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Capítulo 6

Acarició el papel y miró a su abuela en la huerta. La máquina de coser que le servía de escritorio estaba ubicada delante del gran ventanal frente al terreno en la parte trasera de la propiedad. Ahí prefería sentarse Lucía a escribir, en la auténtica Singer peronista. Extendió la mano comprobando lo frío que estaba el vidrio. El ambiente olía a tierra mojada. Al fondo veía la pileta como un brillo fino que la silueta oscura de la mujer cortaba a la mitad. Toda vestida de negro tocaba las plantas y removía las matas de pasto en los surcos seleccionando algunas hortalizas para la cena. Sus botas de hule hasta el tobillo, el borde apenas visible de la enagua, la falda un par de centímetros por debajo de las rodillas, el saco de lana abotonado, la camisa, y el pelo blanco recogido en un rodete bajo. Toda ella era la postal viviente de su niñez. La imagen de su abuela lograba un indiscutible retrato de bruja, rematado con sus ojos verdes brillando a la distancia, a pesar de la sombra de la capelina negra que le llegaba hasta los pómulos.

Necesitaba saber más sobre brujería. El tema le resultaba misterioso y familiar a la vez. Por muchas razones lo vinculaba con ellas, con su abuela principalmente, pero también con su madre y su tía. Y justo en ese momento, a los dieciséis, se imaginó un futuro lleno de hallazgos e investigaciones trascendentes. Se imaginó alcanzando con honor un lugar en su linaje de mujeres sabias y poderosas. Porque así las veía.

Se inclinó apoyando el mentón sobre las manos encimadas que descansaban en la tapa de la Singer. Otro domingo en Longchamps. El tiempo en la quinta era de una consistencia plástica y generosa, que duraba lo que una quisiera. Sonrió con el libro abierto. Siempre había un rato para leer otro párrafo. Se masajeó los párpados y luego se acercó los anteojos. El segundo sexo era su lectura ineludible desde que Alejandra se lo dio contándole que fue una especie de biblia del feminismo en su época. A los 18 años lo hizo circular como diario de cursada. A Simone de Beauvoir le iban muy bien los debates armados en sus páginas, y Lucía lo completaba con sus reflexiones en lápiz veinte años después, viajaba en el tiempo.

Por lo menos reconocía cuatro bandos, verde, rojo, negro y un misterioso azul del que no sabía casi nada. Su madre formaba parte de los rojos e inauguró la crónica en 1968. En la página 589 Ana, usando el verde (los lideraba) en tono tranquilo, planteaba lo siguiente:

“¿Por qué la mujer no iba a estar sujeta a la angustia por la finitud y la insignificancia humanas? La mujer-parásito refleja el carácter parasitario y patético de las comunidades a las que pertenece”...

Continuaba en negro el padre de Lucía, fallecido muy joven, al que no llegó a conocer. Rafael, amigo de la que sería su esposa y de la tía Ana. Era muy fácil de reconocer por su humor... le seguía el planteo con un “querida gusAna”.

Más tarde leyó lo que el extraño de azul escribió como respuesta a ambos:

“Sean los unos o las otras, la travesía se da por el mismo valle de sombras (salmos 23:04). La cuestión desde mi punto de vista es creer que la tierra es un oscuro lugar de sufrimientos”.

Lucía concluyó en que la letra era la misma que citaba eso del martillo de las brujas y la soledad de ciertas iniciadas. Apretó la pequeña bolsa de terciopelo púrpura junto al libro. Su abuela ponía una abajo de cada almohada para perfumar. Percibió claramente el olor a lavanda.

Se quedó pensando en la “o” de solo, en la respuesta de su madre durante el viaje el sábado anterior y en su propia soledad. Lucía era fuerte, pero a veces la soledad le dolía de cualquier modo. Esa sensación persistente había motivado que le contara a su mamá. “A veces todos mis compañeros se alejan y no me gusta. No sé cómo hacer para acercarme”. Ella le contestó: “Uno de los aprendizajes más importantes y difíciles de estar vivo es aprender a estar solo”, con un silencio de unos segundos subrayó su respuesta.

El libro había empezado a cambiar las cosas entre su madre y ella.

Escuchando que el lápiz rascaba la página 138, escribió los nombres de Nadia Comaneci, Margaret Thatcher y Khieu Ponnary del régimen camboyano, al lado de los de Diego Armando Maradona, Henry Kissinger y Augusto Pinochet. Se levantó y buscó a María en la cocina.

El Fuego dice Maravilla

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