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Capítulo XXIX

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Los afortunados rezan para tener más fortuna.

Los enamorados hacen aún más profundo su amor.

Tan embebido estaba Baoyu en sus pensamientos que, cuando Daiyu hizo restallar el pañuelo frente a sus ojos, saltó de miedo.

—¿Quién ha sido? —exclamó.

—He sido yo —confesó Daiyu entre risas—. Se me ha ido la mano. La prima Baochai quería ver un ganso idiota y en el momento de imitar cómo mueven las alas te golpeé sin querer.

Frotándose los ojos, Baoyu retuvo una respuesta que ya tenía en la punta de la lengua.

En ese momento llegó Xifeng, que se puso a hablar de la ceremonia taoísta que tendría lugar en la abadía Etérea el día primero del mes siguiente, y luego insistió en que los jóvenes fuesen a contemplar las óperas.

—Hace demasiado calor —objetó Baochai—. Además, ya he visto todas las óperas. Yo no voy.

—Allí hace fresco —replicó Xifeng—. El pabellón central está flanqueado por otros pabellones que lo protegen. Si decidimos ir enviaré unos días antes a unos cuantos criados para que hagan salir a los monjes, barran y limpien el lugar, y lo aíslen de las miradas de la gente con unos paneles. Entonces será un sitio agradable. Ya he hablado con la dama Wang, y si vosotros no vais tengo la intención de ir sola. Esto está muy aburrido últimamente, y en nuestra casa no puedo disfrutar de los espectáculos con comodidad.

Al oír eso, la Anciana Dama exclamó:

—¡Yo te acompañaré!

—Si nuestra anciana antepasada también viene, me alegraré, pero entonces no tendré libertad para disfrutar.

—Me sentaré en el palco central y tú puedes buscar sitio en uno de los laterales. ¿Te parece bien? Así no tendrás que estar pendiente de mí.

—Me da usted prueba de su cariño, señora —contestó Xifeng.

La Anciana Dama dijo a Baochai:

—También tú y tu madre debéis acudir. Si te quedas aquí, lo único que harás será dormir todo el día.

Baochai no se pudo negar.

La Anciana Dama envió a una doncella con el encargo de que invitara a la tía Xue y dijera de paso a la dama Wang que se llevaba consigo a las muchachas. La dama Wang, que ya se había excusado con el argumento de que no se sentía bien, y además estaba esperando noticias de Yuanchun, recibió el mensaje de la Anciana Dama con una sonrisa y comentó:

—Veo que se encuentra de buen humor. Anda y di a las señoras y señoritas del jardín que si cualquiera de ellas quiere salir de paseo puede acompañar a la Anciana Dama el día primero.

La noticia excitó sobre todo a las doncellas jóvenes, puesto que generalmente no tenían oportunidad de cruzar el umbral de la mansión. Y si alguna de sus señoras se mostró reticente a salir, ellas la alentaron de todas las formas imaginables, hasta el punto de que Li Wan y las demás aceptaron finalmente emprender la jornada a la abadía Etérea, lo que aumentó el placer de la Anciana Dama. Mientras tanto, unos criados habían sido enviados anticipadamente para prepararlo todo.

El día primero del quinto mes el camino frente a la mansión Rong amaneció llenó de carruajes, sillas de manos, asistentes y caballos. El hecho de que la ceremonia hubiese sido costeada por la concubina imperial y que la Anciana Dama acudiera en persona a ofrendar incienso, y el hecho también de que todo ello ocurriera poco antes de la fiesta del Doble Cinco [1] , hizo que los preparativos fuesen algo más lujosos que de costumbre.

Pronto aparecieron las señoras de la casa. El gran palanquín de la Anciana Dama tenía ocho porteadores; los de Li Wan, Xifeng y la tía Xue, cuatro. Baochai y Daiyu compartían un alegre carruaje con el toldo verde, borlas de perlas y dibujos de objetos preciosos. El carruaje que compartían las tres Primaveras tenía ruedas de color carmesí y una cubierta ornamental.

Detrás de ellas venían las doncellas de la Anciana Dama: Yuanyang, Yingwu, Hupo y Zhenzhu; las doncellas de Daiyu: Zijuan, Xueyan y Chunxian; las de Baochai: Yinger y Wenxing; las de Yingchun: Siqi y Xiuju; las de Tanchun: Daishu y Cuimo; las de Xichun: Ruhua y Caiping; y las de la tía Xue: Tonxi y Tonggui.

También las acompañaban Xiangling y su doncella Zhener; las doncellas de Li Wan: Suyun y Biyue; las doncellas de Xifeng: Pinger, Fenger y Xiaohong; y las doncellas de la dama Wang: Jinchuan y Caiyun, que, para poder ir, viajaban atendiendo a Xifeng.

En otro carruaje, con otras dos doncellas, iba la hijita de Xifeng con su nodriza.

