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Capítulo XXV

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Dos cuñados son poseídos por cinco demonios

invocados mediante ritos de brujería.

En un sueño reparador, el Jade Precioso

se encuentra con los dos inmortales.

Sumida en sus ensueños de amor, Xiaohong dormitaba. Cuando Jia Yun intentó atraparla ella huyó, pero al tropezar en el umbral despertó bruscamente y comprendió que todo había sido un sueño. Se pasó la noche dando vueltas en la cama sin poder dormir hasta que, al amanecer, otras doncellas la llamaron para que ayudase a barrer los cuartos y traer el agua. No se aseó ni maquilló; sólo se lavó las manos y se alisó descuidadamente el cabello ante el espejo. Luego se ciñó un cinturón y salió a trabajar.

Al verla el día anterior Baoyu se había sentido impresionado, aunque se abstuvo de reclutarla inmediatamente para su servicio personal por no desairar a Xiren y las otras doncellas. Por otra parte, no había manera de saber cómo se comportaría la muchacha. Habría actuado bien si el comportamiento de Xiaohong resultaba satisfactorio; pero, en caso contrario, despedirla resultaría penoso. Así pues, se levantó de mal humor y allí se quedó, cavilando sobre el asunto, sin preocuparse de su aseo personal.

Se abrieron los postigos y, a través de la gasa de las ventanas, pudo ver claramente a unas doncellas barriendo el patio. Allí estaban todas, empolvadas y pintadas, con flores o tallos de sauce prendidos en el cabello, pero Xiaohong no aparecía por ninguna parte. Baoyu se calzó y salió a dar un paseo con la intención aparente de contemplar las flores. Oteó por aquí y por allá hasta que divisó, medio oculta por un manzano silvestre, una figura inclinada sobre la balaustrada, en el rincón sudoeste del paseo techado. Dio la vuelta al árbol: sí, era la muchacha del día anterior, que aparentemente se encontraba sumida en sus pensamientos. Todavía estaba decidiendo si acercarse a ella o no, cuando llegó Bihen para llevarlo a asearse y no tuvo más remedio que volver.

A Xiaohong la sacó de sus cavilaciones la presencia de Xiren, que la llamaba con gestos. Fue a ver qué quería.

—Nuestra regadera se ha roto y no la han arreglado todavía. Quiero que vayas a pedir una prestada a casa de la señorita Lin.

La chica se encaminó al refugio de Bambú a cumplir el encargo y, al cruzar el puente de la Niebla Verde, la vista de las colinas artificiales le recordó que ése era el día señalado para la plantación de árboles. A cierta distancia, un grupo de hombres cavaba bajo la supervisión de Jia Yun, que se encontraba sentado sobre una roca cercana. La muchacha no tuvo valor para acercarse a él, y siguió su camino. En el refugio de Bambú pidió una regadera prestada y la llevó de vuelta; luego fue a tumbarse, abatida, en su cuarto. Las demás consideraron que no se sentía bien y no le dieron mayor importancia. Y el día transcurrió sin pena ni gloria…

El día siguiente era el del aniversario de la esposa de Wang Ziteng, y tanto la Anciana Dama como la dama Wang habían sido invitadas a los festejos, pero como su suegra se excusó, tampoco la dama Wang hizo acto de presencia; sí acudieron, en cambio, la tía Xue, Xifeng, las tres muchachas Primavera, Baochai y Baoyu, que no regresaron hasta la caída del sol.

Resultó que cuando Jia Huan llegó de la escuela, la dama Wang le encargó que copiara para ella ciertos ensalmos del Sutra del Diamante [1] . El muchacho se sentó sobre el kang y se puso a escribir con grandes aspavientos. Ya le pedía a Caiyun que le sirviera té, ya ordenaba a Yuchuan que recortase las mechas de sus velas o se quejaba de que Jinchuan le tapaba la luz… Como las doncellas lo detestaban, ninguna le prestó atención salvo Caixia, que aún le tenía afecto. Ella le sirvió té, y aprovechando que la dama Wang charlaba con otra gente le susurró al oído: «No haga tanto ruido. No sea tan molesto. Lo único que conseguirá será hacerse odioso».

—No trates de engañarme —le contestó—. Ya entiendo lo que está sucediendo. Ahora que mantienes buenas relaciones con Baoyu no quieres hacerme caso.

Mordiéndose los labios, Caixia le dio con el dedo un golpecito en la frente.

