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2. «LO QUE NO ES TRADICIÓN ES PLAGIO»

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La teoría feminista tiene una tradición de tres siglos. Es muy importante demostrar este extremo, pues nos encontramos en una situación en la cual, de forma recurrente, se pretende partir de cero y reconstruir por completo el universo del discurso. Así, por ejemplo, hay quienes afirman que el pensamiento feminista comienza con la postmodernidad; para otros, está en función de un movimiento social nuevo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial, e incluso hay quien sostiene que su primera emergencia significativa se produce en el marco de la globalización contemporánea y las nuevas tecnologías. Hay autoras y autores que lo refieren unilateralmente a una peculiar lectura del psicoanálisis o a la tradición marxista. En este sentido, es especialmente ilustrativa la forma como recientemente se ha querido derivar el feminismo del multiculturalismo, a despecho de que el acomodo discursivo del mismo en este marco de pensamiento resulta un tanto forzado. El multiculturalismo aplica aquí sus inercias conceptuales y nos sitúa a las mujeres en tanto que tales en la retahíla de todos aquellos grupos que considera sujetos de las «políticas de la identidad» y del reconocimiento: chicanos, afroamericanos, gays y lesbianas, minusválidos… y mujeres. En la medida en que aquí prevalece el modelo de la etnia, quedamos subsumidas bajo esta caracterización, con el resultado de presentarnos como una cultura idiosincrática específica, entre otras. Es obvio que esta conceptualización de las mujeres plantea importantes problemas. Habrá, por tanto, que invertir los términos y pensar el multiculturalismo desde el feminismo —que tiene una tradición de tres siglos y sus propias exigencias teóricas y prácticas desarrolladas al hilo de este proceso— en lugar de derivarlo del multiculturalismo parvenu, con las inevitables disfunciones conceptuales y políticas que ello conlleva.

Nunca insistiremos lo bastante: el feminismo tiene sus referentes teóricos propios que se remontan a la Ilustración y son claramente identificables. El movimiento sufragista que, sin olvidar la lucha de las mujeres por la ciudadanía en la Revolución Francesa, constituye la primera plasmación de los planteamientos feministas en una lucha histórica de carácter emancipatorio, se mueve en el marco teórico de la herencia ilustrada. La llamada «Segunda Ola» del feminismo —que es, en realidad, la tercera si hacemos justicia a las movilizaciones históricas de la Revolución Francesa— tomó en buena medida como su referente teórico la obra emblemática de Simone de Beauvoir, El segundo sexo. El ensayo de nuestra filósofa feminista existencialista, escrito en 1949, tiene un vector prospectivo y otro retrospectivo. Por una parte, al margen de la conciencia de ello que tuviera Simone de Beauvoir, la escritura de este Opus magnum de la teoría feminista tuvo sus condiciones de posibilidad en una tradición que tenía su propia consistencia. No es de extrañar que Beauvoir cite a François Poullain de la Barre en el comienzo de El segundo sexo, así como que se refiera a Olympe de Gouges, a John Stuart Mill y al propio movimiento sufragista. El tratamiento que le da a esta lucha histórica de las mujeres dista, desde luego, desde nuestra perspectiva actual, de ser el adecuado. Aquí tendríamos que hacer la precisión de que el movimiento sufragista fue un fenómeno propio de los países protestantes y no de los católicos. Beauvoir no lo apreció sin duda en toda su relevancia. Pero, si los presupuestos de esa lucha vindicativa no hubieran estado en el horizonte intelectual de su época, su intento de fundamentación teórico-filosófica del sentido de la liberación de las mujeres no hubiera sido posible. Como lo hemos escrito en otra parte19, Beauvoir zanja una polémica que se planteó en la Ilustración y la Revolución Francesa. ¿Debían las mujeres, en el marco de la irracionalización de cualesquiera características adscriptivas para acceder al estatuto de la ciudadanía, ser homologadas al Tercer Estado? ¿O bien, por el contrario, su particular naturaleza biológica no podría ser homologada a otras características adscriptivas, derivadas del nacimiento? En este segundo supuesto, habrían de ser excluidas de la ciudadanía. Sin esta polémica como trasfondo de su reflexión, Beauvoir, con su contundente declaración de que «la mujer no nace, se hace», no hubiera podido zanjar, desde un plano ontológico radical, la polémica que había dividido a la Ilustración en su vertiente misógina y su deriva pro-feminista. Continúa así la línea de Mary Wollstonecraft quien, en polémica con Rousseau, puso de manifiesto con total lucidez y exhaustividad el carácter artificial de «lo femenino». La feminidad normativa se mostraba así como una construcción social.