Por último, también formaban parte de la comitiva otras dos doncellas y unas nodrizas de los otros aposentos, así como algunas esposas de mayordomos cuya función era acompañar a la Anciana Dama en sus salidas. Los vehículos ocupaban toda la avenida. Cuando el palanquín de la Anciana Dama ya había avanzado un trecho considerable, todavía las criadas seguían subiéndose a los carruajes frente a la puerta principal, en medio de la confusión y el vocerío.

—¡Tú no viajas conmigo!

—¡Cuidado! ¡No te sientes sobre las cosas de mi señora!

—¡Que estás pisando mis flores!

—¡Ya has roto mi abanico!

Su estrepitosa risa y su charla eran interminables. La esposa de Zhou Rui iba de un lado al otro de la comitiva rezongando:

—¡Venga, niñas, dejad de hacer el payaso en la calle!

Tuvo que repetirlo varias veces para que se tranquilizaran antes de que la cabeza del cortejo llegase a la puerta de la abadía. La gente que desde la orilla del camino contemplaba el paso de la comitiva, vio a Baoyu a caballo delante del palanquín de la Anciana Dama.

Al aproximarse a la puerta de la abadía oyeron repicar campanas y redoblar tambores. A un lado del camino esperaba la llegada del cortejo el abate Zhang con sus hábitos sosteniendo unas varillas de incienso y rodeado por sus monjes. El palanquín de la Anciana Dama avanzó un trecho más hasta que ésta dio orden de que se detuviera ante unas imágenes en arcilla de dioses guardianes que había en la puerta del templo. Se trataba de dos dioses mensajeros, uno de los cuales tenía ojos para escrutar mil li de distancia y el otro oídos capaces de discernir el rumor más pequeño. Otros dioses tutelares de la localidad los rodeaban. Jia Zhen, a la cabeza de los jóvenes de la familia, se adelantó para dar la bienvenida a la anciana. Consciente de que Yuanyang y las demás doncellas estaban todavía demasiado lejos para ayudarla a apearse, Xifeng descendió de su silla para hacerlo ella misma, pero en ese momento un acólito de doce o trece años que sostenía una caja con un par de tijeras para cortar las mechas de las velas se asustó con el estrépito que formaba el cortejo y salió corriendo a esconderse, con tan mala fortuna que tropezó con Xifeng. Ella, revolviéndose, le dio un golpe en la oreja tan fuerte que el niño cayó al suelo.

—¡Que a tu madre la joda un toro! ¡Mira por dónde andas!

Demasiado aterrado para recoger sus tijeras, el muchacho se levantó como pudo y echó a correr hacia el interior. En ese preciso instante bajaban de sus carruajes Baochai y las demás muchachas rodeadas de una multitud de matronas y esposas de mayordomos que, al ver al pequeño fugitivo, sé pusieron a gritar:

—¡Cogedlo! ¡Apaleadlo!

—¿Qué pasa? —preguntó la Anciana Dama.

Jia Zhen se acercó a indagar el porqué de tanta agitación mientras Xifeng ofrecía su brazo a la anciana.

—Es un acólito de los que cortan las mechas —explicó ella—. Estaba por ahí corriendo como un loco y no se apartó a tiempo.

—Traedlo aquí. No lo asustéis —ordenó la Anciana Dama—. Los niños de familias humildes están bien protegidos por sus padres y nunca han visto algo tan espectacular. Sería lamentable aterrorizarlo; sus padres nunca se sobrepondrían.

Y volviéndose a Jia Zhen insistió en la orden:

—Tráelo aquí con toda amabilidad.

Zhen tuvo que traer el niño a rastras. Llevaba las tijeras en la mano y temblaba de pies a cabeza. Cayó de rodillas. La Anciana Dama hizo que Jia Zhen le ayudara a ponerse de pie.

—No temas —le dijo—. ¿Qué edad tienes?

Pero el terror había enmudecido al niño.

—¡Pobrecillo! —exclamó ella.

Y volviéndose a Zhen:

—Llévatelo y dale unas monedas para que compre golosinas. Que nadie lo moleste.

Asintiendo, Zhen se llevó al niño mientras la Anciana Dama se dirigía con su comitiva a visitar los diversos salones.

Después de haberlos visto entrar por la tercera puerta, los pajes de fuera vieron salir a Jia Zhen y al niño. Recibieron orden de llevárselo, darle unos cientos de monedas y no maltratarlo. Inmediatamente varios criados se adelantaron para llevarse al niño.

Todavía sobre las escaleras, Zhen preguntó:

—¿Dónde está el mayordomo?

Los pajes gritaron a coro:

—¡Mayordomo!

Enseguida llegó Lin Zhixiao corriendo con una gorra en la mano.

—Aunque el lugar es grande —le dijo Jia Zhen—, ha venido más gente de la prevista. Mantén en este patio a los que necesites, y manda el resto al otro patio. Coloca a algunos muchachos en las dos puertas principales y en las laterales, listos para llevar recados y cumplir órdenes. Ya sabrás que hoy han venido todas las damas y que no debe permitirse la entrada de un solo extraño.

