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Capítulo 4

Como decía la canción, el chaperío estaba inmóvil. La prefabricada destruida donde vivía se apoyaba muy oblicua en La Nave del Olvido, un boliche del Bajo Flores. Era el 4 de agosto de 1992.

La Nave del Olvido. Mara reiteró el nombre torciendo los labios apretados por la ironía y pensó en su padre. Miró alrededor y se levantó. No quiso que la contagie la madera vencida de la casa. Calentó un mate cocido.

Creyó que Emilio no tuvo la reacción del otro día por lo de la basura, ni por nada de lo que ella hizo o no hizo. Nada de eso. No fue por la manía de los muñequitos de cartón, ni por coleccionar palabras y escribirlas en las paredes, ni por ninguna de sus “rarezas”. Hasta permanecer en silencio, querer estudiar o que los gatos la sigan... todo le molestaba. Entonces en el fondo era otra cosa...

Admitió ser un poco “rara”, pero fue entendiendo que lo de él era una especie de revancha. Estaba grande y ya no la dominaba. Frustración. Bronca por no haber podido salir de la miseria, ni haber podido sacársela de adentro. Culpa. Ganas de regresar a Santiago y postergarlo siempre. El embarazo de Marcela... quizá todo. Su padre era alguien sin retorno. Porque antes que nada se llenaba de alcohol... en fin... elementos que empeoraran las cosas no faltaban. Pensó y volvió a torcer la boca.

Descolgó el colador tomando una taza. Era temprano. Aunque este año decidió no ir a la escuela, el hábito de levantarse a la mañana le servía para buscar trabajo o alguna changa, y la salvaba de ese círculo enfermo.

Dudó de si haber dejado de estudiar fue una buena idea. El trato de su papá siguió empeorando y conseguir plata se convirtió en su obligación.

“Si tuviera a mi mamá, ella me habría ayudado a estudiar. Estoy segura de que le hubiera gustado. A la edad en que a otras chicas les prometen fiestas, paseos, regalos, a mí me empujan a la nada... ¿Por qué no estás, mamá? ¿Qué te pasó? ¿Por qué alguna gente se muere y otra no? ¿Y si me voy yo?... Sería fácil. Irme en la nave del olvido. La nave de la nada... Basta”. Se detuvo.

Aunque le dolió haber visto su vida en la mugre, se apartó de la cocina caminando hacia la mesa. El calor del jarro de chapa la sacó del empantanamiento. Con la mano libre intentó relajar el cuello. Las que continuaban allí también, más persistentes que sus recuerdos, sus preguntas o sus sueños, eran las cicatrices de su tatuaje. Ese dibujo que llevaba desde no sabía cuándo cruzando su espalda del lado izquierdo de la cintura al omóplato derecho. Tocarlo era como asegurarse de ser quien era, por lo menos eso. No sabía cómo se lo hicieron, ni por qué. Su papá seguía sin responder.

Acercó una silla y se sentó cerrando los ojos. Nuevamente en su cabeza, apareció la enorme bestia de la visión de su distanciamiento. Por un instante dejó de respirar. Cayó en cuenta de la similitud entre ambas imágenes. La que cargó siempre en la espalda y la que se elevó en su mente con una gigantesca figura sobre un fondo rojo... La que se adelantaba en los sueños, la que impedía que su padre se le tirara encima.

Escuchó los apagados ronquidos de Marcela que dormía. Emilio no estaba. Tal vez en la panadería necesitaban una mano. La esposa del panadero la trataba bien. Las veces que trabajó para ella pararon para comer y le pagó como correspondía. Usaba aros finitos, circulares y un pañuelo de colores para sostenerse el cabello. Un amor.

Marcela no era así, ni un poco. Mezquina y quedada. Su perfil, un conjunto hinchado de curvas, se acomodó en la oscuridad.

No le tomó una hora juntar su ropa y borrar las marcas que había hecho en las paredes. Decidió deshacerse de lo que no iba a llevar usando unas bolsas negras... Tenía que esforzarse por apartar las señales que los sueños le sembraban a cada paso.

Exclusivamente le interesó conservar la guía de calles, un viejo diccionario y una mínima libreta morada, que compró para liberar un poco sus pensamientos de la tensión de esos días. Las tapas daban la impresión de ser la piel de un reptil. El primer dibujo que hizo fue una mujer sentada junto a un gato.

Recogió las últimas figuritas de cartón. Mezcló la frazada que usaba con el resto de trapos y cajas que hacían de ropero, nada de allí estaba usualmente ordenado. Nadie podía asegurar que alguien armaba su cama en ese rincón. Se abrigó y salió, llevándose todo lo que iba a tirar y la pequeña libreta. De algún modo el dibujo que hizo la tranquilizó bastante.

El Fuego dice Maravilla

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