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Capítulo XXXIII

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Un hermano celoso difunde infamantes rumores.

Un hijo indigno recibe una paliza terrible.

Después de llamar a la madre de Jinchuan y entregarle los vestidos y algunas horquillas y pendientes, la dama Wang le recomendó que los utilizase para pagar los ritos fúnebres por la muchacha. La desgraciada madre de la difunta hizo un koutou de agradecimiento y abandonó la mansión.

Baoyu, por su parte, se topó con la desgarradora noticia al regresar de su encuentro con Jia Yucun. A los reproches de su madre no pudo objetar nada, y la llegada de Baochai le dio oportunidad para escabullirse. Con las manos en la espalda, la cabeza hundida en el pecho y suspirando, vagó sin rumbo hasta que se encontró en el salón delantero de la mansión. Bordeaba el biombo que hacía de puerta cuando la mala fortuna quiso que tropezara con alguien que, con un grito, le ordenó detenerse.

Sobresaltado, Baoyu levantó la mirada y vio que se trataba de su padre. Se apartó respetuosamente, crispado de miedo.

—¿Por qué vas por ahí lamentándote de esa manera? —le preguntó Jia Zheng—. Cuando Yucun te llamó tardaste un rato en llegar, y cuando por fin lo hiciste no traías contigo nada ingenioso o alegre que decir; al contrarió, tu aspecto era lúgubre. Y ahora te encuentro aquí suspirando. ¿Qué motivos puedes tener tú para lamentarte? ¿Algo anda mal? ¿Por qué te comportas de ésta manera?

A Baoyu no le solían faltar palabras, pero la muerte de Jinchuan le había afectado tanto que deseaba poder seguirla directamente al otro mundo. No oyó nada de lo que dijo su padre y se quedó allí anonadado, clavado en el suelo. Su silencio estupefacto, tan insólito en Baoyu, terminó por exasperar a Jia Zheng, que no estaba furioso cuando ordenó detenerse al muchacho. Antes de que pudiera decir más fue anunciada la llegada de un funcionario de la casa del príncipe de Zhongshun.

La noticia sorprendió a Jia Zheng, puesto que no solía tener tratos con ese príncipe. Ordenó que el emisario fuera llevado de inmediato a su presencia, y él mismo salió a su encuentro a darle la bienvenida en el salón de recepciones. Descubrió que se trataba del mayordomo principal de la casa del príncipe, y rápidamente le ofreció asiento e hizo que sirvieran té.

El mayordomo principal no se anduvo por las ramas.

—Disculpe lo presuntuoso de esta intrusión —dijo—. El príncipe me envía a pedirle un favor. Si usted lo concede, Su Alteza no olvidará su amabilidad y le quedará infinitamente agradecido.

Cada vez más atónito, Jia Zheng se incorporó con una sonrisa.

—¿Qué órdenes me trae de parte del príncipe? —preguntó—. Suplico que me ilumine de manera que pueda cumplirlas lo mejor posible.

El mayordomo principal esbozó una leve sonrisa y respondió:

—Señor, usted sólo necesita decir una palabra. Resulta que hay en nuestro palacio un actor de nombre Qiguan, especializado en papeles femeninos. Nunca había creado problemas, pero hace unos días desapareció. Lo buscamos en vano por toda la ciudad sin encontrar rastro, y después iniciamos unas cuidadosas pesquisas. La mayoría de las personas interrogadas confirmaron que desde hacía poco tiempo mantenía vínculos más que estrechos con su estimado hijo, el que nació con un jade en la boca. Claro está que no podemos tomarlo de su mansión sin más, como si se tratara de una casa cualquiera, así que informamos del asunto a Su Alteza, quien declaró que antes perdería otros cien actores que a Qiguan; pues este muchacho, listo y bien educado, es un favorito del padre de nuestro señor, que no puede prescindir de él. Por ello le suplico que pida a su honorable hijo que envíe a Qiguan de regreso, acatando así la vehemente solicitud del príncipe y evitándome a mí la fatiga de una búsqueda infructuosa.

Y terminó su discurso con una reverencia.

Alarmado y escandalizado, Jia Zheng mandó llamar a Baoyu, que llegó a toda prisa sin saber de qué se trataba.

