Echemos un vistazo antes de entrar, o la gente sospechará cualquier cosa.
La propuesta era sensata, así que, dándole la mano, Zifang ayudó a Baoyu a montar en su caballo mientras el joven señor le pedía disculpas por causarle tantas molestias, y luego entraron deslizándose por la puerta trasera. Dejaremos aquí este asunto.
Durante la ausencia de Baoyu, las doncellas de sus aposentos se estaban divirtiendo de lo lindo jugando a las damas, a los dados y a las cartas mientras comían sin cesar pepitas de melón con cuyas cáscaras habían alfombrado el suelo. El ama Li entró, vacilante sobre su bastón, para saludar a Baoyu y ver cómo estaba. Al ver cuál era la conducta de las muchachas a espaldas de su señor, sacudió la cabeza.
—Desde que me mudé de casa y dejé de venir por aquí tan a menudo como lo hacía antes, os habéis salido de madre —refunfuñó—. Las otras amas no se atreven a pararos los pies, y el señor Baoyu es como un candelabro de diez pies de altura: alumbra a los demás, pero no a sí mismo. Se queja de que los demás son sucios, pero les permite convertir su propio cuarto en una pocilga. Es una vergüenza.
Las doncellas, que lo conocían bien, sabían que a Baoyu no le importaría; y en cuanto al ama Li, se había ido de la casa y carecía de autoridad sobre ellas, de manera que siguieron divirtiéndose sin prestar atención a la anciana. Cuando el ama Li les preguntó si el señor Baoyu comía mucho y a qué hora se acostaba, ellas se limitaron a responder cualquier cosa.
—¡Qué vieja más pesada! —murmuró una.
—¡Un tazón de leche cuajada! —exclamó el ama Li—. ¿Por qué no me lo habéis mandado? Me lo comeré aquí mismo.
Y, cogiendo una cuchara, empezó a dar buena cuenta del confite.
—¡Deje eso! —le gritó una chica—. Es para Xiren. Cuando el señor vuelva nos meterá a todas en un buen lío, a no ser que usted misma confiese que se lo ha comido.
—No puedo creer que sea capaz de hacer una cosa así —dijo el ama indignada—. ¿Qué es esto, después de todo, más que un tazón de leche? No debería ser mezquino conmigo en estas cosas ni en otras. ¿Acaso estima a Xiren más que a mí? ¿Ha olvidado ya quién lo crió? Mamó la leche procedente de la sangre de mi propio corazón, ¿por qué ha de molestarse si tomo un tazón de leche de vaca? Haré una cosa: me lo comeré a ver cómo reacciona. Aquí parecen tener la mejor opinión del mundo sobre Xiren, ¿pero quién es ella? Una muchachuela de medio pelo, ¡si lo sabré yo, que también la he amamantado!
Y mientras hablaba, cada vez más airada, terminó de zamparse el dulce.
—No me extraña que se enfade, abuelita —dijo una muchacha para tranquilizarla—. Los dos son unos maleducados. El señor Baoyu le envía a usted regalos a menudo; no creo que se moleste por una tontería como ésta.
—No hace falta que me des coba, ladina —gruñó el ama—. ¿Acaso crees que no sé que por culpa de Qianxue estuvieron a punto de despedirme a causa de una simple taza de té? Mañana volveré a enterarme de cuál es mi castigo.
Dicho lo cual, salió hecha una furia.
Al rato apareció Baoyu y mandó traer a Xiren. En ese momento vio a Qingwen yaciendo inmóvil sobre su lecho.
—¿Está enferma o es que ha perdido en el juego? —preguntó.
—Iba ganando —le dijo Qiuwen—, pero entonces apareció el ama Li y armó tal escándalo que le hizo perder la partida. Se ha ido furiosa a la cama.
—No deberíais tomar tan en serio al ama Li —dijo Baoyu sonriendo—. Dejadla tranquila.
Cuando llegó Xiren le dieron la bienvenida. Después de preguntarle dónde había cenado y a qué hora había llegado a casa, las demás muchachas recibieron los saludos de la madre y las primas de Xiren. Cuando ésta acabó de mudarse dé ropa, Baoyu mandó que trajeran el dulce de leche cuajada.
