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Documento 15

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1739

Kino en el manuscrito de Venegas “Empresas Apostólicas” (111)

Emprendese de nuevo la conquista de Californias por mandado del Rey Católico Don Carlos Segundo.

Gobernaba ya la monarquía española nuestro católico rey Don Carlos Segundo, cuando leídos en el Real Consejo de Indias los informes, que de acá se habían remitido sobre las entradas que se habían hecho a las Californias en los años antecedentes, concibieron tanto mayores deseos de conseguir esta conquista, cuanto se había mostrado hasta allí más insuperable. Para esto, siendo informado de todo nuestro rey católico, despachó una real cédula, dada en veinte y seis de febrero del año de setenta y siete, y dirigida al señor don fray Payo Enríquez de Rivera, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, en la cual le encargaba que cometiese de nuevo la conquista y reducción de las Californias al Almirante don Bernardo Bernal de Piñadero, otorgando antes escritura y dando fianzas y seguridad de cumplir lo que pactase con su Majestad. Pero que si él no pudiese, o no fuese conveniente que él tomase a su cargo este negocio, nombrase a otra persona de su satisfacción, que a su costa quisiese hacer este servicio a su Majestad, y que de no hallarla, nombrase otro que la hiciese a costa de la Real Hacienda.

Recibida esta cédula procedió el señor don fray Payo a ejecutar todas las diligencias en esta contenidas, y por última resolución nombró para esta expedición al Almirante don Isidro de Atondo y Antillón, encomendándole de parte de su Majestad la población y reducción de las Californias con las calidades que se contienen en la escritura que otorgó el dicho Almirante en diez y seis de diciembre del año de setenta y ocho, y vinieron aprobadas de su Majestad en cédula de veinte y nueve de diciembre del año siguiente de setenta y nueve.

A esta resolución de nuestro rey cathólico concurrió también de su parte la Compañía [de Jesús] con una relación del estado y disposición de las Californias y de la necesidad de aquellas almas, según las noticias que se tenían de otras entradas, y especialmente de las que hicieron el gobernador de Sinaloa y don Pedro Porter de Casanate, llevándose consigo a los padres Jacinto Cortés y Andrés Báez, misioneros de Sinaloa, y ofreciendo ahora de nuevo otros dos misioneros de esta provincia para que atendiesen a la conversión de aquella gentilidad.

Acepto su Majestad esta oferta y a más de los dos misioneros, pidió y nombró que fuese por cosmógrafo real el padre Eusebio Francisco Kino, por ser muy inteligente en esta facultad, que a la sazón se hallaba en las misiones de Sonora, para que demarcase los puertos y describiese toda la tierra. Así se ejecutó, como lo pidió su Majestad, nombrando al dicho padre Eusebio Kino por superior de aquella misión. Se le añadieron por compañeros a los padres Juan Bautista Copart y Pedro Matías Goñi.

Entretanto el Almirante don Isidro de Atondo comenzó a tratar de la fábrica de los bajeles necesarios para aquella navegación y hacer otras prevenciones forzosas. Diosele facilidad para librar en todas las cajas reales de México, Acapulco, Guadalajara y Gudiana, y a todos los oficiales reales de dichas cajas se les dio orden de que hiciesen con puntualidad todos los pagamentos a letra vista de las libranzas del Almirante. Con esta providencia se aplicó luego a poner obra la fábrica de tres navíos que juzgó necesarios para aquella expedición: y fueron Capitana, Almiranta y Balandra. Todas tres se fabricaron en las costas de Sinaloa en los tres años siguientes. Y habiendo hecho entre tanto el Almirante la prevención necesaria de armas, bastimentos, soldados y marineros, se embarcó con los padres misioneros y con toda su gente, que entre soldados y marineros pasaban de ciento.

Salió del puerto de Chacala a los diez y ocho de marzo del año de mil seiscientos y ochenta y tres, y solamente con los dos navíos Capitana y Almiranta, porque la Balandra le había de seguir después, en haciendo algunas prevenciones de bastimentos y otros pertrechos que le faltaban. Pero en la realidad nunca se vieron juntos los tres bajeles en California, porque la Balandra, después de varios contratiempos, anduvo peregrinando por aquellos mares, y visitando las costas de California sin haberse podido encontrar con ellos. Y así solo sirvió de que su Majestad gastase en vano todo el importe de su fábrica, con los demás salarios y costos consumidos en abastecerla de todo lo necesario para el viaje.