—¡Sinvergüenza! —tronó su padre—. ¡No contento con descuidar tus estudios en casa, te dedicas fuera de ella a cometer perversos delitos! Qiguan está al servicio del príncipe de Zhongshun, ¿cómo se atreve un bribón como tú a llevárselo acarreándome toda suerte de calamidades?

La noticia consternó a Baoyu, que respondió:

—No sé nada. Nunca he oído el nombre de Qiguan y mucho menos puedo habérmelo llevado.

Y rompió a llorar.

Antes de que Jia Zheng pudiera volver a hablar, el mayordomo principal dijo con una sonrisa sardónica:

—De nada sirve mantenerlo en secreto, señor. Díganos si se oculta aquí o dónde ha ido. Una rápida confesión nos ahorrará problemas y con ella ganará nuestra gratitud.

Pero Baoyu volvió a negar que él tuviera cualquier conocimiento de ese asunto.

—Me temo que lo han informado mal —murmuró.

El mayordomo se rió con desdén.

—¿Por qué lo niega si tenemos pruebas? ¿Qué puede ganar obligándome a hablar delante de su honorable padre? Si nunca ha oído hablar de Qiguan, ¿cómo lleva su faja roja a la cintura?

La pregunta fulminó a Baoyu dejándolo boquiabierto. «¿Cómo lo han descubierto? —se preguntó—. Si conocen tales secretos, de nada vale que les oculte el resto. Mejor será acabar con este asunto antes de que siga soltando la lengua.»

Entonces dijo:

—Si sabe tanto, señor, ¿cómo ignora que Qiguan compró una casa con unos cuantos mu de tierra? Me han dicho que está situada a veinte li al este de la ciudad, en un lugar llamado Castillo del Sándalo. Puede que esté allí.

El rostro del mayordomo se transformó.

—Allí debe estar, si usted lo dice. Iré a comprobarlo. Si no lo encontramos, volveré para que nos ilumine un poco más.

Dicho lo cual, se marchó a toda prisa.

La ira empujaba los ojos de Jia Zheng fuera de sus órbitas. Mientras seguía al mayordomo principal se volvió para ordenar a Baoyu:

—Quédate donde estás. Enseguida me ocuparé de ti.

Acompañó al mayordomo hasta la puerta, y cuando emprendía el regreso vio a Jia Huan que corría rodeado de pajes. Tan furioso estaba que ordenó a sus propios pajes que lo apalearan.

Al ver a su padre, el miedo paralizó a Jia Huan, que se detuvo en seco con la cabeza colgando sobre el pecho.

—¿Adónde vas? ¿Por qué corres? —rugió Jia Zheng—. ¿Dónde está la gente que debería estar cuidando de ti? ¿Se han ido a divertirse mientras tú deambulas de un lado para otro de esa manera tan desenfrenada?

Mientras su padre gritaba reclamando la presencia de los sirvientes que debían acompañar a Jia Huan a la escuela, el muchacho vio la oportunidad de distraer su furia.

—No corría hasta que pasé por delante del pozo donde se ahogó esa doncella. Su cabeza está así de hinchada y su cuerpo está empapado por dentro. La escena era tan horrible que me alejé de allí lo más rápidamente que pude.

Jia Zheng quedó estupefacto.

—¿Qué doncella ha podido tener motivos para arrojarse a un pozo? —se preguntó—. Nunca había pasado una cosa así en esta casa. Desde el tiempo de nuestros ancestros hemos tratado bien a nuestros sirvientes; sin embargo, últimamente he descuidado mucho los asuntos domésticos y es probable que los encargados hayan abusado de su autoridad dando lugar a esta calamidad. Si la noticia llegara a divulgarse empañaría el buen nombre de nuestros antepasados.

Y mandó llamar a Jia Lian, Lai Da y Lai Xing.

Unos pajes salieron a buscarlos en el mismo momento en que Jia Huan, dando un paso adelante, cogió la manga de la túnica de su padre y cayó de rodillas diciendo:

—¡No se moleste, señor! Nadie conoce esto salvo la gente de los aposentos de mi señora. Oí a mi madre decir…

Se detuvo y miró en torno suyo. Jia Zheng comprendió. Lanzó una mirada a los sirvientes que había a ambos lados y éstos se retiraron.