—¡Bicho ingrato! Es usted como el perro de Lü Dongbin [2] , mordiendo la mano que lo alimenta.

En ese momento entró Xifeng a presentar sus respetos, y la dama Wang le pidió un relato detallado de la fiesta, de los invitados, de las óperas que habían sido representadas y del banquete. Al poco rato entró también Baoyu, que tras saludar a su madre y mantener una conversación de compromiso, pidió a las doncellas que le ayudasen a quitarse la guirnalda, la túnica y las botas; luego, se acurrucó junto a su madre. Mientras ella lo acariciaba, él le echó los brazos al cuello y se puso a parlotear.

—Otra vez has bebido demasiado, hijo mío —le riñó la dama Wang—. ¡Tienes la cara ardiendo! Y si sigues revolcándote así, el vino se te subirá a la cabeza. Échate un rato y descansa.

Pidió una almohada y Baoyu, reclinado detrás de su madre, pidió a Caixia que fuera a darle masaje. Pero cuando le gastó un par de bromas ella no le hizo caso y mantuvo los ojos clavados en Jia Huan. Baoyu le tomó la mano.

—¡Sé buena conmigo, hermanita! —suplicó.

Caixia le retiró la mano de un tirón.

—Como vuelva a hacer eso, gritaré —le dijo con tono de advertencia.

Las palabras de Caixia las oyó Jia Huan, que siempre había odiado a Baoyu, y se sintió a punto de estallar de celos. No se atrevió a protestar abiertamente, pero había ido madurando un plan y la proximidad de Baoyu le daba una oportunidad de poder llevarlo a cabo. ¡Cegaría a Baoyu con cera hirviente! Deliberadamente derribó el candelabro y salpicó la cera derretida sobre el rostro de su hermanastro. El grito de dolor de Baoyu sacudió a todas las presentes, que acercaron apresuradamente una lámpara, así como otras de los demás cuartos. Con la nueva luz descubrieron consternadas que Baoyu tenía el rostro cubierto de cera. Furiosa, la dama Wang ordenó a las criadas que se la limpiaran, y luego se encaró con Jia Huan.

—¡Pollo de patas torpes! —gruñó Xifeng mientras se encaramaba en el kang para atender a Baoyu—. Huan no está capacitado para relacionarse con gente decente. Su madre debería educarlo mejor.

El objetivo del comentario era que la dama Wang dejara de insultar a Huan y mandara llamar a la concubina Zhao.

—¿Por qué no enseñas a comportarse a ese maligno truhán que tienes por hijo? —dijo furiosa la dama Wang a la concubina cuando ésta apareció—. Una y otra vez he ido dejando pasar este tipo de incidentes, pero lo único que he conseguido ha sido darle más vuelos. ¡Engreído del diablo!

Aunque a la concubina la devorasen los celos que sentía por Xifeng y Baoyu, tampoco se atrevió a rechistar. Ahora que Jia Huan había vuelto a crear problemas no le quedaba sino aceptar humillada los chillidos y mostrarse preocupada por Baoyu. La mejilla izquierda del muchacho estaba cubierta completamente por una ampolla, pero por suerte la cera no había llegado a los ojos. A la dama Wang le dolía el corazón de verlo, y se preguntaba qué le diría a su suegra al día siguiente. Volvió a descargar su furia sobre la concubina, y luego siguió curando a Baoyu aplicándole un ungüento en las mejillas.

—Quema un poco, pero no es nada serio —le aseguró Baoyu—. Si la abuela preguntara mañana, le diría que me he quemado sin querer.

—Nos reprochará nuestro descuido exactamente igual —dijo Xifeng con una sonrisa—. Nos amonestará de cualquier manera, sin importar lo que tú digas.

La dama Wang hizo que acompañasen a Baoyu a su cuarto, donde Xiren y las demás, al verlo, se horrorizaron.

Ausente Baoyu, Daiyu había pasado el día sola, y al anochecer envió a varias mensajeras a preguntar si ya había regresado. Al enterarse del accidente corrió a verlo. Lo encontró frente a un espejo con la mejilla izquierda cubierta de ungüento. Pensando que la quemadura era seria se acercó a mirarla, pero Baoyu, sabiendo lo delicada que era, se cubrió con una mano mientras la apartaba con la otra. Daiyu conocía su propia debilidad, y sabía también que Baoyu temía que ella sintiera repulsión al ver su herida.

—Sólo quería ver dónde estaba la quemadura —le dijo con suavidad—. ¿Por qué la ocultas?

