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3. LA LABOR DE PENÉLOPE Y SÍSIFO EN LA TEORÍA FEMINISTA. POR UNA DESPENELOPIZACIÓN DE LA HISTORIA DE LA TEORÍA FEMINISTA

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La teoría feminista que se elabora sin tener en cuenta su tradición corre el riesgo de reproducir en el pensamiento mismo acerca de la emancipación de las mujeres la manera como la simbólica patriarcal ha representado la tarea femenina: un permanente hacer y deshacer, cuyos referentes emblemáticos serían el mito de Sísifo y el constante tejer y destejer de Penélope. Ello no significa que no haya que hacer una crítica permanente de las limitaciones o posibles inadecuaciones de la producción histórica feminista: la historia de la teoría feminista es la historia de sus debates, como ocurre en toda tradición viva. A lo largo de tres siglos, tanto las condiciones históricas de la liberación de las mujeres como los paradigmas teóricos que se les ofrecían para tematizar su problemática —con mayor o menor adecuación y mayores o menores tensiones conceptuales— necesariamente han experimentado grandes cambios y, como no podía ser de otro modo, se han reflejado tanto en la teoría como en la práctica del feminismo.

Por otra parte, no ignoramos que todo lo que pretende ser una reconstrucción de la tradición es en buena medida lo que los sociólogos políticos han llamado «invención de la tradición». Ciertamente es así, como lo es que la historia se constituye en interpretación retrospectiva de nuestra propia problemática. Pero también lo es sin duda que hay invenciones reconstructivas más o menos verosímiles, así como interpretaciones más documentadas, contrastadas y completas que otras: dan cuenta con mayor plausibilidad del sentido de los textos así como abarcan un arco más amplio de producciones teóricas, contextualizadas siempre en el marco de las luchas históricas. Lo que aquí nos proponemos es, pues, despenelopizar, sit venia verbo, la historia de la teoría feminista.

El fenómeno, recurrente en la historia de la teoría feminista, de reinventar el universo del discurso como si se partiera de cero encuentra una significativa ejemplificación en el hecho de que algunas autoras postmodernas se presenten como las descubridoras de que el género intersecta con otras variables tales como la raza o la clase. Parece como si aquí se hubiera producido un ataque de amnesia: se olvida, por lo pronto, que el movimiento sufragista arrancó del abolicionismo22. Fue precisamente en la lucha por los derechos de emancipación de los esclavos donde las sufragistas experimentaron —entre otros inputs, sin duda— las limitaciones de sus derechos para tener peso en una causa que, in recto, no era la suya. La polémica relaciones de clase-relaciones de género: sus articulaciones y sus tensiones, su jerarquía y sus especificidades respectivas han hecho correr ríos de tinta a una tradición que tiene ya sus raíces en el socialismo utópico23, así como en la corriente feminista que se genera en el ámbito del marxismo, constreñida por la prioridad teórica y pragmática de la lucha de clases. Tampoco se tiene en cuenta que el feminismo radical de los 70 surgió a partir de las recurrentes decepciones que sufrieron militantes tanto de la New Left como del Movimiento pro-derechos civiles de los afroamericanos, donde las mujeres experimentaron que estaban siempre en la cola de las prioridades patriarcales y sus temas nunca llegaron a entrar en la agenda. El feminismo radical, tal como se desarrolla desde nuestro punto de vista, es el correlato teórico de la concepción del feminismo como práctica política no subsidiaria. Dicho de otro modo, las mujeres se vieron obligadas a organizarse de forma autónoma y a justificar teóricamente esa forma de organización buscando una sustantividad y una especificidad conceptual para la opresión de las mujeres, en tanto que mujeres, que no se planteara en términos de «la contradicción secundaria» dentro de «la contradicción principal». Fue muy difícil el camino para legitimar la agenda feminista per se y no por sus virtualidades en tanto que lucha anticapitalista. Quienes afirman que el feminismo tradicional olvidó la raza olvidan, a su vez, por su parte que clásicas de los 70 como Shulamith Firestone produjeron elaborados y penetrantes análisis de las interrelaciones entre el sexismo y el racismo. El feminismo cultural, que es quizá la corriente menos sensible a estas interconexiones, ha de ser asumido como un fenómeno reactivo ante las dificultades de darle a la lucha feminista una identidad y una legitimidad sin justificaciones adjetivas, y esta dinámica, entre otras cosas, llevó a sus teóricas a considerar el feminismo como contracultura. Así pues, elaborar tanto teórica como prácticamente la irreductibilidad de lo que se dará en llamar «el género» al lado de otras determinaciones fue una dura conquista histórica.