Llegó pues don Isidro de Atondo con sus dos navíos al puerto de La Paz a los treinta y uno de marzo, después de catorce días de navegación. Cinco días estuvieron a bordo sin saltar en tierra, esperando que apareciesen algunos indios, hasta que al cabo determinaron desembarcarse, yendo armados y prevenidos para cualquier repentino asalto. Luego se aplicaron todos a formar el real, levantando enramadas y haciendo trincheras con los materiales que el paraje les ofrecía. En eso se ocupaban cuando los centinelas avisaron que había aparecido un trozo de indios que venían armados hacia el real. Venían estos con arcos y flechas y desnudos, pero pintados sus cuerpos de varios colores para mostrarse más espantosos. Tomaron todos las armas y pusieronse en orden para resistirlos, y acercándose al presidio como hasta treinta y cinco indios, repetían a gritos una palabra con la cual, por lo que pudieron entender de sus ademanes, les querían decir que se partiesen luego de aquel lugar.

Estando en esto, dos de los padres misioneros, llevando consigo algunas cosas comestibles con que regalar a los indios, se fueron para ellos, y habiéndolos encontrado les dieron a entender, del modo que pudieron, por señas, que no habían venido a hacerles mal alguno, sino antes a procurar el bien de sus almas y de sus cuerpos, y que los querían tener por amigos, por lo cual, para muestra de su amistad, les traían aquellos agasajos. Enmudecieron los indios a esta vista y estando suspensos, les pusieron los padres en las manos lo que llevaban. Ellos entonces, con algún desprecio, lo tiraron en tierra, y como los padres dieron luego la vuelta para el real, llegaron los indios a probar lo que habían despreciado, más al gustar de aquel bastimento para ellos incógnito, se fueron siguiendo a los padres y pidiéndoles más. Recibieronlos en el real con mucha benevolencia, dándoles de comer y beber, y regalándolos con cuentas de vidrios y otros donecillos para ellos apreciables, y con esto se volvieron alegres a sus rancherías.

Prosiguieron los soldados sus fábricas y levantaron una enramada capaz para que sirviera de iglesia en que celebrar los divinos oficios. Con esto gastaron dos días sin haber visto más indios, pero al día tercero aparecieron más de ochenta indios armados que venían hacia el real de los españoles. Pusieronse estos en orden, y prevenidos con sus armas aguardaron a que llegasen. Más viendo que los indios no hacían hostilidad alguna, y que el traer armas era solo resguardo, más sin ánimo de ofender mientras no eran provocados, comenzaron con muestras de benevolencia a convidarlos para que llegasen al real, y habiéndose acercado los recibieron con señales de paz y amistad y los regalaron con cosas de comer. Con esto se dieron por amigos los indios y dieron en frecuentar el real ya sin temor alguno.

Más para quitarles toda ocasión de asaltos repentinos y contenerles con el temor de su infantería armada, quiso el Almirante darles a conocer la fuerza de las armas que usaban los españoles. Para esto hizo suspender en alto un broquel o escudo de cuero de toro de los que usaban los soldados para reparo de las flechas. Mandó luego a los indios que probasen traspasar con sus saetas aquel escudo. Pusieronse a ello ocho indios de los más robustos y a todos sus tiros resistió impertransible el cuero. Llego luego por orden del Almirante un español con su mosquete, y haciendo añadir al escudo pendiente otros dos, disparó el mosquete y traspasó con las balas todos los tres cueros. Esto causó grande admiración en los indios y justamente sirvió de ponerles temor para no atreverse a ofender a los españoles.