—Se lo comió la abuela Li —informaron las doncellas.
Antes de que él reaccionara, intervino Xiren con una sonrisa:
—¡Conque ésa era la sorpresa! Se lo agradezco mucho. El otro día lo comí muy a gusto, pero me produjo dolor de estómago y acabé vomitando. Me parece muy bien que se lo haya comido la abuela; así no se ha desperdiciado. Lo que sí me apetece comer son castañas. ¿Me pela unas cuantas mientras le preparo la cama?
Y Baoyu, suponiendo que ésa era la verdad, se puso a pelar castañas a la luz de una lámpara sin darle mayor importancia al asunto. Ya no quedaba nadie más en el cuarto, y preguntó sonriente:
—¿Quién era la muchacha de rojo que había esta tarde en tu casa?
—Mi prima, la hija de la hermana de mi madre.
Baoyu suspiró con admiración.
—¿Por qué suspira? —preguntó Xiren—. Ya sé lo que piensa; que ella no se merece el color rojo.
—¡Qué tontería! Si una muchacha así no merece el rojo, ¿quién lo merece entonces? La encontré tan encantadora que incluso he pensado lo agradable que sería conseguir que se viniera a vivir con nosotros.
—¿Agradable, dice? —refunfuñó Xiren—. ¿Agradable ser una esclava?
—No seas tan quisquillosa —repuso él—. Vivir en nuestra casa no significa necesariamente ser una esclava. ¿No podría ser nuestra pariente?
—Estamos muy por debajo de ustedes para ser parientes suyos.
Baoyu siguió pelando castañas en silencio, y Xiren se echó a reír.
—¿Por qué se queda tan callado? —dijo—. ¿Lo he ofendido? Mañana mismo puede comprarla por unos cuantos taeles de plata.
—¿Qué esperas que te responda? Sólo quise decir que tenía toda la apariencia de una persona que merece vivir en una casa como ésta mucho más que algunos de los zopencos que hemos nacido aquí.
—No tuvo tanta suerte como usted, pero es la niña de los ojos de sus padres, la mimada de su casa. Acaba de cumplir los diecisiete y ya tiene lista la dote. El año que viene ya estará casada.
La palabra «casada» hizo que Baoyu se sintiera desconsolado.
Con un suspiro, Xiren comentó:
—Desde que vine a esta casa no he tenido muchas ocasiones de ver a mis primas. Cuando regrese a la mía, todas ellas se habrán ido ya.
Sorprendido por lo que acababa de decir la muchacha, Baoyu dejó las castañas.
—¿Qué quiere decir eso de «cuando regreses a tu casa»? —preguntó.
—Mi madre y mi hermano lo estaban comentando hoy. Me dijeron que tuviera paciencia un año más; luego me volverán a comprar.
—¿Y para qué te quieren comprar? —Baoyu estaba realmente atónito.
—¡Vaya pregunta! Yo no he nacido esclava en su familia, señor. Yo tengo mi propia familia. ¿Cuál será mi futuro si me quedo sola aquí?
—¿Y qué pasaría si no te dejo ir?
—No estaría bien. Caramba, si hasta en palacio es norma elegir nuevas sirvientas cada tantos años. Si ellos no pueden conservarlas siempre, ¿por qué iba a poder usted?
Baoyu pensó un poco la respuesta de Xiren, y decidió que tenía razón. Sin embargo, puso una objeción más:
—Supón que la Anciana Dama no permite que te vayas.
—¿Por qué me iba a retener la Anciana Dama? Si yo fuera alguien especial, o me hubiese ganado su corazón o el de la dama Wang hasta el extremo de que no pudieran pasar sin mí, entonces podrían darle a mi gente unos cuantos taeles más para conservarme. Pero no soy nada fuera de lo común; en esta casa hay muchas mejores que yo. Cuando llegué, de niña estuve atendiendo a la Anciana Dama, luego pasé un par de años con la señorita Shi y ahora estoy con usted. Si mi gente viene a rescatarme, es muy probable qué su familia no oponga resistencia; incluso puede que sean tan generosos como para no pedir dinero a cambio. Si usted alega que lo cuido bien, eso no sería considerado un mérito; al fin y al cabo sólo hago mi trabajo. Mi lugar será ocupado por otra igualmente buena. No soy indispensable.
