Читать книгу El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde - Страница 10

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Capítulo 5

Le gustaba caminar. El frío le ardió en la cara. Se apuró, largando el aire a chorros, fabricando columnas de vapor más o menos altas. Las atravesaba con determinación, animándose. “Allá voy, futuro. Mirá lo que te hago”, decía. Pegó una vuelta por Castañares y Mariano Acosta, donde estaba la casucha del sueño. Respiró con algo de esfuerzo y avanzó. Allí vivieron con su papá por el 86. Un precario monoambiente de madera, cartón y chapa. Pocos metros cuadrados, piso de tierra, sin baño. Lo compartieron con otra de sus novias... Mabel, la paraguaya. Le caía bien esa mujer que le arreglaba el pelo y le contaba historias. Una de las paredes de la casilla era un chapón con un afiche pegado de La historia oficial. Mara nunca había ido al cine, pero Mabel le contó con tanta admiración que esa película ganó un premio muy importante que le dio curiosidad. Se prometió que si su suerte cambiaba iría a verla. “Oficial, rima con legal”, pensó. Desde que a su padre se le escapó lo de Silvia, “vos pará de joder o vas a terminar de puta como tu tía Silvia”, que la obsesionó la idea de sacarle los documentos. Los necesitaría para huir. Emilio siempre se los ocultaba y se ponía nervioso cuando los tenía que mostrar, sobre todo a la policía. Varias veces les pasó cirujeando. Cómo le cambiaba la cara. Escondía rápidamente su temperamento bajo un silencio que lo dejaba jorobado.

Recordó que cuando vivían con Mabel peleaba solo si tomaba mucho y no parecía quebrado, tampoco daba la impresión de odiarla todo el tiempo. Aunque dejaron de frecuentar conocidos y amistades por esos enfrentamientos inútiles.

En esa época Mara insistía en preguntar por su mamá. Él lograba esquivarla con facilidad, pero se irritaba cada vez más ante su perseverancia.

“Ustedes son mis mujeres ahora. ¿Entendés? No hay otras... Cuando yo me pongo malo, me traés un vaso, me das un besito y se nos acaban los problemas... No hace falta nada más”, dicho esto le palmeaba el culo y la empujaba, alejándola.

Dio vuelta la esquina y descubrió una fogata, observó a las personas que se calentaban quemando basura, se inclinó levemente a modo de saludo, se aproximó sin detenerse y tiró las bolsas al fuego. Creyó ver algunas siluetas de cartón achicharrarse con las llamas...

Deseó destruir su indefensión y su impotencia, quemarlas... y lo hubiera hecho. Las encerró adentro de ella haciendo una mueca de dolor que le deformó un instante el rostro.

Recordó el primer año en la escuela nueva. La secundaria. No logró acostumbrarse. Solo la profesora de Literatura se interesó por ella. No se acordaba el nombre... lástima...

Le dejó a una pibita que andaba por ahí su remera de hada y encaró para la panadería. Enfiló por Acosta y Riestra, pasando por la entrada del galpón que le cedieron a su papá para cuidar y hacerse una ranchada. Recién habían llegado de Santiago del Estero, en 1982 mientras él batallaba su propia guerra. A los seis años presenció la construcción de una plaza sobre el basural más enorme que jamás haya visto... Ahí, aparte de la suciedad, en una valija azul destartalada, debajo de una montaña de escombros que se desmoronaron no bien ella se corrió, descubrió un diccionario: Norma. Le encantaba que tuviese nombre de mujer... tal vez fuese una señal, tal vez fuese el nombre de su madre. Lo guardó desde entonces. “Quiero escribir palabras largas”, le dijo a Emilio con el diccionario en la mano. “Como tu mamá. Ella estudiaba mucho. ¿Sabés?”. Y nunca logró que contara nada más sobre ella.

El Fuego dice Maravilla

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