Hace el Almirante algunas entradas y los indios se alborotan

Fortificado ya el Almirante en el puerto de La Paz, determinó ante todas cosas enviar la Capitana al Puerto de Yaqui en busca de bastimentos, porque los que habían sacado del puerto de Chacala se iban ya corrompiendo. Y habiendo esta salido del puerto de La Paz a los veinte y cinco de abril, no pudo llegar a la boca del río Yaqui hasta los ocho de mayo, por haberla obligado a detenerse en las islas de San José y del Carmen la fuerza de los vientos contrarios. Luego determinó don Isidro de Atondo hacer algunas entradas a la tierra para descubrir sus aguajes, pastos y rancherías de los indios. La primera que hicieron fue hacia la parte del sudueste, porque allí bajaban de ordinario los gentiles cuando venían al real, que eran los de la nación guaicura. Donde es de advertir que esta palabra, guaicuro, no es propia de aquella nación, sino que los isleños de la isla de San José dicen esa palabra de otra manera, guajoro, que quiere decir amigo, y oyéndola los buzos la corrompieron llamando guaicuros a los naturales de aquella costa.

El fin principal de aquella entrada era acariciar a los indios y familiarizarse con ellos hasta conseguir que trajesen sus hijos al presidio de los soldados, para que pudiesen los padres misioneros con su frecuente comunicación aprender la lengua. Porque, aunque es verdad que venían los indios al real, pero siempre se habían portado con desconfianza y cautela, sin querer traer consigo a sus hijuelos y mujeres. Salió pues el Almirante a esta expedición llevando consigo al padre Eusebio Kino y a un religioso de San Juan de Dios llamado fray José de Guijosa, que había llevado el Almirante en la armada. Acompañolo don Francisco Pereda y Arce, capitán de la Almiranta, con otros cabos principales, y veinte y cinco soldados, a quienes se añadieron algunos peones y sirvientes domésticos que iban destinados para abrir los caminos. Porque, aunque los indios tenían sus veredas para andar, pero como siempre andaban desnudos y sin embarazo alguno de ropa y de carga, eran impertransibles para los españoles sus veredas, y así era necesaria que fuesen por delante desmontando los peones.

Caminaron todos el primer día como siete leguas, aunque no eran tantas por línea recta, sino por los rodeos que anduvieron haciendo en una tierra incógnita. Al fin descubrieron una moderada llanada, y al un lado de ella las rancherías de los indios, los cuales, al divisar de lejos a los españoles, trataron luego de esconder a sus mujeres. Para hacerlo con más seguridad se adelantaron algunos de ellos a encontrar a los españoles para entretenerlos, según se persuadieron entonces por el hecho, porque habiéndose acercado a ellos, les dijeron por señas que no estaba allí el agua que buscaban, pero a poco rato de haberlos detenido vino un mensajero de las rancherías a decirles que pasasen a beber, que allí estaba el aguaje. Acercaronse allá los españoles y no hallaron a las mujeres, y solo encontraron como doscientos indios que se habían juntado, todos armados con arco y flecha.

Procuraron aquí los españoles tratarlos con mucho amor y benevolencia, pero sin perder un punto del orden y vigilancia militar que debían tener en tierra de enemigos. Ni estaban ellos menos vigilantes y cautelosos, pues no largaban sus armas de las manos. Y aun parece que hubieran intentado acometer a los españoles y acabar con ellos, sino temieran que hubiera otros en el presidio que pudieran venir en su ayuda. Esto se presumió por la cautela que usaron al ver a los españoles en sus ranchos: y fue que enviaron secretamente una escuadra de doce indios con su capitán, hasta el presidio de los españoles para reconocer si quedaba más gente de munición en la fortaleza. Esto ejecutaron en pocas horas por su ligereza y desembarazo en andar, y habiendo hallado que había buena defensa en el presidio, se volvieron a dar aviso a los compañeros, sin que ni a la ida ni a la vuelta los echase de menos el Almirante, ni su comitiva.

Quedaronse allí los soldados aquella noche, y al día siguiente, después de haber repartido entre los indios algunas dádivas de las cosas que habían llevado para ganarles la voluntad, determinaron volverse al presidio, porque la falta de aguajes los retirase de pasar adelante. Y aunque los indios guaicuros venían al real de los españoles y recibían lo que les daban, pero siempre vivían recelosos de ellos, y algunas veces venían a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras y los dejasen en su libertad. Y para más obligarlos a ello, procuraban intimidarlos, diciéndoles por señas que los de su nación estaban en ánimo de juntarse y venir a matarlos si no se iban de allí. Más viendo que no hacían caso de sus amenazas los españoles, se resolvieron por fin a venir de guerra contra ellos.