—Sí, señor. Claro, señor. Muy bien, señor —iba respondiendo Lin Zhixiao a las sucesivas órdenes.

—Ahora vete. ¡Espera! ¿Por qué no está aquí mi hijo Rong?

No había terminado de hacer la pregunta cuando Jia Rong salió del campanario a toda velocidad abrochándose la ropa.

—¡Mírenlo! —exclamó burlón Jia Zhen—. Mientras yo sudo la gota gorda él busca un sitio donde huir del calor.

Y ordenó a los sirvientes que le escupieran. Obedeciendo, uno de los pajes le escupió a la cara.

—Pregúntale cuál es el sentido de su conducta —ordenó Jia Zhen.

Y el paje preguntó a Jia Rong:

—¿Por qué si su honorable padre es capaz de soportar el calor usted busca un lugar donde estar a la sombra?

Jia Rong, con los brazos en los costados, no se atrevió a decir palabra.

Todo esto atemorizó a Jia Yun, Jia Ping y Jia Qin; y hasta Jia Huang, Jia Pian y Jia Qiong se quitaron las gorras y se deslizaron discretamente desde la sombra en la que se encontraban al pie del muro hasta donde el sol caía de plano.

—¡¿Qué haces ahí parado?! —ladró Jia Zhen a su hijo—. ¡Corre a decirles a tu madre y a tu esposa que la Anciana Dama y todas las jóvenes damas están aquí! ¡Que vengan deprisa a atenderlas!

Jia Rong salió pidiendo a gritos un caballo.

«¿Por qué no lo pensó antes? —gruñía—. Ahora soy yo quien tiene que aguantar esto.»

Luego le gritó a un paje:

—¡¿Por qué no traes el caballo?! ¡¿Te han maniatado?!

Habría enviado a un paje en su lugar, pero se lo impidió el temor a que luego fuera descubierto. En consecuencia, tuvo que cabalgar él mismo hasta la ciudad.

Pero volviendo a Jia Zhen. Se disponía a regresar al salón donde estaba la Anciana Dama cuando encontró a su lado a Zhang, el taoísta.

—Mi particular situación me obliga a atender a las damas del interior —dijo el monje sonriendo—, pero hace tanto calor, y hay tantas damitas, que mejor esperaré aquí sus órdenes.

Jia Zhen no ignoraba que, si bien al principio había sido el sustituto del duque de Rongguo [2] , este taoísta había sido nombrado más tarde por el propio emperador Guardián Principal del Texto Taoísta con el título de Santo de la Gran Ilusión, y que su actual condición de Custodio del Sello Taoísta y su título de Hombre de la Verdad Final le valían ser tratado por nobles y oficiales como Inmortal. Habría sido inconveniente desairarlo. Además, en sus frecuentes visitas a las mansiones Rong y Ning había conocido a todas las damas, jóvenes y mayores.

Así pues, Jia Zhen respondió con una sonrisa:

—¿Pero qué manera hablar entre amigos es ésta? No siga hablando así o le cortaré la barba. Venga conmigo.

El taoísta siguió sus pasos entre grandes carcajadas.

Jia Zhen llegó hasta donde estaba la Anciana Dama y con una reverencia le dijo:

—El abuelo Zhang ha venido a presentar sus respetos.

—Tráelo aquí —ordenó ella de inmediato.

Jia Zhen llevó al monje, que no paraba de reír.

—¡Buda de la Infinita Longevidad! —exclamó Zhang—. Espero que la anciana antepasada haya gozado de buena fortuna, salud y tranquilidad, y que también todas las damas y damitas hayan sido felices estos últimos tiempos. No he pasado por allí a presentar mis respetos, pero veo a Su Señoría con mejor Semblante que nunca.

—¿Y usted está bien, anciano inmortal? —contestó ella con una sonrisa.

—Puedo decir que sí, gracias a la parte que me corresponde de su buena fortuna. Sin embargo, continúo preocupándome por su nieto. ¿Qué tal ha estado todo este tiempo? No hace mucho, el día veintiséis del mes pasado, celebramos el natalicio del Gran Rey que Oscurece los Cielos. Como esperábamos a poca gente, y como todo estaba bastante limpio, mandé invitar al señor Bao, pero me dijeron que no estaba en casa.

—Cierto, no estaba.

La Anciana Dama hizo que trajeran a su nieto.

Baoyu, que precisamente venía de purificarse las manos, entró en ese momento y se apresuró a saludar al taoísta:

—¿Cómo está, abuelo Zhang?

El monje lo abrazó y luego dijo a la Anciana Dama:

—Este muchacho ha engordado.

—Sí —contestó ella—. Aparentemente es fuerte, pero sigue tan delicado como siempre. Y su padre está arruinando su salud con esa enojosa insistencia para que lea textos.