En ese momento le pareció a Baoyu que había todas las razones del mundo para que ella se marchase, y ninguna para que se quedara. Sin embargo, en su desesperación continuó arguyendo:
—Bien, pero si yo le insisto mucho a mi abuela para que hable con tu madre y le ofrezca tanto que ya no desee recuperarte…
—Está claro que mi madre no se atrevería a oponerse a los deseos de la Anciana Dama. Aunque no la trataran bien, o aunque no le dieran un solo tael; aunque simplemente se limitasen a insistir en que me quede, ¿quién es ella para oponerse? Pero su familia nunca ha actuado de esa manera, abusando de su autoridad. Esto no es como ofrecer diez veces el valor de una cosa que le gusta a uno para que el dueño consienta en venderla. Si usted me mantuviera aquí sin razones, no serviría de nada y haría mucho daño a mi familia. La Anciana Dama y la dama Wang nunca harían una cosa así.
Baoyu se quedó pensativo un buen rato, al cabo del cual preguntó:
—¿O sea, que tu marcha es segura?
—Sí.
—¿Cómo puedes ser tan despiadada?
Y suspiró.
—De haber sabido que te irías, nunca me hubiera prendado de ti. Ahora me quedaré aquí completamente solo, como un muerto olvidado —continuó Baoyu.
Dicho lo cual se metió en la cama.
Ahora bien, ocurre que Xiren, al oír a su madre y su hermano comentar su futuro rescate, les había asegurado que Baoyu nunca consentiría en dejarla ir mientras viviera. «Cuando vosotros no tuvisteis qué comer y la única manera que encontrasteis de conseguir algún dinero fue venderme, yo no os pude detener. ¿Qué muchacha puede ver morir de hambre a sus padres? —les dijo—. Tuve la suerte de ser vendida a una familia que me alimenta y me viste como a una hija de la casa, y que no me golpea durante el día ni me hace reproches por la noche. Además, a pesar de que padre ha muerto vosotros habéis conseguido poner a la familia otra vez en pie y ha vuelto la prosperidad a esta casa. Si continuarais en la miseria, habría una razón para rescatarme y luego volver a venderme; pero no hay ninguna necesidad. ¿Por qué hacerlo entonces? Simplemente pensad en mí como si hubiera muerto y no queráis comprarme de nuevo.»
Y lloró y pataleó hasta que su madre y su hermano comprendieron que no cedería y que nunca dejaría la mansión Rong. Después de todo, la habían vendido de por vida, y, a pesar de que sabían que la familia Jia sería lo bastante generosa como para dejarla partir sin dinero por medio, también sabían que allí la servidumbre no era maltratada y recibía de los señores más bondad que severidad. De hecho, las doncellas que atendían personalmente a miembros de la familia, jóvenes o viejos, solían recibir mejor trato que los sirvientes dedicados a otras tareas. Incluso estaban mejor que las hijas de cualquier familia humilde. Por eso la señora Hua y su hijo no insistieron. Por otra parte, la inesperada visita de Baoyu y la aparente intimidad entre amo y criada les habían desvelado cuál era la verdadera situación, reconfortándolos considerablemente: esa intimidad era algo con lo que ni siquiera habían soñado, de manera que dieron el asunto por zanjado.
En cuanto a Xiren, los años le habían mostrado que Baoyu no era un muchacho cualquiera, sino un joven mucho más gallardo y obstinado que los demás, con algunos rasgos de indescriptible perversidad. Los mimos de su abuela le habían hecho tan engreído, que sus padres no habían podido controlarlo con rigor y se había vuelto temerario y testarudo hasta el extremo de perder la paciencia ante todos los convencionalismos. Hacía tiempo que quería hablar con él sobre ese tema, aunque estaba convencida de que nunca la escucharía. Pero los acontecimientos de aquel día le habían permitido sondearlo y ponerlo en buena disposición para recibir una reprimenda. Su silenciosa retirada a la cama le indicó hasta qué punto se encontraba desasosegado y herido. En cuanto a las castañas, había simulado apetecerlas, temerosa de que se repitiera con el tazón de leche cuajada el incidente que había tenido lugar con el té de rocío de arce que le sirvió Qianxue.