Juntáronse pues los más robustos de ellos, y divididos en dos escuadras, vinieron el día seis de junio y acometieron las trincheras de los soldados, diciéndoles que se fuesen luego o los matarían. Dio orden el Almirante que resistiesen el ímpetu de la escuadra más avanzada con un pedrero. Y lo hubieran ejecutado con muerte de muchos, si al ir a dispararlo no advirtieron que estaba el Almirante fuera de las trincheras, por haber salido a resistir la segunda escuadra, lo cual consiguió tan felizmente que solo con darle unos gritos al capitán de ella, lo intimidó a él y a los suyos de modo que desistieron de su intento y se volvieron a sus ranchos.

Sosegado ya el alboroto, determinó hacer otra entrada hacia el oriente, llevando en su compañía al padre Pedro Matías Goñi, y un buen número de soldados. Caminaron con mucho más trabajo por lo áspero del camino, y habiendo subido a la cumbre de un cerro (desde donde unos soldados le dijeron que habían divisado un hermoso valle) hallaron que no había por allí valle, sino una cañada muy áspera y peor que cuanta tierra habían visto hasta entonces. Con su vista, desengañados se volvieron, y solo consiguieron por fruto de esta entrada el haber encontrado en el camino dos indios de otra nación distinta. Eran estos los indios coras, que eran mansos, afables y pacíficos, a los cuales trataron los españoles con mucho amor, y los convidaron para que fuesen a la fortaleza y trajesen a los de su nación, porque los querían tener por amigos. Ellos lo hicieron así y se estrecharon tanto en la amistad de los españoles que venían con frecuencia a visitarlos, y sin recelo alguno solían quedarse a dormir en la fortificación entre los soldados.

Desampara el Almirante el puerto de La Paz y la causa que hubo para ello

No quedaron mal interesados los españoles con la amistad de los indios coras, porque estos como amigos les descubrieron la invasión repentina que preparaban los guaicuros, determinados ya ba venir armados sobre los españoles y acabar con ellos.

Dio ocasión a ella la fuga que hizo del real un mulato grumete, nombrado Zabala, el cual temeroso del castigo que su amo, el Almirante, le quería dar por cierto delito que había cometido, se huyó y desapareció de entre sus compañeros sin que lo pudiesen hallar. El juicio que se hizo por entonces fue que se había ido con una cuadrilla de los indios guaicuros, para vivir entre ellos. Y no faltó quien pusiese por testigos a los indios coras que venían al real, de que les habían oído decir como ya los guaicuros habían muerto al grumete fugitivo. Así corrió por entonces la noticia de este suceso. Pero no fue así en la realidad, porque muchos años después se descubrió la verdad del caso, y fue de esta manera: el mulato Zabala, temeroso del castigo que le amenazaba, quiso comprar su libertad con una buena perla que tenía. Ofreciola al capitán de un barco porque le diese una canoa, y él, codicioso, se la vendió sin darse cuenta al Almirante. En ella se huyó el delincuente, y atravesando el mar a todo riesgo, se puso a la otra banda.

Este suceso oyó de boca del mismo fugitivo el padre Juan de Ugarte muchos años después, cuando era rector de San Gregorio, en ocasión de que el padre se hallaba en la hacienda de Oculma, según refiere el padre Juan María en carta escrita al señor Miranda, oidor de Guadalajara, en diez de octubre del año de diez y seis [1716], donde pondera la maldad del capitán del barco, que vendió la canoa, por cuyo silencio pernicioso se rompió la guerra y se siguieron tantas muertes de inocentes, como ya veremos.

Cuando tuvo el Almirante la falsa noticia y mal fundada presunción de la muerte de su sirviente, mandó prender al capitán de aquella cuadrilla de guaicuros con la cual decían se había ido el mulato, para que quedase en rehenes hasta que pareciese el fugitivo. Esta prisión alteró mucho a los guaicuros, y así venían a menudo muchas cuadrillas de ellos a pedir libertad de su capitán, y juntamente a decir a los españoles que se fuesen de sus tierras. Pero como ni uno ni otro conseguían, mostrábanse insolentes y amenazaban a los españoles que los matarían a todos, porque aunque sus armas eran de mucha resistencia contra las flechas, pero ellos excedían mucho en número a los soldados y los oprimirían sin darles lugar a manejar sus armas contra ellos.