—Últimamente he visto sus caligrafías y versos en diversos lugares. Son muy buenos. No comprendo por qué Su Señoría acusa al muchacho de perezoso. A mí me parece que lleva buen camino.

Y con un suspiro, el viejo taoísta añadió:

—A mi entender el señor Bao, con ese rostro, ese porte y esa manera de hablar, es el vivo retrato del viejo duque.

Y mientras hablaba le brotaron lágrimas de los ojos.

También la Anciana Dama se conmovió dolorosamente con sus palabras.

—Tiene razón —asintió—. De todos mis hijos y nietos, Baoyu es el único que se parece a su abuelo.

Entonces el taoísta comentó a Jia Zhen:

—Claro que como su generación, señor, nació demasiado tarde para conocer al duque me imagino que ni el señor She ni el señor Zheng recuerdan bien sus rasgos.

Y volvió a lanzar una carcajada antes de dirigirse dé nuevo a la Anciana Dama:

—El otro día vi, en una noble familia, a una bella joven de quince años. Me parece que ya va siendo hora de concertar el enlace del joven señor. En lo que atañe a presencia, apariencia, inteligencia y origen familiar, la joven está a la altura de los Jia, pero no quise actuar sin conocer antes la opinión de Su Señoría. Si Su Señoría me da su aprobación puedo ir preparando el terreno.

—En cierta ocasión un bonzo nos dijo que este muchacho no está destinado a casarse muy joven —contestó ella—, así que esperaremos a que haya crecido algo más para arreglar este asunto. De todos modos mantenga los ojos abiertos. La riqueza y el rango son lo de menos. Basta con que encuentre a una muchacha suficientemente bella. En ese caso, avísenos. Incluso si la familia fuese pobre no sería grave, porque siempre podríamos hacerles llegar unos cuantos taeles de plata. Pero la belleza y la dulzura son difíciles de hallar.

En ese punto intervino Xifeng con una sonrisa:

—Abuelo Zhang, todavía no le ha traído usted a mi hijita su nuevo talismán, y ya mandó el otro día a pedirnos un satén amarillo. Se lo envié por no dejarlo en evidencia.

El viejo taoísta se revolcaba de risa.

—Mis ojos están débiles, señora —dijo—. No he podido verla para agradecérselo. El talismán está listo desde hace tiempo y he tenido la intención de enviarlo, pero cuando Su Alteza encargó esta ceremonia a mí se me olvidó todo. Sigue allí, ante la imagen divina. Iré a buscarlo.

Y partió a toda prisa al salón principal. Volvió al instante con un talismán sobre una bandeja cubierta por un envoltorio de seda roja con dibujos de dragones cubierto de sutras. La nodriza de Dajie se adelantó para recibirlo y el taoísta alargó los brazos en dirección a la niña.

—¿Por qué no lo trajo en las manos? —sonrió Xifeng—. ¿Por qué utiliza una bandeja?

—Mis manos están demasiado sucias, señora. Utilizar una bandeja me pareció más limpio.

—¡Vaya susto que me ha dado! —replicó ella bromeando—. No sabía que llevaba en ella el talismán y pensé que venía otra vez a pedir donativos.

El comentario de Xifeng hizo reír a todos los reunidos. Incluso Jia Zhen no pudo evitar una sonrisa.

—¡Vaya simio que estás hecha! —exclamó la Anciana Dama volviéndose a Xifeng—. ¿No temes al Infierno Cortalenguas?

—No le he hecho daño alguno —contestó ella—. ¿Por qué anda siempre diciéndome que si no hago mayor número de buenas acciones tendré una vida corta?

Zhang el taoísta se rió.

—Traje la bandeja por una razón. No para recoger donativos, sino para pedir prestado el jade del señor Bao y poder mostrarlo a mis amigos y discípulos taoístas.

—Si se trata de eso —dijo la Anciana Dama—, no hay razón para que un hombre de su edad ande corriendo y agotándose de un lado para otro. Llévese a Baoyu con usted, y muestre el jade a quien quiera. ¿No sería más cómodo?

—No, Su Señoría no comprende. Todavía me mantengo robusto y alegre a pesar de mis ochenta años, gracias a que comparto su buena fortuna. Lo que pasa es que en aquel lugar son tantos que aquello apesta. El señor Bao no está habituado a este calor y puede sentirse ofendido por el hedor, lo que resultaría lamentable.

Finalmente, la Anciana Dama ordenó a Baoyu que se quitara del cuello el Jade de las Comunicaciones Trascendentales y lo entregara al taoísta; éste lo colocó con reverencia sobre la seda y marchó portando respetuosamente la bandeja entré ambas manos.

La Anciana Dama y su comitiva, por su parte, siguieron paseando por el templo. Estaban llegando al piso superior de uno de los edificios cuando Jia Zhen informó de que el anciano taoísta venía a devolver el jade. Mientras decía esto apareció el propio Zhang con la bandeja.