—Mi madre me dijo —continuó Jia Huan en un susurro— que el otro día el hermano mayor Baoyu se arrojó sobre Jinchuan en el cuarto de mi señora e intentó forzarla en vano. Como consecuencia, la devolvieron a su casa, y ella, en un ataque de pasión, se ha arrojado al pozo.

Todavía no había concluido y ya Jia Zheng estaba lívido de ira.

—¡Traedme al señor Baoyu! ¡Rápido! —rugió mientras se encaminaba a su gabinete—. ¡Traedme también la vara pesada! ¡Amarradlo! ¡Cerrad todas las puertas! ¡El primero que lleve la noticia a los aposentos interiores morirá en el sitio!

Unos pajes salieron en busca de Baoyu. El muchacho supo que tenía problemas en el mismo momento en que recibió de su padre la orden de esperar, pero nada sabía del infundio transmitido por Jia Huan. Estaba deambulando de un lado al otro del salón, ansioso por que apareciese alguien que transmitiera el suceso a los aposentos interiores, pero nadie llegaba. Incluso Beiming había desaparecido. Miraba ansiosamente a su alrededor cuando apareció por fin una vieja ama. Se abalanzó sobre ella y la agarró como si se tratase de un tesoro.

—¡Vaya adentro, rápido! —exclamó—. Dígales que el señor me va a apalear. ¡Aprisa! ¡Es urgente!

Estaba tan aterrorizado que no podía hablar con claridad, de modo que la anciana, algo dura de oído, confundió «urgente» con «ahogada» [1] .

—Fue ella quien tomó esa decisión —le dijo el ama con tono consolador—. ¿Qué tiene que ver con usted?

Su sordera enfureció a Baoyu.

—¡Dígale a mi paje que venga! —suplicó.

—Ya pasó. Todo está consumado. La señora ya les ha dado ropa y dinero. ¿Para qué seguir lamentándose?

Baoyu zapateaba de desesperación cuando llegaron los criados de su padre y se vio obligado a acompañarlos.

Al ver a Baoyu, los ojos de Jia Zheng se inyectaron en sangre. Ni siquiera le preguntó por qué andaba jugueteando fuera de la casa e intercambiando regalos con actores, o por qué dentro de ella descuidaba sus estudios y trataba de forzar a la doncella de su madre.

—¡Amordazadlo! —rugió—. ¡Apaleadlo hasta que muera!

Los sirvientes no se atrevieron a desobedecer la orden de su señor. Tendieron a Baoyu sobre un banco y le propinaron una docena de varazos, pero Jia Zheng, considerando los golpes demasiado flojos, apartó de un puntapié al que blandía la vara y tomó su lugar. Con los dientes apretados, crispado y fuera de sí, golpeó ferozmente a Baoyu docenas de veces. Sus secretarios, previendo serias consecuencias, decidieron intervenir, pero Jia Zheng se negaba a escuchar.

—Preguntadle a él si su conducta merece perdón —rugía—. Vosotros sois quienes lo habéis envanecido, ¿y todavía intercedéis por él? ¿Seguiréis haciéndolo cuando haya matado a su propio padre o al emperador?

El discurso les hizo comprender que la furia había sacado de sus cabales a su señor, y se alejaron persuadidos de que debían hacer llegar a los aposentos interiores la noticia de lo que allí estaba ocurriendo. La dama Wang no se atrevió a transmitir el suceso inmediatamente a su suegra. Se vistió aprisa y corrió al estudio de Jia Zheng sin tomar en cuenta quién pudiera estar allí. Criados y secretarios se apartaban confundidos de su camino.

La llegada de su esposa avivó todavía más la ira de Jia Zheng, que maltrató a su hijo con más intensidad. Los dos sirvientes que sujetaban a Baoyu se retiraron inmediatamente, pero el muchacho apenas se podía mover ya. Antes de que su padre pudiera emprender una nueva tanda de golpes, la dama Wang agarró la vara con ambas manos.

—¡Esto es el fin! —bramó Jia Zheng—. ¡Hoy se ha decidido que yo muera!

—Sé que Baoyu merece una paliza —sollozó la dama Wang—, pero no debes cansarte de esa manera. Hace un día sofocante y la Anciana Dama no se encuentra bien. Que tu hijo muera carece de importancia, pero sería muy grave que le ocurriera algo a tu madre.