Éstas y otras amenazas y bravatas sufrían con paciencia y disimulo los soldados, porque el Almirante los contenía para que no diesen a los indios ocasión de irritarse más. Pero ellos por fin se resolvieron a poner por obra su intento, y para más aumentarse convidaron a los indios coras a que les ayudasen a dar la batalla y matar a los españoles. Era esto a principios del mes de julio, tres meses después de haber hecho asiento en aquella tierra. Y aunque los coras por temor disimularon con los guaicuros, dándoles a entender que les ayudarían, pero luego vinieron algunos al presidio, y llamando aparte al Almirante, a los padres, y a un soldado que entendía algo de la lengua, les dieron la noticia de la conjuración de los guaicuros, y como para el día siguiente querían venir de guerra. Con este aviso mandó el Almirante que todos estuviesen armados y prevenidos para resistir aquel asalto. Doblaronse las centinelas aquella noche y con la expectación de los enemigos fue tal el temor y la consternación de la gente del presidio, que a cada uno ya le parecía verse en manos de los indios y destrozado de ellos.

Aún mayor fue el temor que tuvo el Almirante, no de los indios, pues conocía la debilidad de sus armas y la pujanza de las armas españolas, sino del enemigo de un ejército que se aloja con ellos en sus reales y vence sus ánimas antes que llegue el contrario a rendir sus cuerpos. Por eso procuró alentarlos con sus razones y para más asegurarlos dispuso que sestasen el tiro de un pedrero, y otras bocas de fuego, hacia el camino por donde habían de venir los indios, y dio orden que disparasen antes que ellos se acercasen al real., para que así cayesen muertos o heridos los delanteros, por más atrevidos, y escarmentasen con su castigo los que venían detrás.

Al día siguiente se dejaron ver de lejos los indios guaicuros que venían saliendo del monte a la deshilada. Y habiendo salido ya hasta catorce o quince de los más principales, queriendo salir otros estos los detuvieron, y así se quedaron los demás escondidos en el monte. Por aquí presumieron los españoles que aquellos pocos venían solo a provocarlos para que habiéndolos sacado de sus trincheras, pudiesen luego salir de improviso los que estaban emboscados, y acometerlos por todas partes sin darles lugar a la defensa. Más no le sucedió como lo pensaban, porque antes que llegasen al real los que habían salido del monte, les dispararon el pedrero y quedaron muertos diez o doce en el tiro. Los restantes heridos huyeron al monte y con los que estaban emboscados se pusieron en fuga hasta llegar a sus rancherías.

Así se refiere este suceso en una relación manuscrita de aquel tiempo, en que parece tiraron a disminuir, y aún a cohonestar, el hecho atroz del Almirante. Pero de otras cartas y relaciones, y especialmente de un memorial del padre Juan María, que lo sabía mejor por relación del padre Eusebio Kino, consta que sucedió de otra manera. Conviene a saber que el Almirante, dejando acercar aquella tropa de indios, los convida a comer pozoli (con este nombre llaman en lengua mexicana al maíz cocido) y que ellos, aceptando como solían el convite se pusieron sentados a comerlo alrededor de dos peroles en que estaba el maíz. Más, cuando estaban ya comiéndolo, bien descuidados, dispararon el pedrero y mataron aquellos miserables indefensos. Esta traición que usó el Almirante fue un agravio tan sensible para los guaicuros, que por muchos años conservaron muy vivo el sentimiento, y en adelante no consentían buzos ni forasteros en sus orillas, antes al verlos venir se ponían en arma para no dejarlos llegar a tierra.

Fue también este un grande impedimento para que abrazasen la fe católica, aún después de introducida esta en otras naciones. Porque por espacio de vente y cuatro años se resistieron obstinados, hasta que por el año de mil setecientos y veinte se debió el triunfo de su reducción a la fe y al celo del venerable padre Juan de Ugarte, como diremos en su lugar. Ni fue menos nociva esta resolución al Almirante, don Isidro de Atondo, porque cuando él pensó que con la muerte y fuga de los indios, quedaría su gente más animada, sucedió muy al contrario, porque todos, persuadidos a que los indios habían de volver con mucha pujanza a vengar su agravio, levantaron el grito contra el Almirante, pidiéndole a voces y con alterados clamores, que los sacase de allí, aunques para echarlos en alguna de las islas circunvecinas.