Y se acercó más, girándole la cabeza para ver mejor su mejilla quemada.

—¿Duele mucho? —preguntó.

—No. En un par de días estaré bien.

Estuvo con él un rato y luego, entristecida, se marchó.

Al día siguiente, a pesar de que Baoyu asumió toda la responsabilidad de la quemadura, la Anciana Dama no dejó de reprender a todas las mujeres que asistían al muchacho.

Dos días después visitó la mansión Rong una sirvienta llamada Ma, del templo de la Monja, que era madrina de Baoyu. La vieja Ma se sorprendió mucho cuando vio a Baoyu con el rostro quemado y, muy preocupada, preguntó qué había sucedido. Al enterarse de lo ocurrido hizo con la cabeza un gesto de comprensión, luego suspiró y finalmente pasó sus dedos por el rostro del muchacho mientras musitaba ensalmos.

—Se pondrá bien —declaró—. Esta desgracia no ha sido una casualidad. ¡Si supiera usted, anciana antepasada, la cantidad de solemnes advertencias que se encuentran en los sutras acerca de los hijos de familias nobles! Y es que en torno a estos jóvenes siempre merodean espíritus malignos que les pellizcan, mordisquean, ponen zancadillas o arrancan de sus manos los tazones de arroz. Por eso mueren en plena juventud tantos hijos de grandes casas.

—¿No hay manera de impedirlo? —preguntó consternada la anciana.

—Claro que sí. Basta realizar en su nombre un número mayor de buenas acciones. Los sutras nos hablan de un gran bodhisattva del oeste cuya gloria ilumina por doquier y cuya tarea particular consiste en sacar a la luz a los espíritus malignos que se esconden en lugares oscuros. Los fieles devotos que lo veneran aseguran con ello la tranquilidad y la salud de sus descendientes, que de esta manera se ven libres de la posesión de cualquier espíritu maligno.

—¿Y qué ofrendas exige ese bodhisattva?

—Nada excesivamente valioso. Además de incienso y velas, unos pocos jin diarios de aceite para la Gran Lámpara, pues esa lámpara es una manifestación suya y debe mantenerse encendida día y noche.

—¿Cuánto aceite se requiere para que arda todo un día con su noche? Si me precisas la cantidad me gustaría donarla.

—No existe una cantidad fija. Depende del albedrío del donante. Varias concubinas imperiales han presentado ese tipo de ofrenda en nuestro convento. La madre del príncipe de Nan’an ha hecho un generoso donativo: cuarenta y ocho jin de aceite por día y un jin de mechas, con lo cual su lámpara es casi del tamaño de un cubo de agua. La esposa del marqués de Jintian la sigue en generosidad, con veinticuatro jin. Otras familias donan como término medio cinco, tres o un jin, pero la cantidad no importa. Hay familias pobres que no pueden ofrendar más de un cuarto o mitad de jin, y les mantenemos una lámpara encendida exactamente igual que a los que donan más.

La Anciana Dama movió pensativamente la cabeza.

—Para los padres y los mayores se pueden hacer donativos más importantes —prosiguió la vieja Ma—, pero si nuestra anciana antepasada hace una donación excesiva para Baoyu, eso no le hará ningún bien e incluso podría afectar su suerte. De dos a cinco jin sería suficiente; siete como máximo.

—Pues que sean cinco jin diarios —concluyó la Anciana Dama—. Puedes recoger la donación una vez al mes.

—¡Que Amida, el piadoso gran bodhisattva, la proteja! —exclamó la agradecida vieja.

La Anciana Dama ordenó a sus criadas:

—De ahora en adelante, cuando Baoyu salga, entregad unas cuantas sartas de dinero a sus pajes para que las distribuyan como limosnas a los bonzos, taoístas y pobres que encuentren.

La vieja Ma estuvo con ella un rato y luego partió a hacer su ronda por varios aposentos de la mansión hasta llegar al de la concubina Zhao, quien después de saludarla ordenó que preparasen té. Un montón de retales de satén, que descansaban sobre el kang, decía bien a las claras que había estado confeccionando pantuflas.

—No me vendría mal un poco de seda para mis zapatillas —comentó Ma—. ¿Tienes unos retalitos para mí? El color no importa.

—No encontrarás nada bueno en ese montón revuelto —dijo la concubina—. Las cosas buenas no llegan hasta mí, y eso es todo lo que tengo. Pero si no te parece poca cosa puedes llevarte un par.