—Ahórrame tanta cháchara —replicó Jia Zheng con una risita desdeñosa—. Engendrando a este degenerado he demostrado que soy un hijo indigno. Cuando intento someterlo a disciplina todos lo protegen. Mejor será que lo estrangule ahora mismo y así evitaré mayores problemas.

Dicho lo cual pidió una soga. La dama Wang se arrojó sobre él abrazándolo y gritando:

—¡Haces bien velando por la educación de tu hijo, pero apiádate de tu esposa! Ya he cumplido los cincuenta y este bribón es el único hijo que han merecido mis pecados. No me atreveré a disuadirte si insistes en hacer de él un ejemplo, pero si matas significará que también deseas mi muerte. Si estás dispuesto a estrangularlo, toma esa soga y estrangúlame a mí primero. Ni madre ni hijo te lo reprocharán, y así tendré al menos algún apoyo en el otro mundo.

Y acto seguido se arrojó sobre Baoyu y empezó a llorar con grandes gritos.

Con un largo suspiro, Jia Zheng se sentó. Las lágrimas caían de sus ojos como la lluvia. Abrazada a Baoyu, la dama Wang vio que tenía lívido el rostro, débil el aliento y la ropa interior de lino verde empapada de sangre. Constató horrorizada, al apartarla, que las nalgas y las piernas estaban molidas y que cada pulgada de su carne estaba sangrando o amoratada.

—¡Ay mi pobre niño! —gimió.

Y mientras lloraba recordó a su primer hijo y pronunció su nombre: Jia Zhu.

—Si aún vivieras no me importaría que murieran otros cien hijos —murmuró sollozando.

La apresurada partida de la dama Wang había causado un enorme revuelo en los aposentos interiores, y tras ella habían llegado corriendo Li Wan y Xifeng, Yingchun y Tanchun. El nombre del hijo muerto, pronunciado sin fuerza por su madre, no afectó tanto a los demás como a Li Wan, su viuda, a la que arrancó un terrible sollozo. Con el coro de lamentaciones arreció el llanto del propio Jia Zheng.

Y en medio de toda esa conmoción una doncella anunció de pronto la llegada de la Anciana Dama que, desde el otro lado de la ventana, gritó con la voz quebrada:

—¡Matadme a mí primero! ¡Así acabará todo esto!

Espantado y desconsolado, Jia Zheng se incorporó para saludar a su madre, que entró, intentando recobrar el aliento, apoyada en el brazo de una doncella. Al entrar la anciana, él hizo una respetuosa reverencia.

—¿Por qué se molesta, madre, viniendo en un día tan caluroso? Si necesita algo sólo tiene que enviar en busca de su hijo.

La Anciana Dama se detuvo jadeando.

—¿Me hablas a mí? —le preguntó duramente—. Sí, tengo órdenes que transmitir, pero por desgracia no he parido un hijo digno al que poder dirigirme.

Fulminado por las palabras de su madre, Jia Zheng cayó de rodillas con lágrimas en los ojos.

—Madre, si su hijo castiga al suyo es por el honor de nuestros antepasados —arguyó—. ¿Cómo soportar sus reproches?

La Anciana Dama le escupió con desagrado.

—No soportas una palabra mía, ¿verdad? ¿Y cómo soporta mi nieto tu vara mortal? Dices que castigas a Baoyu por el honor de tus antepasados, pero ¿cómo te disciplinó a ti tu padre?

Y los ojos se le inundaron de lágrimas.

—Madre, no llore —suplicó Jia Zheng—. Hice mal en enfurecerme. Nunca volveré a pegarle.

La Anciana Dama resopló.

—No es preciso que te desahogues conmigo. Es tu hijo y no me compete impedir que lo golpees. Supongo que ya estás harto de todos nosotros, y que será mejor que nos vayamos para evitarte problemas.

Y ordenó a los criados preparar sillas de manos y caballos, con estas palabras:

—Vuestra señora y el señor Bao regresan a Nanjing conmigo en este preciso instante.

Los asistentes se inclinaron acatando sus órdenes, y la anciana dijo volviéndose a su nuera.

—No llores más. Baoyu es todavía un niño y tú lo amas, pero cuando crezca y sea un alto funcionario puede que sea irrespetuoso hasta con su madre. No lo ames demasiado ahora, y luego evitarás penas.

Dándose por aludido, Jia Zheng empezó a darse golpes con la cabeza contra el suelo.