La autora de El segundo sexo es, desde esta perspectiva, la bisagra entre el feminismo ilustrado y el neofeminismo de los 70: por una parte, tal como lo acabamos de exponer, desde el punto de vista retrospectivo dota de una fundamentación filosófica elaborada y consistente a las posiciones partidarias de la emancipación femenina dentro de los parámetros ilustrados —derecho a la educación igualitaria, ciudadanía, igualdad de oportunidades de realización existencial…—. Por otra, su deconstrucción de los mitos sobre la feminidad, que se contrastan con la descripción de la experiencia vivida de las mujeres, captada con una inusual agudeza en todos sus aspectos, anticipa en parte lo que serán los temas propios de la Segunda Ola de los 70. La problemática de la sexualidad femenina, el derecho a ser individuo más allá de lo que Amelia Valcárcel ha llamado «las figuras de la heteronomía», o la discusión con el psicoanálisis y el materialismo histórico abren el ámbito de problemas con que se debatirá el neofeminismo de los 70: es ésta la dimensión prospectiva de la obra de la autora de El segundo sexo. Por lo demás, ella misma tuvo ocasión de participar en la Segunda Ola del movimiento, que encontraba en su propia obra uno de sus inputs movilizadores más significativos.

Resumiendo, lo que no es tradición es plagio. El feminismo debería tenerlo muy en cuenta para no descubrir Mediterráneos en algunos casos, ni situar su problemática en espacios discursivos que le son un tanto oblicuos, como lo hemos podido ver en el ejemplo del multiculturalismo. Es importante, pues, reconstruir dónde el feminismo ha germinado históricamente, por qué y bajo qué forma. Así, expondremos primero lo que vamos a llamar el camino desde el «memorial de agravios» hasta las vindicaciones. Como lo dijo Stuart Mill, las quejas por los abusos de un determinado poder por parte de quienes son oprimidos por él aparecen históricamente de forma recurrente antes de que se plantee como problema la deslegitimación de las bases mismas de ese poder20. El feminismo no va a ser una excepción. Las quejas por los abusos del poder patriarcal constituyen un género literario que tiene una tradición, cuya ilustración más pregnante la podemos encontrar en la obra de Christine de Pizan, La cité des dames. Resulta clarificador comparar sus planteamientos, que se mueven bajo los supuestos de una lógica estamental aún no puesta en cuestión, con la articulación de vindicaciones propiamente dichas, que no se producirá hasta la Ilustración en sus formas más precoces. El feminismo va unido así a la lógica generalizadora de la democracia. Por ello, hasta que no se establece una plataforma de abstracciones virtualmente universalizadoras —sujeto del conocimiento, sujeto moral autónomo, individuo, ciudadano—, no se hace posible irracionalizar la exclusión de las mujeres en diversos ámbitos de lo público y del poder. Como lo afirma Lidia Cirillo21, no puede hablarse de discriminaciones entre un brahman y un paria, si bien la lógica de la igualdad se nos ha vuelto, aunque no siempre de forma consciente, tan obvia que esta afirmación puede no parecer algo inmediatamente intuitivo. En efecto, discriminación implica parámetros conmensurables y homologables entre los individuos, de tal modo que la exclusión de un grupo de éstos aparezca como arbitraria y pueda ser por tanto irracionalizada: es, en este sentido, en el que hablamos propiamente de discriminación. En la medida en que entre un brahman y un paria existe una jerarquía simbólica vertical, no cabe referirse con propiedad a una discriminación entre ellos: no se dan las bases para que se pueda hablar de una exclusión ilegítima.

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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