Procuró el Almirante sosegarlos con motivos de pundonor, poniéndoles a la vista por una parte su propio descrédito, pues pondrían grave nota en su nombre y en su valor si se decía de ellos que habían desistido cobardes de aquella empresa, por temor de unos indios desnudos que no sabían manejar más armas que unas flechas. Por otra parte alegándoles la lealtad que debían a su rey como vasallos. Y pues su Majestad había gastado tanta suma de dinero en aquella entrada, y ellos voluntariamente se habían ofrecido a servirle con sus personas, incurrirían la infame nota de menos leales a su rey, cuanto más tuviesen de temerosos. Pero como la cobardía no sabe sujetarse a las leyes del pundonor, insistían tercos aquellos medrosos soldados en su demanda. Y como quienes no tenían razón sólida que alegar en su abono, mudaban medio en sus argumentos, porque dejando las leyes de la honra, apelaban a las leyes de la vida alegando que ya los bastimentos se acababan, que la Capitana, que había ido a traer nueva provisión, tardaba mucho, que la pesca que antes se sustentaban se había impedido ya por temor a los indios, que no había quedado ya más bastimento que un poco de maíz y frijol, y que en acabándose ese perecerían todos de hambre en tierra de enemigos.

No pudo el Almirante sosegar con razones a los que tanto había dominado el miedo y la pasión, y aunque por algunos días los entretuvo con buenas esperanzas, pero al fin prevaleció más las querellas de la cobardía contra las leyes del pundonor, y temeroso de mayor mal en la sublevación de su gente, determinó condescender con ella, desamparando el puerto de La Paz. Salió de él a los catorce de julio. Más por la esperanza que tenía de que ya presto vendría la Capitana proveída de bastimentos, dio orden al piloto para que navegase poco a poco, deteniéndose en aquellas islas cuanto pudiese, porque tenía la intención de volverse otra vez al puerto de La Paz si con tiempo llegaba el socorro esperado de la Capitana.

No llegó a tiempo oportuno este socorro, porque, aunque la Capitana, luego que llegó al puerto de Yaqui fue prontamente proveída por los padres misioneros de bastimentos, ganado y lo demás que pedía el Almirante en sus memorias. Pero al dar vuelta para las Californias tuvo grandes contratiempos del mar alterado, y de los vientos enfurecidos y contrarios. Tres veces se vio obligado a arribar a Yaqui después de haber andado a vista de California sin poder tomar tierra, guaresciéndose en las islas cercanas. Padeció entretanto muchas tormentas y peligros de zozobrar, mucha falta de agua y muerte de los ganados, hasta que, habiendo arribado la tercera vez a Yaqui, tuvo noticia de que el Almirante había pasado al puerto de San Lucas, que es en la punta de Californias, y determinó ir a buscarlo allá.

Por el mismo tiempo la Balandra que había quedado de arribada en Mazatlán, habiendo salido de aquel puerto a los dos de julio, navegaba por las costas de California en busca de los navíos, y anduvo por mes y medio en esta costa buscándolos sin hallarlos, porque aunque llegó al puerto de La Paz, solo encontró allí señas de haber estado y de haber desamparado el puerto, sin saber la causa.

A mediados de julio llegaron a estar los tres navíos tan cercanos, que solo distaban unos de otros como quince leguas y no se vieron. La Balandra se volvió al puerto de Mazatlán a esperar nuevas órdenes. La Capitana siguió su rumbo en busca del Almirante, y éste, habiendo llegado al Cabo de San Lucas, y sabido que la Capitana no se había perdido, como todos presumían, determinó rehacerse de bastimentos para volver a entrar en Californias por el río grande que está en setenta leguas más arriba del puerto de La Paz, en altura de veinte y seis grados, el cual paraje escogió, así por estar más cerca al puerto de Yaqui, como por haber sabido que los moradores de aquella costa eran indios mansos, apacibles y de buen natural.

111- Venegas [26] IV: 35-42, # 104-128.

Kino en California

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