—Todos me han agradecido mucho la oportunidad de contemplar el jade del señor Bao, que les parece absolutamente maravilloso —declaró—. No tienen otra cosa que ofrecer en agradecimiento, así que envían estos amuletos taoístas como muestra de su respeto. Si el señor Bao considera que no son nada especial, puede conservarlos como juguetes o regalarlos, como guste.

Sobre la bandeja, la Anciana Dama vio varias docenas de amuletos de oro o jade con las inscripciones «Que sé cumplan todos tus deseos» y «Paz eterna». Cada uno de ellos tenía incrustaciones de perlas o piedras preciosas, y estaba delicadamente grabado.

—No es posible —dijo la anciana—. ¿Cómo pueden permitirse los sacerdotes semejantes regalos? No tiene sentido. Estos regalos están fuera de lugar. No podemos aceptarlos.

—No son sino una pequeña prueba de su estima. No se lo pude impedir —replicó Zhang—. Si Su Señoría no los acepta, ellos pensarán que me desprecia y ya no me considera su protegido.

Así pues, la Anciana Dama tuvo que ordenar a una doncella que recogiera los regalos.

—Puesto que el abuelo Zhang no nos permite negarnos, pero sin embargo no son objetos que me sean de utilidad —dijo Baoyu—, ¿por qué no voy ahora con mis pajes a distribuirlos entre los pobres?

—Es una buena idea —dijo su abuela.

Pero Zhang el taoísta se opuso:

—Es una idea caritativa, señor Bao, pero aunque esos objetos sean de escaso valor, algunos de ellos están muy bien hechos. Sería un desperdicio entregárselos a los mendigos, que no sabrán apreciarlos. Si quiere ayudar a los pobres, ¿no será mejor que les dé dinero?

—Muy bien —dijo Baoyu—, conservaremos estos objetos y esta noche distribuiremos algunas limosnas.

Entonces el sacerdote se retiró y la Anciana Dama y su séquito subieron al pabellón principal a descansar, mientras Xifeng y sus acompañantes pasaban a ocupar el ala este. Las doncellas, acomodadas en el ala oeste, se fueron turnando para atender a sus señoras.

Jia Zhen apareció para informar de que en el sorteo que se había realizado ante el altar había aparecido en primer lugar la ópera titulada La serpiente blanca.

—¿Cuál es el argumentó? —preguntó la Anciana Dama.

—Trata sobre el primer emperador de la dinastía Han, que mató una serpiente y luego fundó la dinastía. La segunda será Cada hijo un alto funcionario [3] .

—¿Conque ésa es la segunda? —dijo la anciana asintiendo con la cabeza mientras sonreía—. Pues si ésa es la voluntad de los dioses, que así sea. ¿Y cuál es la tercera?

El sueño del Estado Tributario Meridional [4] .

Sobre ésta, la anciana calló. Jia Zhen se retiró a preparar las plegarias escritas y quemar incienso. Una vez hecho todo esto, ordenó a los actores que empezaran. Pero dejemos este asunto.

Baoyu, sentado junto a su abuela en el piso superior del pabellón principal, pidió a una de las doncellas que le trajera la bandeja con los regalos. Cuando se hubo puesto el jade revisó los regalos, mostrándolos uno por uno a la anciana, a quien le llamó la atención un unicornio de oro decorado con esmalte turquesa. Tomó la pieza.

—Estoy segura de que una de las muchachas lleva uno similar —comentó.

—La prima Xiangyun tiene uno parecido, sólo que más pequeño —le dijo Baochai.

—¡Eso es! —exclamó la Anciana Dama.

—¿Y cómo no me he dado cuenta de eso en todo el tiempo que lleva con nosotros? —preguntó Baoyu.

—La prima Baochai es observadora —comentó Tanchun entre risitas—. Y además nunca olvida lo que ve.

—Pues no es tan observadora cuando se trata de otras cosas —comentó cáusticamente Daiyu—, aunque desde luego sí que lo es cuando se trata de baratijas que se llevan colgadas del cuello.

Volviendo el rostro, Baochai pretendió no haber escuchado.

Apenas supo que Xiangyun tenía un unicornio, Baoyu recogió el de la bandeja y se lo guardó en el pecho. Luego, temeroso de que los presentes hubieran adivinado sus intenciones, lanzó una mirada subrepticia a su alrededor. La única que le estaba prestando atención era Daiyu, que balanceó la cabeza con una mirada pensativa. Esto incomodó a Baoyu que, volviendo a sacar el unicornio se lo mostró diciendo:

—Es simpático. Lo guardaré hasta que lleguemos a casa y una vez allí lo ensartaré en un cordel para que te lo pongas al cuello.

Daiyu sacudió la cabeza.

—No me interesa.

—Entonces lo guardaré para mí —dijo el muchacho guardándoselo otra vez en el pecho.

Antes de que pudiera decir más llegaron la señora You y la segunda esposa de Jia Rong, con la que se había casado tras la muerte de Qin Keqing, a presentar sus respetos.

