Читать книгу El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde - Страница 15

Оглавление

Capítulo 10

Unas aves negras cruzaron el cielo rojo. Tenían caras humanas que no logró distinguir. Mara se vio a sí misma dormir enroscada como un perro o un gato. Despertó en el sueño dentro de un hueco poco profundo en el piso de tierra de un descampado. Reconoció el lugar, un terreno baldío en el que se escondía a jugar cuando llegaron con Emilio de Santiago, cerca del cementerio de Flores. Era una fría noche neblinosa. Parecía una niña de cuatro o cinco años. Sintió el olor a sudor en la gastada ropa que llevaba puesta. Hubiese preferido ir desnuda. Escuchó un tiroteo y ruidos de un operativo policial. Observó alarmada la esquina del paredón del que vinieron los estruendos y los gritos. Se paró, pero agachada y se dio cuenta de que tenía diez años de golpe... “¿Cómo se llamaba el cuento en el que a una niña le pasaba eso de achicarse y agrandarse? Alicia... en el país de la maravillas. Mara-villa”.

Después de unos segundos de silencio se escuchó, más lejano, el llanto de un bebé. Llevaba las zapatillas de su padre, viejas y destrozadas. Decidió avanzar hasta un grupo de árboles alejados unos veinte metros. Para seguir se sacó las zapatillas, aunque el pasto estaba alto y había escombros. Inmediatamente los pies le crecieron. Al retomar el avance se dio cuenta de que la ciudad se transformó en monte. Sintió un espeso olor a planta. Se movió con sigilo. Otra vez escuchó el llanto del niño, pero más próximo. Luego se sumaron los insultos de una mujer a los gritos, el sonido metálico y esa melodía que ya escuchó soñando otras veces. Siguió adelante, aunque su curiosidad estaba helada de espanto.

Detrás de una arboleda distinguió un rancho, los alaridos y la música provenían de allí. Al lado de la edificación había una especie de quincho, una camioneta, y un perro grande entretenido con algo del piso. Con mucha cautela se aproximó hasta apoyarse en una de las paredes, la ventana de ese lado estaba tabicada. Percibió en la superficie una grasitud pegajosa que la asqueó. Adentro unos hombres hablaban y la mujer que gritaba se lamentaba dolorida. El perro comenzó a ladrar. Uno o todos los registros de alarma que tuvo detonaron. Salió corriendo con desesperación.

Se detuvo agitada. Agudizó el oído para captar si la seguían. Las mangas de la ropa le apretaron los brazos. Como si su cuerpo hubiese crecido y las mangas la ciñeran demasiado. Entre los ladridos sonaron voces y disparos viniendo de la ranchada. Apareció detrás de unos troncos cruzados un niño como de seis años, moreno, con la cara paralizada del terror, que al ver a Mara pegó media vuelta y escapó. Su espalda estaba ensangrentada. Entonces apareció el gran perro que la acechó mostrándole los dientes.

Le tocaron el brazo. Ismael se arrimó para despertarla.

—¿Estás bien?

Recordó la boca caliente del perro, el rancho, la partida, su búsqueda. Apoyó las dos manos en el suelo, respiró y tomó envión para acompañarlos. Los hombres le convidaron mate. La habían abrigado con una frazada. Tambaleó y se afirmó.

—Me llamo Mara, creo que no les dije.

El Sr. Indio hizo un gesto de estar listo. Estaba prolijamente peinado y vestido. Olía a perfume. Confió en él naturalmente. Pensó en la suerte de su padre, y en su figura maltrecha. Un algo se movió en su interior tironeándole el pecho, duro como una cadena que arrastró una sensación oxidada.

Ismael era bastante más alto que Hipólito. Aunque también se arregló para ir al boliche, llevaba una remera negra de Los Redondos, jean y alpargatas. Tarareaba una canción mientras acomodaba cosas en la baulera de la cabina.

—Una tipa rapaz como te gusta a vos, no es sincera pero te gusta oírla... −Cuando se estiró para empujar unos bultos, Mara apreció su cintura flaca, las costillas, y se dejó llevar los ojos por el brillo de la piel en la penumbra. Algo de su mirada quedó adherida al cuerpo del tipo.

El Fuego dice Maravilla

Подняться наверх