La vieja eligió varios retales y se los guardó en la manga.

—El otro día envié quinientas monedas —prosiguió la concubina—. ¿Hiciste el sacrificio que te encargué para el dios de la Medicina?

—Sí, hace días.

—¡Buda Amida! —suspiró la concubina Zhao—. Si dispusiera de más donaría más a menudo, pero carezco de medios.

—No te preocupes. Lo único que debes hacer es mantenerte hasta que el señor Huan crezca y consiga un puesto oficial. Entonces podrás hacer todas las buenas acciones que quieras.

—¡Ay, no me hables de eso! —gruñó la concubina—. Ya ves como van las cosas. Mi hijo y yo somos lo más bajo y despreciado de esta casa. El dragón precioso de la casa es Baoyu, que, al fin y al cabo, es un niño de modales encantadores y por eso no me opongo a que sus mayores lo mimen. Pero me niego a arrastrarme ante ella. —Y diciendo esto levantó dos dedos.

—¿Te refieres a la segunda joven señora, la dama Lian?

Inmediatamente la concubina le hizo un gesto para que callara. Levantó la antepuerta para cerciorarse de que no había nadie por allí, luego regresó y dijo en un susurro:

—¡Es una pesadilla, una verdadera pesadilla! ¡Mi nombre no es Zhao si ella no termina trasladando todas las propiedades de esta casa a la de su madre!

Al oír aquello la vieja Ma decidió sondearla más a fondo.

—No necesitas decírmelo, la cosa está clara. Es muy amable por tu parte tolerar esta situación y permitir que actúe de ese modo. Eso está bien.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Quién se atrevería a decir una palabra contra ella?

La vieja soltó una breve risita. Guardó silencio un momento y luego dijo:

—No quiero hablar como una atizadora de pendencias, pero pienso que si no dais la cara por lo vuestro no podréis luego culpar a los demás. Aunque no te atrevas a enfrentarte a ella abiertamente, deberías iniciar alguna acción secreta en lugar de permitir que las cosas continúen por este camino.

La concubina intuyó el sentido de aquellas palabras y sintió que recuperaba el ánimo.

—¿Una acción secreta? Explícamelo. Yo también lo he pensado, pero no hay nadie capaz de llevar a cabo algo así. Si me sugieres alguna manera, haré que se valore generosamente tu consejo.

—¡Buda Amida, no me pidas eso! —protestó Ma, aunque con clara conciencia de que ambas tenían lo mismo en la cabeza—. ¿Qué sé yo de estas cosas? No, eso sería un pecado, un malévolo pecado.

—Vamos, siempre has sido buena con quien se ha encontrado en apuros. ¿Es que te vas a quedar tranquila contemplando cómo esa mujer nos aplasta, a mí y a mi hijo, hasta acabar con los dos? ¿O acaso temes que no pueda pagarte?

Ma esbozó una sonrisa.

—Me da lástima veros pisoteados de esta manera, pero te equivocas al hablarme de retribuciones. Aunque yo esperase alguna recompensa, ¿qué tienes tú que pueda tentarme?

La concubina sintió que Ma cedía.

—¿Cómo puede ser tan obtusa una mujer tan inteligente como tú? Si conoces algún sortilegio para deshacernos de esos dos, la propiedad familiar llegará a manos de mi hijo y entonces podrás tener cualquier cosa que pidas.

La vieja agachó la cabeza por unos momentos.

—Cuando eso suceda y todo esté consumado, tú ya no te acordarás de mí. A menos que tenga entre las manos tu palabra en blanco y negro…

—Eso no es ningún problema. Aunque de momento no tengo mucho, he conseguido ahorrar unos cuantos taeles de plata. También tengo algunas ropas y dijes que puedes tomar como adelanto, y además te puedo escribir una nota de débito; si quieres, busca un testigo para que tengas la seguridad de que te pagaré más adelante.

—¿Estás hablando en serio?

—¿Cómo podría mentirte en un asunto como éste?

Entonces la concubina llamó a una vieja criada de confianza a la que susurró algo al oído. La mujer salió y al poco rato regresó con un compromiso de pago por quinientos taeles sobre el que la concubina estampó la huella de un dedo. Luego, abrió un arcón y extrajo plata suelta que enseñó a la vieja.

—Para empezar toma esto y dedícalo a ofrendas. ¿Qué te parece?