—¿Qué lugar me queda sobre la tierra, madre si me hace esos reproches? —gimió.

La Anciana Dama sonrió sarcásticamente.

—Muestras claramente que soy yo quien no tiene lugar aquí, y sin embargo eres tú el que te quejas. Nos vamos simplemente para ahorrarte disgustos. Te dejamos libertad para qué apalees a quien te dé la gana.

Dicho lo cual, ordenó a los sirvientes que empaquetaran el equipaje e hicieran los preparativos para la jornada. Jia Zheng, mientras tanto, no cesaba de hacer koutou y suplicar vehementemente su perdón.

Pero mientras reprendía a su hijo, la Anciana Dama se preocupaba por su nieto, al que se acercó. La evidente severidad de la paliza aumentó su dolor y su furia. Abrazándolo, sé lamentó amargamente. A duras penas pudo Xifeng tranquilizarla. Algunas de las doncellas cogieron a Baoyu por debajo de los brazos intentando sacarlo de allí.

—¡Estúpidas! —gritó Xifeng—. ¿No tenéis ojos en la cara? ¿No veis que no está en condiciones de dar un paso? ¡Traed el canapé de mimbre!

Las doncellas hicieron inmediatamente lo que sé les ordenaba. Postrado sobre el canapé, Baoyu fue llevado hasta los aposentos de la Anciana Dama, acompañado por ella y por su madre. Como la Anciana Dama seguía encolerizada, Jia Zheng no se atrevió a retirarse y los siguió con la cabeza agachada; una mirada le reveló que esta vez la paliza había sido excesiva. Se volvió hacia su esposa, que ahora se lamentaba con más amargura.

—¡Mi niño! ¡Mi niño! —gemía—. ¿Por qué no moriste recién nacido en lugar de Zhu? Entonces tu padre no viviría tan amargado y todos mis desvelos no habrían sido en vano. ¡Si algo te sucede ahora, me quedaré sola! ¡No habrá nadie en quien pueda apoyarme en la vejez!

Esos lamentos, salpicados de los reproches de la Anciana Dama a «su indigno hijo» afligían a Jia Zheng y le hacían arrepentirse de haber golpeado a su Baoyu tan despiadadamente. Cuando intentó apaciguar a su madre, ésta se revolvió con lágrimas en los ojos:

—Déjanos en paz —le dijo—. ¿Qué haces dando vueltas por aquí? ¿No te quedarás tranquilo hasta que te hayas cerciorado de que ha muerto?

Jia Zheng se vio obligado a retirarse.

Para entonces ya habían llegado la tía Xue, Baochai, Xiangling, Xiren y Xiangyun. Xiren ardía de indignación, pero no lo podía expresar libremente. Y como Baoyu estaba rodeado de gente que le hacía beber agua o lo abanicaba, no parecía quedar tarea para ella, de manera que se escabulló hacia la puerta interior, desde donde mandó a unos pajes en busca de Beiming.

—No había señal de tormenta hace un rato, ¿cómo empezó todo esto? —le preguntó—. ¿Por qué no viniste antes a informar?

—Porque yo no estuve presente —explicó Beiming, fuera de sí—. Sólo me enteré cuando la paliza estaba ya avanzada. Inmediatamente pregunté cómo había empezado el problema. Parece que fue a causa de ese asunto de Qiguan y la hermana Jinchuan.

—¿Y cómo se enteró el señor?

—En lo de Qiguan parece que está detrás la mano del señor Xue Pan. Como no tenía manera de ventilar sus perversos celos consiguió que viniera alguien de fuera a decírselo a Su Señoría, y entonces se puso la sartén sobre las brasas. En cuanto a Jinchuan, fue el joven señor Huan quien se lo dijo a Su Señoría. O al menos así me lo han dicho sus hombres.

Ambas historias eran verosímiles y Xiren quedó convencida. Cuando regresó encontró a todas cuidando a Baoyu. Cuando ya no hubo más que hacer por él, la Anciana Dama ordenó que fuera cuidadosamente trasladado a su propio cuarto. Todas echaron una mano en el traslado al patio Rojo y Alegre, donde lo tendieron sobre su cama. Pasados unos momentos más de agitación se fueron dispersando poco a poco dejando que por fin Xiren lo atendiera.

Escuchen lo que se narra en el siguiente capítulo.

Sueño En El Pabellón Rojo

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