Con ello no queremos decir que las postmodernas no tengan razón al incorporar las voces de diferentes grupos de mujeres en función de su intersección con otras variables, lo cual es absolutamente pertinente. Pero cuando se le da la espalda a las clásicas de nuestra tradición, se comete la injusticia de una falta de reconocimiento a esfuerzos teóricos que han hecho posible la autonomía del feminismo y se cae en lo que venimos criticando: la reinvención desde cero del universo del discurso, que lleva en el mejor de los casos al descubrimiento de Mediterráneos. Si desde el punto de vista teórico esta actitud tiene consecuencias indeseables, no ayuda tampoco a la eficacia de la práctica política feminista. El tener como referente una tradición, por supuesto compleja y no monolítica, pero en la que se pueden identificar algunos hilos conductores, es un instrumento inapreciable de empowerment para las luchas políticas de las mujeres.

Por otro lado, la desatención a la tradición lleva a la constitución de una especie de reinos de Taifas que generan discursos feministas en marcos totalmente autorreferidos. En muchos casos, esta situación se solapa con producciones nacionales. Un ejemplo pregnante de este fenómeno lo encontramos en las teóricas italianas del «pensamiento de la diferencia sexual», concretamente en las de la Librería de Mujeres de Milán. Al proceder así, fragilizamos nuestra teoría y nuestra práctica feminista, convirtiéndola en una especie de muro de arena que hay que construir una y otra vez, perdiendo la pista de anteriores huellas. Por el contrario, como lo han señalado Ernst Bloch o Walter Benjamin, la memoria es de suyo emancipatoria. Los oprimidos no pueden desactivarla sin tirar piedras contra su propio tejado. Si queremos ser reconocidas en el mundo de la política, la historia y la cultura, debemos empezar por reconocernos a nosotras mismas, por autoinstituir nuestros propios referentes y reconstruir los elementos de continuidad de un camino zigzagueante y sinuoso, sin duda, como no podría ser de otro modo, dada la enorme complejidad del problema de la subordinación de las mujeres. Pero el diseño de este camino es susceptible de ser reconstruido, y es éso lo que tratamos de poner de manifiesto en este libro. Sólo sobre la base de este reconocimiento de la continuidad de nuestro esfuerzo teórico, aun siendo muy conscientes de que se sustenta sobre un hilo delgado, sí, a veces enmarañado, pero no inexistente, podremos presionar de forma más eficaz para obtener nuestra convalidación en la historia del pensamiento y en la historia tout court en la que ésta se inscribe.

Tras este inobviable excursus, tomemos de nuevo, pues, nuestro hilo conductor. Por supuesto, no es el único posible, pero ha sido sometido ya a un trabajo paciente de contrastación24 que legitima su pretensión de presentarse al menos como plausible. Nos hemos referido ya a la trayectoria del «memorial de agravios» hasta la formulación de las vindicaciones. Asumimos a Simone de Beauvoir como una bisagra entre el feminismo ilustrado y el sufragismo, por una parte, y el neofeminismo de los 70, por otra. Desde este punto de vista, de Beauvoir representa la radicalización y la fundamentación ontológica de las bases de la vindicación, como tuvimos ocasión de exponer. Ahora, de forma un tanto abrupta y sumaria, vamos a considerar que, con el neofeminismo de los 70, pasamos de la vindicación a la crítica del androcentrismo.

Teoría feminista 1: De la ilustración al segundo sexo

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