Al ver la reluciente plata y el compromiso de pago, Ma perdió los escrúpulos y aceptó entusiasmada el trato. Primero se guardó la plata y el papel, luego rebuscó entre su faja y confeccionó doce figuras de papel, dos de seres humanos y diez de demonios de blancos cabellos y rostros azules, que entregó a Zhao.

—Escribirás sobre estas dos figuras los Ocho Caracteres de Baoyu y los de la dama Lian [3] —susurró—. Después pondrás cinco demonios en cada cama. Eso es todo. Yo haré mis propios sortilegios. Estoy segura de que resultará, pero sé muy cuidadosa y no te asustes de lo que pase.

Fueron interrumpidas por la llegada de una doncella de la dama Wang.

—Su Señoría la espera.

Y las dos mujeres se separaron.

Pero volvamos a Daiyu. Ahora que la quemadura de Baoyu lo mantenía confinado en casa, ella le hacía frecuentes visitas. Aquel día, después de la comida, se puso a leer, pero pronto se aburrió del libro. Entonces se dedicó a las labores de hogar con Zijuan y Xueyan, pero también ésta le pareció una ocupación tediosa, de manera que permaneció un rato apoyada en el umbral, absorta en sus pensamientos, y después salió a contemplar los brotes de bambú que crecían bajo la escalinata. Y desde allí, casi sin darse cuenta, marchó en dirección al patio Rojo y Alegre. No se veía a nadie en el jardín. Entre el color de las flores y las sombras de los sauces, el silencio sólo era roto por el gorjeo de las avecillas y el rumor de los arroyos. Unas cuantas doncellas que volvían de coger agua contemplaban desde la terraza el baño de los zorzales. Dentro se oían risas. Al entrar encontró reunidas a Li Wan, Xifeng y Baochai, que dibujaron una sonrisa cuando la vieron.

—¡Aquí llega otra! —dijeron.

—¿Acaso se han distribuido invitaciones para reunir semejante cónclave? —preguntó Daiyu bromeando.

—El otro día te envié dos latas de té —interrumpió Xifeng—. ¿Dónde estabas?

—Ah sí, lo olvidé. Muchas gracias.

—¿Te gustó? —preguntó Xifeng.

—Es un buen té —intervino Baoyu—, pero a mí no me agradó demasiado. No sé qué le habrá parecido a las muchachas.

—El sabor era bastante delicado, pero el color no era muy bueno —opinó Baochai.

—Era té procedente de tributos de Xianluo [4] —informó Xifeng—. A mí no me parece tan bueno como el que tomamos aquí todos los días.

—A mí me agradó —replicó Daiyu—. Cada uno tiene su gusto.

—En ese caso te puedes quedar con el mío —ofreció Baoyu.

—Si realmente te gusta, tengo mucho más —dijo Xifeng.

—Bueno. Enviaré una doncella a recogerlo.

—No es necesario. Yo misma haré que te lo envíen. De todas formas mañana pensaba mandar a alguien para pedirte un favor.

—¡¿Pero estáis oyendo?! —exclamó Daiyu—. Aceptar un poco de té supone tener que obedecer sus órdenes.

—¡Tanto escándalo por un pequeño favor! —dijo Xifeng, que apenas rió la broma—. Y precisamente a cuenta del té. «Si a nuera nuestra quieres llegar, bebe el té familiar.»

El grupo estalló en carcajadas y Daiyu, avergonzada por el comentario de Xifeng, volvió la cabeza y enmudeció.

Con una sonrisa, Li Wan comentó a Baochai:

—¡Qué bromista es nuestra segunda cuñada!

—¿Bromista? —escupió Daiyu—. A mí me parece de una desagradable vulgaridad.

—¿Qué dices? ¿Qué tiene de malo ser nuestra nuera? —Xifeng insistió—. ¿Acaso no te parece suficientemente apuesto? ¿Su condición no te parece elevada? ¿No es bastante rica su familia? ¿Quién lo consideraría un mal partido?

Daiyu se incorporó y se dirigió a la salida.

—No te ofendas —exclamó Baochai—. ¡Vuelve, Daiyu! Aguarás la reunión si te vas ahora.

Corrió para detenerla, pero, en la puerta, ambas fueron frenadas por las concubinas Zhao y Zhou, que venían a interesarse por la salud de Baoyu. Li Wan, Baochai y Baoyu las invitaron a sentarse, pero Xifeng siguió hablando con Daiyu ignorando ostensiblemente a las recién llegadas. Cuando Baochai se disponía a iniciar la conversación apareció una doncella enviada por la dama Wang para anunciar que la esposa de Wang Ziteng había llegado de visita y quería ver a las muchachas. Li Wan apremió inmediatamente a Xifeng y a las muchachas para que acudieran a la llamada de la dama Wang, y las dos concubinas se despidieron a toda prisa de Baoyu.

