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Capítulo 14

Mara se queda abajo de la lluvia caliente un rato. Observa la espuma, el vapor y los dibujos cambiantes que puede hacer con su pelo pegado a la cerámica clara de la pared. Está encantada con la sensación de la ducha y el brillo del agua. Es la primera vez en su vida que se baña con esa libertad. Se seca y entra en la habitación con una intensa necesidad de acostarse y encuentra a la mujercita esperándola al borde de la cama que le dice:

—Mirá, me llamo Pichí, acá a las chicas les enseño masajes. Si querés te hago un poquito. A la Lupe le pareció que por ahí te vienen bien... Vení. No tengas miedo. −Le hace un gesto con la mano golpeando el colchón. Mara se acerca segura de que el cambio que ha empezado también tiene que ver con este momento, con entregarse.

−Muy bien. Acostate acá, boca abajo. Ella se deja llevar, no tiene fuerzas para resistirse.

Lo último que escucha es un comentario lejano del tatuaje.

Durante el sueño se siente igual que si sobrevolara una colosal muñeca. Flotando sobre un inmenso laberinto de piezas que más o menos reconoce. En todas ellas se repite el símbolo, un dragón, mezcla de lobo y murciélago, los números romanos MDCXIV y el nombre “Csetje”, en distintos tamaños, muchísimas veces. Percibe una rara energía al acecho... mezcla de ansiedad, temor y enojo. “Una linda mezcla”. Escucha su ritmo respiratorio, hace circular ese aliento a través de todo el paisaje aun en los lugares más oscuros, animándolos. Libera oleadas de tensión. Sus músculos ceden y se relaja cada vez más profundamente. Al final, se observa a sí misma descansar en un capullo de suaves y luminosos tonos rosados.

La voz alegre de su tía la trae otra vez a tierra.

—¡Buen día, sobrina! ¡Qué bueno que te hayas despertado!... Dormiste un montón. ¿Cómo estás? ¿La cabeza? Preparé el desayuno... mejor dicho, almuerzo... bueno, merienda. −Silvia se pone su reloj pulsera. Está sentada al lado de Mara que recién abre un poco los ojos.

—Vino Luisa, una amiga enfermera de mucha confianza, y te revisó. Nos dejó más tranquilas a la Pichí y a mí, pero le tenemos que avisar que estás bien. −Se levanta a buscar su agenda. Va y viene vestida con una bata roja que le flamea por detrás igual que una bandera. Así continúa siendo hermosa, con sus ojos hinchados de la noche y el pelo a medio recoger. Mara, un poco aturdida, la sigue con la mirada y le sonríe, “parece la más puta de las campanitas”, piensa para sí. Alta sobre unas chinelas de pompón acomoda una pila de ropa y le pregunta:

—¿Cómo te fue con la Pichí...?, una genia, ¿viste? Es un avión la petisa. A mí también me enseñó −continúa−. nos conocimos trabajando en lo de otra amiga que te quiero presentar, Cusco.

—¿Cusco? −Mara levanta la cabeza sorprendida y repite señalando un gran tamaño con una mano levantada−. ¿Cusco? Ella nos guio a vos. Pasamos con los dos señores que venían conmigo por su casa antes de llegar acá.

—¡Esa bruja! Ella me cuidó cuando llegué de Santiago. ¿Sabés que nuestro pueblo se llama Matará? ¡Mamita! Yo no sabía nada de cómo vivir en la ciudad. Apenas el Bicho se enamoraba de tu mamá. Una gringa linda tu vieja. Yo la vi un par de veces en casa. Era maestra, muy jovencita. A ella yo le caía bien. No sé qué le agarró con Emilio. −La sensual campanita se queda mirando la pared sin darse cuenta del impacto que causan sus palabras, ante el silencio se aproxima, le acaricia la cara y la abraza.

—Es que no sé ni siquiera cómo se llamaba mi mamá. ¿Entendés?

El Fuego dice Maravilla

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