Entregó las castañas a las otras doncellas y, dando un afectuoso empujoncito a Baoyu, lo encontró con el rostro bañado en lágrimas.
—¿Por qué se lo toma así? —le dijo—. Si realmente quiere que me quede, me quedaré.
Baoyu intuyó que detrás de sus palabras había algo más, y contestó rápidamente:
—Adelante, sigue. Dime qué más debo hacer para que te quedes. Ya no sé cómo convencerte.
—No necesitamos hablar ahora de lo bien que nos llevamos, pero conservarme aquí es otro asunto. Tengo dos o tres condiciones que ponerle. Si las acepta, entenderé que realmente quiere que me quede y entonces no conseguirá hacerme partir ni un cuchillo en la garganta.
A Baoyu se le iluminó el rostro.
—De acuerdo, ¿cuáles son tus condiciones? —preguntó—. Las acepto todas, querida hermana, queridísima, bondadosa hermana. Aceptaría trescientas condiciones, así que imagínate tres. Todo lo que pido es que os quedéis todas conmigo hasta el día en que me vuelva cenizas flotantes. No, cenizas no, las cenizas guardan un rastro de forma y de conciencia; hasta el día en que me vuelva un jirón de humo dispersado por el viento y ya no podáis estar conmigo ni yo pueda preocuparme por vosotras. Entonces me podréis abandonar, si es eso lo que queréis, y yo también estaré obligado a dejaros ir.
—¡No siga! —lo interrumpió Xiren tapándole arrebatadamente la boca—. Eso es justo lo que quería advertirle. Está diciendo más extravagancias que nunca.
—De acuerdo —aceptó Baoyu—. Prometo no volver a hacerlo.
—Es el primer defecto que debe corregir.
—¡Hecho! Pellízcame los labios si vuelvo a hablar de esa manera. ¿Qué más?
—Le guste o no el estudio, debe dejar de burlarse de él y de hacer comentarios sarcásticos sobre el tema delante de su señor padre y de los demás. Por lo menos simule que le gusta estudiar para no provocar a su padre y darle así oportunidad de hablar bien de usted a sus amigos. Después de todo él piensa: «Durante generaciones los hombres de nuestra familia han sido letrados, pero este hijo mío me ha defraudado, los libros no le interesan y se pasa la vida diciendo locuras en público y en privado, desprecia a los que estudian duro para prosperar en la vida llamándolos viles gusanos en busca de carrera, sostiene que aparte de ese clásico sobre cómo “manifestar la brillante virtud [3] ” todo lo demás es basura producida por antiguos idiotas que no comprendieron al Sabio [4] ». No me extraña, señor, que su padre se enfurezca tanto con usted y se pase el tiempo castigándolo. ¿Qué impresión puede causarle todo eso a la gente?
—De acuerdo —dijo Baoyu riendo—. Ésas eran palabras desbocadas de cuando era demasiado joven para comprender las cosas. No las volveré a repetir. ¿Qué más?
—No volverá a insultar a los bonzos y a los sacerdotes taoístas, y dejará de jugar con los polvos y los cosméticos de las muchachas. Y lo más importante: no volverá a besar el carmín de sus labios y dejará de correr detrás de todo lo que vista de rojo.
—¡Prometido! ¡Prometido! ¿Qué más? ¡Rápido!
—Eso es todo. Sea un poco más cuidadoso con las cosas y no se deje llevar por sus caprichos y antojos. Si hace cuanto le he pedido, prometo estar siempre con usted y no abandonarlo ni aunque envíen una gran silla de manos con ocho porteadores a recogerme.
Baoyu se echó a reír.
—Si te quedas conmigo el tiempo suficiente, algún día tendrás tu silla de manos con ocho porteadores.
—¿De qué me serviría si no me corresponde? —respondió con desdén.