—No puedo salir —dijo Baoyu—. ¡Pero, pase lo que pase, no dejéis que mi tía venga aquí! Espera un poco, prima Lin, tengo algo que decirte.

Al oír aquello, Xifeng se volvió a Daiyu con una sonrisa.

—Quédate. Parece que alguien quiere hablar contigo.

Empujó a la muchacha otra vez hacia el interior del cuarto y se marchó con Li Wan.

Una vez a solas con Daiyu, Baoyu le cogió la manga y le sonrió, pero no pudo articular palabra. Ella no pudo evitar la turbación y trató de apartarse del muchacho.

—¡Ay! —se lamentó él de pronto—. ¡Me estalla la cabeza!

—Me alegro. Alabado sea Buda.

Baoyu dejó escapar un grito penetrante.

—¡Me muero! —gritó.

Y dio un salto por los aires entre balbuceos y desvaríos.

Presas del pánico, Daiyu y las doncellas corrieron a avisar de lo sucedido a la Anciana Dama y la dama Wang. Como estaban acompañadas por la esposa de Wang Ziteng, todas se precipitaron al patio Rojo y Alegre. Baoyu había puesto el recinto patas arriba buscando un palo o una espada para quitarse la vida. Al verlo en ese estado, su abuela y su madre se echaron a temblar de miedo y estallaron en sonoras lamentaciones por su adorado. La confusión ganó inmediatamente la casa y todo el mundo se abalanzó al jardín: Jia She, la dama Xing, Jia Zheng, Jia Lian, Jia Huan, Jia Rong, Jia Yun, Jia Ping, la tía Xue, Xue Pan, e incluso la esposa de Zhou Rui y las demás criadas.

Y allí estaban, conmovidos y sin saber qué hacer, cuando de pronto irrumpió Xifeng dando alaridos y blandiendo una reluciente espada de acero con la que intentaba trocear cuanto pollo, perro o ser humano se cruzara en su camino. ¡Ése fue un espectáculo aún más impresionante! La esposa de Zhou Rui, ayudada por las doncellas más fuertes y valerosas, consiguió finalmente reducirla y desarmarla. De allí la llevaron a su cuarto, donde Pinger y Finger se abandonaron a un incontrolado llanto.

Incluso Jia Zheng estaba fuera de sí, tratando de atender a Baoyu y a Xifeng al mismo tiempo. Huelga decir que los otros estaban todavía más atónitos. Pero el más trastornado de todos era Xue Pan, quien temía que su madre fuera derribada en medio de aquel tumulto, que a Baochai la viera la gente de fuera [5] o que Xiangling sufriera indignidades, pues sabía lo libertinos que podían llegar a ser Jia Zhen y los demás. Y, en pleno frenesí, sus ojos fueron a caer sobre Daiyu, cuyos encantos casi lo derriten allí mismo…

A esas alturas ya había propuestas de todo tipo. Unos sugirieron llamar a un brujo para expulsar a los demonios; otros acudir a una bruja que, fingiéndose diosa, los expulsara con sus danzas; por último había quienes recomendaban llamar al taoísta Zhang, del templo del Emperador de Jade… En medio de ese guirigay se intentaron los más insólitos remedios junto con ensalmos, augurios y plegarias. Pero todo en vano. A la caída del sol, la esposa de Wang Ziteng se despidió.

Al día siguiente llegó Wang Ziteng en persona para averiguar qué estaba pasando, y luego hubo visitas de la esposa del joven marqués de Shi, de los hermanos y parientes de la dama Xing y de las esposas de otras amistades familiares. Algunos llegaron con agua encantada, otros enviaron bonzos y taoístas… Nada dio resultado.

Baoyu y Xifeng habían perdido el conocimiento y yacían sobre sus lechos consumiéndose de fiebre y delirando. Como al llegar la noche ninguna de las nodrizas se atrevía a acercarse a ellos, fueron llevados a los aposentos de la dama Wang, donde los cuidaron algunos pajes que se turnaban bajo la supervisión de Jia Yun. Sin parar de llorar, la Anciana Dama, la dama Wang, la dama Xing y la tía Xue se negaban a separarse de los enfermos.