—No teníais por qué haber venido —protestó la Anciana Dama—. Sólo he salido a dar un pequeño paseo.

Al día siguiente se anunció la llegada de un recado del general Feng, que, al enterarse de que la familia Jia celebraba una ceremonia en la abadía, preparó regalos consistentes en cerdos, ovejas, incienso, velas y confites que envió allí. Al enterarse, Xifeng salió corriendo al pabellón principal.

—¡Vaya! —exclamó aplaudiendo—. Esto sí que no lo esperaba. Nosotros hemos considerado este desplazamiento como una pequeña excursión, pero nos envían regalos como si fuéramos a hacer un gran sacrificio. La culpa es de la Anciana Dama. Ahora tendré que preparar gratificaciones para los porteadores.

En ese momento llegaron dos esposas de mayordomos de la familia Feng, y antes de que partieran llegaron más regalos del viceministro Zhao, y luego, sucesivamente, de todos los parientes y amigos que habían sabido que las damas de la familia Jia estaban celebrando un servicio en la abadía.

La Anciana Dama empezó a lamentar la expedición.

—Éste no es un sacrificio protocolario —dijo—. Sólo hemos salido a divertirnos, pero veo que estamos produciendo muchas molestias.

Así que asistió a una sola representación y aquella misma tarde volvió a casa, negándose a regresar al día siguiente.

—Para construir una casa hay que remover la tierra; para construir un muro también. ¿Por qué no llegamos hasta el fondo de este asunto? —razonó Xifeng—. Ya que hemos molestado a todo el mundo, bien podríamos hoy divertirnos.

Pero Baoyu mantenía un gesto cetrino desde el momento en que Zhang el taoísta había hablado con su abuela acerca de su matrimonio. Seguía indignado con el sacerdote y sorprendía a todos con sus invectivas contra él.

—No quiero volver a verlo —decía.

En cuanto a Daiyu, sufría una leve insolación.

En fin, la Anciana Dama no dio su brazo a torcer y, al ver que no cambiaría de opinión, Xifeng reunió a un grupo y regresó a la abadía.

La indisposición de Daiyu preocupaba tanto a Baoyu que se negó a probar bocado y, una y otra vez, acudía a preguntar por su salud. Daiyu, a su vez, se preocupaba por él.

—¿Por qué no vas a ver las representaciones? —le preguntó—. ¿Por qué te quedas?

Baoyu seguía molesto con el servilismo del taoísta, y, al oír a Daiyu decir eso, pensó: «Puedo entender que otros no me comprendan, pero ya incluso Daiyu se burla de mí». Con ello su enojo se multiplicó. En ningún otro caso hubiese estallado, pero al tratarse de Daiyu el rostro se le cubrió de sombras.

—Muy bien, muy bien —dijo—. Nos hemos conocido en vano todos estos años.

—¿Que nos hemos conocido en vano? —rió ella con sarcasmo—. Yo no poseo, como otras, dijes que emparejen con los tuyos.

El muchacho se le acercó tanto que sus rostros se tocaron.

—¿Eso significa que realmente quieres invocar al cielo y a la tierra para destruirme? —preguntó. Y antes de que ella pudiera entender lo que le estaba diciendo, él prosiguió—: Justo ayer te hice un juramento a propósito de todo esto, y hoy vuelves a insistir sobre lo mismo. ¿De qué te han de servir el cielo y la tierra si me destruyen?

Daiyu recordó su anterior conversación y comprendió que había cometido un serio error. Se sintió llena de vergüenza y, muy nerviosa, se puso a sollozar.

—Que también me destruyan el cielo y la tierra si te deseo algún mal —dijo—. ¿Por qué me hablas así? Ah, ya sé. Cuando ese taoísta habló ayer de matrimonio tú temiste que impidiera la unión para la que estás felizmente predestinado, y ahora estás desahogando conmigo tu amargura.

Baoyu siempre había sido deplorablemente extravagante. Más aún, su intimidad con Daiyu venía de la infancia y ambos compartían ideas y sentimientos. Por eso, ahora que sabía un poco más y había leído algunos libros eróticos sentía que ninguna de las maravillosas muchachas que había visto en casas de parientes o amigos era rival digna de ella. Hacía tiempo que su corazón la deseaba, pero a la vez se negaba a admitirlo. Por eso, entre su alegría y su tristeza, recurrió a todos los medios para ponerla secretamente a prueba.

Por otra parte Daiyu, en su correspondiente excentricidad, también ocultaba sus sentimientos para probarlo a su vez a él.

Así es como, para ponerse a prueba mutuamente, ambos escondían sus verdaderos sentimientos. «Cuando lo falso encuentra a lo falso, la verdad se manifiesta», dice el viejo proverbio, y por ello era inevitable que en el proceso de manifestación de la verdad las querellas fuesen frecuentes y triviales.

