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Capítulo 3

Los sueños en la vida de Mara eran fundamentales. Tenían un extraño vigor. Tanto que a veces parecían materializar otra dimensión de sí misma. Más poderosa y libre. Últimamente se habían enrarecido, reflejando el clima en su casa.

Esa noche tardó mucho en acomodarse detrás de las cajas y dormir. Tantas cosas le sucedían... Encontró perturbadoras formas de estar peor que muerta, tan deshecha como sus figuritas de cartón. Comprendió que pensar así no ayudaba y aceptó que, como sus sueños vaticinaban, se había largado una tormenta. Solo logró dormir cuando se concentró en la decisión de partir.

Comenzó a soñar con esa melodía que ya le resultaba familiar: “Tarán... pa (silencio), tarán... pa (silencio)”, mientras continuaba sonando, volvió a ver en un cielo azul sin estrellas al gran dragón en el que se había transformado hacía dos días. La música se aceleraba y luego se interrumpía con un sonido metálico, como siempre. En ese momento, la silueta del gran animal oscuro abrió decenas de ojos de diamante repartidos en su cuerpo, estuvo así mirándola unos segundos y desapareció. Ella supuso que el sueño iba a continuar como de costumbre con algo increíble, después de ese ruido a interruptor o algo así. Pero no. El argumento se puso mucho más realista de lo habitual. Se proyectó en su mente, como en una gran pantalla, una imagen de la calle y la casucha que ocuparon con su padre hacía unos 5 años. Castañares y Mariano Acosta, Bajo Flores. Caminaba como si estuviera despierta, viendo y sintiendo su cuerpo acercarse a las maderas de la entrada. Entonces, se desencadenó una intensa lluvia. Distinguió en el pasto objetos suyos que se mojaban formando pequeños montones, sus cosas más queridas, revueltas entre el barro y la mugre. Se agachó para observar su foto de séptimo grado. El día que se la regalaron fue el acto de fin de curso. La directora la llamó aparte, le contó que estaba muy satisfecha de la alumna en la que se había convertido y se la dio. Veía las caras ordenadas en dos filas de todos sus compañeros con claridad en la fotografía: Betina, que al final se hizo más amiga aunque las diferencias nunca desaparecían del todo; Mariela, que a veces la trataba con calidez copiando descaradamente a Betina; Roxana, que siempre tenía las manos frías y seguía a las dos anteriores; Sebastián, al que todos trataban como a un príncipe, sus escuderos: Sergio, el alto, Adrián, el canchero, y los demás. Al costado del grupo, Raquel, la maestra que orgullosa colgaba sus trabajos y Liliana, la portera, también sonreían.

La señora Lili, como la llamaban, sabía cómo preferían la merienda cada uno de los casi 300 chicos de la escuela. Le guardaba a Mara paquetitos con viandas. Muchas veces, sobre todo los fines de semana, esos paquetes fueron lo único que había para comer. Unos días antes de la ceremonia de despedida, le obsequió una remera con el hada Campanita y un par de hebillas con unas estrellas plateadas. Todo eso estaba arruinándose. A pesar de que el chaparrón la empapaba totalmente, su cuerpo hervía.

“No, papá, no”, dijo y cerró los ojos afiebrados.

Los abrió en otro escenario de su pasado. 1983. En el galpón que él cuidaba frente a las montañas de basura más enormes que vio jamás. Jugando con unas bolsas de polietileno gris, lo escuchó repitiendo indiferente “No seas tonta, es muy común. Muy común”, mientras anudaba el plástico oscuro en el que algo de cierto peso aún se movía.

El Fuego dice Maravilla

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