En ese momento apareció Qingwen.
—Ya debería estar durmiendo, señor. Está a punto de cumplirse la tercera vigilia. Hace un momento la Anciana Dama envió a un ama a preguntar, y le dije que ya se había dormido.
Baoyu le pidió que le alcanzara un reloj, y comprobó que era medianoche. Se lavó y se enjuagó la boca otra vez, y luego se desvistió y se echó a dormir.
A la mañana siguiente, al despertar, Xiren sé sintió indispuesta. Le dolía la cabeza, tenía los ojos hinchados y las extremidades le ardían como brasas. A pesar de todo, se levantó e intentó cumplir con sus tareas cotidianas, pero al poco tiempo tuvo que interrumpirlas y echarse a descansar, completamente vestida, sobre el kang. Baoyu avisó inmediatamente a su abuela, y un médico vino a examinar a la doncella.
—Sólo es un catarro —dijo el doctor—. Un par de dosis de medicina descongestionante la pondrán bien.
El médico hizo su receta y se fue. Los ingredientes fueron comprados y el remedio cocido. Xiren lo tomó entero. Baoyu la dejó bien tapada para que empezara a sudar, y se fue a ver a Daiyu.
Daiyu estaba echando la siesta, y, como todas sus doncellas habían ido a ocuparse de sus propios asuntos, el lugar estaba especialmente tranquilo. Baoyu levantó la cortina bordada y entró en el cuarto interior, donde la encontró dormida.
—¡Prima! —le dijo sacudiéndola levemente—. ¿Cómo puedes dormir después de comer?
Al despertar y encontrar allí al muchacho, Daiyu dijo:
—¿Por qué no vas a dar un paseo? Todavía no me he recuperado de la agitación de la otra noche. Me sigue doliendo todo el cuerpo.
—Unos cuantos dolores son poca cosa, pero si sigues durmiendo caerás enferma de verdad. Déjame entretenerte para que te puedas mantener despierta, y entonces te sentirás bien.
—No tengo sueño —dijo Daiyu cerrando los ojos—. Sólo quiero descansar un poco. Ve a jugar un rato por ahí, y vuelve más tarde.
—¿Dónde puedo ir? —Volvió a tocarla cariñosamente—. Todos los demás me aburren.
Daiyu no pudo reprimir una risita.
—De acuerdo —accedió—. Si es indispensable que te quedes, siéntate aquí y charlemos.
—Yo también quiero tenderme —dijo Baoyu.
Y al ver que sólo había una almohada añadió:
—¿Por qué no compartimos tu almohada?
—¡Qué tontería! ¿Acaso no hay más almohadas en el cuarto de fuera? Anda a buscar una.
Baoyu salió y volvió diciendo:
—No me gusta ninguna. Quién sabe qué vieja inmunda las habrá utilizado.
Al oír eso, Daiyu se incorporó, abrió los ojos y se echó a reír otra vez.
—¡Realmente eres el tormento de mi vida! De acuerdo, toma ésta.
Dicho lo cual, y después de haber entregado al muchacho su propia almohada, buscó otra. Se echaron y quedaron tendidos frente a frente. Al observar en la mejilla izquierda de Baoyu una mancha de sangre del tamaño de un botón, la muchacha se inclinó a mirarla mejor y le puso un dedo encima.
—¿De quién eran esta vez las uñas?
Baoyu retiró la cara sonriendo.
—No es un arañazo —replicó—. Seguramente me habrá caído un poco de carmín del que acabo de mezclar para las chicas.
Mientras él buscaba un pañuelo, Daiyu le limpió la mancha con el suyo reconviniéndole:
—¿Y es necesario que vayas exhibiendo las huellas? Aun suponiendo que el tío no te vea, es justamente el tipo de cosas sobre el que le encanta chismorrear a la gente, y no faltará quien corra a decírselo para ganarse su favor. Si estas historias llegan a sus oídos habrá problemas.
Pero la fragancia que emanaba de la manga de la muchacha impedía a Baoyu pensar en cualquier otra cosa; el olor le parecía venenoso y capaz de diluirle la médula de los huesos. Le cogió la manga para ver de dónde procedía el aroma.