Ahora Baoyu estaba pensando: «Puedo perdonar a otros que no me comprendan, pero tú deberías saber que eres la única para mí, y en lugar de consolarme te limitas a provocarme. Es inútil que piense en ti cada minuto del día: no hay lugar para mí en tu corazón». Lo pensaba, sí, pero era incapaz de decir en voz alta algo parecido.

En cuanto a Daiyu, estaba pensando: «Sé que tengo un lugar en tu corazón y que no tomas en serio todas esas paparruchas del oro que se empareja con el jade, pero cada vez que saco a relucir el tema tú deberías tomarlo con absoluta normalidad para demostrarme que nada significa para ti esa tontería. En vez de eso armas un escándalo cada vez que lo menciono, lo cual demuestra que piensas en ello todo el tiempo y temes que, al mencionarlo, yo sospeche algo. Por eso montas toda esa farsa de la molestia y del enfado, que en realidad no tiene otro objeto que mantenerme engañada».

Ciertamente ambos corazones eran uno, pero cada uno de ellos era tan sensible que sus anhelos de estar juntos culminaban en el distanciamiento.

En ese momento Baoyu se estaba diciendo: «Nada me importa mientras tú seas feliz. Con gusto moriría por ti en este preciso instante, lo sepas o no. Así al menos podrás sentir que estás cerca, y no lejos, de mi corazón».

Mientras tanto, Daiyu pensaba: «Cuídate. Cuando tú eres feliz, también yo lo soy. ¿Por qué habrías de sentirte mal por mi culpa? Deberías saber que tu malestar es el mío, pues cuando ocurre no me dejas estar cerca de ti».

Con lo cual, la preocupación que cada uno sentía por el otro no hacía más que acrecentar la distancia entre ambos, pero como es difícil describir sus íntimos pensamientos habremos de contentarnos con dar cuenta de sus acciones.

Oyendo a Daiyu hacer alusión a una unión «para la que él estaba felizmente predestinado», Baoyu se enfureció. La rabia le impidió articular palabra, pero se arrancó el jade del cuello y lo arrojó al suelo.

—¡Objeto inmundo! —gritó rechinando los dientes—. Te haré añicos y así acabaré de una vez con este asunto.

Pero el jade no sufrió el menor daño. Entonces, mientras él buscaba desesperadamente algo con que hacerlo pedazos, Daiyu sé echó a llorar.

—¿Por qué quieres destruir ese mudo objeto? —dijo entre sollozos—. Mejor destrúyeme a mí.

Zijuan y Xueyan entraron a terciar en la disputa. Al ver a Baoyu dándole martillazos al jade intentaron arrebatárselo, pero no lo consiguieron; y como el problema era más serio que de costumbre, tuvieron que llamar a Xiren, que entró corriendo y logró rescatar la piedra.

Baoyu sonrió amargamente.

—¿Acaso ya ni siquiera puedo destrozar lo que me pertenece? ¿Qué más os da a vosotras?

Xiren no lo había visto nunca tan airado, con el rostro tan lívido y convulso.

—Una disputa con su prima no es motivo para destruir el jade —le dijo Xiren tomándole una mano en un intento de persuadirlo—. Imagine lo mal que se habría sentido ella si llega a destruirlo.

Eso conmovió a Daiyu, pero inmediatamente la entristeció aún más la idea de que Baoyu la tenía menos en cuenta que a Xiren, de manera que arreció su amargo llanto. Tan pesarosa se sentía que vomitó la medicina de hierbas que había ingerido un momento antes.

Zijuan le trajo corriendo un pañuelo que pronto quedó empapado, y Xueyan empezó a darle masajes en la espalda.

—¡No importa lo molesta que se sienta, señorita, piense en su salud! —le pidió Zijuan—. Ya empezaba a sentirse mejor después de haber tomado la medicina; ha sido todo este lío con el señor Bao lo que le ha producido náuseas. Imagínese lo mal que se sentiría el señor Bao si usted cae enferma.

Eso conmovió a su vez a Baoyu, pero también le hizo pensar que la consideración que le tenía Zijuan era mayor que la de Daiyu. Ésta ya tenía las mejillas inflamadas y rojas. Llorando y ahogándose, con el rostro surcado de sudor y lágrimas, parecía terriblemente frágil, y verla así compungió intensamente a Baoyu.

«Nunca he debido discutir con ella poniéndola en semejante estado —se reprendió a sí mismo—. Ni siquiera puedo sufrir en su lugar.» Y con estos pensamientos, él también se echó a llorar.

A Xiren le dolía el corazón de ver a los dos muchachos llorar tan amargamente. Tocó las manos de Baoyu: estaban heladas. Quiso pedirle que dejara de llorar, pero temió que en ese momento no le sentara bien que lo refrenaran; por otra parte, consolarlo hubiera parecido una desatención a Daiyu. Consideró que las lágrimas podrían servir para calmar a todo el mundo, de modo que ella también se echó a llorar.