Temerosos de que su madre enfermara también a causa del dolor, Jia She y Jia Zheng se movieron tanto, día y noche, que nadie en la casa, encumbrado o humilde, contó con un minuto de descanso o pudo hacer alguna sugerencia. Jia She seguía citando a bonzos y taoístas, pero, como éstos no obtenían resultados, Jia Zheng perdió la paciencia e intentó convencerlo de que no siguiera llamándolos.

—Su destino está en manos del Cielo —dijo—. Los humanos no podemos nada contra él, ya que su mal es repentino y no hay remedio que lo cure. Debe ser la voluntad del Cielo, y en manos de esa voluntad habrá que dejar la conclusión.

Pero su consejo cayó en el vacío, pues Jia She se negaba a dejar de afanarse aunque no hubiera mejoría.

Al tercer día, los enfermos se encontraban ya al borde de la muerte y toda la casa lloraba. Perdida toda esperanza, comenzaron los preparativos del funeral. La Anciana Dama, la dama Wang, Jia Lian, Pinger y Xiren lloraban con más amargura que el resto de los moradores de la mansión. Sólo la concubina Zhao y Jia Huan se regocijaban secretamente.

En la mañana del cuarto día, Baoyu abrió los ojos.

—Voy a abandonarlas —dijo a su llorosa abuela—. Deben darse prisa y prepararme para la partida.

Ella sintió que las palabras del muchacho le arrancaban de cuajo el corazón.

—No se preocupe demasiado —le dijo la concubina Zhao—. El muchacho ya está prácticamente muerto. Más vale amortajarlo y dejar que acabe su miseria. Si insiste en retenerlo, no logrará exhalar su último suspiro y eso no hará sino causarle sufrimientos en su próxima vida…

Antes de que pudiera terminar, la Anciana Dama le escupió en la cara.

—¡Perra, que se te pudra la lengua en la boca! ¿Quién ha pedido tu opinión? ¿Cómo sabes que ha de sufrir en su próxima vida? ¿Por qué dices que más le vale irse? ¿De qué te servirá a ti si muere? ¡Estás delirando! Si él muere, yo te haré pagar. Tú eres la culpable de todo esto, obligando al niño a estudiar y quebrándole el espíritu para que la sola visión de su padre le aterre como al ratón el gato. Sois vosotras, perras malditas, las que habéis precipitado su muerte. Pero no os alegréis demasiado, porque todavía os habréis de enfrentar a mí.

Demasiado afectado para escuchar con serenidad los sollozos y maldiciones de su madre, Jia Zheng ordenó apresuradamente a su concubina que se marchase, y trató de calmar a la Anciana Dama. Pero justo en ese momento entraron dos criados para anunciar que los dos ataúdes estaban listos y que sólo faltaba la inspección. Eso reavivó las brasas de la ira de la anciana.

—¡¿Quién ha ordenado disponer ataúdes?! —chilló—. ¡Traed aquí a los carpinteros! ¡Que los apaleen hasta que mueran!

En su furor, se disponía a alterar cielos e infiernos cuando en esto llegó a sus oídos el leve sonido de las tabletas de madera de un bonzo.

—Confiad en Buda, que libera a los hombres pecadores —recitaba el monje a lo lejos—. Podemos sanar a los afligidos, desconsolados, amenazados o poseídos por espíritus malignos.

Inmediatamente, la Anciana Dama y la dama Wang ordenaron traer al bonzo a su presencia. A pesar de su desacuerdo, Jia Zheng no pudo oponerse a los deseos de su madre. También le causaba extrañeza que la voz del budista llegase tan claramente hasta el interior de la casa, y dio orden a los criados de que lo hicieran pasar. Entonces hicieron su entrada un bonzo de cabeza tiñosa y un taoísta cojo. ¿Que cómo era el bonzo?

La nariz como la hiel, colgando; las cejas, pobladas;

los ojos, estrellas de luz preciosa.

Harapiento, calzado de paja, cabeza tiñosa.

Una visión lamentable, en verdad,

era este bonzo vagabundo.

¿Y el taoísta?

Larga una pierna, corta la otra.

Empapado y cubierto de barro.

Si le preguntáis de dónde viene

responderá: «De las islas Penglai,

que están el oeste del mar Ingrávido».

Jia Zheng quiso saber de qué monasterio procedían.

