Читать книгу El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde - Страница 6

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Capítulo 1

Sabía que su aspecto llamaba la atención, que le daba ventaja. Miró sus manos rosadas, indiferente unos segundos, buscando las cosas que se iba a llevar. Aventajar así por lo general le parecía deshonesto, pero ese último tiempo le pasó de disfrutar las ideas que se le ocurrían al respecto. Contradecían la lógica del mundo. Y eso le gustaba mucho.

Mientras continuaba preparándose, recordó que a los 8 o 9 años a la persona que ella más amaba en el planeta le dijeron “diablo con pollera”. Así que a partir de ese momento, aceptó que su perspectiva podría contradecir la lógica del mundo y cada vez se divertía más.

Amaba los fines de semana en la quinta con su abuela, el aire dulce y fresco de ese lugar y hacerse preguntas. Amaba el agua en general y en particular la pileta que le construyeron como regalo de su sexto cumpleaños en esa casa grande y suburbana.

Disfrutaba muchísimo quedarse metida hasta que se le arrugara la piel de los dedos y desde ahí escuchar a la abuela, a su madre y a su tía, reírse. El humor de esos encuentros era maravilloso. Raro, pero maravilloso. Las risas comenzaban de repente y se deslizaban como inquietos ríos en miniatura. Las observaba juntas considerando absurda la lógica del mundo. No existían seres más bellos, ni situación más encantadora.

María Doholov eludía responder cualquier cosa acerca de su tatuaje. Si su nieta le pedía historias acerca de su niñez, repetía con voz de serpiente y ese acento tan extranjero, tan ruso, “al quie ritcortdie, quie lie tsaquien un ojo, al quie olvitdie, quie lie tsaquien loss doss”. Jugando, se mostraba monstruosa.

La matriarca se ponía tan dura que parecía tallada en madera. De ella escuchó por primera vez “lo quie no tie mata, tie fortaliecie” frente a los raspones o a las caídas que sufría por treparse a los ciruelos en el fondo de la casona.

En 1990, todavía la abuela era inmortal y visitarla, un placer anfibio.

Guardó el libro haciéndole espacio con cuidado. Después se calzó mejor los lentes con un gesto de concentración que estaba buscando adquirir. Antes de seguir organizando el bolso, estiró un poco las largas piernas cómoda con su gastada ropa preferida, siempre se movía con cierta gracia, era de esa gente felina.

“¿Qué clase de mujer es la abuela?¿Qué somos las mujeres?”, repitió para sí el par de preguntas que se hizo frente al libro abierto esa mañana. Aún no lograba convencer a la gran María de que le permitiera leer durante las comidas. Leer en el viaje la mareaba, así que para retomar la lectura tendría que esperar. Había aprendido a sobrevivir a los interrogantes rebotándole adentro como pequeñas pelotas.

Con Alejandra, su mamá, aparecían otros asuntos que discutir durante el viaje. Todos muy cotidianos. Intercambiaba lo justo, pero se quedaba con la sensación de evitar lo importante. Siempre había creído que era ella quien dejaba a su madre afuera. Se daría cuenta de su error conforme avanzaran las consecuencias de haberse adueñado del libro.

Su tía intercedió. Que tiene catorce, que es muy buena estudiante... El resultado no tardó en producirse.

“Ya estás en una edad apropiada”, le dijo Alejandra extendiéndoselo, mientras Ana alzaba los brazos festejando y hacía ruido de hinchada. Desde entonces habían pasado un par de semanas y no lograba separarse de él.

Por la tarde, instalada en la habitación que habitualmente su abuela le preparaba se planteó nuevamente la incógnita: “Si somos tan diferentes. ¿Qué es la mujer?”. En El segundo sexo, página 17, se preguntaban casi lo mismo que ella, pero 20 años atrás. El texto había funcionado como diario para las hermanas Doholov. Estimaba que a la obra de Simone de Beauvoir le quedaban perfectas las anotaciones, los pensamientos, los dibujitos, incluso los debates que le habían sobrescrito. Su madre María Alejandra, su tía Ana María y su papá Rafael Corvino hicieron circular este ejemplar en su grupo de amigos, cuando cursaban Psicología en 1974. Lo llevaron consigo durante varios años convertido en un muestrario fantástico. Por ejemplo, la letra en rojo de su madre le contestaba dando un salto en el tiempo...“si lo supiera lo hubiese escrito. La mujer es un invento...”, remataba con el boceto de la roja cabeza de un dragón.

Bien entrada la noche, en el silencio del amplio comedor, leyó, en azul, con una caligrafía diminuta y uniforme, sobre el margen de las páginas 170/171 y 172 el siguiente párrafo :

“Estoy analizando un documento que se cree que formó parte del tristemente célebre Malleus Maleficarum, conocido también como El martillo de las brujas, un manual de los inquisidores Kramer/Spengler. Editado 19 veces. En este fragmento correspondiente a 1574 se reseña el caso de la hija del prestigioso médico Celio Aureliano de Padua. Esta admite bajo tortura mantener relaciones carnales con Satanás. Cuenta que su madre abrió una puerta para él en su alma con gritos y golpes que le infligía... que no se podía hacer nada porque la mujer había fallecido”. No me sorprende que los jueces llegaran sobre la base de esta confesión y de otras siempre a la misma conclusión: “La naturaleza impura de las mujeres propicia dichos vínculos impíos, todas ellas necesitan pronta tutela. Cuando esto no se realiza en nombre de Dios el Santísimo, las desdichadas criaturas, iniciadas a su propio arbitrio, quedan a merced de las furias demoníacas...

Ay de las pobres que se pierden en estos funestos caminos. En el hierro y en el fuego hallan su salvación”.

El Fuego dice Maravilla

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