Zijuan, que ya había limpiado todo y abanicaba suavemente a Daiyu, se sintió tan afectada cuando vio a los tres llorando en silencio que ella también acabó llevándose un pañuelo a los ojos.

Y los cuatro siguieron llorando hasta que Xiren, forzando una sonrisa, dijo a Baoyu:

—Sin tener en cuenta más motivos, sólo el cordón de su jade debería impedirle pelear con la señorita Lin.

Olvidando sus náuseas, Daiyu se abalanzó sobre ella y le arrancó el jade de las manos, asió unas tijeras y, con rápidos movimientos, cortó el cordón que había trenzado con sus propias manos. Xiren y Zijuan intentaron impedírselo, pero llegaron demasiado tarde.

—Todo mi trabajo en vano —sollozó Daiyu—. No lo aprecia. Tiene quien le haga uno mejor.

Xiren, apresuradamente, le arrebató el jade.

—¿Por qué hace eso? —protestó la doncella mientras se lo quitaba—. Es culpa mía. Debí quedarme callada.

—¡Córtalo en pedacitos! —retó Baoyu a Daiyu—. De todos modos no pienso volver a usarlo, así que no me importa.

Durante la conmoción, unas viejas amas habían salido sigilosamente a informar a la Anciana Dama y a la dama Wang de aquel desaguisado, pues al oír a Daiyu llorando y vomitando, y a Baoyu amenazando con hacer añicos su jade, no quisieron hacerse responsables de cualquier percance que pudiera resultar. Su vehemente informe alarmó tanto a la Anciana Dama y a la dama Wang que ambas se trasladaron corriendo al jardín a ver qué horrible cosa había sucedido. Xiren estaba fuera de sí, acusando a Zijuan de haber molestado a las señoras, mientras Zijuan responsabilizaba a Xiren de lo propio.

Cuando la anciana y la dama Wang descubrieron que los jóvenes estaban tranquilos y reinaba la calma entre ellos, descargaron su furia sobre las dos doncellas principales.

—¿Por qué no los cuidáis bien? —les dijeron—. ¿Es que no podéis hacer nada cuando empiezan a discutir?

Ambas doncellas tuvieron que soportar dócilmente una larga reprimenda, y las cosas no volvieron a la normalidad hasta que la Anciana Dama se hubo llevado a Baoyu.

El día siguiente, tercero del mes, fue el cumpleaños de Xue Pan, y toda la familia Jia fue invitada a un festín con representaciones. Baoyu no había visto a Daiyu desde el incidente y se sentía tan deprimido y lleno de remordimientos que no hubiera podido disfrutar del espectáculo, por lo que alegó estar enfermo para evitar comparecer a una reunión a la que no quería asistir.

Daiyu no estaba realmente enferma; sólo afectada por el calor. Cuando supo que Baoyu no asistiría pensó: «Su debilidad son los banquetes y las óperas. Si hoy no asiste es porque todavía está enojado con el asunto de ayer, o porque sabe que yo no iré. Nunca debí cortar el cordón de su jade. Estoy segura de que no volverá a usarlo a menos que le haga otro». También ella se sentía culpable.

La Anciana Dama había alimentado la esperanza de que sus ánimos mejorasen y ambos muchachos se reconciliaran mirando juntos las óperas. Por eso, cuando se enteró de sus negativas, se enfureció.

—¿Qué pecados habré cometido en una vida anterior para tener que sufrir a unos niños tan difíciles? —se lamentó—. No pasa un día sin que surja una nueva preocupación. Cuánta razón encierra aquel proverbio: «Si no se enfrentan, no se unen». Cuando haya cerrado los ojos y exhalado el último suspiro, que peleen todo lo que quieran: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero todavía no estoy en ese trance.

Y se echó a llorar, desconsolada.

Cuando las palabras de la Anciana Dama llegaron a Baoyu y a Daiyu, ambos, que desconocían el proverbio citado por la anciana, se dieron a meditar acerca de su significado con la cabeza agachada y los ojos anegados en lágrimas. Cierto que continuaban separados: una llorándole a la brisa en el refugio de Bambú, el otro suspirándole a la luna en el patio Rojo y Alegre; pero, a pesar de su separación, sus corazones eran uno.

Xiren reprendió a Baoyu:

—Es culpa suya. Antes criticaba a los muchachos que disputaban con sus hermanas, o a los hombres que reñían con sus esposas, y los consideraba demasiado estúpidos para comprender el corazón de las muchachas. Ahora es usted mismo quien se comporta de esa manera. Pasado mañana, el día cinco, se celebrará la fiesta, y si ustedes dos siguen lanzándose dardos con la mirada la Anciana Dama se enfadará aún más y nadie estará tranquilo. ¡Olvide su disgusto y pida perdón! Lo pasado, pasado está. ¿No sería mejor para los dos?

Sabrán si Baoyu siguió o no el consejo de Xiren escuchando el siguiente capítulo.

Sueño En El Pabellón Rojo

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