—¿Cómo voy a usar perfumes en pleno invierno? —preguntó ella.
—¿De dónde viene entonces este olor?
—¿Cómo he de saberlo? Pudiera ser el olor de mi armario, que ha impregnado la bata.
—No —dijo Baoyu meneando la cabeza—. Es un perfume insólito. No es el de las píldoras o las bolas aromáticas, ni tampoco el de las bolsitas.
—¿Acaso tengo también algún santo budista que me perfuma? —preguntó Daiyu con picardía—. Aunque tuviera una poción exótica, no tengo pariente bondadoso que la cueza con estambres, capullos, nieve y rocío [5] . Sólo tengo perfumes comunes.
—Basta que yo diga una palabra para que tú empieces enseguida… —Baoyu sonrió—. Tendré que darte una lección. De ahora en adelante no tendré compasión contigo.
Dicho lo cual se arrodilló, se sopló las manos, alargó los brazos y, sin previo aviso, se puso a hacerle cosquillas en las axilas y en las costillas. Daiyu siempre había sido sensible a las cosquillas, y el ataque por sorpresa de Baoyu la hizo reír hasta casi ahogarse.
—¡Basta, basta! —jadeaba—. Detente ya o me enfadaré.
Entonces él desistió y la interrogó con una sonrisa:
—¿Me volverás a hablar de ese modo?
—No me atrevo —contestó Daiyu alisándose el cabello entre risas—. Tú dices que yo tengo un aroma insólito, pero ¿acaso tú tienes un olor tibio?
—¿Olor tibio? —preguntó perplejo el muchacho.
Daiyu meneó la cabeza con un suspiro.
—¡Qué obtuso eres! —dijo—. Tú tienes jade, y alguien tiene oro para hacer juego con él, ¿no? ¿Y no tendrás entonces un aroma tibio que haga juego con su aroma frío?
Baoyu comprendió entonces la broma y se echó a reír.
—Hace un minuto suplicabas piedad, pero ahora te comportas peor que antes —dijo alargando de nuevo los brazos.
—¡No, no! Prometo no volver a fastidiarte, primito querido —exclamó ella amontonando las palabras.
—Bien, te perdonaré si me dejas oler tu manga.
Cogió la manga de la muchacha y empezó a olisquearla como si nunca fuera a detenerse. Ella le retiró el brazo.
—Ya deberías irte.
—No me puedo ir. Tendámonos tranquilamente y charlemos.
Volvieron a recostarse y Daiyu se cubrió el rostro con el pañuelo sin prestar la menor atención a las extravagantes preguntas de su primo. ¿A qué edad había llegado a la capital? ¿Qué paisajes y monumentos interesantes había visto a lo largo del viaje? ¿Qué lugares históricos de interés había visitado en Yangzhou? ¿Cuáles eran las costumbres y tradiciones locales? Daiyu no respondía, y, para mantenerla despierta, Baoyu intentó un nuevo truco.
—¡Por cierto! —exclamó—. ¿Sabes qué ha pasado cerca de tu prefectura de Yangzhou?
Embaucada por su gesto serio y sus modales sentenciosos, Daiyu se dispuso a oír la historia con interés. Entonces Baoyu, reprimiendo la risa, empezó a fabular.
—En Yangzhou hay una colina llamada monte Dai, y en su falda una cueva llamada caverna Lin…
—Te lo estás inventando —le interrumpió Daiyu—. Nunca he oído hablar de esa colina.
—¿Tú conoces todas las colinas y arroyos del mundo? Déjame terminar antes de que me estropees el relato.
—Continúa entonces.
