Читать книгу El Fuego dice Maravilla - Celia Alina Conde - Страница 16

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Capítulo 11

A veces daba la impresión de ser alguien empequeñecido , débil y desamparado, pero Lucía ya le anticipaba los trucos. Quizá en algún momento lo fue, pero ya no, nunca más. “Sos frágil solo como estrategia para acercarte lo suficiente a tu presa, a tu rival, o a tu objetivo. Sos mi abuela-ninja”, reflexionó mientras caminaba hacia ella. A pesar de su silencio concentrado la abrazó y le dio un beso en la mejilla. Le estaba agradeciendo de antemano que hiciese su plato preferido: varénikes con crema y pastel de manzana. “Será que la comida es una manera de mostrar amor ¿Cuántos sabores habrá en el mundo hechos para acariciar el alma de la gente, para darle ánimo?”, pensó.

El aroma de la canela inundó la gran cocina. Lucía prendió la radio, su abuela frunció un poco el ceño, pero continuó picando albahaca y ajo. Le había dejado claro en varias oportunidades que no le gustaba la música. Carbonizó la piel de un par de morrones y los cortó en tiritas agregándoselas a la salsa. Se permitía variaciones criollas de la receta. En Eslovaquia no se conseguían de ese tamaño y de ese rojo encendido... aunque, si estuvieran allá, por su nieta los hubiera hecho aparecer. Otro truco suyo.

Empezó a sonar “Rhapsody in blue” de George Gershwin. Los dioses las premiaban poniéndoles frutillas en los oídos. La escena de las dos compartiendo ese momento se volvió mágica. Lucía sabía que no era sencillo convencer a María Doholov para sacarle fotos, así que no lo intentó, le bastó registrarla en su mente con el mayor detalle posible y ponerse a bailar. La abuela sonrió contemplando la gracia de Lucía que cada tanto le tironeaba el delantal. Pasó algo más de una hora y cenaron.

Antes de acostarse miró un poco Tato Bores. Le gustaban esos monólogos vertiginosos, aunque no los entendía completamente. Con el investigador de un futuro ruinoso de la Argentina se reía fuerte.

A María la llamaron de la casa de al lado. Tardó un rato en volver. Cuando lo hizo, guardó el centímetro en el costurero y le contó que el hijo mayor de la vecina estaba descompuesto. Le curó el empacho y el mal de ojo. Ezequiel. Ese buen partido. Su defecto principal: querer una buena chica... para Lucía “esto-recién-empieza”, ser una buena chica no era suficiente. Resultado: escuchar sin escuchar evitando que la abuela se diera cuenta.

En el hermoso sillón verde ojeó una National Geographic, casualmente del año de su nacimiento, 1975. Las coleccionaban. Leyó de la editorial: “Seguiremos viajando por el mundo libre de ideologías”... Se preguntó qué podía significar aquella frase. “¿Por qué alguien consideraría valioso ir libre de ideologías? ¿Es posible sacárselas de encima, de adentro? ¿Una idea, un conjunto de ideas, una compleja red de ideas sobre la sociedad, es una ideología? ¿Desde cuándo? ¿Dónde se guarda?... Uff... una más ¿Qué consecuencias traería extirpar a alguien SU ideología?” Ese órgano. La frase seguramente se refería al orden político del mundo, peor. La cosa se complicaba más. En fin, aceptaba ir con una especie de pesado edificio inmaterial en su cabeza.

Recordó una frase de su tía Ana (verde, sencilla y paradojal): “Hay que saber andar perdida”. Fue a buscar El segundo sexo al escritorio que se armaba en la Singer. Le costó un minuto dar con la página 241: “Hallar las respuestas dejando que solas encuentren las salidas del laberinto. Por eso hay que saber andar perdida”. Su papá en negro escribió en el margen de la página siguiente: “Futuro poblado de tinieblas, de oscuras buenas intenciones”. Abajo, Alejandra en rojo agregaba: “La oscuridad tiene que ver con una concepción equivocada, como mínimo retrógrada del sexo... ¿Es posible vivir la sexualidad de manera menos negativa? Es posible”.

Sonrió satisfecha, su mente tenía qué pensar.

Cepilló sus dientes imaginando que cada una lleva su propio edificio invisible sobre la cabeza. El de ella era una mezcla de una construcción viejísima con formas muy nuevas y pesaba.

Se fue a dormir y al pasar miró a su abuela peinarse tranquilamente frente al espejo sus cuarenta centímetros de pelo plateado. Reconoció el tatuaje en su espalda del que solo se veía una porción de cabeza y de ala. Fantaseó con el aspecto que tendría la torre en el cráneo de María.

Ya metida en la cama tuvo que moverse con frenesí para calentar las sábanas. Escuchó casi dormida el rumor de los árboles que susurraban algo de “prepararse”.

El Fuego dice Maravilla

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