—¿Para qué quiere saberlo, señor, si no hay necesidad? —dijo el bonzo sonriendo—. Ha llegado a nuestros oídos que hay enfermedad en su casa, y hemos venido a curarla.

—Sí, hay dos miembros de la familia que están embrujados —informó Zheng—. ¿Conocen ustedes, quizás, algún remedio milagroso?

—¿Por qué pide un remedio? —replicó el taoísta—. Ya existe en su casa un rarísimo tesoro capaz de sanarlos.

Sobresaltado, Jia Zheng captó inmediatamente el comentario.

—Cierto es que mi hijo nació con un trozo de jade en la boca, y que la inscripción en él grabada dice que puede expulsar espíritus malignos. Pero ha resultado ineficaz.

—Señor, usted no comprende los poderes milagrosos de ese precioso jade. Si no ha sido eficaz es porque está desconcertado por la música, la belleza, la riqueza y el lucro. Tráigamelo y restauraré sus poderes con unos encantamientos.

Jia Zheng retiró el jade del cuello de Baoyu y se lo entregó a los monjes. El budista lo depositó reverentemente sobre la palma de su mano.

—Trece años han pasado como un parpadeo desde que te dejamos al pie del Pico de la Cresta Azul —dijo con un suspiro dirigiéndose a la piedra—. ¡Qué rápido pasa el tiempo en el mundo de los hombres! Sin embargo, tú ya estás lleno de deseos mundanos. ¡Ay, cuánto mejor estabas antes!

Ni cielo ni tierra te imponían límites;

en tu corazón no había dolor ni alegría.

Luego te dotó de espíritu el fuego,

y a este mundo llegaste buscando discordias.

»¡Y en qué deplorable estado te encuentras ahora!

Los afeites han empañado tu lustre;

día y noche los pasas en los lujosos aposentos de las muchachas.

Pero has de despertar de tu dulce sueño;

saldadas sus deudas, los desdichados amantes se deben separar.

»Ha recuperado su poder —prosiguió—, pero no debe ser profanado. Mantengan a los dos enfermos en un solo cuarto; cuelguen el jade sobre la puerta y que nadie entre, salvo su madre y las personas más cercanas. Garantizo que en el plazo de treinta y tres días se habrán recuperado completamente.

Dicho lo cual, el bonzo y el taoísta giraron sobre sus talones y echaron a andar.

Jia Zheng se abalanzó tras ellos para pedirles que tomaran asiento y algo de té, pues quería ofrecerles alguna remuneración, pero los dos hombres se habían esfumado. Cuando la Anciana Dama envió criados para que les dieran alcance, éstos no encontraron ni rastro de la pareja.

Luego, siguiendo las instrucciones del monje, el jade fue colgado sobre el umbral del cuarto de la dama Wang, donde ambos enfermos yacían. Ella misma montó guardia para evitar que alguien entrara.

Llegó la noche, y ambos pacientes recobraron lentamente el sentido y dijeron que estaban hambrientos. La Anciana Dama y la dama Wang no cabían en sí de gozo. Se mandó preparar unas gachas de arroz, y después de comerlas se sintieron mejor. Los demonios que los habían poseído empezaron a retroceder. Finalmente, todos pudieron respirar mejor. Li Wan, las tres Primaveras, Baochai y Daiyu aguardaban junto a Pinger y Xiren en el cuarto de fuera, cuando fueron informadas de que los pacientes habían vuelto en sí y comido unas gachas. Antes de que las demás pudieran decir nada, Daiyu exclamó:

—¡Alabado sea Buda!

Baochai se volvió a mirarla y dejó escapar una carcajada que pasó inadvertida para todas, menos para Xichun.

—¿De qué te ríes, prima Baochai? —preguntó.

—Pensaba en cuánto más ocupado está Buda que los humanos. Además de explicar la verdad y salvar a las criaturas vivientes, ha de cuidar a los enfermos y devolverles la salud, como ha hecho con Baoyu y la hermana Feng, que ya están mejorando. Además, también tendrá que ocuparse de la boda de la señorita Lin. ¡Piensa en lo ocupado que está! ¿No te parece divertido?

Daiyu enrojeció y escupió de furia.

—¡Sois perversas! ¡Quién sabe la muerte que os espera! ¿Qué será de vosotras? En lugar de seguir el ejemplo de la buena gente, repetís las vulgaridades de Xifeng —dijo, y salió empujando furiosa la antepuerta.

Para saber lo que sigue, escuchen el siguiente capítulo.

Sueño En El Pabellón Rojo

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