Y Baoyu continuó:
—Pues bien, en la caverna Lin vivían numerosos espíritus de ratas. Cierto año, en el séptimo día del duodécimo mes, el patriarca de las ratas se encaramó en su trono para convocar un consejo. Desde allí anunció: «Mañana es la fiesta de las Gachas de Invierno, cuando todos los hombres de la tierra cuecen sus dulces gachas. Aquí en la caverna tenemos poca fruta y pocas nueces; debemos salir a conseguir provisiones». Y entregó una flecha de mando a una rata joven y capaz, con instrucciones para que hiciera una salida de reconocimiento. Pronto la rata volvió a informar: «He realizado una búsqueda amplia y hecho numerosas indagaciones. La mejor despensa de grano y frutos secos se encuentra en el templo que hay al pie de esta misma colina». «¿Cuántos tipos de grano? ¿Cuántos tipos de frutos secos?» «Un granero entero repleto de arroz y judías, raíces de colocasia y cuatro tipos de frutos secos: dátiles, castañas, cacahuetes y abrojos.» Maravillado por la información, el patriarca dispuso inmediatamente la ofensiva de sus ratas. Tomando una flecha de mando preguntó: «¿Quién robará el arroz?». Se adelantó una rata, tomó la flecha de mando y partió a cumplir su misión. «¿Quién robará las judías?» Otra rata aceptó la misión. Una por una fueron saliendo todas hasta que sólo quedó por robar la colocasia. Sosteniendo otra flecha de mando, el patriarca preguntó: «¿Quién saldrá a robar las raíces de colocasia?». Se ofreció voluntaria una insignificante y canija rata: «Yo iré», dijo. Viéndola tan pequeña y débil, el patriarca y el resto de la tribu, temerosos de que no pudiera cumplir la misión, se negaron a que fuera. Pero la ratita insistió diciendo: «Tan joven y débil como soy, tengo maravillosos poderes mágicos y soy muy elocuente y sagaz. Prometo que cumpliré el encargo mejor que el resto de mis compañeras». Al pedirle que explicara sus palabras, dijo: «Yo no robaré directamente, como las demás ratas, sino que me transformaré en una raíz de colocasia y me confundiré entre ellas como una más para no ser descubierta. Entonces me las llevaré de una en una hasta vaciar el almacén. ¿No será eso más efectivo?». «Eso parece, en efecto —le dijeron las otras ratas—, pero ¿cómo conseguirás la metamorfosis? Muéstranoslo.» «Muy fácil —respondió ella, riendo—, observad.» Se sacudió y cobró de repente la apariencia de una adorable muchacha con un rostro encantador. «Has fallado —gritaron entre risas las ratas—, te has convertido en una preciosa damita, no en una raíz de colocasia.» «¡Banda de ignorantes! —dijo enfadada volviendo a su forma original—. Sólo conocéis la forma de las raíces de colocasia, pero ignoráis que la hija de Lin, el comisionado de la Sal, es más dulce y fragante que cualquier raíz [6] .»
En ese momento Daiyu se abalanzó sobre él y lo dejó clavado sobre la cama:
—¡Bribón! —dijo riendo—. Sabía que te estabas burlando de mí.
Y pellizcó a Baoyu hasta que éste suplicó piedad a gritos:
—Suéltame, primita. No volveré a hacerlo. Fue tu perfume lo que me recordó ese viejo texto.
—Te burlas de mí y encima pretendes hacerme creer que ya conocías esa historia…
En ese momento entró Baochai con el rostro radiante.
—¿De qué historia habláis? Quiero conocerla.
Daiyu le ofreció asiento.
—¿No lo ves? —le dijo riendo—. Se burla de mí y encima pretende hacerme creer que se trata de un viejo texto.
—¿Se trata del primo Bao? No me extraña —sonrió Baochai—. Conoce tantos textos… Su problema es que los olvida cuando más los necesita. Si hoy su memoria es tan buena, ¿por qué la otra noche no pudo recordar los versos del plátano? Incluso había olvidado el más conocido. Los demás tenían frío, pero él, en su frenesí, sudaba. ¿Qué es lo que le ha vuelto ahora a la memoria?
—¡Buda Amida! —exclamó Daiyu dirigiéndose a Baoyu—. Después de todo, es mi hermana. Ahora sí que has encontrado la horma de tu zapato. Eso demuestra que nada escapa al pago de las deudas contraídas en vidas anteriores.
En ese momento estalló en los aposentos de Baoyu un clamor de disputa. Desde allí se oían los gritos de furia.
Así ocurrió en realidad…